Ella murmuraba:
—No creo que me salve. El médico dice que es muy grave.
Luego, viendo la cruz en el pecho del oficial, exclamó:
—¡Oh, te han condecorado, cuánto me alegro! ¡Cuánto me alegro! ¡Oh! ¡Si pudiera besarte!
Un escalofrío de miedo y de repugnancia recorrió la piel del capitán sólo de pensar en aquel beso.
Ahora tenía ganas de irse, de estar al aire libre, de no volver a ver a esa mujer. Sin embargo, permanecía allí, sin saber cómo hacer para levantarse, para decirle adiós. Balbució:
—No te cuidaste.
Una llama cruzó por los ojos de Irma:
—¡No, quise vengarme, aun a costa de palmarla! Y también les contagié, a todos, a todos, a todos los que pude. Mientras estuvieron en Ruán no me cuidé.
Él declaró, con tono incómodo, en el que se traslucía un poco de alegría:
—En eso hiciste bien.
Ella dijo, animándose, con las mejillas encendidas:
—Oh, sí, morirá más de uno por mi culpa. Puedo decir que me vengué.
Él repitió:
—Hiciste bien.
Luego, levantándose, añadió:
—Ahora tengo que irme, porque a las cuatro tengo que ver al coronel.
Ella sintió una gran emoción:
—¿Ya, ya me dejas? ¡Oh, pero si acabas de llegar!…
Pero él quería irse a toda costa. Dijo:
—Ya ves que me he presentado enseguida; pero tengo que estar sin falta con el coronel a las cuatro.
Ella preguntó:
—¿Sigue siendo el coronel Prune?
—Sigue siendo él. Ha sido herido dos veces.
Ella prosiguió:
—¿Y ha habido muertos entre tus camaradas?
—Sí. Saint-Timon, Savagnat, Poli, Sapreval, Robert, De Courson, Pasafil, Santal, Caravan y Poivrin han muerto. Sahel ha perdido un brazo y Courvoisin ha acabado con una pierna rota, Paquet ha perdido el ojo derecho.
Ella escuchaba, llena de interés. Luego de repente balbució:
—Si quieres darme un beso, antes de dejarme, la señora Langlois no anda por aquí.
Y, a pesar del asco que le subía a los labios, los posó en aquella frente pálida, mientras ella, rodeándole con sus brazos, lanzaba besos enloquecidos sobre el paño azul de su dormán.
Ella prosiguió:
—Dime que volverás, que volverás. Prométeme que volverás.
—Sí, te lo prometo.
—¿Cuándo? ¿Puedes el jueves?
—Sí, el jueves.
—El jueves a las dos.
—Sí, el jueves a las dos.
—¿Me lo prometes?
—Te lo prometo.
—Adiós, querido mío.
—Adiós.
Y se fue, avergonzado, ante las miradas de todo el dormitorio común, curvando su alta estatura para empequeñecerse; y cuando estuvo en la calle respiró.
Por la noche, sus camaradas le preguntaron:
—¿Cómo está Irma?
Él respondió con tono incómodo:
—Ha tenido una congestión pulmonar, está muy mal.
Pero un joven teniente, oliéndose algo en su expresión, fue a informarse y, al día siguiente, al entrar el capitán en el comedor de oficiales, fue recibido con una rechifla. Por fin se vengaban.
Además, se enteraron de que Irma se había ido de picos pardos como una loca con el Estado Mayor prusiano, que había recorrido la región a caballo con un coronel de húsares azules y también con muchos otros, y que, en Ruán, era conocida como la «mujer de los prusianos».
Durante ocho días el capitán fue la víctima del regimiento. Recibía, por la posta, notas reveladoras, prescripciones facultativas, indicaciones de médicos especialistas, incluso medicamentos cuya naturaleza venía escrita en el paquete.
Y el coronel, puesto al corriente de ello, declaró con tono severo:
—Bien, bien, el capitán tenía a una conocida de armas tomar. Le felicitaré por ello.
Al cabo de unos doce días fue llamado mediante una nueva carta de Irma. La abrió con rabia, y no le dio respuesta.
Ocho días más tarde, ella le escribió de nuevo que estaba muy mal y que quería decirle adiós.
Él tampoco le dio respuesta.
Tras unos días más, recibió la visita del capellán del hospital.
La joven Irma Pavolin, en su lecho de muerte, le suplicaba que fuese.
Él no se atrevió a negarse a seguir al capellán, pero entró en el hospital con el corazón henchido de un malvado rencor, de vanidad herida, de orgullo humillado.
Apenas si la encontró cambiada y pensó que se había burlado de él.
—¿Qué quieres de mí? —preguntó.
—Quería decirte adiós. Parece que estoy en las últimas.
Él no le creyó.
—Escucha, has hecho que sea el hazmerreír del regimiento y no quiero que esto continúe.
Ella preguntó:
—¿Qué te he hecho yo?
Él se irritó de no tener nada que responder.
—¡No cuentes con que vuelva de nuevo aquí para que todo el mundo se mofe de mí!
Ella le miró con sus ojos de mirada apagada en los que se encendía un destello de cólera y repitió:
—¿Qué te he hecho yo? ¿Acaso no he sido amable contigo? ¿Acaso en alguna ocasión te he pedido algo? De no haber existido tú, me habría quedado con el señor Templier-Papon y hoy no me encontraría aquí. No sé si ves que si alguien tiene reproches que hacer, no eres tú precisamente.
Él prosiguió con tono vibrante:
—No te hago ningún reproche, pero no puedo seguir viniendo a verte, porque tu conducta con los prusianos fue la vergüenza de toda la ciudad.
Ella se sentó, de un impulso, en su cama:
—¿Mi conducta con los prusianos? Pero ya te dije que me forzaron y que si no me cuidé fue porque quise contagiarlos. De haber querido curarme, no habría sido difícil, ¡pues claro!, ¡pero quería matarlos y he matado a muchos!
Él permanecía de pie:
—De todos modos, es algo vergonzoso —dijo.
Ella tuvo una especie de ahogo, luego prosiguió:
—¿Qué es vergonzoso?, ¿el dejarme morir para exterminarlos? Di. ¡No hablabas así cuando venías a mi casa, a la rue Jeanne-d’Arc! ¡Ah, es algo vergonzoso! ¡No habrías hecho tú tanto con tu cruz de honor! ¡Más mérito tengo yo, pues, que tú, y he matado a más prusianos que tú!…
Él permanecía estupefacto delante de ella, temblando de indignación.
—¡Ah calla la boca…, ¿sabes?…, calla la boca…, porque… esas cosas… no permito… que se toquen…
Pero ella no le escuchaba:
—Y además, ¿qué daño les habéis hecho vosotros a los prusianos? ¡No habría ocurrido nada de todo esto si vosotros no les hubierais dejado entrar en Ruán! ¡Era vuestro deber pararles los pies, el vuestro! Y he hecho más yo, contra ellos, que tú, sí, he hecho más yo porque ahora estoy a punto de morir, mientras que tú te paseas luciendo tipo para engatusar a las mujeres…
En cada cama se había levantado una cabeza y todos los ojos miraban a aquel hombre en uniforme que balbuceaba:
—Calla la boca…, ¿sabes?…, calla la boca…
Pero ella no se callaba. Gritaba:
—¡Ah!, sí, eres un picaflor. Te conozco bien. Te conozco. Y te digo que les hice más daño yo que tú, y que maté más yo que todo tu regimiento junto…, vete, pues…, ¡capón!
Y él se fue, en efecto, huyendo, a grandes zancadas, pasando por entre las dos filas de camas donde se agitaban las sifilíticas. Y oía la voz jadeante, silbante de Irma, que le perseguía:
—Más que tú, sí, yo he matado más que tú, más que tú…
Bajó los escalones de cuatro en cuatro y corrió a encerrarse en su cuartel.
Al día siguiente, supo que ella había muerto.
El sol de mediodía cae a plomo sobre los campos, que se extienden, ondulantes, entre los sotillos de las alquerías, y las distintas cosechas, el centeno en sazón y el trigo amarillento, la avena de un verde claro, el trébol de un verde oscuro, despliegan un gran manto estriado, movedizo y tierno sobre el vientre desnudo de la tierra.
En el fondo, en lo alto de una ondulación, alineada como unos soldados, una interminable sucesión de vacas, unas echadas, otras de pie, parpadean con sus grandes ojos bajo la luz abrasadora, rumian y pacen en un campo de trébol grande como un lago.
Y dos mujeres, madre e hija, van, contoneándose una delante de la otra, por un estrecho sendero encajonado entre las cosechas, hacia ese regimiento de animales.
Cada una lleva dos cubos de cinc mantenidos lejos del cuerpo por un aro de barrica; y el metal, a cada uno de sus pasos, despide una llama blanca y centelleante bajo el sol que lo hiere.
No hablan. Van a ordeñar las vacas. Llegan, dejan un cubo en el suelo y se acercan a las dos primeras bestias, haciéndolas levantarse de un puntapié dado con su zueco en un costado. El animal se endereza lentamente primero sobre sus patas delanteras, luego alza con más esfuerzo su ancha grupa, que parece entorpecida por la enorme ubre de carne rubia y colgante.
Y las dos Malivoire, madre e hija, de rodillas bajo el vientre de la vaca, tiran con un vivo movimiento manual del hinchado pezón, que arroja, a cada presión, un fino hilillo de leche dentro del cubo. La espuma algo amarillenta sube hasta los bordes y las mujeres van de animal en animal hasta el final de la larga fila.
Una vez que han terminado de ordeñar una, la desplazan, poniéndola a pacer en un trozo de hierba intacta.
Luego emprenden el camino de vuelta, más lentamente, más pesadas por la carga de leche, la madre delante, la hija detrás.
Pero ésta se para bruscamente, deja su carga, se sienta y se echa a llorar.
Malivoire madre, al no oírla ya caminar, vuelve la cabeza y se queda estupefacta.
—¿Qué te pasa? —pregunta.
Y su hija, Céleste, una alta pelirroja de cabellos castigados por el sol, mejillas tostadas, salpicadas de pecas como si, un día que se peinaba al sol, le hubiesen caído unas gotas de fuego en el rostro, murmuró lloriqueando como un niño castigado:
—¡No puedo llevar mi leche!
La madre la miraba con aire de sospecha. Repitió:
—¿Qué te pasa?
Céleste prosiguió, desfondada en el suelo entre sus dos cubos y escondiendo los ojos con su delantal:
—Me pesa demasiado. No puedo.
La madre, por tercera vez, prosiguió:
—Pero ¿qué te pasa?
Y la hija gimió:
—Creo que estoy preñada.
Y se puso a sollozar.
La vieja dejó a su vez su carga en el suelo, tan desconcertada que no sabía qué decir. Finalmente balbució:
—¿Que estás…, estás… preñada, desvergonzada?… ¿Y cómo es eso?
Los Malivoire eran granjeros ricos, gente pudiente, respetada, astuta y poderosa.
Céleste balbució:
—Mucho me temo que sí.
La madre, espantada, miraba a la hija postrada delante de ella y bañada en lágrimas. Al cabo de unos instantes, gritó:
—¡Así que estás preñada! ¡Así que estás preñada! ¿Y dónde fue, pelandusca?
Y Céleste, totalmente sacudida por la emoción, murmuró:
—Mucho me temo que fue en el coche de Polyte.
La vieja trataba de comprender, trataba de adivinar, trataba de saber quién había podido causar semejante desgracia a su hija. Si era un muchacho rico y de buena presencia, se vería de arreglar. Sería una desgracia, pero sólo hasta cierto punto, pues no era Céleste la primera a la que le ocurría una cosa así. Pero no por eso dejaba de estar contrariada, por el qué dirán y su posición.
Prosiguió:
—¿Y quién ha sido el que te lo ha hecho, pelandusca?
Céleste, decidida ya a hablar, balbució:
—Creo que fue Polyte.
Entonces Malivoire madre, loca de ira, se lanzó sobre su hija golpeándola con tanta furia que su toca salió volando.
Le propinaba grandes puñetazos en la cabeza, en la espalda, por todas partes; y Céleste, tumbada entre los dos cubos que la protegían un poco, se limitaba a cubrirse el rostro con las manos.
Todas las vacas, sorprendidas, habían dejado de pastar y se habían vuelto para mirar con sus grandes ojos. La última mugió, con el morro apuntando hacia las dos mujeres.
Tras haberle pegado hasta quedar sin aliento, Malivoire madre paró, jadeando, y, tras calmarse un poco, quiso hacerse una idea precisa de lo sucedido:
—¡Polyte! ¡No es posible, Dios mío! ¿Cómo has podido con ese cochero de diligencia? ¿Es que perdiste la cabeza? ¡Debe de haberte echado mal de ojo, a buen seguro que sí, ese zopenco!
Y Céleste, que seguía tumbada en el suelo, murmuró en el polvo:
—¡No pagaba la carrera!
Y la vieja normanda comprendió.
*
Todas las semanas, los miércoles y los sábados, Céleste iba a llevar al pueblo los productos de la granja, la volatería, la nata y los huevos.
Salía a las siete con sus dos grandes cestas en los brazos, los productos lácteos en una, los pollos en la otra; e iba a esperar en la carretera general el coche de posta de Yvetot.
Dejaba en el suelo su mercancía y se sentaba en la cuneta, mientras los pollos de pico corto y puntiagudo, y los patos de pico largo y chato, pasando la cabeza por entre los mimbres, miraban con sus ojos redondos de mirada estúpida y sorprendida.
Pronto llegaba la galera, especie de cofre amarillo cubierto con una capota de cuero negro, sacudiendo su trasera al trote brusco de una yegua blanca.
Y el cochero Polyte, un gordo muchacho jovial, panzudo pese a su juventud, y tan cocido por el sol, tostado por el viento, calado por los chaparrones y colorado por el aguardiente, que tenía el cuello y la cara de color ladrillo, gritaba de lejos, haciendo restallar el látigo:
—Buenos días, señorita Céleste, ¿cómo estamos?
Ella le alargaba, una tras otra, sus cestas que él colocaba ordenadamente en la imperial; luego subía levantando alto la pierna para alcanzar el estribo, enseñando una robusta pantorrilla embutida en una media azul.
Y cada vez Polyte repetía la misma broma:
—¡Caramba, no ha adelgazado usted!
Y ella reía, encontrándolo gracioso.
Luego él lanzaba un «vamos, bonita», que ponía de nuevo en marcha a su jamelgo. En ese momento Céleste, cogiendo el monedero de dentro de su bolsillo, sacaba calmosamente diez sueldos, seis sueldos por ella y cuatro por las cestas, y se los entregaba a Polyte por encima del hombro. Él los cogía diciendo:
—Entonces, ¿tampoco hoy hay revolcón?
Y se reía alegremente, volviéndose para mirarla mejor.
Mucho le costaba tener que soltar cada vez ese medio franco por tres kilómetros de camino. Y cuando no tenía suelto ni un sueldo, sufría aún más, costándole horrores entregar una pieza de plata.
Hasta que un día, al ir a pagar, ella dijo:
—A una buena clienta como yo, no debería cobrarle más que seis sueldos.
Él se echó a reír:
—Bonita, vale usted más de seis sueldos, eso sin duda.
Ella insistía:
—Eso supone por lo menos dos francos al mes.
Él exclamó al tiempo que daba un zurriagazo a su yegua:
—Bueno, seré comprensivo: viaje gratis a cambio de un revolcón.
Ella preguntó con aire ingenuo:
—¿Qué dice usted?
Él se divertía tanto que tosía a fuerza de reír.
—Un revolcón es un revolcón, ¡por Dios!, darse un meneo entre un hombre y una mujer, tracatrá pero sin música.
Ella comprendió, enrojeció y declaró:
—Yo no me dedico a estos juegos, señor Polyte.
Pero él no se intimidó y, cada vez más divertido, repetía:
—¡Ya vería, guapetona, lo bien que se lo iba a pasar con un revolcón!
Y, desde entonces, cada vez que ella le pagaba, él solía preguntar:
—¿Todavía no hay revolcón?
Ahora ella bromeaba también sobre el particular y respondía:
—¡Hoy no, señor Polyte, pero el sábado seguro!
Y él exclamaba sin dejar de reír:
—Conforme, para el sábado, pues, bonita.
Pero ella había calculado que, en los dos años transcurridos, le había pagado a Polyte nada menos que cuarenta y ocho francos, y en el campo cuarenta y ocho francos son muchos francos. Luego había calculado también que en otros dos años llegaría casi a los cien francos.
El hecho es que un día, un día de primavera en que estaban solos, cuando él le preguntó como de costumbre:
—Entonces, ¿para cuándo ese revolcón?
Ella respondió:
—Cuando usted quiera, señor Polyte.
Él no se asombró en absoluto y, abatiendo el asiento trasero al tiempo que murmuraba feliz, dijo:
—Ya era hora… Ya sabía que llegaríamos a esto.
Y el viejo caballo blanco se puso a trotar con paso tan suave que parecía bailar en el sitio, sordo a la voz que gritaba a veces desde el fondo del coche:
—Vamos, muñeca, vamos.
Tres meses más tarde Céleste se dio cuenta de que estaba preñada.
*
Así se lo contó a su madre, con voz lloriqueante; y la vieja, pálida de furor, preguntó:
—¿Cuánto le sacaste en total?
Céleste respondió:
—En cuatro meses… son ocho francos.
Entonces la rabia de la campesina se desencadenó sin freno y, abalanzándose de nuevo sobre su hija, la volvió a golpear hasta quedar sin aliento. Luego, incorporándose, dijo:
—¿Le has dicho que estás preñada?
—¡Por supuesto que no!
—¿Por qué no se lo has dicho?
—¡Porque si no ése me habría hecho pagar de nuevo!
La vieja se quedó pensativa, luego, volviendo a coger los cubos, dijo:
—Vamos, levántate y trata de moverte.
Tras una pausa añadió:
—¡Y ni se te ocurra decir nada hasta que él no se dé cuenta; por lo menos ganaremos seis u ocho meses!
Céleste se levantó, bañada todavía en lágrimas, despeinada e hinchada, y reanudó el camino con paso pesado, murmurando:
—Por supuesto que no le diré nada.