Antes de los llantos por Schubert, más o menos tres meses antes, las cosas se habían puesto insostenibles y Aguilar había recurrido al Seguro Social, donde resultó que dada su restringida póliza de profesor universitario, su esposa sólo clasificó para tratamiento en el hospital de beneficencia de La Hortúa, donde le asignaron a un médico llamado Walter Suárez, que sometía a sus pacientes a curas de sueño con amital de sodio. La internaron en uno de los corredores del ala psiquiátrica, la acostaron en una cama y yo debí limitarme a observarla dormir, cuenta Aguilar, y a aceptar que tan pronto abriera los ojos, o moviera los labios para intentar decir algo, aparecieran los ayudantes del doctor Walter Suárez con una nueva dosis del barbitúrico, un polvo amarillento de tufo azufrado que disolvían y le inyectaban por vía intravenosa, y así pasaban mis días y mis noches, en la contemplación de esa bella durmiente que resplandecía de palidez y de ausencia entre esas gastadas sábanas hospitalarias que tanto dolor humano habían acompañado, su pelo como una enredadera que desde hace siglos hubiera tomado posesión de la almohada; Aguilar no podía quitar los ojos de esa sombra suave y levemente agitada que sus pestañas proyectaban sobre sus mejillas como si fuera una muñeca antigua y olvidada en una repisa del anticuario, Buscaba mensajes ocultos en los ritmos de su respiración, dice Aguilar, en las tonalidades de su piel, en la temperatura de sus manos, en el silencio de sus órganos, en la ondulación del tiempo sobre su cuerpo inmóvil, ¿Sueñas, Agustina, o sólo nadas en un mar de niebla? ¿Estás sola y blindada dentro de tu pequeña muerte, o hay un resquicio por donde pueda entrar a acompañarte? Mientras velaba para que en la indefensión de su inconsciencia su mujer no se arrancara con un movimiento involuntario la aguja por la que el soporífero le entraba a la vena, porque no la afectaran las corrientes de aire ni la agarraran destapada los hielos de la madrugada, ni la atormentaran las pesadillas o la poseyeran vaya a saber qué íncubos, mientras Aguilar esperaba en vela a que fueran pasando las horas fantasmales de La Hortúa, cuántas veces no evocó esas páginas terribles del japonés Kawabata, pobladas de muchachas desnudas, yacentes y narcotizadas en las que no quedaba rastro de amor, de vergüenza ni de miedo. Tres veces al día bajaba el efecto de la droga y yo debía darle de comer y llevarla al baño, recuerda Aguilar, y así durante algunos minutos su cuerpo volvía en sí pero su alma seguía perdida, su mirada volcada hacia adentro y sus movimientos mecánicos y ajenos, como los de una marioneta. Compartían sala con Agustina otras seis pacientes a las que también tenían allí descansando de culpas, alucinaciones y ansiedades mediante el famoso amital de sodio del doctor Walter, y una de ellas, la de la cama contigua, era una anciana liviana como un soplo a quien su esposo, otro ser tan viejo como ella, le cepillaba el pelo, le hacía masajes en las piernas para facilitarle la circulación, le echaba crema en las manos porque, según decía, A mi Teresa no le gusta que se le resequen, ¿Ha visto, joven Aguilar, qué manos tan blancas tiene mi Teresa? Fíjese, sin una mancha, y eso se debe a que jamás las ha tocado el sol, porque siempre que sale a la calle se pone guantes para protegérselas. Cuenta Aguilar que ese señor tenía un nombre insólito, se llamaba Eva, porque según me explicó, Eva era el apócope de Evaristo, y con don Eva jugué interminables partidas de ajedrez mientras nuestras respectivas muchachas se iban hundiendo en el sueño hasta regiones muy cercanas a la muerte, a veces don Eva traía una guitarra, se sentaba al lado de su Teresa y le cantaba al oído boleros de los de antes con una voz cascada pero de modulación impecable, voz de serenatero profesional, una y otra vez le cantaba ese que dice muñequita linda de cabellos de oro, de dientes de perlas, labios de rubí, y para justificar ante mí la repetición, cuenta Aguilar, me decía Es la canción favorita de Teresa, desde que éramos novios se la he dedicado en todos nuestros aniversarios, claro que hay otras que también le gustan, como Las acacias y Sabor a mí, Bésame mucho y Perdón, no crea, muchacho, me decía don Eva, mi Teresa es una mujer muy sensible, amante de la buena música y de todo lo fino y lo bello, pero venga, acérquese, observe cómo sonríe cuando le canto Muñequita linda, fíjese muchacho, no sé si alcanza a percibirlo porque es una sonrisa apenas insinuada, pero yo, que conozco de memoria hasta los más mínimos rasgos de su rostro, yo sé que una sonrisa la ilumina cada vez que le canto esa canción. Don Eva se quedaba religiosamente al lado de su esposa desde que llegaba al hospital, a las ocho en punto de la mañana, hasta las ocho clavadas de la noche, y cuando se levantaba para marcharse me la recomendaba siempre con la misma fórmula, Me voy a trabajar y dejo bajo su cuidado a la vida de mi vida, me decía palmeándome el hombro; en una de esas ocasiones Aguilar le preguntó por su trabajo y don Eva le contestó Soy bolerista de horario nocturno en el Lucero Azul, un bar respetable y prestigioso que queda cerca de acá, con esas palabras me lo describió, y en algún momento en que iba yo camino al hospital por la 12 con Décima me topé con el famoso Lucero Azul, dice Aguilar, que en realidad resultó ser un estadero de putas de ínfima categoría, y como eran las siete y media de la mañana y estaban en hora de aseo, la mujer que barría tenía las puertas abiertas de par en par así que pude mirar hacia el fondo y vi una serie de mesitas de palo con candelero de barro en el centro, cortinas empolvadas que ocultaban cuartuchos de catre y jofaina, bombillos rojos ahora apagados que de noche debían disfrazar la miseria y una tarima de tablas con un micrófono solitario donde imaginé a don Eva entonando Muñequita linda para que bailaran las putas y sus clientes mientras él penaba por esa Teresa suya que al lado de mi Agustina arrullaba con amital de sodio los tormentos de su locura, y un minuto después, de uno de los cuartuchos salía don Eva y tras él una chica gorda que a todas luces parecía ser una de las trabajadoras del local, al principio don Eva trató de rehuir el encuentro con Aguilar pero dado que era inevitable, lo saludó cordialmente y le presentó a la mujer que estaba con él, Ésta es Jenny Paola, le dijo y amagó una explicación encogiéndose de hombros a manera de disculpa, yo apoyo a mi Teresa y Jenny Paola me apoya a mí, qué le vamos a hacer, joven Aguilar, el ser humano es criatura vulnerable y urgida de compañía… Los días pasaron idénticos del primero al cuarto y ya en el quinto, cuando se hallaban en medio de una de las interminables partidas de ajedrez, Aguilar le anunció a don Eva que a partir de ese momento iba a impedir que drogaran más a su mujer porque mañana mismo se la llevaba, no resistía la agonía de verla así, ida, apagada, inexistente, le dijo Cualquier cosa menos esto, don Eva, cualquier cosa menos esto que se parece tanto a la muerte, Hace muy bien, muchacho, llévesela no más, tiene toda la razón en lo que dice, Y usted, don Eva, por qué no se lleva a su Teresa para la casa, allá puede cuidarla de día y conseguir quién lo releve de noche mientras trabaja, Ah, no, había dicho don Eva, yo no puedo hacerle eso a mi Teresa, usted no se imagina cuánto se aterra ella cuando está despierta. Unas horas después Agustina y yo salíamos de La Hortúa y nos daba la bienvenida una de esas tardes bogotanas que cuando quieren son incomparables, me refiero a ese cielo de alta montaña de intenso color azul hortensia y olor a vegetación de monte, y a diferencia de Teresa, a mi Agustina no la aterró volver a estar despierta sino que por el contrario, se la veía alegre y dispuesta a reincorporarse al mundo de la vigilia; Qué bueno está el solecito, dijo recostándose contra un muro de piedra donde los rayos pegaban y desde ahí observó a Aguilar inclinando un poco la cabeza, entre extrañada y divertida, como si lo hubiera dejado de ver por un buen tiempo y ahora lo encontrara vagamente cambiado pero no pudiera precisar en qué consistía el cambio, Te brilla más el pelo, le dijo por fin, alargando la mano para tocárselo, y además te han salido canas, Por favor, Agustina, desde que me conoces tengo canas, Sí pero no es lo mismo, sentenció sin detenerse a explicar y me pidió no regresar a casa enseguida, así que caminamos abrazados por las calles del centro tan deslumbrados como debió estar el fundador don Gonzalo Jiménez de Quesada la primera vez que pisó esta sabana hace más de cuatro siglos y la encontró bendita; la ciudad respondía a nuestro entusiasmo mostrando una humildad de pueblo recién inaugurado, la Plaza de Bolívar nos recibió con el brillo dorado de una luz oblicua y por petición de Agustina entraron a la Catedral, donde Aguilar le mostró la tumba de Jiménez de Quesada, Mira, Agustina, veníamos hablando de él y precisamente aquí está su tumba, entonces ella caminó hacia la sacristía, donde compró seis velones de cera roja que encendió y colocó al lado de la tumba, ¿No prefieres ofrendárselos a algún santo?, le preguntó Aguilar, mira, por allí está san José con el Niño Dios en brazos, en aquella capilla hay una que se alza entre querubines y que debe ser la Virgen del Carmen, allí está la Dolorosa despidiendo rayos por la corona, cualquiera de ellos te sirve, en cambio no hay garantía de la santidad del fundador de Santa Fe de Bogotá, vaya a saber qué tan bueno fue en realidad, Suficientemente bueno, una vez que llegan al cielo todos son iguales, aseguró Agustina, Y por qué seis velones, le preguntó Aguilar, Uno por cada uno de mis cinco sentidos, para que de ahora en adelante no me engañen, ¿Y el sexto? El sexto por mi razón, a ver si este don Gonzalo me hace el milagro de devolvérmela.
Sin saber a qué horas, Abelito Caballero, alias Farax, se va convirtiendo en el centro del hogar de los Portulinus: discípulo de piano dilecto de Nicolás, compañero de Blanca en las tareas de alimentar los conejos, traer los huevos del gallinero, soltar los perros en la noche, ahuyentar los murciélagos que se hacinan en el cielo raso y sacar a pasear al marido para espantarle la pesadumbre; confidente de Sofi que ya empieza a tener novios a escondidas y cómplice de los juegos lentos y taciturnos de Eugenia. En un estilo discursivo y ordenado, Blanca relata en su diario el transcurrir de sus horas sin refundir las líneas generales ni omitir detalles, mientras que Nicolás en su propio diario muestra una notoria falta de precisión en los relatos, que a veces quedan truncados por la mitad, otras veces carecen de secuencia lógica, con frecuencia son tan enrevesados que resulta imposible entender de qué se tratan, pero este completo caos en un nivel que podría llamarse literario se ve contrastado por una curiosa y obsesiva tendencia a cuantificar ciertos eventos, por ejemplo, en la esquina superior izquierda pone «r. m. B» —relación marital con Blanca— cada vez que la tiene, que dicho sea de paso sucede con asombrosa frecuencia, o más concretamente a diario casi sin falta; el tiempo de abstinencia más largo que aparece registrado es de apenas cinco días y corresponde a una semana de depresión severa por parte de él; otra de las contabilidades que regularmente anota en los márgenes es «anoche soñé con F», o «durante la siesta soñé con F», donde desde luego la F vale por Farax. Pese a que cada uno de los esposos juraba respetar la intimidad y el secreto del diario del otro, es seguro que Blanca hojeaba con regularidad el de Nicolás, quizá no tanto por curiosidad malsana cuanto por obtener pistas sobre el estado de su alma que le permitieran adelantarse a las grandes crisis de rabia o de melancolía, y es seguro también que Nicolás estaba al tanto de este espionaje sistemático, porque cuando no deseaba que ella se enterara de algo lo escribía en alemán, según consta en la página correspondiente a un día del mes de abril, cuando al consabido «anoche soñé con F» le añade entre paréntesis y en letra apretadísima, casi ilegible, «Ich bin mit auffälligen Erektion aufgewacht», o sea Desperté con una notable erección. Nicolás no sólo le daba al muchacho lecciones de piano sino que además se empeñaba en enseñarle a componer, develaba para él la estructura musical y los secretos líricos de bambucos y pasillos y lo introducía en la lectura de poesía inglesa y alemana para que le sirviera de fuente de inspiración de la letra de sus futuras composiciones, y por si todo eso fuera poco le fue regalando, uno a uno, la mayoría de sus propios libros, muy para sorpresa de Blanca que veía desaparecer de la biblioteca anaqueles enteros que luego aparecían dispersos por el suelo en la habitación de Farax, Dime, Nicolás, por qué le das todos tus libros al muchacho, le preguntaba ella pero sólo lograba respuestas vagas del tipo Para que se eduque, mujer, un músico no es nadie si no conoce a fondo los clásicos de la literatura. Había ido abandonando progresivamente el trato con sus hijas, que de por sí nunca había sido estrecho, y cada vez que alguna de ellas demandaba su atención le respondía Pregúntaselo a Farax, que él lo sabe, o Pídeselo a Farax, que él lo tiene, o Ve con Farax, él te acompaña. En tanto que el muchacho se fortalecía física y espiritualmente, como si se alimentara del afecto y los cuidados de su familia adoptiva, Nicolás se iba deteriorando, cada día se lo veía más abotagado, perdido en sus propias especulaciones, desprendido de cuanto lo rodeaba y propenso a confundir los seres reales con los imaginados, sobre todo a Abelito con Farax y viceversa; más dolorosamente que en otros casos su conciencia parecía fragmentarse ante el espectáculo de Abelito, el real, y Farax, el soñado, combatiendo entre sí sobre el mármol blanco y liso de unas ruinas antiguas y lastimándose, sangrando y de paso lastimándolo también a él, a Nicolás, o mejor dicho únicamente a él porque él es la víctima verdadera de este combate imaginario, él es quien se desangra en ese templo que se deshace en polvo en medio del esplendor cenital, Veo una superficie pulida, Blanquita mía, veo un plano límpido, me deslumbra el brillo metálico de la sangre sobre ese plano, me abruma y me fascina el enigma de la sangre derramada, De qué estás hablando, Nicolás, mira que se te enfría el almuerzo, déjate de pensar en sangre y en temas feos que ya están sentados a la mesa las niñas y Farax, ¿Farax o Abelito?, pregunta el atribulado, Por favor, Nicolás, bien sabes que son el mismo, Sí, Blanquita, pero sólo uno de los dos es real, sólo uno de los dos es fuerte y no sé cuál, Estás soñando, Nicolás, te levantaste de la siesta pero aún no te has despertado, Perdóname, Blanca, paloma mía, pero es sólo en sueños, ¿ensueños?, donde logro comprender la esencia de las cosas, y hoy he comprendido que aquel que se lame las heridas se está desangrando, Son fantasías tuyas, Nicolás, tú lo que tienes es hambre, No quieres entender, mujer, que va a ocurrir una desgracia porque yo no sé distinguir cuál es el que realmente existe, si Farax o yo, Farax o Nicolás, uno de los dos prevalecerá y el otro está condenado a desaparecer porque no hay lugar para ambos sobre la faz de la tierra. En un intento por seguirle la pista a los desvaríos de Portulinus, se podría elaborar el siguiente esquema de varios pasos, primero, Nicolás construye una burbuja o mundo paralelo haciendo valer en el afuera lo que su imaginación fabula, como cuando conoce a Abelito y lo identifica con el Farax de sus sueños; segundo paso, la burbuja se le divide en contrarios, por ejemplo Abelito y Farax, o Farax y Nicolás, que polarizan su mente obligándola a oscilar entre los dos extremos a una velocidad insoportable; tercer paso, en la burbuja Nicolás deposita sus sentimientos más profundos haciendo que todo en ella se vuelva de vida o muerte, de tal manera que tras construir con los contrarios adversidades irreductibles, se crucifica en su propia construcción; Soy testigo impotente y angustiado, se lamenta Blanca, de cómo la tenaza de los contrarios lo va llevando inexorablemente a la derrota. Cuarto, una vez perfeccionado el mundo paralelo en todos sus detalles, Nicolás despega rompiendo contacto con el mundo real y queda solo y encapsulado entre su burbuja; Quinto y último: durante el proceso de su desvarío, Nicolás se ve arrastrado por una ansiedad que se autoalimenta, anda como hechizado, no puede salir del delirio, pero además no quiere hacerlo porque la relación que ha entablado con éste es la de un esclavo frente a su amo. Las cosas dentro de la cabeza de Nicolás Portulinus eran más o menos así, pero claro, no del todo, nunca las cosas son así del todo, y por lo demás el hecho de que él delire, o como dicen sus hijas esté raro, es pan de cada día en esa casa de Sasaima; lo extraño últimamente es que Blanca también parece estar un tanto trastornada, nada es igual desde que Farax golpeó a la puerta con su vieja chaqueta de alpaca y su morral lleno de soldaditos de plomo, Farax se ha convertido en el sueño y en la pesadilla de ambos, en el amor y en el rival de ambos en una espiral que asciende, asciende hasta donde el aire es tan fino que se vuelve irrespirable. ¿No sospecha acaso Nicolás que si Blanca tuviera que optar entre uno de los dos hombres que viven en su casa, en el fondo de su corazón optaría por el más joven, aunque de labios para afuera dijera otra cosa? Me gustaba el número dos, Bianchetta mía, le confesó Nicolás una tarde en que la lluvia anegaba el mundo, el dos me permitía defenderme, el dos llenaba el vacío que hay entre tú y yo, en cambio el tres me revienta la cabeza en un millón de pedazos.