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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (3 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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Junto a ellos, más digno por pertenecer a una casta superior, estaba el señor Carré-Lamadon, persona de respeto, bien situado en el campo del algodón, propietario de tres hilaturas, oficial de la Legión de Honor y miembro del Consejo General. Mientras duró el Imperio había sido líder de la oposición moderada, sólo para hacerse pagar más cara su adhesión a la causa que él —para usar su expresión— combatía con armas corteses. La señora Carré-Lamadon, bastante más joven que su marido, era el consuelo de los oficiales de buena familia enviados de guarnición a Ruán.

Estaba de frente a su marido, muy menuda, muy graciosa, muy linda, arrebujada en sus pieles, y miraba con ojos de aflicción el interior desolador de la diligencia.

Sus vecinos, el conde y la condesa Hubert de Bréville, llevaban uno de los apellidos más antiguos y más nobles de Normandía. El conde, viejo gentilhombre de gran porte, trataba de acentuar, mediante los artificios en el vestir, su parecido natural con Enrique IV, el cual, según una gloriosa leyenda de familia, habría dejado embarazada a una señora de Bréville, por cuyo hecho el marido se convirtió en conde y gobernador provincial.

Colega de Carré-Lamadon en el Consejo General, el conde Hubert representaba en el departamento al partido orleanista. La historia de su matrimonio con la hija de un pequeño armador de Nantes había permanecido siempre rodeada de misterio. Pero como la condesa era persona de gran tono, sabía recibir mejor que cualquier otra y se decía que había sido amada también por uno de los hijos de Luis Felipe, toda la nobleza la recibía con los brazos abiertos y su salón era el primero de la región, el único en que había sobrevivido la antigua cortesía y donde era difícil entrar.

La fortuna de los Bréville, toda en bienes inmuebles, se decía que ascendía a quinientas mil libras de renta.

Estas seis personas, que ocupaban el fondo del coche, representaban la parte de la sociedad rica, serena y fuerte, la gente honesta que es religiosa y tiene principios.

Por una extraña casualidad, todas las mujeres se encontraban en el mismo banco; las otras próximas a la condesa eran dos monjas que desgranaban largos rosarios murmurando padrenuestros y avemarías. La una era vieja y tenía la cara picada de viruelas, como si le hubieran disparado a bocajarro una descarga de metralla en pleno rostro. La otra, muy enclenque, tenía una cabecita graciosa y enfermiza sobre un pecho de tísica consumida por esa fe devoradora que genera a los mártires y a los iluminados.

Enfrente de las dos religiosas, un hombre y una mujer atraían todas las miradas.

El hombre, perfectamente conocido, era el demócrata Cornudet, el terror de la gente respetable. Desde hacía veinte años remojaba su barba pelirroja en las jarras de todos los cafés democráticos. Había dilapidado con hermanos y amigos un buen patrimonio heredado de su padre, antiguo pastelero, y esperaba impacientemente la llegada de la República para obtener por fin el puesto al que se había hecho merecedor con tantas consumiciones revolucionarias. El 4 de septiembre,
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quizá por una broma, creyó que había sido nombrado prefecto; pero cuando quiso entrar en funciones, los alguaciles, que habían quedado como únicos árbitros de la situación, se habían negado a reconocerle, obligándole a la retirada. Muy buena persona, por lo demás, inofensivo y servicial, se había encargado con entusiasmo incomparable de organizar la defensa. Había hecho abrir unos hoyos en el llano, talar todos los árboles jóvenes de los bosques vecinos, había sembrado trampas por todos los caminos y, al acercarse el enemigo, satisfecho de sus preparativos, se había replegado deprisa hacia la ciudad. Ahora pensaba que sería más útil en Le Havre, donde serían necesarias nuevas fortificaciones.

Su mujer, una de esas llamadas galantes, era célebre por su precoz abundancia de carnes, que le había hecho ganarse el apodo de Bola de Sebo. Menuda, toda redondita, mantecosa, con unos dedos hinchados, estrangulados en las falanges, parecidos a ristras de cortas salchichas, la piel lustrosa y tensa, un pecho enorme que le hinchaba el vestido, seguía siendo a pesar de todo apetecible y deseable, tan agradable de ver era su lozanía. Su rostro era una manzana roja, un capullo de peonía a punto de florecer, en el que se abrían, arriba, dos espléndidos ojos negros sombreados por unas largas pestañas espesas, y, abajo, una encantadora boquita de piñón, húmeda, para besarla, adornada con unos dientecitos relucientes y microscópicos.

Tenía, además, por lo que se decía, muchísimas e inestimables cualidades.

Apenas fue reconocida, unos indignados cuchicheos corrieron entre las mujeres honestas, y las palabras «prostituta» y «vergüenza pública» fueron bisbiseadas tan fuerte que ella levantó la cabeza y paseó por sus vecinos una mirada tan atrevida y provocativa que enseguida se hizo un gran silencio y bajaron todos los ojos, a excepción de Loiseau, quien la miraba excitado.

Pero poco después las tres señoras reanudaron la conversación, vueltas de improviso amigas, casi íntimas, debido a la presencia de la muchacha. Les parecía que debían reunir en un haz sus dignidades de esposas ante aquella desvergonzada perdida; pues el amor legal mira siempre por encima del hombro a su libre hermano.

También los tres hombres, unidos por un instinto de conservadores a la vista de Cornudet, hablaban de dinero, con un cierto tono desdeñoso para con los pobres. El conde Hubert enumeraba los perjuicios que había sufrido por culpa de los prusianos, el ganado robado, las cosechas perdidas, con la desenvoltura del gran señor diez veces millonario que al cabo de un año habría superado toda aquella ruina. El señor Carré-Lamadon, muy afectado en sus negocios de algodón, había tenido la precaución de mandar seiscientos mil francos a Inglaterra, una nimiedad que tenía en reserva para cualquier eventualidad. Loiseau, por su parte, se las había arreglado para vender a la Intendencia francesa todo el vino común que le había quedado en la bodega, por lo que el Estado le debía una suma enorme que esperaba cobrar en Le Havre.

Los tres se lanzaban rápidas y amistosas miradas. Por más que fuesen de distinta condición, se sentían hermanados por el dinero, formando parte de la gran francmasonería de quienes lo poseen, de quienes hacen tintinear el oro metiéndose la mano en el bolsillo.

La diligencia iba tan lenta que a las diez de la mañana apenas si había recorrido cuatro leguas. Los hombres bajaron tres veces para subir a pie las cuestas. Comenzó a despertarse una cierta inquietud porque estaba previsto comer en Tôtes y ya había pocas esperanzas de llegar allí antes del anochecer. Mientras todos miraban al camino por si asomaba alguna posada, la diligencia se encalló en un montón de nieve y llevó dos horas liberarla.

El apetito iba en aumento nublando las mentes; y no se veía ninguna taberna, ningún comercio de vinos, porque la llegada de los prusianos y el paso de las famélicas tropas francesas habían desalentado cualquier negocio.

Los hombres fueron en busca de provisiones a las alquerías que había a lo largo del camino, pero no encontraron siquiera un poco de pan, pues los campesinos, desconfiados, escondían sus reservas por temor a los soldados, que, al no tener nada que llevarse a la boca, tomaban por la fuerza lo que encontraban.

Hacia la una Loiseau declaró que sentía un gran hueco en el estómago. Pero ya todos, desde hacía un buen rato, estaban como él; y la imperiosa necesidad de comer, que no dejaba de aumentar, había matado la conversación.

De vez en cuando alguno bostezaba, imitado casi enseguida por otro; a su vez cada uno, según su carácter, educación y posición social, abría ruidosamente o con modestia la boca, tapando enseguida con la mano el agujero abierto de par en par por el que salía vaho.

Bola de Sebo se había inclinado varias veces, como para buscar algo debajo de sus enaguas. Permanecía unos instantes dubitativa, miraba a sus vecinos, y acto seguido se incorporaba con calma. Los semblantes de los viajeros estaban pálidos y crispados. Loiseau declaró que habría pagado mil francos por un codillo de jamón. Su mujer esbozó un gesto de protesta, pero luego se calmó. Oír hablar de dinero malgastado siempre la hacía sufrir y era incapaz de comprender cómo se podía bromear sobre el particular.

—El hecho es que no me siento bien —dijo el conde—. Quién sabe por qué no he pensado en traer algo de comer.

Todos se hacían el mismo reproche.

Sin embargo, Cornudet tenía una petaca llena de ron; la ofreció, pero los otros rehusaron con frialdad, excepto Loiseau, que aceptó un traguito y al devolverla le dio las gracias diciendo:

—Sienta bien de todas formas, calienta y engaña el apetito.

El alcohol le puso de buen humor y propuso hacer como en el pequeño navío de la canción: comerse al más gordo de los viajeros. La indirecta alusión a Bola de Sebo disgustó a las personas respetables. Nadie respondió, sólo Cornudet sonrió. Las dos monjas habían dejado de mascullar avemarías y con las manos metidas en las grandes mangas estaban inmóviles, con los ojos obstinadamente gachos, sin duda ofreciendo al cielo, que se los mandaba, sus sufrimientos.

Finalmente, a las tres, cuando se encontraban en medio de una llanura interminable sin un pueblo siquiera a la vista, Bola de Sebo se inclinó con presteza y sacó de debajo del asiento un ancho cesto cubierto con un paño blanco.

Sacó primero un platito de loza, un delicado cubilete de plata, luego una gran marmita que contenía dos pollos enteros en gelatina, ya troceados; y se veían en el cesto todavía más cosas sabrosas envueltas: varios pasteles de carne, fruta, dulces, todas las provisiones para un viaje de tres días, para no tener que recurrir a la cocina de las posadas. Los golletes de cuatro botellas despuntaban por entre los envoltorios. La muchacha cogió un ala de pollo y empezó a comérsela resueltamente, con uno de esos panecillos que en Normandía reciben el nombre de «Regencia».

Todas las miradas estaban vueltas hacia ella. Luego el olor se expandió, hizo dilatarse las ventanillas de las narices y las bocas agua, provocó una dolorosa contracción en la juntura de las mandíbulas. El desprecio de las señoras por la muchacha se volvió feroz, casi en unas ganas de matarla y arrojarla fuera de la diligencia, a la nieve, a ella, a su cubilete, a su cesto y todo cuanto contenía.

Loiseau devoraba con los ojos la marmita del pollo. Dijo:

—La señora ha sido más prudente que nosotros. Hay personas que piensan en todo.

Ella alzó la cabeza hacia él:

—¿Gusta, señor? Es poco agradable estar en ayunas desde la mañana.

Él se levantó el sombrero:

—Francamente, no digo que no, no puedo más. Hay que hacer de necesidad virtud, ¿verdad, señora? —Y, mirando en derredor, añadió—: En momentos como éste, es grato encontrar a alguien que le hace un favor a uno.

Para no ensuciarse los pantalones desplegó un periódico que llevaba siempre en el bolsillo, clavó la punta de una navaja en un muslo recubierto de gelatina, le hincó los dientes y se puso a comer, masticando con un placer tan visible que se oyó en el coche un gran suspiro de angustia.

Entonces Bola de Sebo, con voz humilde y dulce, propuso a las monjas compartir su colación. Aceptaron inmediatamente las dos y, sin alzar los ojos, comenzaron a comer muy deprisa tras haber balbuceado un agradecimiento. Tampoco Cornudet rehusó el ofrecimiento de su vecina y, junto con las religiosas, desplegando unos periódicos sobre las rodillas, se formó una especie de mesa.

Las bocas se abrían y cerraban sin descanso, tragaban, masticaban, engullían ferozmente. Loiseau, en su rincón, trabajaba duro y exhortaba en voz baja a su mujer a hacer lo propio. Ésta se resistió largo rato, pero un calambre que le recorrió las tripas la hizo ceder. Entonces su marido, redondeando su frase, preguntó a su «encantadora compañera» si le permitía ofrecer un trocito a la señora Loiseau. Ella respondió: «No faltaría más, señor», con una graciosa sonrisa, y alargó la marmita.

Hubo un momento de incomodidad cuando se descorchó la primera botella de burdeos, porque había un solo cubilete. Los viajeros se lo pasaron tras haberlo secado. Sólo Cornudet, sin duda por galantería, posó sus labios en el punto donde había quedado la húmeda huella de los labios de su vecina.

Entonces, rodeados de personas que comían, ahogados por las emanaciones de la comida, el conde y la condesa de Bréville, así como el señor y la señora Carré-Lamadon sufrieron el odioso suplicio que ha recibido el nombre de Tántalo. De repente la joven mujer del industrial soltó un suspiro que hizo volverse todas las cabezas; estaba blanca como la nieve del exterior; cerró los ojos, su frente se abatió: se había desmayado. Su marido, fuera de sí, imploró la ayuda de todos. Nadie sabía qué hacer, cuando la monja de más edad, sosteniendo la cabeza de la indispuesta, le deslizó entre los labios el cubilete de Bola de Sebo, haciéndole tragar un poco de vino. La joven se rebulló, abrió los ojos, sonrió y declaró con voz moribunda que ahora se sentía muy bien. Pero, para que ello no se repitiera, la religiosa la obligó a tomarse un vaso lleno de burdeos, y agregó:

—Es el hambre, y nada más.

Entonces Bola de Sebo, ruborizada e incómoda, balbució mirando a los cuatro viajeros que se habían quedado en ayunas:

—Dios mío, si los señores y las señoras tienen el gusto…

Y se calló, temiendo ofenderles. Intervino Loiseau:

—Pues claro, en estos casos todos somos hermanos y tenemos que ayudarnos. Vamos, señoras, déjense de ceremonias: acepten, ¡qué diablos! Ni siquiera estamos seguros de poder encontrar un sitio donde pasar la noche. A este paso no llegaremos a Tôtes antes de mañana al mediodía.

Los otros dudaban aún; nadie se sentía con ánimos de asumir la responsabilidad de un «sí». Pero el conde cortó por lo sano. Volviéndose hacia la gorda muchacha intimidada le dijo con sus aires de gran señor:

—Aceptamos agradecidos, señora.

El primer paso era el más difícil. Una vez pasado el Rubicón, todo fue como una seda. El cesto fue vaciado. Contenía aún un pastel de hígado y otro de alondras, un pedazo de lengua ahumada, unas peras de Crassane, un queso de Pont-l’Évêque, pastelillos y una taza llena de pepinillos y cebollitas en vinagre, que a Bola de Sebo, como a todas las mujeres, la volvían loca.

No era posible comerse las provisiones de esta muchacha sin dirigirle la palabra. Por eso comenzaron a hablar, primero con reserva, luego, como se comportaba muy bien, con mayor cordialidad. Las señoras de Bréville y Carré-Lamadon, que tenían un gran tacto, se mostraban delicadamente corteses. Sobre todo la condesa hizo gala de la amable condescendencia propia de las nobilísimas damas a las que ningún contacto puede contaminar, y fue encantadora. La robusta señora Loiseau, que tenía alma de gendarme, siguió mostrándose arisca, hablando poco y comiendo mucho.

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