A René Billotte
Hasta entonces, la señora Berthe d’Avancelles había rechazado todas las súplicas de su desesperado admirador, el barón Joseph de Croissard. Durante el invierno, en París, la había perseguido insistentemente, y ahora daba por ella fiestas y organizaba partidas de caza en su castillo normando de Carville.
El marido, el señor de Avancelles, no veía ni sabía nada, como siempre pasa. Se decía que vivía separado de su mujer, debido a una debilidad física que la señora no le perdonaba. Era un hombre bajito y gordo, calvo, corto de brazos, de piernas, de cuello, de nariz, de todo.
La señora de Avancelles era, por el contrario, una mujer alta, morena y decidida, que se reía estruendosamente en las mismas barbas de su señor, le llamaba públicamente «señora Cataplasma» y miraba con un cierto aire prometedor y afectuoso los anchos hombros, el cuello robusto y los largos bigotes rubios de su adorador oficial, el barón Joseph de Croissard.
Con todo, no le había hecho aún ninguna concesión. El barón se estaba arruinando por ella. Había fiestas, partidas de caza, nuevas diversiones incesantes a las que invitaba a la nobleza de los castillos de los contornos.
Durante todo el día, los perros corrían ladrando por los bosques detrás de zorros y jabalíes, y todas las noches espléndidos fuegos artificiales mezclaban con las estrellas sus penachos de fuego, mientras las ventanas iluminadas del salón proyectaban sobre los vastos céspedes franjas de luz por las que cruzaban sombras.
Era otoño, la estación pardo rojiza. Las hojas revoloteaban sobre los prados cual bandadas de aves. Se percibían flotando en el aire olores a tierra húmeda, a tierra desnuda, como se percibe un olor a carne desnuda, cuando, tras el baile, cae el vestido de una mujer.
Un atardecer de la última primavera, durante una fiesta, la señora de Avancelles había respondido al señor de Croissard, que la acosaba con sus ruegos:
—Si he de ceder, amigo, no será antes de la caída de las hojas. Este verano tengo demasiadas cosas que hacer para encontrar un momento.
Él se había acordado de esa frase burlona y atrevida; e insistía cada día más, cada día sus aproches eran más atrevidos, ganaban un paso en el corazón de la bella audaz, que, por lo que parecía, ya sólo se resistía por pura formalidad.
Se había organizado una gran partida de caza. Y, la noche antes, la señora Berthe le había dicho, entre risas, al barón:
—Barón, si mata al animal, se verá premiado.
Desde el amanecer, él estaba en pie para descubrir dónde se escondía el jabalí solitario. Acompañó a sus monteros, dispuso las jaurías, lo organizó todo él mismo para preparar su triunfo; y, cuando los cuernos dieron la señal de partida, apareció él con un ajustado traje de caza rojo y oro, ceñido de cintura, ancho el busto, la mirada radiante, lozano y vigoroso como si acabara de abandonar el lecho.
Los cazadores partieron. Descubierto el jabalí, éste huyó por entre los matorrales perseguido por los perros que daban ladridos; y los caballos se lanzaron al galope, llevando a amazonas y jinetes por los estrechos senderos de los bosques, mientras los coches que acompañaban a la partida de caza a distancia circulaban sin hacer ruido por los aplanados caminos.
La señora de Avancelles retuvo maliciosamente cerca de sí al barón, retrasándose, al paso, por una gran alameda interminablemente recta y a lo largo de la cual cuatro filas de robles se curvaban formando una bóveda.
Temblando de amor y de inquietud, él escuchaba con un oído el parloteo burlón de la joven y con el otro seguía el canto de los cuernos y el ladrar de los perros que se alejaban.
—¿No me ama ya? —dijo ella.
Él respondía:
—¿Cómo puede decir eso?
Ella seguía:
—Me parece que la partida de caza le interesa más que yo.
Él gemía:
—¿No me ha mandado matar usted misma al animal?
Y ella continuaba, seria:
—Es cierto, cuento con ello. Debe matarlo en presencia mía.
Entonces él se estremeció en la silla, espoleando al caballo que brincaba, y exclamó, impacientado:
—¡Por Dios, señora! ¡Es imposible si nos quedamos aquí!
Ella le hablaba afectuosamente, posando la mano en su brazo o acariciando, casi distraída, las crines de su caballo.
Luego le decía, entre risas:
—Ha de ser como he dicho…, si no…, lo siento por usted.
Doblaron a la derecha por un sendero cubierto y de pronto, para evitar una rama que cerraba el camino, ella se inclinó hacia él, tan vencida que él sintió en el cuello el cosquilleo de sus cabellos. Entonces él la abrazó brutalmente y, apoyando en la sien sus grandes bigotes, la besó con furia.
Primero ella no se movió, quieta ante aquella violenta efusión; luego volvió la cabeza de golpe y, ya fuese por casualidad o por propia voluntad, los pequeños labios de ella encontraron los labios de él, bajo la cascada de pelos rubios.
Entonces, bien por confusión, bien por remordimiento, ella espoleó los ijares de su caballo, que partió a galope tendido. Anduvieron de aquel modo durante un largo rato, sin siquiera mirarse.
El tumulto de la caza se acercaba; la maleza parecía estremecerse y de pronto, rompiendo las ramas, cubierto de sangre, quitándose de encima a los perros que se abalanzaban sobre él, pasó el jabalí.
El barón gritó con una carcajada de triunfo:
—¡Quien me quiera, que me siga! —Y desapareció entre los arbustos, como si le hubiera tragado la floresta.
Cuando, minutos después, ella llegó a un calvero, él se levantaba sucio de barro, rota la casaca, las manos ensangrentadas: su cuchillo de monte estaba clavado hasta la empuñadura en el lomo del animal tendido.
El encarne se hizo a la luz de las antorchas, en la agradable y melancólica noche. La luna hacía palidecer la llama roja de las antorchas que aromatizaban la oscuridad con su humo resinoso. Los perros se comían las fétidas entrañas del jabalí y ladraban, disputando. Los monteros y los ojeadores, dispuestos en círculo alrededor del encarne, soplaban en los cuernos a pleno pulmón. La fanfarria se difundía en la clara noche más allá de los bosques, repetida por los ecos que se perdían en los valles lejanos, despertando a los ciervos inquietos, a los zorros aulladores y turbando el retozo de los conejos de gris pelaje, en el lindero del claro del bosque.
Las aves nocturnas, espantadas, revoloteaban sobre la jauría enloquecida. Y algunas mujeres, enternecidas por todas aquellas cosas agradables y violentas, apoyándose delicadamente en el brazo de los hombres, ya se alejaban por las alamedas, antes de que los canes hubiesen terminado de comer.
Lánguida a causa de aquel día de esfuerzo y de afecto, la señora de Avancelles le dijo al barón:
—¿Quiere dar una vuelta por el parque, amigo mío?
Él, sin responder, tembloroso, desfalleciente, se la llevó.
Se besaron enseguida. Fueron despacio, bajo las ramas casi desnudas por entre las que se filtraba la luz de la luna; y su amor, sus deseos, su necesidad de unirse se habían vuelto tan violentos que a punto estuvieron de caer al pie de un árbol.
Los cuernos no resonaban ya. Los perros, agotados, dormían en la perrera.
—Regresemos —dijo la joven.
Y volvieron sobre sus pasos.
Cuando estuvieron delante del castillo, ella susurró con voz lánguida:
—Me siento tan cansada que voy a acostarme, amigo mío.
Y, como él abría los brazos para robarle un último beso, ella escapó, dejándole como despedida:
—No…, me voy a dormir… ¡Quien me quiera que me siga!
Una hora después, cuando todo el castillo silencioso parecía muerto, el barón salió de la habitación de puntillas y fue a llamar suavecito a la puerta de su amiga. Al no oír respuesta, trató de abrir. No habían echado el cerrojo.
Ella fantaseaba, acodada en la ventana.
Él se arrojó a sus rodillas, besándolas apasionadamente a través de su bata. Ella no decía nada, hundiendo sus dedos finos, de una manera acariciante, en los cabellos del barón.
Y de repente, desprendiéndose como si hubiera tomado una gran decisión, murmuró con su tono atrevido, pero en voz baja:
—Vuelvo enseguida. Espéreme.
Y apuntando con el dedo en la sombra le indicó en el fondo de la habitación la mancha blanca e indefinida del lecho.
A tientas, con las manos temblorosas, desatinado, él se desnudó deprisa, metiéndose entre las frescas sábanas. Se tendió con deleite, casi olvidándose de su amiga, tan agradable era la caricia de la ropa de cama sobre su cuerpo cansado de movimiento.
Ella no volvía, sin embargo; sin duda se divertía haciéndole languidecer. Cerró los ojos, en medio de un exquisito bienestar; y soñaba dulcemente, en la grata espera de lo que tanto había deseado. Pero poco a poco los miembros se le entumecieron, su pensamiento se embotó, se volvió inseguro, fluctuante. Finalmente le venció el agotamiento; se durmió.
Durmió con el sueño pesado, invencible, de los cazadores extenuados. Durmió hasta el amanecer.
De repente, por la ventana que había quedado entreabierta, cantó un gallo, encaramado en un árbol próximo. Entonces, el barón, sorprendido por aquel sonoro canto, abrió los ojos.
Al sentir contra el suyo un cuerpo de mujer, encontrándose en un lecho que no reconocía, sorprendido, y sin acordarse ya de nada, balbució, en la turbación del despertar:
—Pero ¿dónde estoy? ¿Qué sucede?
Entonces ella, que no había dormido, mirando a aquel hombre despeinado, con los ojos enrojecidos, los labios gruesos, respondió con el tono altanero que empleaba con su marido:
—No es nada. Un gallo que canta. Siga durmiendo, caballero, es algo que no le atañe.
A Raoul Denisane
Las cuatro copas estaban ahora medio llenas delante de los comensales, lo que indica por lo general que los invitados están llenos del todo. Se empezaba a hablar sin escuchar las respuestas, cada cual preocupado tan sólo de lo que ocurría dentro de sí mismo; y las voces se volvían chillonas, los gestos exagerados, los ojos alumbrados.
Era una cena de solteros, de solterones empedernidos. Unos veinte años atrás habían dado comienzo a aquella comida periódica, bautizándola como «el celibato». Entonces eran catorce, totalmente decididos a no casarse jamás. Ya sólo quedaban cuatro: tres habían muerto, los otros siete se habían casado.
Aquellos cuatro se mantenían fieles a su promesa y observaban escrupulosamente, en la medida de lo posible, las reglas establecidas al principio de su extraña asociación. Habían jurado, con un apretón de manos, apartar del llamado recto camino al mayor número posible de mujeres, preferiblemente a las de los amigos, y más aún a las de los amigos más íntimos. Por lo que, apenas alguno de ellos dejaba la sociedad para crear una familia, se apresuraba a romper definitivamente con sus viejos compañeros.
También debían, en cada cena, confesarse, contando, con nombre y apellido, pelos y señales, sus aventuras más recientes. De ahí esa especie de dicho familiar entre ellos: «Mentir como un soltero».
Profesaban el más completo desprecio por la Mujer, a la que consideraban como «un animal de placer». Citaban a cada paso a Schopenhauer, su dios; reclamaban el restablecimiento de los harenes y de los tornos,
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habían hecho bordar en el mantel y las servilletas usadas para las cenas del «celibato» el antiguo precepto:
Mulier, perpetuus infans
y, debajo, el verso de Alfred de Vigny:
La femme, enfant malade et douze fois impure
!
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De suerte que, a fuerza de despreciar a las mujeres, no pensaban más que en ellas, no vivían más que para ellas, hacia ellas tendían todos sus esfuerzos, todos sus deseos.
Aquellos de entre ellos que se habían casado les llamaban viejos galancetes, les tomaban el pelo y les temían.
Las confidencias de la cena del «celibato» debían comenzar precisamente en el momento del champán.
Aquella noche, estos viejos, porque viejos eran ya y, cuando más envejecían, más aventuras extraordinarias contaban, se mostraron inagotables. Cada uno de los cuatro, en un mes, había seducido al menos a una mujer al día; ¡y qué mujeres!, ¡las más jóvenes, las más nobles, las más ricas, las más bellas!
Una vez que terminaron sus historias, uno de ellos, el primero que había hablado y que luego había tenido que escuchar a todos los demás, se puso en pie.
—Y ahora que se han acabado las bromas —dijo—, quisiera contaros no mi última, sino mi primera aventura; me refiero a la primera aventura de mi vida, mi primera caída (sí, pues de una caída se trata) en los brazos de una mujer. No pretendo con ello contaros mi…, ¿cómo decir?, mi primera iniciación, no, por supuesto. El primer salto del foso (lo digo en sentido figurado) no tiene nada de interesante. Por lo general resulta fangoso, y nos levantamos de él un poco sucios, con una bonita ilusión menos, un vago asco, cierta tristeza. La realidad del amor, la primera vez que se toca, es un poco repugnante: uno pensaba que era una cosa muy distinta, más delicada, más fina. Se queda uno con una sensación moral y física de náusea, como cuando se pone por casualidad la mano sobre algo viscoso y no hay agua para lavarse. Por más que uno se frote, no se va.
»¡De todos modos, uno se acostumbra, y deprisa! ¡Y cómo se acostumbra! Por mi parte, siempre lamento no haber podido aconsejar al Creador en el momento en que organizó el asunto. No sé muy bien qué se me habría ocurrido, no lo sé exactamente; pero creo que lo habría hecho de otro modo. Habría buscado una combinación más conveniente y poética, sí, más poética.
»Me parece a mí que Dios se mostró en verdad demasiado…, demasiado… naturalista. No hubo poesía en su invención.
»Así pues, lo que quiero contaros es mi primera aventura con una mujer de la buena sociedad, la primera mujer de mundo a la que seduje. Perdón, quiero decir la primera mujer de mundo que me sedujo. Pues, al principio, somos nosotros los que nos dejamos cazar, mientras que luego… sucede lo mismo.
*
Era una amiga de mi madre, una mujer encantadora por lo demás. Una de esas personas que, cuando son castas, es normalmente por estupidez y, cuando están enamoradas, se vuelven como locas. ¡Se nos acusa de corromperlas! ¡Pues bien, sí! Con ellas, es siempre el conejo quien empieza, nunca el cazador. ¡Oh! Se diría que no piensen nunca en ello, bien lo sé, cuando no piensan en otra cosa; hacen de nosotros lo que se les antoja, sin que se note; y luego nos acusan de haberles arruinado la vida, deshonrado, envilecido, ¡y qué sé yo qué más!
Esa a la que me refiero ardía sin duda en deseos de que yo la envileciera. Debía de tener treinta y cinco años; yo apenas si contaba veintidós. No pensaba en seducirla más de lo que pensaba en hacerme trapense. Ahora bien, un buen día que había ido a hacerle una visita y examinaba asombrado su atuendo, una bata de mañana notablemente abierta, abierta como la puerta de la iglesia cuando tocan a misa, ella me tomó de la mano, la apretó, ya sabéis, la apretó como ellas aprietan en esos momentos y, con un lánguido suspiro, uno de esos que salen de lo hondo, me dijo: «Muchacho mío, no me mire así».
Naturalmente me puse más colorado que un tomate y estuve más tímido de lo habitual. Tenía unas grandes ganas de marcharme, pero ella me sujetaba de la mano, con firmeza. Se la posó sobre su pecho, un pecho generoso, y me dijo: «Mire, sienta cómo me palpita el corazón…».
Claro que palpitaba. Yo comenzaba a comprender, pero no sabía qué hacer, ni por dónde empezar. Luego he cambiado.
Como seguía con una mano apoyada en el voluminoso revestimiento de su corazón, y con el sombrero en la otra, y no dejaba de mirarla con una sonrisa confusa, una sonrisa boba, una sonrisa atemorizada, ella se alzó de golpe y, con voz irritada, dijo: «¡Ah, qué hace, jovencito! ¡Es usted un indecente y un maleducado!».
Retiré enseguida la mano, dejé de sonreír, balbuceé unas disculpas, me levanté y me fui, pasmado y trastornado.
Pero estaba ya atrapado y pensaba en ella… Me parecía encantadora, adorable; me convencí de que la amaba, de que la había amado siempre, decidí ser osado, ¡hasta temerario!
Cuando volví a verla, me dirigió una sonrisita de inteligencia. ¡Cuánto me turbó aquella sonrisita! Y su apretón de manos fue largo, de una insistencia elocuente.
Desde aquel día le hice la corte, por lo que parece. Al menos, ella pretendió después que yo la había seducido, conquistado, deshonrado, con un raro maquiavelismo, una habilidad extrema, una perseverancia de matemático y una astucia de apache.
Pero una cosa me turbaba extrañamente. ¿En qué lugar se vería consumado mi triunfo? Yo vivía con mi familia, que se mostraba en este aspecto intransigente. No tenía la audacia necesaria para franquear, en pleno día, la puerta de un hotel del brazo de una mujer, y no sabía a quién pedir consejo.
Ahora bien, mi amiga, charlando conmigo en plan de broma, me dijo que todo joven que se precie debe tener una habitación propia en la ciudad. Estábamos en París. Fue un relámpago de luz: alquilé una habitación y ella vino.
Vino un día de noviembre. Aquella visita, que hubiera querido posponer, me perturbó mucho porque no tenía fuego. Y no lo tenía porque mi chimenea humeaba. Justo la víspera le había armado una escena a mi casero, un viejo comerciante, y me había prometido venir personalmente con el deshollinador, antes de dos días, para examinar atentamente los trabajos que había que hacer.
En cuanto ella hubo entrado, le declaré: «No tengo fuego, porque mi chimenea humea». Dio la impresión de que ni siquiera me hubiera oído y balbució: «No pasa nada, ya lo tengo yo…». Al ver mi cara de sorpresa, se interrumpió, confusa; luego dijo: «Ya no sé lo que me digo…, estoy loca…, he perdido la cabeza… Pero ¡qué hago, Dios mío! ¿Por qué he venido aquí, desgraciada de mí? ¡Oh, qué vergüenza!». Y se arrojó sollozando en mis brazos.
Yo creí en sus remordimientos y juré respetarla. Pero ella se postró de rodillas delante de mí, gimiendo: «Pero ¿es que no te das cuenta de que te amo, de que me has conquistado, de que me has hecho perder la cabeza?».
Creí llegado el momento de empezar el ataque. Pero ella se estremeció, se levantó y fue hasta el armario para esconderse en él, gritando: «No me mires, no, no. Me avergüenzo con esta luz. Si al menos no me vieses, si estuviéramos a oscuras, si fuera de noche… ¡Piénsalo! ¡Qué maravilla! ¡Ah, esta luz!».
Me lancé hacia la ventana, cerré los postigos, corrí las cortinas, coloqué un abrigo encima de un hilillo de luz que aún se filtraba; luego, con las manos extendidas para no acabar encima de las sillas, con el corazón palpitándome, la busqué, la encontré.
Fue otro viaje, a dos, a tientas, con los labios unidos, hacia el ángulo opuesto donde se encontraba mi alcoba. Estoy seguro de que no íbamos derechos, pues primero encontré la chimenea y luego la cómoda y, por último, lo que andábamos buscando.
Entonces lo olvidé todo en un éxtasis frenético. Fue una hora de locura, de transporte, de alegría sobrehumana; luego, embargados de una deliciosa lasitud, nos dormimos, en brazos el uno del otro.
Y soñé. Pero he aquí que en mi sueño me pareció que me llamaban, que pedían socorro; luego recibí un impacto violento; ¡abrí los ojos!…
¡Oh!… El sol poniente, rojo, magnífico, entrando todo él por mi ventana abierta de par en par, parecía mirarnos desde la línea del horizonte, iluminando con un resplandor apoteósico la cama revuelta en la que una mujer enloquecida daba alaridos, se debatía, se contorsionaba, agitaba manos y pies para atrapar un trocito de sábana, o de cortina, cualquier cosa, mientras, de pie en medio de la habitación, estupefactos, uno al lado del otro, el dueño de la casa en levita, acompañado del portero y de un deshollinador negro como un demonio, nos contemplaban con caras de pasmarotes.
Me levanté furioso, dispuesto a saltarles al cuello, y grité: «¿Qué hacen ustedes en mi habitación, maldita sea?».
Al deshollinador le entró una risa irresistible y dejó caer la chapa que sostenía en la mano. El portero parecía enloquecido; el casero balbució: «Pero, caballero…, hemos venido por la chimenea…, la chimenea…». Yo grité: «¡Lárguense de aquí, rediós!».
Entonces se quitó su sombrero con aire confundido y cortés. Y, andando hacia atrás, murmuró: «Le pido excusas, caballero, le pido perdón, de haber imaginado que iba a molestarle no habría venido… El portero me dijo que había salido usted. Disculpe».
Y se fueron.
Desde ese día, como comprenderéis, no cierro nunca las ventanas; pero echo siempre el cerrojo.