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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (30 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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LA SILLERA
*

A Léon Hennique

En casa del marqués de Bertrans, la comida del levantamiento de la veda estaba a punto de acabar. Once cazadores, ocho señoritas y el médico del lugar se hallaban sentados en torno a la gran mesa iluminada, llena de fruta y de flores.

La conversación recayó sobre el amor y se originó una gran discusión, la eterna discusión, para saber si se podía amar de verdad una o varias veces. Se citaron ejemplos de gente que no había tenido más que un amor serio; se citaron también otros ejemplos de personas que habían amado a menudo y con pasión. Los hombres, en general, sostenían que la pasión, como las enfermedades, puede afectar varias veces al mismo individuo, y herirle de muerte si se interpone algún obstáculo. Por más que esta manera de ver las cosas pudiera parecer incontestable, las mujeres, basándose más en la poesía que en la observación, afirmaban que el amor, el verdadero amor, el gran amor, podía descender sólo una vez sobre un mortal, que era parecido al rayo, y que el corazón del que era tocado por él se encontraba luego tan vaciado, trastornado, dañado por el incendio, que ningún otro sentimiento profundo, ni siquiera en la fantasía, podía germinar de nuevo ya en él.

El marqués, que había amado mucho, era vivamente contrario a esta idea:

—En cambio, yo les digo que se puede amar varias veces con todas las fuerzas y con toda el alma. Como prueba de la imposibilidad de una segunda pasión me citan ustedes a personas que se han quitado la vida por amor. Yo les respondo que, si no hubieran cometido la tontería de suicidarse, la cual les ha quitado toda posibilidad de recaída, se habrían curado; y habrían vuelto a empezar, siempre, hasta el día de su muerte natural. Los enamorados son como los bebedores. Quien ha bebido beberá, quien ha amado amará. Es una cuestión de temperamento.

Fue elegido como árbitro el médico, un viejo médico parisino que se había retirado al campo, y se le pidió que expusiera su parecer.

Y justamente no tenía ninguno:

—Como ha dicho el marqués, es una cuestión de temperamento; por mi parte, sé de una pasión que duró cincuenta y cinco años sin un día de pausa y que sólo acabó con la muerte.

La marquesa aplaudió.

—¿No les parece hermoso? ¡Qué sueño, ser amados así! ¡Qué felicidad vivir durante cincuenta y cinco años rodeados de un semejante afecto porfiado y profundo. ¡Qué feliz debió de ser y cuánto debió de bendecir la vida quien fue adorado de ese modo!

El médico sonrió:

—En efecto, señora, no se equivoca en este punto, la persona amada fue un hombre. Ustedes le conocen, es el señor Chouquet, el boticario del pueblo. En cuanto a la mujer, ustedes también la conocieron, es la vieja sillera que venía todos los años al castillo. Pero quisiera explicarme mejor.

El entusiasmo de las mujeres había terminado; y sus caras de desencanto decían: «¡Puaf!», como si el amor tuviera que ser sólo cosa de personas finas y distinguidas, las únicas dignas de interés para la gente
comme il faut
.

El médico prosiguió:

*

Hace tres meses fui llamado junto al lecho de muerte de esa anciana. Había llegado, la víspera, en la carreta que era su casa, tirada por un rocín que habrán visto, y acompañada por sus dos perrazos negros, sus amigos y guardianes. El párroco ya estaba allí. Nos nombró sus ejecutores testamentarios, y nos contó toda su vida para que pudiéramos comprender bien el sentido de sus últimas voluntades. Nunca hubiera imaginado nada más curioso y desgarrador.

Su padre había sido sillero y su madre también. Ella no tuvo nunca una casa con cimientos.

Desde niña andaba errante, harapienta, piojosa, mugrienta. Se paraban a la entrada de los pueblos, a lo largo de las cunetas; desenganchaban la carreta; el caballo pacía; el perro dormía, con el hocico entre las patas; y la pequeña se revolcaba por la hierba mientras su padre y su madre, a la sombra de los olmos del camino, arreglaban las sillas viejas de todo el municipio. Hablaban poco en esa casa ambulante. Tras las pocas palabras necesarias para decidir quién iría a dar una vuelta por las casas lanzando el conocido grito: «¡Se arreglan sillas!», se ponían a trenzar la paja, sentados cara a cara o de lado. Cuando la niña se alejaba demasiado, o trataba de hacer amistad con algún mozalbete del pueblo, la voz airada del padre la llamaba: «¡Vuelve aquí, perdida!». Eran las únicas palabras afectuosas que oía.

Cuando fue más mayor, la mandaron a recoger los asientos desfondados de las sillas. Así, de un pueblo a otro, conoció a algún joven; pero esta vez eran los padres de sus nuevos amigos quienes llamaban brutalmente a sus hijos: «¡Quieres volver a casa, sinvergüenza! ¡Que no te vuelva a ver más charlando con andrajosos!».

A menudo los zagales la emprendían con ella a pedradas.

Cuando algunas señoras le daban alguna perra chica, ella se la guardaba celosamente.

Un buen día —contaba a la sazón once años—, estando de paso por nuestro pueblo, se encontró detrás del cementerio al pequeño Chouquet, que lloraba porque un compañero le había robado dos ochavos. Esas lágrimas de un niño de la burguesía, uno de esos niños que en su cabecita de pobre miserable imaginaba siempre felices y contentos, la trastornaron. Se acercó, y, cuando hubo sabido el motivo de su pena, depositó en sus manos todos sus ahorros, siete sueldos que él aceptó con naturalidad, secándose las lágrimas. Entonces, loca de la alegría, fue tan atrevida que le dio un beso. Él, que estaba observando con atención el dinero, la dejó hacer. Al ver que no la rechazaba ni le pegaba, volvió a empezar; le abrazó, le estrechó apasionadamente. Luego se largó.

¿Qué había ocurrido dentro de aquella pobre cabecita? ¿Se había apegado a aquel mocoso porque había sacrificado por él su tesoro de vagabunda, o bien porque le había dado el primer beso afectuoso? El misterio es el mismo en los pequeños que en los mayores.

Durante meses soñó con aquel rincón de cementerio y aquel chiquillo. Con la esperanza de volver a verle robó a sus padres, arañando un sueldo de aquí, un sueldo de allá, de un asiento que había arreglado o de las provisiones que iba a comprar.

Cuando volvió tenía en el bolsillo dos francos, pero apenas si consiguió entrever al pequeño boticario, muy aseado, detrás de los cristales de la tienda paterna, entre un tarro rojo y una solitaria.

Le amó más aún, seducida, emocionada, extasiada por aquella maravilla del agua colorada, por aquella apoteosis de cristales centelleantes.

Conservó su imborrable recuerdo y cuando, al año siguiente, se lo encontró detrás de la escuela jugando a las canicas con sus compañeros, ella se arrojó sobre él, le cogió en sus brazos y le besó tan efusivamente que él se puso a gritar de miedo. Para calmarlo, le dio todo el dinero que tenía: tres francos y veinte céntimos, un verdadero tesoro que él miraba con ojos como platos.

Cogió el dinero y se dejó acariciar a voluntad.

Durante otros cuatro años ella le entregó todos sus ahorros y él se los embolsó con toda conciencia, a cambio de unos besos consentidos. Una vez fueron treinta sueldos, otra dos francos, una tercera doce sueldos (lloró por ello de dolor y de vergüenza, pero había sido un mal año), y la última vez cinco francos, un bonito escudo redondo que a él le hizo reír del contento.

No pensaba en nada más que en él; y él esperaba su regreso con cierta impaciencia, corriendo a su encuentro apenas la veía, lo cual hacía brincar de alegría el corazón de la chiquilla.

Luego él desapareció. Le habían puesto interno en un colegio. Ella se enteró, preguntando hábilmente. Entonces recurrió a una diplomacia infinita para cambiar el itinerario de sus padres y hacerles pasar por allí en el tiempo de las vacaciones. Lo consiguió, pero tras un año de astucias. Llevaba, pues, dos años sin verle; y apenas si le reconoció de tan cambiado como estaba, crecido, guapo, imponente en su uniforme de botonadura de oro. Él fingió no verla y pasó orgullosamente por su lado.

Ella lloró durante dos días; y desde entonces sufrió constantemente.

Todos los años ella volvía; pasaba por delante de él sin atreverse a saludarle y sin que él se dignara siquiera volver la vista hacia ella. Ella le amaba con locura. Me dijo: «Es el único hombre que había visto sobre la faz de la tierra, señor doctor; no sabía siquiera si existían otros».

Sus padres murieron. Ella continuó el oficio, pero se consiguió dos perros en vez de uno, dos bestias terribles a las que nadie se atreviera a enfrentarse.

Un día, volviendo al pueblo donde había dejado su corazón, vio salir de la botica Chouquet a una joven, del brazo de su querido. Era su mujer. Se había casado.

Esa misma noche se tiró a la charca que hay junto a la plaza del Ayuntamiento. Un borracho rezagado la repescó y la llevó a la farmacia. El joven Chouquet bajó en batín para socorrerla y, sin dar muestras de reconocerla, le quitó las ropas, le dio unas friegas y con un tono duro de voz le dijo: «¡Está usted loca! ¡No se puede ser tan estúpido!».

Bastó esto para curarla: ¡le había dirigido la palabra! Sólo con eso iba a ser feliz durante un tiempo.

Él no quiso aceptar compensación alguna por sus servicios, por más que ella insistiera vivamente en pagarle.

Así transcurrió toda su vida. Arreglaba sillas pensando en Chouquet. Le veía todos los años tras los cristales. Adquirió la costumbre de comprar en su botica provisiones de pequeños medicamentos. Así le veía de cerca, le hablaba y le daba otra vez dinero.

Como les he dicho al comienzo, murió la primavera pasada. Después de haberme contado su triste historia, me rogó que entregara a aquel a quien había amado con tanto tesón todos los ahorros de su vida, dado que había trabajado solamente para él, me decía, incluso ayunando para economizar, y estar segura de que pensaría en ella, al menos una vez, cuando hubiera muerto.

Me entregó, pues, dos mil trescientos veintisiete francos. Le di al señor cura los veintisiete francos para el entierro y me llevé el resto cuando ella hubo exhalado el último suspiro.

Al día siguiente, me dirigí a casa de los Chouquet. Acababan de almorzar, uno enfrente del otro, gordos y colorados, importantes y satisfechos, y apestando a botica.

Me hicieron sentar; me invitaron a un kirsch, que acepté; y comencé a hablar con voz emocionada, convencido de que iban a ponerse a llorar.

Tan pronto como Clouquet comprendió que había sido amado por esa vagabunda, por esa sillera, por esa harapienta, estalló, indignado, como si ella le hubiera despojado de su buen nombre, del aprecio de la gente de bien, de su honra, de algo de delicado que le era más querido que su vida.

Su mujer, tan indignada como él, no hacía sino repetir: «¡Esa pordiosera!, ¡esa pordiosera!, ¡esa pordiosera!»…, incapaz de decir otra cosa.

Él se había puesto de pie y andaba a grandes pasos por detrás de la mesa, con el gorro griego que se le resbalaba sobre una oreja. Rezongaba:

«Pero ¿en qué cabeza cabe, doctor? ¡Son cosas tremendas para un hombre! ¿Qué hacer? De haberlo sabido en vida de ella, la habría hecho detener por los gendarmes y encarcelar. ¡No hubiera salido ya, se lo aseguro!».

Yo estaba estupefacto por el resultado de mi gestión piadosa. No sabía qué decir ni qué hacer. Pero tenía que acabar de cumplir con mi cometido. Proseguí:

«Ella me encargó que le hiciera entrega de sus ahorros, que ascienden a dos mil trescientos francos. Pero, dado que lo que le acabo de comunicar parece desagradarle tanto, mejor sería dar este dinero a los pobres».

Marido y mujer me miraron, patidifusos.

Me saqué del bolsillo el dinero, el miserable dinero de todos los países, de todos los tamaños, oro y moneda menuda mezclados. Luego pregunté:

«¿Qué deciden?».

La señora Chouquet fue la primera en hablar:

«Pero… en vista de que fue la última voluntad de esa mujer…, encuentro difícil renunciar».

El marido, algo confuso, agregó:

«Siempre podremos comprar algo para nuestros hijos».

Respondí con tono seco:

«Como quieran».

Él dijo:

«Dénoslo, ya que ha sido encargado para ello; ya encontraremos la manera de emplearlo en alguna buena obra».

Yo entregué el dinero, me despedí y me fui.

Al día siguiente Chouquet vino a verme y me dijo de sopetón:

«Esa…, esa mujer ha dejado aquí su carreta. ¿Qué piensa hacer con ella?».

«Nada, quédesela si quiere.»

—Perfecto, me irá bien; haré una cabaña con ella para el huerto.

Y se fue. Le llamé.

«Ha dejado también un caballo y sus dos perros. ¿Los quiere?»

Se detuvo, asombrado:

«Ah, no, eso no: ¿de qué iban a servirme? Disponga de ellos a su antojo.»

Y reía. Luego me alargó la mano y se la estreché. ¿Qué quieren? En un pueblecito el médico y el boticario no pueden ser enemigos.

Los perros me los llevé yo a mi casa. El párroco, que tiene un gran patio, se quedó con el caballo. La carreta sirve como cabaña a Chouquet, quien, con el dinero, se compró cinco obligaciones de los ferrocarriles.

He aquí el único amor profundo que he conocido en toda mi vida.

*

El médico se calló.

La marquesa, con lágrimas en los ojos, suspiró:

—¡Decididamente, sólo las mujeres saben amar!

UN PARRICIDIO
*

El abogado había alegado demencia. ¿Cómo explicar de otro modo aquel extraño crimen?

Una mañana habían sido encontrados, en un cañaveral próximo a Chatou, dos cadáveres abrazados, un hombre y una mujer, de la buena sociedad, conocidos, ricos, ya no muy jóvenes y casados hacía apenas un año, siendo la mujer viuda desde hacía tres.

No se les conocían enemigos, ni les habían robado. Parecía que habían sido arrojados al río desde la orilla, tras haber sido golpeados, uno tras otro, con un largo objeto puntiagudo de hierro.

La investigación no conducía a nada. Los barqueros interrogados no habían visto nada; estaban a punto de interrumpirse las pesquisas, cuando un joven carpintero de un pueblo vecino, que se llamaba Georges Louis, apodado «el Señorito», se entregó.

A todas las preguntas sólo respondía:

—Conocía al hombre desde hacía dos años y a la mujer desde hacía seis meses. Venían a menudo a que les restaurara muebles antiguos, ya que tengo práctica en el oficio.

Y cuando le preguntaban:

—¿Y por qué los mató?

Él respondía con terquedad:

—Los maté porque me dio la gana.

No le pudieron sacar nada más.

Este hombre era un hijo natural sin duda, que había sido dado a criar en otro tiempo en la región y luego abandonado. Su único nombre era Georges Louis, pero como, al crecer, se había vuelto extremadamente inteligente, con gustos y delicadezas naturales que no tenían sus compañeros, le habían apodado «el Señorito» y no le llamaban ya de otro modo. Tenía fama de gran destreza en el oficio de ebanista que había elegido. También hacía alguna que otra escultura de madera. Se decía que era, además, muy fanático, partidario de las doctrinas comunistas e incluso nihilistas, apasionado lector de novelas de aventuras, de novelas de dramas sangrientos, votante influyente y hábil orador en las reuniones públicas de obreros o de campesinos.

El abogado había alegado demencia.

Pues, en efecto, ¿cómo era posible admitir que aquel obrero hubiera dado muerte a sus mejores clientes, a unos clientes ricos y generosos (lo reconocía él mismo), que en los últimos dos años le habían encargado trabajos por valor de tres mil francos (como resultaba de sus libros de contabilidad). Sólo una explicación parecía posible: la demencia, la idea fija del desclasado que se venga en la persona de dos burgueses de todos los burgueses, y el abogado hizo una hábil alusión a ese sobrenombre de «el Señorito», con el que conocían en el pueblo a aquel abandonado; exclamaba:

—¿No es una ironía, y una ironía capaz de fanatizar más aún a este desventurado muchacho sin padre ni madre? Él es un apasionado republicano. ¿Qué digo? Pertenece incluso a ese partido político al que en otros tiempos la República reservaba el fusilamiento y la deportación y que hoy acoge con los brazos abiertos, ese partido para el que el incendio es un principio y el asesinato un simple medio.

»Estas tristes doctrinas, hoy aclamadas en toda reunión pública, han arruinado a este hombre. ¡Ha oído a algunos republicanos y a mujeres, sí, hasta a mujeres, pedir la muerte de Gambetta,
1
la muerte de Grévy;
2
su mente enferma se trastornó y quiso sangre, sangre de burgueses!

»¡No es a él a quien hay que condenar, señorías, sino a la Comuna!
3

Se oyeron unos murmullos de aprobación. Se percibía que la causa era ganada por el abogado. El ministerio público no replicó.

Entonces el presidente planteó la pregunta de costumbre:

—Acusado, ¿tiene algo más que alegar en su defensa?

El hombre se puso en pie:

Era de pequeña estatura, de un rubio pajizo, con unos ojos grises, fijos y claros. Una voz fuerte, decidida y sonora salía de aquel joven endeble, modificando bruscamente, desde las primeras palabras, la primera impresión que había causado.

Habló vivamente, con un tono declamatorio, pero tan claro que sus menores palabras se oían hasta desde el fondo de la gran sala:

—Señor presidente, puesto que no quiero acabar en un manicomio y prefiero la guillotina, se lo contaré todo.

»Maté a ese hombre y a esa mujer porque eran mis padres.

»Ahora, escúcheme y júzgueme.

*

Una mujer, tras haber dado a luz, mandó a su hijo a un cierto lugar para que lo criasen. Sólo ella supo el nombre del pueblo al que su cómplice llevó a esa criatura inocente, pero condenada a la miseria eterna, a la vergüenza del nacimiento ilegítimo, más aún: a la muerte, dado que fue abandonado y la nodriza habría podido, como hacen a menudo, al no recibir ya la pensión mensual, dejar que desmejorase, sufriese hambre y muriese de abandono.

La mujer que me amamantó fue honrada, más honrada, más buena, más grande, más madre que mi propia madre. Me crió. Hizo mal cumpliendo con su deber. Sería mucho mejor dejar morir a esos pobres miserables mandados a los pueblos de los suburbios, como se tira la basura a la calle.

Crecí con la indefinible impresión de llevar la deshonra encima. Los otros niños me llamaron un día «bastardo». No sabían qué significaba esta palabra, oída decir por uno de ellos en su casa. Tampoco yo lo sabía, pero me dolió.

Puedo decir que en la escuela era uno de los más inteligentes. Habría sido un hombre honesto, señor presidente, quizá un hombre superior, si mis padres no hubieran cometido el crimen de abandonarme.

Este crimen lo cometieron contra mí. Yo fui su víctima, ellos los culpables. Yo estaba indefenso, ellos fueron despiadados. Hubieran debido amarme y me rechazaron.

A ellos les debía la vida; pero ¿es la vida un regalo? La mía, en cualquier caso, no era sino una desgracia. Tras su vergonzoso abandono, estaba en deuda con ellos en una sola cosa: la venganza. Cometieron conmigo la acción más inhumana, más infame, más monstruosa que puede cometerse contra alguien.

Un hombre ofendido golpea; un hombre al que roban recupera por la fuerza lo que es suyo. Un hombre engañado, burlado, martirizado, mata; un hombre abofeteado mata; un hombre deshonrado mata. Yo he sido más robado, engañado, martirizado, moralmente abofeteado, deshonrado, que todos esos de cuya ira ustedes absuelven.

Me he vengado; he matado. Estaba en mi legítimo derecho. Me he cobrado su vida feliz a cambio de la horrenda vida que me impusieron.

¡Han hablado de parricidio! Pero ¿acaso eran mis padres esas personas para las que fui una abominable carga, un temor, una mancha infamante; para las que mi nacimiento fue una calamidad y mi vida una amenaza de vergüenza? Buscaban un placer egoísta, tuvieron un hijo imprevisto. Eliminaron al hijo. Llegó mi turno de hacer lo mismo con ellos.

Y, sin embargo, hasta no hace mucho tiempo, estaba dispuesto a quererles.

Como le he dicho, hace dos años que ese hombre, mi padre, vino a verme por primera vez. No sospechaba nada. Me encargó dos muebles. Posteriormente me enteré de que había recabado información del párroco, bajo secreto de confesión, naturalmente.

Volvió a menudo: me daba trabajo y me pagaba bien. A veces hasta charlaba un poco de esto y de lo otro. Sentía por él un cierto afecto.

A principios de este año trajo a su mujer, mi madre. Cuando entró, ella temblaba tanto que creí que tenía una enfermedad nerviosa. Luego pidió una silla y un vaso de agua. No dijo nada; miraba mis muebles con ojos de loca y respondía sí o no, a tontas y a locas, a todas las preguntas que se le hacían. Cuando se fue, llegué a la conclusión de que estaba un poco tocada del ala.

Ella volvió al mes siguiente. Estaba calmada y era dueña de sí. Ese día se quedaron bastante rato charlando, y me hicieron un gran encargo. Volví a verla otras tres veces, sin adivinar nada; pero un buen día comenzó a hablar de mi vida, de mi infancia, de mis padres. Respondí: «Mis padres, señora, eran unos miserables que me abandonaron». Entonces se llevó la mano al corazón y se desmayó. Pensé enseguida: «¡Es mi madre!», pero me guardé mucho de dejarlo entrever. Quería que diese ella el primer paso.

Mientras tanto, también yo recabé información. Supe que llevaban casados desde el mes de julio del año anterior, ya que mi madre era viuda desde hacía nada más que tres años. Mucho se había comentado que habían sido amantes ya en vida de su primer marido, pero no había pruebas. La prueba era yo, la prueba que primero había sido ocultada, en espera de destruirla posteriormente.

Esperé. Volvió a aparecer una tarde, siempre acompañada de mi padre. Esa vez parecía bastante conmovida, no sé por qué. En el momento de irse me dijo: «Le aprecio, porque me parece un muchacho honrado y trabajador; sin duda un día querrá casarse; quisiera ayudarle a elegir libremente la mujer que le convenga. Yo me casé en contra de mi voluntad una vez y sé lo que se sufre. Ahora soy rica, sin hijos, libre y dueña de mi patrimonio. Aquí tiene su dote».

Y me alargó un gran sobre lacrado.

La miré fijamente y le dije: «¿Es usted mi madre?».

Ella dio tres pasos atrás y se tapó los ojos con la mano para no mirarme. Él, el hombre, mi padre, la sostuvo entre los brazos y me gritó: «¡Está usted loco!».

Respondí: «En absoluto. Sé muy bien que ustedes son mis padres. No pueden engañarme. Admítanlo y mantendré el secreto, no les guardaré rencor y seguiré siendo lo que soy, un ebanista».

Él retrocedió hacia la salida sin dejar de sostener a su mujer, que comenzaba a sollozar. Corrí a cerrar la puerta, me guardé la llave en el bolsillo y proseguí: «Pero mírela, y atrévase a negarme una vez más que es mi madre».

Entonces él se enfureció, se puso palidísimo, espantado ante la idea de que el escándalo evitado hasta entonces pudiera estallar de improviso; que su posición, su buen nombre, su reputación se vieran arruinados de golpe; y balbuceaba: «Es usted un canalla que lo único que quiere es sacarnos dinero. ¡Como para hacer el bien a la gente, a estos patanes, ayudarles, socorrerles!».

Mi madre, espantada, no hacía sino repetir: «Vámonos, vámonos».

Delante de la puerta cerrada él gritó: «¡Si no abre enseguida, haré que le metan en la cárcel por chantaje y secuestro!».

Había mantenido la sangre fría, abrí la puerta y les vi desaparecer en la oscuridad.

Entonces tuve la impresión de haberme vuelto huérfano de golpe, de ser abandonado, arrojado al arroyo. Una espantosa tristeza mezcla de ira, odio, asco, me dominó; era como una rebelión de todo mi ser, una rebelión de la justicia, de la rectitud, del honor, del amor rechazado. Eché a correr para darles alcance a lo largo del Sena, que debían seguir para llegar a la estación de Chatou.

No tardé en darles alcance. La noche estaba oscurísima. Caminaba por la hierba sin hacer ruido, y ellos no me oyeron llegar. Mi madre seguía llorando. Mi padre le decía: «Es culpa tuya. ¿Por qué le quisiste ver? Era una locura, en nuestra situación. Habríamos podido ayudarle a distancia, sin darnos a conocer. Puesto que no podemos reconocerle, ¿de qué sirven estas visitas peligrosas?».

Me planté delante de ellos, suplicante. Balbucí: «¿Ven como son mis padres? Me rechazaron ya una vez, ¿quieren hacerlo de nuevo?».

Entonces, señor presidente, él levantó la mano, se lo juro por mi honor, la ley, la República. Me golpeó y, cuando yo le cogí de la pechera, se sacó del bolsillo un revólver.

Me enfurecí, no sé nada más, sólo que llevaba en mi bolsillo el compás y le golpeé con él, le golpeé tanto como pude.

Ella se puso a dar alaridos: «¡Socorro! ¡Al asesino!», dándome tirones de la barba. Parece que la maté también a ella. ¿Cómo saber lo que hice en ese momento?

Luego, cuando les vi a los dos en el suelo, sin pensármelo dos veces los arrojé al Sena.

Eso es todo. Ahora, júzgueme usted.

*

El acusado se volvió a sentar. Tras esta revelación, el juicio fue aplazado hasta la sesión siguiente. Pronto se resolverá. Si fuéramos miembros de jurado, ¿qué haríamos con este parricida?

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