—Pero ¡cómo! ¿Te niegas?
Ella se volvió y, por una especie de pudor, no le tuteó en presencia de su legítimo esposo:
—¿Sabe lo que me está pidiendo? ¡Quiere que vuelva a su casa!
Y se reía con inmenso desprecio hacia aquel hombre casi arrodillado que le suplicaba.
Entonces Renoldi, con la decisión del desesperado que se juega la última baza, comenzó a su vez a hablar, defendió la causa de las pobres hijas, la causa del marido, su causa. Y cuando se interrumpía, buscando algún argumento nuevo, el señor Poinçot, no sabiendo ya qué decir, murmuraba, tuteándola, vuelto instintivamente a las viejas costumbres:
—Vamos, Delphine, piensa en tus hijas…
Ella abarcó a ambos en una sola mirada de supremo desprecio y, huyendo a la carrera hacia la escalera, gritó:
—¡Sois dos miserables!
Tras quedarse solos, los dos se miraron, tan abatido y apesadumbrado el uno como el otro; el señor Poinçot recogió el sombrero, que le había caído al lado, se sacudió con la mano el polvo de los pantalones, y luego, con gesto desesperado, mientras Renoldi lo acompañaba hasta la puerta, dijo, al despedirse:
—Somos realmente desgraciados, señor.
Y se alejó con paso pesado.
¿Estoy loco? ¿O sólo soy celoso? No lo sé, pero he sufrido horrores. He cometido, lo admito, un acto de locura, de locura furiosa; pero ¿acaso unos celos desesperantes, el amor exaltado, traicionado, condenado, el atroz dolor que sufro, todo ello no basta para hacernos cometer delitos y locuras sin ser verdaderos criminales de corazón y de mente?
¡Oh!, he sufrido, sufrido, sufrido, de forma continua, aguda, espantosa. Amé a esa mujer con verdadero frenesí… Y sin embargo… ¿es cierto que la amé? No, no, no. Me poseyó en cuerpo y alma, me absorbió y encadenó. He sido, y soy, una cosa suya, su juguete. Pertenezco a su sonrisa, a su boca, a su mirada, a las líneas de su cuerpo, a las facciones de su rostro; me falta el aliento ante el dominio que ejerce sobre mí su apariencia exterior; pero a Ella, la mujer de todo esto, al ser de ese cuerpo, yo la odio, la desprecio, la execro, la he odiado siempre, despreciado, execrado. Porque es pérfida, bestial, inmunda, impura; es la
mujer de perdición
, el animal sensual y falso que carece de alma, en el que el pensamiento no circula como aire libre y vivificador; es la bestia humana; peor aún, es nada más que un regazo, una maravilla de carne dulce y redonda en la que habita la Infamia.
El primer período de nuestra relación fue extraño y delicioso. Entre sus brazos siempre abiertos me agotaba en una furia de deseo inagotable. Sus ojos me hacían abrir la boca, como si me hubieran hecho venir sed. Eran grises a mediodía, sombreados de verde a la caída de la tarde, y azules al sol naciente. No estoy loco: juro que tenían estos tres colores.
En las horas de amor eran azules, como amoratados, con unas pupilas enormes y nerviosas. Por entre sus labios, movidos por un temblor, salía a veces la punta de la lengua, palpitante como la de un reptil; y sus párpados pesados se alzaban lentos, descubriendo esa mirada ardiente y anonadada que me hacía enloquecer.
Estrechándola entre los brazos miraba sus ojos y temblaba, trastornado tanto por el impulso imperioso de matar a esa bestia como por la necesidad de poseerla sin descanso.
Cuando andaba por mi habitación, el ruido de cada uno de sus pasos me producía una conmoción en el corazón; y cuando ella empezaba a desvestirse, dejando caer su vestido, y saliendo, infame y espléndida, de la ropa interior que le caía en torno, yo sentía en todos los miembros, en los brazos, en las piernas, en el pecho jadeante, un desfallecimiento infinito y cobarde.
Un día me di cuenta de que estaba cansada de mí. Lo vi en sus ojos cuando se despertó. Cada mañana, inclinado sobre ella, esperaba su primera mirada. La esperaba, lleno de rabia, de odio, de desprecio por aquella bestia dormida cuyo esclavo era. Pero cuando el azul pálido de su pupila, aquel azul líquido como agua, se mostraba todavía lánguido, fatigado, agotado por las caricias recientes, era como una llama rápida que me quemaba, exacerbando mis ardores. Aquel día, cuando se abrieron sus párpados, vi una mirada indiferente y triste que no deseaba ya nada.
Vi, supe, sentí, comprendí enseguida. Se había acabado, acabado para siempre. Tuve la prueba de ello a cada hora, a cada minuto.
Cuando la llamaba con los brazos y los labios, ella se volvía, enojada, murmurando: «¡Déjame estar!» o «¡Eres odioso!» o «¿Es que no puedo estar nunca tranquila?».
Me volví celoso, pero celoso como un perro, fui astuto, desconfiado, simulador. Sabía perfectamente que comenzaría de nuevo pronto, que vendría otro para volver a encender sus sentidos.
Fui frenéticamente celoso; pero no estoy loco, no, seguro que no.
Esperé; estaba en guardia; no iba a conseguir engañarme; pero ella seguía fría, adormecida. Decía a veces: «Estoy harta de los hombres». Y era cierto.
Entonces me volví celoso de ella misma; celoso de su indiferencia, celoso de la soledad de sus noches, celoso de sus gestos, de sus pensamientos, que siempre me parecían innobles, celoso de todo lo que intuía. Y cuando a veces se despertaba con esa mirada lánguida que antes era la consecuencia de nuestras noches ardientes, como si alguna concupiscencia hubiera invadido su alma y despertado de nuevo su deseo, me dominaban impulsos de ira, temblores de indignación, unas ganas de estrangularla, de doblegarla bajo mi rodilla para hacerle confesar, acogotándola, todos los secretos vergonzosos de su corazón.
¿Estoy loco? No.
Hasta que, una noche, sentí que era feliz. Sentí que habitaba en ella una pasión nueva. Estaba seguro, incontestablemente seguro. Palpitaba como después de mis caricias; su mirada echaba chispas, sus manos estaban calientes, todo su cuerpo vibrante exhalaba ese efluvio de amor que a mí me había hecho perder la cabeza.
Fingí no comprender, pero mi atención la envolvía como una red.
Sin embargo, no conseguía descubrir nada.
Esperé una semana, un mes, una estación. Ella se abría en el germinar de un ardor incomprensible; se aplacaba en la felicidad de una cópula inasible.
¡Y, de improviso, comprendí! No estoy loco. ¡Lo juro, no estoy loco!
¿Cómo expresarlo? ¿Cómo hacerme entender? ¿Cómo expresar esa cosa abominable e incomprensible?
He aquí de qué modo me di cuenta.
Una noche, ya lo he dicho, una noche, cuando volvió de un largo paseo a caballo, ella se dejó caer en una silla baja delante de mí, con las mejillas encendidas, el pecho palpitante, las piernas molidas, los ojos amoratados. ¡Ya la había visto así! ¡Estaba enamorada! ¡No podía equivocarme!
Entonces, fuera de mí y para no mirarla más, me volví hacia la ventana y vi a un mozo que llevaba de la brida hacia el establo al gran caballo, que se encabritaba.
También ella seguía con la mirada al animal fogoso y piafante. Y cuando hubo desaparecido, se durmió de golpe.
Me pasé toda la noche reflexionando. Me parecía que me adentraba en unos misterios que nunca había imaginado. ¿Quién explorará las perversiones de la sensualidad femenina? ¿Quién podrá comprender sus inverosímiles caprichos y su extraña forma de satisfacer las más extrañas fantasías?
Cada mañana, al amanecer, se iba a galopar por los llanos y los bosques; y cada vez volvía lánguida como después de un frenesí de amor.
¡Había comprendido! Ahora estaba celoso del corcel nervioso y galopante; celoso del viento que le acariciaba el rostro cuando volaba en sus locas carreras; celoso de las hojas que a su paso le besaban las orejas; de los raudales de luz que le caían sobre la frente a través de las ramas; celoso de la silla que la llevaba y que ella estrechaba entre los muslos.
Era todo esto lo que la hacía feliz, la exaltaba, la saciaba, la dejaba agotada y me la devolvía insensible y casi en deliquio.
Decidí vengarme. Fui amable y estuve lleno de atenciones para con ella. Le alargaba la mano cuando estaba a punto de saltar a tierra después de las desenfrenadas carreras. El animal furioso se me echaba encima y ella lo aplacaba acariciándole el cuello arqueado, lo besaba en los ollares trémulos sin siquiera secarse los labios después; y el perfume de su cuerpo, empapado de sudor como después de la tibieza del lecho, se mezclaba en mis fosas nasales con el olor acre y salvaje de la bestia.
Esperé el día y el momento. Cada mañana ella pasaba por el mismo sendero, en un bosquecillo de abedules que se perdía en la floresta.
Salí antes de la aurora, con una cuerda en la mano y mis pistolas escondidas en el pecho, como si fuera a batirme en duelo.
Corrí hacia su camino favorito: tendí la cuerda entre dos árboles y luego me escondí entre las hierbas.
Tenía el oído pegado al suelo; oí su galope lejano; luego la vi llegar a la carrera, desde el fondo, bajo la bóveda de ramas. ¡No me había equivocado, era justo como pensaba! Ella estaba exultante, tenía las mejillas teñidas de rubor y la locura pintada en los ojos; el movimiento precipitado de la carrera hacía vibrar sus nervios en un goce solitario y frenético.
El animal tropezó en la cuerda con las patas delanteras y rodó por tierra, con gran quebranto de huesos. Ella cayó entre mis brazos. Soy tan fuerte que podría llevar a un buey. Cuando la hube posado en el suelo me acerqué a Él que nos miraba y, mientras trataba aún de morderme, le puse una pistola en la oreja… y lo maté… como a un hombre.
Pero caí también yo, con el rostro marcado por dos fustazos; y cuando ella se me arrojó de nuevo encima le disparé en el vientre la bala que quedaba.
Decidme: ¿estoy loco?
Durante toda su vida había tenido una sola pasión inagotable: la caza. Iba de caza todos los días, de la mañana a la noche, con un impulso frenético. Iba de caza en invierno y en verano, en primavera y en otoño, al pantano, cuando los reglamentos vedaban el llano y los bosques; iba de caza a la escopeta, de montería, con perros de muestra, con sabuesos, al acecho, con señuelo, con hurones. No hablaba más que de caza, soñaba con la caza, repetía sin cesar: «¡Qué desgraciados deben de ser aquéllos a los que no les gusta cazar!».
Tenía ya cincuenta años cumplidos, pero se conservaba muy bien, se mantenía joven, aunque calvo, algo gordo, pero fortachón; y llevaba los bigotes recortados, para dejar bien a la vista los labios y libre el contorno de la boca para poder tocar más fácilmente el cuerno de caza.
En la región le designaban sólo con el nombre de pila: el señor Hector. Se llamaba barón Hector Gontran de Coutelier.
Vivía en una casita de campo, en medio de los bosques, que había heredado; y aunque conocía a toda la nobleza de la provincia y se encontraba con todos los representantes barones en las cacerías, frecuentaba asiduamente sólo a una familia: los Courville, unos vecinos amables, emparentados desde hacía siglos con su linaje.
En casa de éstos le cuidaban, le querían, le mimaban, y decía: «Si no fuera cazador, me pasaría la vida con ustedes». El señor de Courville era su amigo y compañero desde la infancia. Hidalgo campesino, vivía tranquilo con su mujer, su hija y su yerno, el señor de Darnetot, el cual, con la excusa de realizar estudios históricos, no hacía nada.
El barón de Coutelier iba a menudo a comer a casa de sus amigos, sobre todo para contarles sus aventuras de caza. Eran largas historias de perros y de hurones, de los que hablaba como de personajes importantes a los que conociera mucho. Revelaba sus pensamientos e intenciones, los analizaba y explicaba: «Cuando Médor ha visto que la polla de agua le hacía correr tanto, se ha dicho: “Espera, espera, tunanta, que ya verás cómo nos vamos a reír”. Entonces, haciéndome una seña con la cabeza, me ha indicado que fuera a situarme en un ángulo del campo de trébol, y ha empezado a acecharla transversalmente, armando gran ruido, agitando las hierbas para empujar así al animal hacia el ángulo en el que ya no podía escapar. Todo ha ido según lo previsto por él: la polla de agua se encuentra de golpe en el lindero. Imposible rebasarlo sin descubrirse. Piensa:“¡Este demonio de perro me ha pescado!” y se agazapa. Entonces Médor se detiene de golpe mirándome, yo le hago una seña y él la obliga a salir. Brrrr… La polla de agua levanta el vuelo, yo apunto, ¡pam!, y cae. Médor me la trae, moviendo la cola como diciéndome: “Nos la hemos hecho, ¿eh, señor Hector?”».
Courville, Darnetot y las dos mujeres se reían como locas con estos relatos pintorescos en los que el barón ponía toda su alma. Se animaba, movía los brazos, gesticulaba con todo su cuerpo; y cuando llegaba a la muerte del animal estallaba en una formidable carcajada, diciendo siempre, a modo de conclusión: «Es buena ésta, ¿eh?».
Si hablaban de otra cosa dejaba de escuchar y se ponía por su parte a canturrear fanfarrias. De modo que, en los momentos de silencio entre dos frases, en esos momentos de imprevista tregua que interrumpen el ruido de las palabras, se oía de golpe una tonadilla de caza: «Ton, ton, ton, ten, ton, ton», que el barón soltaba hinchando las mejillas como si soplase su cuerno.
Había vivido solamente para la caza y envejecía sin pensar ni tener conciencia de ello. Inesperadamente sufrió un ataque de reuma y tuvo que guardar cama dos meses. A punto estuvo de morir de tristeza y de aburrimiento. Como no tenía doncella y había de cocinarle un viejo criado, no contaba ni con cataplasmas calientes ni con pequeños cuidados, ni nada de lo que precisan los enfermos. Le hizo de enfermero su montero, el cual, aburriéndose tanto como su amo, dormitaba día y noche en un sillón, mientras el barón juraba y se exasperaba entre las sábanas.
Las señoras de Courville iban de vez en cuando a verle; y para él ésas eran horas de sosiego y de bienestar. Le preparaban la tisana, vigilaban el fuego, le servían amablemente el almuerzo en la cama; y cuando se iban murmuraba: «¡Por Dios, deberían venirse a vivir ustedes aquí!». Y ellas reían con ganas.
Cuando se hubo repuesto, y hubo reanudado su caza en el pantano, una noche fue a cenar a casa de sus amigos; pero ya no tenía la alegría y los ánimos de otro tiempo. Se sentía atormentado por una idea fija, el temor a que le volvieran los dolores antes de que se levantara la veda. Cuando se disponía a despedirse, mientras las señoras le arrebujaban en un mantón, anudándole una bufanda al cuello, y él por primera vez en su vida se dejaba hacer, murmuró con tono triste:
—Si recaigo, soy hombre acabado…
Apenas hubo salido, la señora de Darnetot le dijo a su madre:
—Habría que buscarle mujer al barón.
Todos levantaron los brazos. ¿Cómo no se les había ocurrido antes? Durante toda la velada buscaron entre las viudas que conocían, y la elección recayó en una mujer de cuarenta años, bonita aún, bastante rica, bienhumorada y con buena salud, que se llamaba Berthe Vilers.
La invitaron a pasar un mes en el castillo. Se aburría y aceptó. Estaba llena de vida y de alegría; el señor de Coutelier le gustó enseguida. Se divertía con él como si fuera un juguete viviente y se pasaba horas y horas preguntándole con guasa sobre los sentimientos de los conejos y las astucias de los zorros. Él hacía serias distinciones entre las diferentes maneras de ver de los distintos animales, a los que atribuía designios y sutiles razonamientos como si se tratara de hombres que conocía.
La atención que ella le demostraba le encantó; y una noche, para demostrarle su aprecio, le rogó que fuera de caza con él, cosa que no había hecho nunca con mujer alguna. A ella le pareció tan divertida la invitación que aceptó. Fue una fiesta proporcionarle el equipo; todo el mundo se puso a ello, le ofreció algo; y ella apareció vestida como una amazona, con botas, calzones de hombre, faldilla, una chaquetilla de terciopelo demasiado estrecha para su pecho, y una gorra de mozo de jauría.
El barón parecía emocionado como si fuera a hacer su primer disparo con rifle. Le explicó minuciosamente la dirección del viento, los diferentes modos de hacer pararse a los perros, la manera de disparar a la caza; luego la llevó por los campos siguiéndola paso a paso, como una nodriza que ve andar a su niño de pecho por primera vez.
Médor olisqueó, se arrastró, se detuvo y levantó la pata. El barón, detrás de su alumna, temblaba como una hoja. Balbuceaba:
—Cuidado, cuidado, per…, per…, perdices.
No había terminado de decirlo cuando se alzó un gran ruido —brrr, brrr, brrr— y un regimiento de grandes aves se elevó por los aires aleteando.
La señora de Vilers, asustada, cerró los ojos, disparó dos veces y dio unos pasos atrás a causa del retroceso del arma; luego, cuando recobró su sangre fría, vio al barón que bailaba como un loco, y a Médor que traía dos perdices en su boca.
A partir de aquel día el señor de Coutelier se enamoró de ella.
—¡Qué mujer! —decía alzando los ojos, y cada noche volvía al castillo para hablar de caza.
Un día, el señor de Courville, mientras le acompañaba de regreso a casa escuchándole decir maravillas de su nueva amiga, le preguntó a bocajarro:
—¿Por qué no se casa con ella?
El barón se quedó sorprendido:
—¿Yo, yo, casarme con ella? Pues… la verdad…
No añadió nada más. Luego, dándole un apretón de manos a su amigo, murmuró:
—Hasta la vista, amigo. —Y desapareció a grandes pasos en la oscuridad.
Estuvo tres días sin que se le viera el pelo. Cuando reapareció, estaba un tanto pálido por sus reflexiones, y más serio que de costumbre. Haciendo un aparte con el señor de Courville, le dijo:
—Tuvo usted una magnífica idea. Trate de prepararla para que me acepte. Por Dios, una mujer así, se diría hecha para mí. Cazaremos juntos todo el año.
El señor de Courville, seguro de que no sería rechazado, repuso:
—Haga su petición de mano enseguida, amigo mío. ¿Quiere que me encargue yo?
Pero el barón se turbó de repente; y, balbuceando, dijo:
—No…, no…, primero es preciso que haga un breve viaje…, un breve viaje a París. En cuanto vuelva, le daré una respuesta definitiva.
No se pudo saber más sobre el particular, y él partió al día siguiente.
El viaje duró largo tiempo. Pasó una semana, pasaron dos, tres: el señor de Coutelier no volvía. Los Courville, asombrados y preocupados, no sabían ya qué decirle a su amiga, a quien habían puesto al corriente de las intenciones del barón. Cada dos días mandaban a por noticias a su casa, pero el personal de servicio no sabía nada.
Una noche, mientras la señora Vilers estaba cantando acompañándose del piano, una criada fue a buscar al señor de Courville con gran misterio para decirle en voz baja que un señor preguntaba por él. Era el barón en traje de viaje, cambiado, envejecido. Apenas vio a su amigo, le tomó de las manos y dijo, con voz un poco cansina:
—Acabo de llegar, y he venido enseguida para aquí. No puedo más. —Titubeó, visiblemente incómodo—: Quería decirle enseguida que…, que ese asunto…, ya sabe usted cuál, se ha ido al agua.
El señor de Courville le miró, asombrado:
—Pero cómo que al agua, ¿y por qué?
—Por favor no me pregunte, son cosas que no pueden contarse; pero esté seguro de que me estoy portando como… una persona honorable. No puedo…, no tengo derecho, ya me entiende, derecho a casarme con esa señora. Esperaré a que ella se haya ido para volver a su casa; me resultaría demasiado doloroso verla de nuevo. Adiós.
Y se fue corriendo.
Toda la familia deliberó, discutió, se entregó a mil conjeturas. Concluyeron que en la vida del barón debía de haber un gran misterio, que tal vez tenía hijos naturales y una vieja relación. En definitiva, la cosa parecía seria, y, para no complicarla más, se lo comunicaron prudentemente a la señora Vilers, que volvió a irse viuda como había llegado.
Transcurrieron otros tres meses. Una noche el señor de Coutelier, tras haber cenado opíparamente y bebido tal vez un poco más de la cuenta, mientras estaba fumando en pipa con el señor de Courville, le dijo:
—Si supiera lo a menudo que pienso en la amiga de ustedes, se compadecería de mí.
El otro, un tanto molesto por la conducta del barón en esa circunstancia, le expresó claramente lo que pensaba:
—Por Dios, amigo, cuando se tienen secretos que esconder en la vida, no se va tan lejos como fue usted; a fin de cuentas, podía sin duda prever el motivo de su marcha atrás.
El barón, confundido, dejó de fumar.
—Sí y no. En fin, no creía que fuera a suceder lo que sucedió.
—Hay que preverlo todo —dijo el señor de Courville, perdiendo la paciencia.
Pero el señor de Coutelier, escrutando en la oscuridad para cerciorarse de que nadie les estaba escuchando, añadió en voz baja:
—Bien veo que les ofendí a ustedes y voy a contárselo todo para que me disculpen. Desde hace veinte años, amigo mío, sólo vivo para la caza. Es lo único que me gusta, ya lo sabe usted, y nada más me interesa. Así que, antes de contraer unas obligaciones con esa señora, me entraron escrúpulos de conciencia. Desde que perdí la costumbre del…, del amor, no sabía ya si sería aún capaz de…, de…, en fin, ya sabe. Piense, hace ya dieciséis años exactamente que…, que…, que por última vez, ya me entiende. En este lugar no es fácil…, no lo es…, ya sabe. Y tenía, además, otras cosas que hacer. Prefiero disparar un rifle. Resumiendo, antes de comprometerme ante el alcalde y ante el cura a…, a… eso, sentí miedo. Me dije: «Demonio…, pero ¿y si…, y si… fuera a fallar? Un hombre honesto no falta nunca a sus compromisos; y yo iba a adquirir un compromiso sagrado con esa persona. En fin, para salir de dudas, pensé en ir a pasar ocho días a París.
»Al cabo de ocho días…, nada, pero nada de nada. Y no es que no lo intentase. Me conseguí lo mejor y de todo tipo; y le aseguro que ellas hicieron todo cuanto pudieron… Sí…, ciertamente, no descuidaron nada. Pero ¿qué quiere? Cada vez acababan con…, con el morral vacío.
»Esperé entonces quince días, tres semanas, sin perder la esperanza. En el restaurante comía un montón de cosas especiadas, que me estropearon el estómago y…, y… nada…, nunca nada.
»Comprenderá usted que, en tales circunstancias, ante esa constatación, no podía sino…, sino retirarme. Cosa que hice.
El señor de Courville se retorcía para no soltar la carcajada. Dio con aire serio un apretón de manos al barón diciéndole:
—Le compadezco. —Y le acompañó hasta mitad de camino de su casa.
Luego, cuando estuvo a solas con su mujer, se lo contó todo, conteniendo a duras penas la risa. Pero la señora de Courville no reía en absoluto; escuchaba con suma atención y, cuando su marido hubo terminado, le dijo con gran seriedad:
—El barón es un cándido, querido. Tenía miedo y nada más. Le escribiré de inmediato a Berthe para que vuelva, deprisa.
Y como el señor de Courville le oponía las largas e infructuosas tentativas de su amigo, ella añadió:
—Bah, si uno quiere a su mujer, sépalo…, eso siempre acaba funcionando.
El señor de Courville no replicó nada, un poco incómodo él mismo.