Cuentos esenciales

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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El portentoso talento de Maupassant encontró su forma ideal en el cuento, género que consolidó, renovó y en el que no tiene rival. Realista, romántico, fantasmagórico, terrorífico, fantástico o poético, Maupassant transitó en sus cuentos por todos los caminos de la imaginación. La presente edición recoge el cuerpo esencial de su narrativa e incorpora muchas piezas no traducidas hasta ahora.

Guy de Maupassant
(1850-1893) fue discípulo literario de Flaubert y miembro relevante del grupo de jóvenes escritores naturalistas que se formó alrededor de Zola. Está considerado el maestro del relato breve francés decimonónico, pero fue además autor de seis novelas, como Una vida o Bel Ami.

Guy de Maupassant

Cuentos esenciales

ePUB v1.1

Mística & GONZALEZ
02.03.12

Título original:
Contes

Edición en formato digital: enero de 2011

© 2008, Marie-Helène Badoux, por la selección

© 2008, Random House Mondadori, S. A.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2008, José Ramón Monreal, por la traducción

Diseño de la cubierta: Random House Mondadori, S.A.

ISBN: 978-84-397-2264-9

EL PAPÁ DE SIMON
*

Acababan de dar las doce del mediodía. La puerta de la escuela se abrió y los chiquillos se precipitaron, dándose empujones, para salir más deprisa. Pero en vez de dispersarse rápidamente e ir a sus casas a comer, como hacían cada día, se detuvieron a unos pasos, formaron corrillos y se pusieron a cuchichear.

El hecho es que aquella mañana Simon, el hijo de la Blanchotte, había ido a la escuela por primera vez.

Todos habían oído hablar en familia de la Blanchotte; y aunque en público le pusieran buena cara, las madres hablaban de ella entre sí con una especie de actitud compasiva un tanto despectiva que había sido transmitida a los hijos, sin que éstos supieran muy bien por qué.

No conocían siquiera a Simon, porque no salía nunca y no iba con ellos a hacer travesuras por las calles del pueblo o a orillas del río. Por eso no le tenían ninguna simpatía; y habían acogido con una cierta alegría, mezclada de notable asombro, repitiéndosela unos a otros, la frase de un chaval de catorce o quince años, que parecía sabérselas todas por su astuta manera de guiñar el ojo:

—¿Sabéis?…, Simon…, no tiene padre.

El hijo de la Blanchotte apareció a su vez en la puerta de la escuela.

Tenía siete u ocho años. Estaba un poco pálido, iba muy aseado y era de aspecto tímido y casi torpe.

Se dirigía de vuelta a casa cuando sus compañeros, que seguían cuchicheando en grupitos y mirándole con ojos maliciosos y crueles de niños que están pensando en gastar una mala pasada, le fueron rodeando poco a poco hasta encerrarle completamente en medio. Él se quedó allí, inmóvil en medio de ellos, sorprendido e incómodo, sin comprender qué pretendían hacerle. El chaval que había dado la noticia, orgulloso del éxito que ya había obtenido, le preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Simon —respondió.

—¿Simon qué? —preguntó el otro.

El niño, muy confuso, repitió:

—Simon.

El chaval le gritó:

—Uno se llama Simon algo… Simon a secas no es un nombre completo.

Y él, a punto de llorar, respondió por tercera vez:

—Me llamo Simon.

Los zagales se echaron a reír. El chaval, exultante, alzó la voz:

—Como veis, no tiene padre.

Se hizo un gran silencio. Los niños estaban estupefactos por aquel hecho insólito, imposible, monstruoso —un chico sin padre—; lo miraban como si fuera un fenómeno, un ser al margen de la naturaleza, y sentían crecer dentro de sí ese desprecio, hasta ese momento inexplicado, de sus madres hacia la Blanchotte.

Simon se había apoyado en un árbol para no caerse; permanecía como aterrado por un desastre irreparable. Quería explicarse. Pero no sabía qué responder y cómo desmentir aquella cosa tremenda de no tener padre. Finalmente, lívido, les gritó a la buena de Dios:

—¡Sí que lo tengo!

—¿Y dónde está? —preguntó el chaval.

Simon se calló; no lo sabía. Los niños reían, excitadísimos; y aquellos hijos de los campos, tan próximos a los animales, sentían ese instinto cruel que empuja a las gallinas de un corral a acabar con la vida de una de ellas apenas ha sido herida. Simon reparó de repente en un vecino suyo, hijo de viuda, a quien había visto ir siempre solo con su madre, como él.

—Tampoco tú tienes padre —dijo.

—Sí que lo tengo —respondió el otro.

—¿Y dónde está? —preguntó Simon.

—Está muerto —declaró el niño con soberbio orgullo—, mi papá está en el cementerio.

Un murmullo de aprobación corrió entre los pillastres, como si tener al padre muerto en el cementerio hubiera engrandecido a su compañero y aplastado a aquel otro que no lo tenía en absoluto. Y aquellos bribonzuelos, que tenían padres que eran, en su mayoría, unos malos padres, borrachos, ladrones y duros con sus mujeres, se empujaban apretujándose cada vez más, como si ellos, los legítimos, quisieran ahogar con su presión a aquel que estaba fuera de la ley.

De repente, uno de ellos, que se encontraba pegado a Simon, le sacó la lengua con cara burlona y le gritó:

—¡No tiene papá! ¡No tiene papá!

Simon le cogió del pelo con ambas manos y la emprendió a patadas con él, mordiéndole ferozmente una mejilla. Se armó una gran trifulca. Los dos combatientes fueron separados y Simon acabó en el suelo, golpeado, desollado, magullado, en medio del corro de pilluelos que aplaudían. Mientras se incorporaba, limpiándose con gesto maquinal su bota toda sucia de polvo, alguien le gritó:

—Anda a contárselo a tu papá.

Entonces sintió una gran punzada en el pecho. Eran más fuertes que él, le habían pegado y no podía contestarles nada, porque sabía muy bien que era cierto que no tenía papá. Lleno de orgullo, trató durante unos segundos de luchar contra las lágrimas que le ahogaban. Le dio un sofoco y acto seguido rompió a llorar en silencio, con grandes sollozos que le sacudían espasmódicamente.

Entonces estalló entre sus enemigos una feroz alegría y, espontáneamente, como los salvajes en sus terribles manifestaciones de júbilo, se cogieron de la mano y se pusieron a bailar en corro a su alrededor, repitiendo como un estribillo:

—¡No tiene papá! ¡No tiene papá!

Pero Simon dejó de repente de sollozar. Enloqueció de rabia. Había en el suelo, a sus pies, unas piedras; las recogió y, con todas sus fuerzas, las lanzó contra sus verdugos. Dos o tres recibieron su impacto y escaparon dando gritos; tenía un aspecto tan terrible que a los otros les dominó el pánico. Cobardes, como lo es siempre la multitud ante un hombre furioso, huyeron en desbandada.

Al quedarse solo, el niño sin padre echó a correr hacia los campos, porque se había acordado de una cosa que le había hecho tomar una gran decisión. Quería ahogarse en el río.

Le había vuelto a la mente, en efecto, que, ocho días antes, un pobre diablo que se dedicaba a mendigar se había arrojado al agua por haberse quedado sin un real. Simon estaba presente cuando lo sacaron del agua; y el triste pobretón, que normalmente le parecía tan miserable, sucio y feo, le había impresionado entonces por su aire tranquilo, sus mejillas pálidas, su larga barba empapada de agua y sus ojos abiertos, de mirada muy serena. En torno decían: «Está muerto». Alguien había añadido: «Ahora es feliz». Por eso también Simon quería ahogarse porque no tenía padre, como ese miserable que no tenía un real.

Llegó cerquita del agua y la miró correr. Algunos peces traveseaban, veloces, en la corriente clara, y de vez en cuando brincaban fuera atrapando las moscas que revoloteaban sobre la superficie. Dejó de llorar para mirarlos, pues sus jugueteos le despertaban gran interés. Pero a veces, así como en los momentos de calma de una tempestad pasan de improviso grandes ráfagas de viento que hacen gemir los árboles y se pierden en el horizonte, le volvía a la mente con vivísimo dolor este pensamiento: «Voy a ahogarme porque no tengo papá».

Hacía mucho calor, muy buen tiempo. El agradable sol calentaba la hierba. El agua brillaba como un espejo. Y Simon disfrutó de unos momentos de dicha, de esa languidez que sigue a las lágrimas, que le hacía sentir unas grandes ganas de tumbarse para dormir en la hierba, al calor del sol.

Una ranita verde saltó entre sus pies. Trató de cogerla. Se le escapó. La persiguió y por tres veces no pudo echarle el guante. Finalmente la atrapó por el extremo de sus patas traseras y se echó a reír al ver los esfuerzos que hacía el bicho por escapar. Encogía sus grandes patas y, distendiéndose bruscamente, las alargaba de súbito, rígidas como dos barras; al tiempo que, abriendo sus redondos ojos ribeteados de oro, azotaba el aire con sus patas delanteras, agitándolas como manos. Ello le recordó un juguete hecho con unas estrechas tablillas de madera clavadas en zigzag unas sobre otras, que, con parecido movimiento, hacían marchar a unos soldaditos pegados encima. Entonces pensó en su casa, luego en su madre, y, embargado de una gran tristeza, se puso de nuevo a llorar. Unos temblores recorrían sus miembros; se arrodilló y dijo la oración que recitaba antes de dormirse. Pero no pudo terminarla, porque le volvieron los sollozos, tan continuos y tumultuosos que le dominaron por entero. No pensaba en nada ni veía ya nada a su alrededor, tan sólo lloraba.

De pronto, una pesada mano se posó sobre uno de sus hombros y un vozarrón le preguntó:

—¿Qué es lo que tanto te aflige, amigo?

Simon se volvió. Un obrero alto, de barba y pelo negro muy rizados, le miraba con aire bondadoso. Él contestó, con los ojos bañados en lágrimas y un nudo en la garganta:

—Me han pegado… porque… yo…, yo… no tengo… papá…, no tengo papá.

—Pero ¡cómo! —dijo el hombre con una sonrisa—, si todo el mundo tiene uno.

El niño prosiguió no sin esfuerzo en medio de los espasmos de su dolor:

—Yo…, yo, no tengo.

Entonces el obrero se puso serio; había reconocido al hijo de la Blanchotte, y, aunque nuevo en el lugar, conocía vagamente su historia.

—Vamos, chiquillo —dijo—, consuélate, y ven conmigo a casa de tu madre. Ya te daremos… un papá.

Se pusieron en camino, el grande llevando de la mano al pequeño, y el hombre sonreía de nuevo, porque no le desagradaba en absoluto la idea de ver a la Blanchotte, que era, por lo que decían, una de las mujeres más guapas del lugar; y acaso pensaba para sus adentros que quien había cometido un pecado de juventud bien podía tropezar otra vez.

Llegaron ante una casita blanca, muy limpia.

—Es aquí —dijo el niño, y exclamó—: ¡Mamá!

Se asomó una mujer y el obrero dejó bruscamente de sonreír, pues enseguida comprendió que no se bromeaba con aquella pálida mocetona que permanecía erguida y con expresión severa en la puerta, como para impedir que un hombre cruzase el umbral de esa casa donde ya otro hombre la había traicionado. Intimidado y con la gorra en la mano, balbució:

—Aquí le traigo, señora, a su pequeño que andaba perdido por la orilla del río.

Pero Simon saltó al cuello de su madre, y le dijo echándose de nuevo a llorar:

—No, mamá, quería ahogarme porque los otros me han pegado…, me han pegado…, porque no tengo papá.

Las mejillas de la joven se tiñeron de un rubor abrasador y, mortificada hasta lo más hondo de su carne, besó a su hijo con violenta efusión al tiempo que unas prontas lágrimas surcaban su rostro. El hombre, conmovido, se quedó inmóvil, sin saber cómo hacer para irse. Pero Simon de repente corrió hacia él y le dijo:

—¿Quiere usted ser mi papá?

Se hizo un gran silencio. La Blanchotte, muda y muerta de vergüenza, se apoyaba en la pared, con ambas manos sobre el corazón. El niño, al ver que no se le respondía, prosiguió:

—Si no quiere, volveré al río para ahogarme.

El obrero se tomó la cosa a broma y respondió entre risas:

—Pues claro que quiero.

—¿Cómo te llamas? —preguntó el niño—. Así podré decírselo a los otros cuando quieran saber tu nombre.

—Philippe —respondió el hombre.

Simon permaneció un momento callado para grabar aquel nombre en su mente, luego extendió los brazos, ya consolado, diciendo:

—Bien, Philippe, eres mi papá.

El obrero, levantándolo del suelo, lo besó bruscamente en las dos mejillas, y se marchó acto seguido muy deprisa a grandes zancadas.

Cuando, al día siguiente, el niño entró en la escuela, fue recibido con risas malévolas; y a la salida, cuando el chaval quiso empezar de nuevo, Simon le espetó a la cara estas palabras, como si fueran una piedra:

—Mi papá se llama Philippe.

De todas partes estallaron gritos de alegría:

—¿Philippe qué?… ¿Philippe qué?… ¿Quién es ese Philippe?… ¿De dónde has sacado a tu Philippe?

Simon no contestó nada; e, inquebrantable en su fe, les desafiaba con la mirada, dispuesto a dejarse martirizar antes que huir delante de ellos. El maestro le liberó y él volvió a casa de su madre.

Durante tres meses, el grandullón Philippe pasó a menudo cerca de la casa de la Blanchotte, y a veces se atrevía hasta a dirigirle la palabra cuando la veía coser junto a la ventana. Ella le respondía educadamente, siempre seria, sin reír nunca ni dejarle entrar en su casa. Sin embargo, él, algo presuntuoso como todos los hombres, se imaginaba que ella, cuando le hablaba, se ruborizaba más que de costumbre.

Pero una buena reputación perdida es tan difícil de recuperar, y sigue siendo siempre tan frágil, que, pese a la recelosa reserva de la Blanchotte, ya se empezaba a murmurar en el pueblo.

Por lo que hace a Simon, quería mucho a su nuevo papá y casi cada atardecer se iba de paseo con él. Acudía asiduamente a la escuela y pasaba por entre sus compañeros con mucha dignidad, sin contestarles nunca una palabra.

Sin embargo, un día, el chaval que había sido el primero en atacarle le dijo:

—Eres un embustero, no tienes un padre que se llame Philippe.

—¿Por qué lo dices? —preguntó Simon muy agitado.

El chaval se frotaba las manos. Prosiguió:

—Porque si tuvieras uno, sería el marido de tu madre.

Simon se turbó ante lo justo del razonamiento, pero respondió no obstante:

—Es mi padre, a pesar de todo.

—Es posible —dijo el chaval, riéndose burlonamente—, pero no por eso es tu padre del todo.

El hijo de la Blanchotte agachó la cabeza y se fue pensativo hacia la herrería del tío Loizon, donde trabajaba Philippe.

Estaba esta fragua como sepultada bajo los árboles. En su interior reinaba una gran oscuridad; sólo el rojo resplandor de un formidable fogón iluminaba con grandes reflejos a cinco forjadores con los brazos desnudos que descargaban golpes en sus yunques con gran estruendo. Estaban de pie, encendidos como demonios, los ojos clavados en el hierro candente que torturaban, mientras sus pesados pensamientos subían y bajaban al ritmo de sus martillos.

Simon entró sin que nadie le viera y fue a dar un ligero tirón de manga a su amigo. Éste se volvió. De pronto el trabajo se interrumpió, y todos los hombres miraron, muy atentos. Entonces, en aquel insólito silencio, se oyó la frágil vocecilla de Simon.

—Oye, Philippe, el hijo de la Michaude me ha dicho hace un momento que no se puede decir que seas mi padre del todo.

—¿Y por qué? —preguntó el operario.

El niño respondió con todo su candor:

—Porque no eres el marido de mi mamá.

Nadie rió. Philippe se quedó inmóvil, con la frente apoyada en el dorso de sus gruesas manos que descansaban en el mango de su martillo plantado sobre el yunque. Pensaba. Sus cuatro compañeros le miraban y, minúsculo entre aquellos gigantes, Simon esperaba ansioso. De repente, uno de los forjadores, interpretando el pensamiento de todos, le dijo a Philippe:

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