A Paul Alexis
Acabábamos de salir de Ruán e íbamos a buen trote por la carretera de Jumièges. El ligero carruaje corría, atravesando la llanura; luego el caballo se puso a andar al paso para subir la cuesta de Canteleu.
Es uno de los más espléndidos panoramas del mundo. Detrás de nosotros, Ruán, la ciudad de las iglesias, de agujas góticas minuciosamente trabajadas como figuritas de marfil; enfrente, Saint-Sever, el suburbio de las manufacturas, que alza hacia el cielo sus mil chimeneas humeantes, justo enfrente de los mil pequeños campanarios sagrados de la ciudad vieja.
Aquí el pináculo de la catedral, la cima más alta de los monumentos humanos; y allá la «Bomba contra Incendios» del «Rayo», su rival casi tan desmesurada como la otra, y que supera en un metro a la más alta pirámide de Egipto.
Delante de nosotros se desplegaba, serpenteante, el Sena, sembrado de islas, bordeado a la derecha de blancos acantilados coronados por un bosque, y a la izquierda de unos inmensos prados delimitados, al fondo, muy al fondo, por otro bosque.
De vez en cuando, grandes barcos anclados a lo largo de las orillas del ancho río. Tres enormes barcos de vapor iban, uno tras otro, hacia Le Havre; y un rosario de buques, formado por uno de tres palos, dos goletas y un
brick
, navegaba río arriba hacia Ruán, tirado por un pequeño remolcador que vomitaba una nube de humo negro.
Mi compañero, natural del lugar, no echaba siquiera un vistazo al maravilloso paisaje; pero sonreía continuamente, como si se riese para sus adentros. De sopetón exclamó:
—¡Oh, oh!, está a punto de ver algo divertido; la capilla del compadre Mathieu. Querido amigo, es una obra maestra.
Le miré, asombrado. Prosiguió:
—Le haré sentir un perfume de Normandía que le quedará en la nariz. El compadre Mathieu es el más buen normando de la provincia, y su capilla es, sin disputa, una de las maravillas del mundo. Pero antes se hacen necesarias unas pocas palabras de explicación.
*
El compadre Mathieu, también conocido como «el Curda», es un ex sargento mayor que volvió a su pueblo natal. Reúne en admirable proporción, formando un conjunto perfecto, la fanfarronería del viejo soldado y la astucia maliciosa del normando. Tras volver a su pueblo, llegó a ser, gracias a sus muchos protectores y a una diplomacia increíble, guardián de una capilla milagrosa, una capilla protegida por la Virgen y frecuentada principalmente por las muchachas embarazadas. Ha rebautizado su maravillosa estatua como «la Virgen del Bombo», y la trata con burlona familiaridad, no carente sin embargo de cierto respeto. Compuso él mismo e hizo imprimir una oración especial para su
BONDADOSA VIRGEN
. Esta oración es una obra maestra de ironía involuntaria, de ingenio normando, en el que la burla se mezcla con el temor a lo
SAGRADO
, con el temor supersticioso a la influencia secreta de algo sobrenatural. No cree mucho en su patrona; pero un poco sí, por prudencia, y la trata bien, por política.
He aquí como comienza la extraordinaria oración:
«Virgen María, bondadosa madre nuestra, patrona natural de las muchachas-madres, en este país y en toda la tierra, protege a tu sierva que ha tenido un desliz en un momento de descuido».
(…)
La súplica termina así:
«Y no te olvides, sobre todo, de mí ante tu Santo Esposo e intercede ante Dios Padre para que me sea concedido un buen marido como el tuyo».
La plegaria, prohibida por el clero, la vende bajo mano, y parece que resulta saludable para aquellas que la dicen con unción.
En suma, habla de la Beata Virgen como podría hacerlo de su amo el camarero de un gran príncipe, del que conoce todos sus secretillos íntimos. Se sabe sobre ella un gran número de historias divertidas, que les cuenta en voz baja a los amigos después de haber bebido.
Pero ya lo verá por usted mismo.
Como las ganancias que le reportaba la Patrona no le parecían suficientes, amplió el negocio de la Virgen principal con un pequeño comercio de santos. Los tiene todos, o casi todos. Como en la capilla no hay sitio suficiente, los almacena en la leñera, de donde los saca a medida que se los piden los fieles. Las estatuillas de madera, extraordinariamente cómicas, las talló él mismo, y las pintó todas de verde el año que le repintaron las persianas. Ya sabe usted que los santos curan las enfermedades; pero cada uno tiene su especialidad y no hay que cometer confusiones ni errores. Están celosos los unos de los otros como comicastros.
Para no equivocarse, las viejecitas van a consultar a Mathieu.
«¿Qué santo es el mejor para el dolor de oídos?»
«San Ósimo es bueno, pero tampoco está mal san Pánfilo.»
Pero esto no es todo.
Como Mathieu anda sobrado de tiempo, bebe; pero bebe como un artista, tan a conciencia que cada noche está, normalmente, borracho. Está borracho, pero controla; tanto controla que cada día anota el grado exacto de su borrachera. Ésta es su principal ocupación; la capilla pasa a un segundo plano.
Y ha inventado, escuche bien y agárrese, ha inventado el borrachímetro.
Aunque el instrumento no existe, las observaciones de Mathieu son precisas como las de un matemático.
Se le oye decir sin cesar: «El lunes pasé de los cuarenta y cinco».
O bien: «Estaba entre cincuenta y dos y cincuenta y ocho».
O: «Tenía de sesenta y seis a setenta».
O: «¡Condenado aparato, creía estar a cincuenta y ahora caigo en la cuenta de que estaba a setenta y cinco!».
Nunca yerra.
Afirma no haber alcanzado nunca el metro, pero como confiesa que sus observaciones dejan de ser exactas en cuanto ha rebasado los noventa, uno no puede fiarse del todo de su afirmación.
Cuando Mathieu admite haber superado los noventa, esté seguro de que estaba borracho como una cuba.
En tales ocasiones su mujer, Mélie, otra maravilla, monta en terribles cóleras. Le espera en la puerta y, cuando él vuelve, le grita: «¡Ya estás aquí, cerdo asqueroso, borrachuzo!».
Entonces Mathieu, que ya no se ríe, se planta delante de ella y dice con tono severo: «Cállate, Mélie, no es éste momento para charlas. Déjalo para mañana».
Y si ella continúa ladrando, se le acerca y, con voz temblorosa, le dice: «¡Cierra el pico, estoy en noventa, no me controlo; cuidadito, que se me va a ir la mano!».
Entonces, Mélie se bate en retirada.
Si al día siguiente ella trata de volver sobre el asunto, él se le ríe en la cara y dice: «¡Vamos, vamos! Ya hemos hablado demasiado, ahora ya ha pasado. Hasta que no llegue a un metro, no pasa nada. Pero, si supero el metro, te doy permiso para que me reprendas, ¡palabra de honor!».
*
Habíamos llegado a lo alto de la cuesta. La carretera se internaba en el admirable bosque de Roumare.
El otoño, el maravilloso otoño, mezclaba su oro y su púrpura con los últimos restos de vegetación que habían quedado vivos, como si unas gotas de sol fundido hubieran manado del cielo sobre la espesura de los bosques.
Pasamos por Duclair; luego, en vez de seguir hacia Jumièges, mi amigo torció a la izquierda y, tomando por un camino transversal, se adentró en el monte bajo.
Y de pronto, desde lo alto de una gran pendiente, descubrimos de nuevo el espléndido valle del Sena y el tortuoso río que serpenteaba a nuestros pies.
A la derecha, una minúscula construcción con el tejado de pizarra, y rematada en un pequeño campanario tan alto como un quitasol, estaba adosado a una graciosa casita con las persianas verdes, enteramente revestida de madreselva y de rosales.
Un vozarrón gritó:
—¡Ahí va gente amiga!
Y apareció Mathieu en el umbral. Era un hombre de unos sesenta años, flaco, con perilla y unos largos bigotes blancos.
Mi compañero le dio la mano, me presentó y Mathieu nos hizo pasar a una cocina fresca, que hacía también las veces de salón. Decía:
—Mi casa, caballero, no es muy elegante. No me gusta estar lejos de los fogones. Las cacerolas me hacen compañía.
Luego, volviéndose hacia mi amigo, añadió:
—¿Por qué han venido en jueves? Sabe perfectamente que es el día de consulta de mi Patrona. Esta tarde no puedo salir.
Y, corriendo hacia la puerta, lanzó un espantoso bramido: «¡Mélie-e-e!» que tuvo que hacerles alzar la cabeza a los marineros de los barcos que bajaban o remontaban el río, allá abajo, al fondo del hondo valle.
Mélie no respondió.
Entonces Mathieu guiñó un ojo con malicia.
—La tiene tomada conmigo, ¿saben?, pues anoche estaba en noventa.
Mi compañero rompió a reír:
—¡Noventa, Mathieu! ¿Cómo fue eso?
Mathieu respondió:
—Se lo explico. El año pasado no coseché más que veinte rasieras
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de camuesas. No había más; pero para la sidra no hay de mejor. Pude llenar una cuba, que me dio por probar ayer. Para decir la verdad, es puro néctar; ya me dirán ustedes qué les parece. Estaba conmigo Polyte; tomamos un sorbo, luego otro, sin sentirnos nunca saciados porque uno seguiría bebiendo hasta el día siguiente. Y, d e trago en trago, siento un cierto fresquito en el estómago. Le digo a Polyte: «¿Y si nos tomáramos una copita de aguardiente para entrar en calor?». Él asiente. Pero el aguardiente te enciende el cuerpo, y hay que volver entonces a la sidra. Y así, de frío a calor y de calor a frío, me doy cuenta de que había llegado a noventa. Polyte estaba rozando el metro.
Se abrió la puerta. Apareció Mélie y, antes incluso de dar los buenos días, exclamó:
—Cerdo asqueroso, no mientas; te aseguro que estabais a un metro los dos…
Entonces Mathieu se ofendió:
—No digas eso, Mélie, no digas eso, yo al metro no he llegado nunca.
Nos ofrecieron una comida exquisita, delante de la puerta, bajo los tilos, junto a la capillita de la «Virgen del Bombo», y enfrente del imponente panorama. Y Mathieu nos contó, con una malicia mezclada con inesperadas credulidades, inverosímiles historias de milagros.
Habíamos bebido bastante de esa sidra exquisita, espumante y dulzona, fresca y embriagadora, que él prefería a cualquier otra bebida; y estábamos fumando en pipa, a horcajadas de las sillas, cuando se presentaron dos monjas.
Eran viejas, secas, encorvadas. Después de haber saludado, pidieron un san Blanco. Mathieu nos guiñó el ojo y respondió:
—Ahora mismo voy a buscarlo.
Y desapareció en la leñera.
Permaneció allí cinco largos minutos; regresó con semblante afligido, levantando los brazos:
—Ya no sé dónde está, no lo encuentro. Pero estoy seguro de que lo tenía.
Haciendo bocina con las manos, bramó nuevamente:
—¡Mélie-e-e!
Desde el fondo del patio respondió la mujer:
—¿Qué pasa?
—¿Dónde está san Blanco? ¡No lo he encontrado en la leñera!
Entonces Mélie le dio esta explicación:
—¿No será el que cogiste la otra semana para tapar el agujero de la conejera?
Mathieu se estremeció:
—¡Caray! ¡Debe de ser cierto!
Dijo a las mujeres:
—Síganme.
Ellas le siguieron. Nosotros hicimos otro tanto, aguantándonos como pudimos la risa.
En efecto, san Blanco, hincado en el suelo como si de una estaca se tratara, manchado de barro y de excrementos, formaba uno de los ángulos de la conejera.
En cuanto lo vieron, las dos viejas cayeron de rodillas, se santiguaron y comenzaron a mascullar avemarías. Mathie se precipitó.
—Esperen, ¿no ven que están metidas en el barro? Ahora mismo les traigo un poco de paja…
Fue en busca de paja y la dispuso a modo de reclinatorio. Luego, mirando al santo enfangado y sin duda temiendo que su negocio se viera desacreditado, prosiguió:
—Esperen que lo limpio un poco.
Cogió un cubo de agua, un cepillo y se puso a lavar enérgicamente el muñeco de madera, mientras las dos viejas seguían rezando.
Cuando hubo terminado, dijo:
—Ahora ha quedado muy bien.
Y regresamos a tomar otro trago.
Mientras se acercaba el vaso a los labios, se detuvo y, con un tono un poco confuso, dijo:
—¿Qué quieren? Cuando puse a san Blanco con los conejos, creía que no iba a sacar un céntimo por él, pues hacía dos años que nadie lo pedía ya. Pero los santos, ya ven, no pasan nunca de moda.
Bebió y siguió diciendo:
—Vamos, echemos otro trago. Con los amigos hay que llegar al menos a cincuenta; y ahora estamos apenas a treinta y ocho…
Había sido educada en una de esas familias que viven encerradas en sí mismas, y que siempre parecen vivir de espaldas a todo. Ignoran los acontecimientos políticos, aunque se hable de ellos en la mesa; pero los cambios de gobierno les son tan ajenos que hablan de ellos como si de un hecho histórico se tratara, como si fuese la muerte de Luis XVI o el desembarco de Napoleón.
Las costumbres cambian, las modas se suceden. Apenas si repara en ello la tranquila familia en la que se siguen siempre las costumbres tradicionales. Y si ocurre alguna historia escabrosa en los alrededores, el escándalo muere en la puerta de casa. Cuando están solos, el padre y la madre, una noche, intercambian algunas palabras sobre el particular, pero, eso sí, en voz baja, porque las paredes oyen. Y, discretamente, el padre dice: «¿Te has enterado de esa tremenda historia de los Rivoli?». La madre responde: «¿Quién se lo hubiera imaginado? ¡Es espantoso!».
Los hijos no sospechan nada y llegan a la edad en que les toca vivir a ellos, con una venda en los ojos y en la mente, sin sospechar el revés de la existencia, sin saber que no se piensa como se habla y que no se habla como se actúa; ignorando que hay que vivir en guerra con todos, o al menos en una paz armada, sin comprender que el ingenuo es siempre engañado, el sincero burlado y el bueno maltratado.
Algunos llegan hasta la muerte en esta ceguera de probidad, de lealtad, de honor; tan íntegros que nada puede hacerles abrir los ojos.
Otros, desilusionados, sin saber muy bien el porqué, se acaban extraviando, desesperados, y mueren convencidos de haber sido el juguete de una fatalidad excepcional, míseras víctimas de unos acontecimientos funestos y de unos hombres particularmente criminales.
Los Savignol casaron a su hija Berthe a los dieciocho años. Se unió en matrimonio con un joven de París, Georges Baron, que se dedicaba a los negocios de Bolsa. Era un buen mozo, se expresaba bien y tenía la apariencia de persona proba que era conveniente, pero para sus adentros se mofaba un poco de sus anticuados suegros, a los que llamaba con los amigos «mis queridos fósiles».
Él era de buena familia; y la muchacha, rica. Se la trajo a vivir a París.
Se convirtió en una de esas provincianas de París, cuya raza abunda. No llegó a conocer la gran ciudad, su sociedad elegante, sus diversiones, sus costumbres, tal como había permanecido ignorante de la vida, de sus perfidias y de sus misterios.
Siempre encerrada en casa, no conocía nada más que su calle y, cuando se aventuraba a otro barrio, le parecía que hacía un viaje lejos, a una ciudad desconocida y extranjera. Por la noche decía:
—Hoy he cruzado los bulevares.
Dos o tres veces al año, su marido la llevaba al teatro. Eran fiestas cuyo recuerdo ya no se extinguía y de las que se volvía a hablar continuamente.
A veces en la mesa, tres meses después, rompía de repente a reír, exclamando:
—¿Te acuerdas de ese actor vestido de general que imitaba el canto del gallo?
Todas sus relaciones se limitaban a dos familias emparentadas entre sí que, para ella, representaban a la Humanidad entera. Hablaba de ellas haciendo preceder su apellido por el artículo «los»: los Martinet y los Michelint.
Su marido vivía a su guisa, volviendo a casa cuando se le antojaba, a veces de madrugada, pretextando asuntos de negocios, sin preocuparse en absoluto por ello, convencido de que nunca una sospecha rozaría esa alma cándida.
Pero una mañana ella recibió un anónimo.
Se quedó perpleja, siendo como era demasiado recta para comprender la infamia de las denuncias, para despreciar esa carta, cuyo autor decía que le movía el interés por su felicidad, el aborrecimiento del mal y el amor a la verdad.
Le revelaba que desde hacía dos años su marido tenía una amante, una joven viuda, la señora Rosset, en cuya casa pasaba todas las veladas.
No supo fingir, ni disimular, ni espiar, ni usar de ardides. Cuando él volvió para almorzar, ella le tiró sollozando la carta y escapó a su habitación.
Él tuvo tiempo de comprender, de prepararse la respuesta y fue a llamar a la puerta de su mujer. Ella abrió enseguida y sin atreverse a mirarle. Él sonreía; se sentó, la atrajo sobre sus rodillas y, con voz tierna y un tanto burlona, le dijo:
—Mi querida pequeña, la señora Rosset es, efectivamente, amiga mía desde hace diez años y la quiero mucho. Puedo añadir que conozco a otras veinte familias de las que no te he hablado nunca, sabiendo que la vida de sociedad, las fiestas y los conocidos nuevos no son de tu agrado. Pero, para acabar de una vez por todas con estas infames denuncias, te ruego que te vistas cuando acabes de comer y vengas conmigo a conocer a esa joven señora, que, estoy convencido, se convertirá en amiga tuya.
Berthe abrazó ardorosamente a su marido y, por una de esas curiosidades femeninas que, una vez despertadas, no vuelven ya a dormirse, no se negó a ir a ver a esa desconocida, que, a pesar de todo, se le antojaba un tanto sospechosa. Presentía instintivamente que el peligro, cuando es conocido, casi puede evitarse.
Entró en un pequeño piso, coqueto, lleno de chucherías, adornado con gusto en la cuarta planta de una bonita casa. Al cabo de cinco minutos de espera en un salón penumbroso por las colgaduras, las
portières
, las cortinas graciosamente drapeadas, se abrió una puerta y apareció una joven, muy morena, menuda, algo gordita, asombrada y sonriente.
Georges hizo las presentaciones.
—Mi esposa, la señora Julie Rosset.
La joven viuda lanzó un ligero grito de asombro y de alegría, y se adelantó con los brazos abiertos. No se habría esperado nunca, dijo, semejante dicha, sabiendo que la señora Baron no frecuentaba a nadie; ¡era tan, tan feliz! ¡Apreciaba tanto a Georges (decía simplemente Georges, con fraternal familiaridad) que tenía unas ganas enormes de conocer a su mujer y también de quererla!
Al cabo de un mes, las dos nuevas amigas eran ya inseparables. Se veían todos los días, a menudo incluso dos veces, en casa de una o de la otra. Georges ahora no salía ya casi nunca, no ponía ya la excusa de los negocios y decía adorar el estar al amor del fuego.
Y cuando quedó libre un piso en el edificio donde vivía la señora Rosset, la señora Baron se apresuró a alquilarlo, para estar más cerca y verse más a menudo.
Durante dos años enteros hubo una amistad sin nubes, una amistad de corazón y de alma, plena, afectuosa, abnegada, deliciosa. Berthe era incapaz ya de decir nada sin pronunciar el nombre de Julie, que para ella representaba la perfección.
Era feliz, de una felicidad completa, tranquila y agradable.
Pero la señora Rosset cayó enferma. Berthe no la dejó un solo momento. Pasaba las noches en blanco, se desesperaba; también su marido estaba asustado.
Una mañana el médico, tras la visita, hizo un aparte con Georges y su mujer para decirles que consideraba el estado de su amiga muy grave.
Apenas se hubo ido, los dos jóvenes, postrados, se sentaron cara a cara; y, de golpe, estallaron en lágrimas. Aquella noche velaron juntos al lado de la cama; y Berthe besaba sin cesar a la enferma mientras Georges, derecho al pie del lecho, la contemplaba en silencio con tenaz persistencia.
Al día siguiente, estaba aún peor.
Pero hacia la noche dijo sentirse mejor y obligó a sus amigos a ir a su casa a cenar.
Estaban sentados a la mesa, muy tristes, casi sin probar la comida, cuando la criada le entregó una carta a Georges. Él la abrió, palideció y, poniéndose en pie, dijo a su mujer, con aire extraño:
—Espérame, tengo que salir un momento, vuelvo dentro de diez minutos. Por favor, no te muevas.
Y fue a su habitación a coger su sombrero.
Berthe le esperó, atormentada por una nueva inquietud. Pero, dócil como siempre, no quiso volver a subir a casa de su amiga antes de que él hubiera vuelto.
Pero no volvía, y se le ocurrió ir a la habitación de él a ver si había cogido los guantes, cosa que habría indicado que había ido a alguna parte.
Los vio al primer vistazo. A su lado, yacía un papel arrugado, tirado allí.
Lo reconoció de inmediato como el que acababa de ser entregado a Georges.
Por primera vez en su vida la dominó una fuerte tentación de leer, de saber. Su conciencia indignada se revelaba, pero el acicate de una curiosidad aguda y dolorosa le movía la mano. Cogió la hoja, la desdobló, reconoció enseguida la caligrafía de Julie, una caligrafía temblorosa, a lápiz. Leyó: «Mi pobre amigo, ven a abrazarme, pero ven solo, me estoy muriendo».
Al principio no comprendió, y se quedó como estupefacta, impresionada sobre todo por la idea de la muerte. Luego, de repente, le llamó la atención el tuteo; y fue como un relámpago que iluminase toda su vida, haciéndole ver toda la infame verdad, toda su traición, toda su perfidia. Comprendió su larga astucia, sus miradas, su buena fe burlada, su confianza traicionada. Les volvió a ver cara a cara, de noche, sentados junto a la tulipa, leyendo el mismo libro, consultándose con la mirada al final de las páginas.
Y su corazón henchido de indignación, desgarrado de dolor, se hundió en una infinita desesperación.
Oyó un ruido de pasos y huyó a encerrarse en su habitación.
Poco después su marido la llamó.
—Ven rápido, la señora Rosset está a punto de morir.
Berthe apareció en la puerta y, con los labios temblorosos, dijo:
—Vuelva usted solo a su lado, ella no me necesita.
Él la miró con ojos de loco, agobiado por la tristeza, y prosiguió:
—Rápido, rápido, se muere.
Berthe respondió:
—Seguro que usted preferiría que fuese yo…
Tal vez entonces comprendió, y se fue, subiendo de nuevo para estar junto a la agonizante.
La lloró sin disimulo, sin pudor, indiferente al dolor de su mujer que ya no le hablaba, ni le miraba, y vivía solitaria encerrada en el asco, en una ira indignada y rezando a Dios de la mañana a la noche.
Y, sin embargo, vivían juntos, comían el uno enfrente del otro, mudos y desesperados.
Luego él se fue calmando paulatinamente, pero ella no le perdonaba.
Y la vida siguió así, dura para ambos.
Durante un año fueron tan extraños el uno para el otro como si no se conocieran. Berthe estuvo a punto de enloquecer.
Hasta que una mañana ella salió al amanecer y volvió a casa a eso de las ocho, trayendo entre los brazos un enorme ramo de rosas blancas, completamente blancas.
Mandó decir a su marido que quería hablar con él.
Él fue a su encuentro, agitado y turbado.
—Salgamos juntos —le dijo—. Tome estas flores, son demasiado pesadas para mí.
Él cogió el ramo y siguió a su mujer. Les esperaba un coche, que se puso en movimiento apenas hubieron montado.
Se detuvo delante de la verja del cementerio. Entonces Berthe, cuyos ojos se inundaban de lágrimas, le dijo a Georges:
—Lléveme a su tumba.
Él temblaba sin comprender, y se puso a caminar delante de ella, llevando en todo momento las flores en sus brazos. Por fin se detuvo delante de una lápida de mármol blanco y la señaló sin decir nada.
Entonces ella le cogió el gran ramo y, arrodillándose, lo depositó al pie de la tumba. ¡Luego se recogió en una oración desconocida y suplicante!
De pie detrás de ella, su marido, asaltado por los recuerdos, lloraba.
Ella se levantó y le tendió las manos.
—Si le parece bien, seremos amigos —le dijo.