Esto es lo que nos contó el viejo marqués de Arville al final de la comida de San Huberto,
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en casa del barón de Ravels.
Ese día se había acosado a un ciervo. El marqués era el único de los invitados que no había participado en la batida, porque no cazaba nunca.
Mientras duró la comilona no se había hablado más que de matanzas de animales. También las mujeres se interesaban en las historias sangrientas y con frecuencia inverosímiles, y los oradores imitaban las acometidas y las luchas de los hombres contra los animales, levantaban los brazos, ahuecaban la voz.
El señor de Arville se expresaba bien, con una cierta poesía un tanto rimbombante, pero muy efectista. Debía de haber repetido a menudo esa historia, porque la contaba de corrido, sin dudar en la hábil elección de las palabras más adecuadas para conseguir el efecto que buscaba.
*
Señores, nunca he ido de caza, mi padre tampoco, ni mi abuelo, y así remontándose hasta mi bisabuelo. Éste era hijo de un hombre que fue de caza más que todos ustedes juntos. Murió en 1764. Les contaré en qué circunstancias.
Se llamaba Jean, estaba casado, y era el padre del que sería mi tatarabuelo, y vivía con su hermano menor, François d’Arville, en nuestro castillo de Lorena, en medio de los bosques.
François d’Arville se había quedado soltero por amor a la caza.
Iban de caza juntos desde principios hasta finales del año, sin descanso, sin tregua, sin acusar la fatiga. No les gustaba otra cosa, no comprendían nada más, era su único tema de conversación, no vivían más que para eso.
Estaban dominados por esa pasión terrible, inexorable. Les consumía, habiéndoles poseído por completo, sin dejar lugar para ninguna otra cosa.
Habían prohibido que, bajo ningún concepto, se les molestara cuando estaban de caza. Mi tatarabuelo nació mientras su padre estaba persiguiendo a un zorro, y no por ello Jean d’Arville interrumpió su seguimiento, pero maldijo: «¡Por todos los diablos, ese cretino hubiera podido esperar al menos el alalí!».
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Su hermano François era más apasionado aún que él de la caza. Apenas se levantaba, se iba a ver a los perros, luego a los caballos, y a continuación se ponía a disparar a los pájaros de los alrededores del castillo hasta el momento de salir para acosar a alguna pieza de caza mayor.
Eran conocidos en la región como el señor marqués y el segundón, porque los nobles de aquel entonces no hacían como la actual nobleza improvisada, deseosa de establecer en los títulos una jerarquía descendente; pues el hijo de un marqués no es más conde, ni el hijo de un vizconde más barón, que el hijo de un general, coronel de nacimiento. Pero la mezquina vanidad de hoy día saca provecho de semejantes acomodos.
Vuelvo a mis antepasados.
Eran, según parece, desmesuradamente altos, huesudos, peludos, violentos y vigorosos. El menor, más alto aún que el mayor, tenía una voz tan fuerte que, según una leyenda de la que se sentía orgulloso, todas las hojas del bosque se agitaban cuando él gritaba.
Y cuando los dos montaban en la silla para salir de caza, debía de ser un soberbio espectáculo el ver a esos dos gigantes montar a horcajadas sus grandes caballos.
Ahora bien, hacia mediados de invierno de aquel año de 1764, el frío fue muy riguroso y los lobos se volvieron feroces.
Atacaban incluso a los campesinos rezagados, merodeaban por la noche en torno a las casas, aullaban desde la puesta del sol hasta el alba y depredaban los establos.
Comenzó a circular un rumor. Se hablaba de un lobo colosal, de pelaje grisáceo, casi blanco, que se había comido a dos niños, devorado el brazo de una mujer y degollado a todos los perros guardianes del lugar y que entraba sin miedo en los cercados para ir a olfatear por debajo de las puertas. Todos los vecinos afirmaban haber oído su respirar que hacía oscilar las llamas de las luces. Pronto cundió el pánico por toda la provincia. Nadie se atrevía ya a salir después de la puesta del sol. Las tinieblas se hubieran dicho encantadas por la imagen de aquella bestia…
Los hermanos de Arville decidieron dar con su paradero y matarlo, e invitaron a todos los gentileshombres de la región a unas grandes batidas.
Todo fue en vano. Por más que recorrieron los bosques y rebuscaron entre los matorrales, no lo vieron en ninguna ocasión. Se mataban lobos, pero a aquél no. Y a cada noche subsiguiente a la caza del animal, como en venganza, éste asaltaba a algún caminante o devoraba alguna res, siempre lejos de donde le habían estado buscando.
Una noche se introdujo incluso en el chiquero del castillo de Arville y se comió a los dos lechones más hermosos.
Los dos hermanos se encendieron de cólera y consideraron aquella incursión como una bravata del monstruo, una ofensa directa, un desafío. Cogieron a sus sabuesos más resistentes, habituados a perseguir a los animales peligrosos y dieron comienzo a la caza, llenos de furia.
Desde el amanecer hasta la hora en que el sol color púrpura se pone tras los grandes árboles desnudos, exploraron la espesura sin encontrar nada.
Volvían finalmente sobre sus pasos, furibundos y desconsolados, con los caballos que iban al paso por una alameda flanqueada de zarzas, asombrados de que todo su saber cinegético se viera aventajado por aquel lobo y dominados de repente por una especie de temor misterioso.
El mayor dijo:
«No es una bestia cualquiera. Parece razonar como un hombre».
El menor respondió:
«Quizá convendría hacer bendecir una losa
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por nuestro primo el obispo, o pedirle a algún cura que diga las oraciones oportunas».
Luego guardaron silencio.
Jean prosiguió:
«Mira qué rojo está el sol. El gran lobo causará esta noche alguna desgracia».
No había terminado de decirlo cuando su caballo se encabritó; el de François se puso a soltar coces. Un gran matorral cubierto de hojas muertas se abrió delante de ellos, y salió de él un animal colosal, todo gris, que escapó a través del bosque.
Los dos soltaron una especie de gruñido de alegría, e, inclinándose sobre el cuello de sus pesados caballos, los arrojaron hacia delante con el impulso de sus propios cuerpos, lanzándolos a tal velocidad, excitándolos, arrastrándolos, enloqueciéndolos con la voz, con los gestos y con la espuela, que los fuertes jinetes parecían llevar sus pesadas bestias entre sus muslos y elevarlas como si volasen.
Iban así, a galope tendido, abriéndose paso por la maleza, atajando por los sotos, trepando por las pendientes, precipitándose por las gargantas y soplando el cuerno a pleno pulmón para llamar a su gente y a sus perros.
Y he aquí que de pronto, en aquella loca carrera, mi antepasado se golpeó la frente contra una enorme rama que le rompió el cráneo; y dio con sus huesos por tierra, muerto, mientras su caballo, enloquecido, se desbocó y desapareció en la oscuridad que rodeaba los bosques.
El menor de los Arville se detuvo en seco, saltó a tierra, cogió en sus brazos a su hermano, y vio que se le salía el cerebro por la herida con la sangre.
Se sentó junto al cadáver, colocó la cabeza desfigurada y roja sobre sus rodillas y se quedó contemplando el rostro inmóvil de su hermano mayor. Poco a poco le iba invadiendo un extraño miedo, un miedo que antes no había conocido jamás, el miedo a la oscuridad, el miedo a la soledad, el miedo al bosque desierto y también el miedo al fantástico lobo que acababa de matar a su hermano para vengarse de ellos.
Las tinieblas se adensaban, el intenso frío hacía crujir los árboles. François se levantó, temblando, incapaz de quedarse allí por más tiempo, sintiéndose casi desfallecer. No se oía ya nada, ni el ladrido de los perros ni el sonido de los cuernos, estaba todo mudo hasta el invisible horizonte; y ese silencio mortecino del glacial atardecer tenía algo de pavoroso y de extraño.
Cogió en sus manos de coloso el corpachón de Jean, lo enderezó y lo colocó sobre la silla de montar para llevarlo al castillo; luego se puso de nuevo en camino lentamente, con la mente turbada como si estuviera ebrio, perseguido por unas imágenes horribles y sorprendentes.
Y, de pronto, por el sendero que invadía la noche, cruzó una gran forma. Era la bestia. Una sacudida de espanto agitó al cazador; algo frío, como una gota de agua, se deslizó a lo largo de sus riñones, y como un monje obsesionado con el demonio, hizo una gran señal de la cruz, enloquecido por la inesperada reaparición del terrible merodeador. Pero su mirada volvió a caer sobre el cuerpo inerte que yacía delante de él, y de repente, pasando bruscamente del temor a la ira, se estremeció de incontenible rabia.
Espoleó a su caballo y se lanzó tras el lobo.
Le seguía a través de los sotos, los barrancos y los oquedales, atravesando bosques que ya no reconocía, la mirada fija en la mancha blanca que huía en la noche que había descendido sobre la tierra.
Su caballo también parecía animado por una fuerza y un ardor desconocidos. Galopaba con el cuello tenso, recto delante de él, golpeándose con árboles y rocas, la cabeza y los pies del muerto colocados de través sobre la silla. Los abrojos le arrancaban los cabellos; la frente, topando con enormes troncos, los salpicaba de sangre; las espuelas arrancaban pedazos de corteza.
Y de repente, el animal y el jinete salieron del bosque y enfilaron por un valle, cuando asomaba la luna por encima de los montes. Era aquél un valle pedregoso, cerrado por unas rocas enormes, sin salida posible; y el lobo, acorralado, retrocedió.
Entonces François lanzó un alarido de alegría que los ecos repitieron como el rugir de la tormenta, y saltó del caballo, machete en mano.
La bestia, con el pelaje hirsuto y el lomo arqueado, le esperaba; sus ojos relucían como dos estrellas. Pero, antes de librar combate, el robusto cazador, embrazando a su hermano, lo sentó sobre una roca, y, sosteniendo con unas piedras su cabeza que no era más que una mancha de sangre, le gritó al oído, como si le hablara a un sordo: «¡Mira, Jean, mira esto!».
Luego se arrojó sobre el monstruo. Se sentía tan fuerte como para derribar una montaña, para romper piedras con las manos. El animal intentó morderle, tratando de abrirle el vientre; pero él, sin hacer uso del machete, le cogió del cuello y empezó a estrangularlo lentamente, aguzando el oído para escuchar cómo se detenía su respirar y los latidos de su corazón. Y reía, disfrutaba una barbaridad, aumentando cada vez más el tremendo apretón, gritando, en un delirio de alegría: «¡Mira, Jean, mira!». No notó ya ninguna resistencia, el cuerpo del lobo se puso fláccido. Estaba muerto.
Entonces François, cogiéndolo entre los brazos, fue a arrojarlo a los pies de su hermano mayor, repitiendo con voz emocionada: «¡Mira, mira, querido Jean, aquí lo tienes!».
Colocó sobre la silla los dos cadáveres, uno sobre otro; y emprendió el camino de vuelta.
Entró en el castillo llorando y riendo como Gargantúa al nacer Pantagruel, lanzando gritos de triunfo y pataleando de alegría al contar la muerte del animal, gimiendo y mesándose la barba al referir la de su hermano.
Y a menudo, más tarde, al aludir a aquel día, decía, con lágrimas en los ojos: «¡Si al menos el pobre Jean hubiera podido verme mientras lo estrangulaba, estoy seguro de que se habría muerto contento!».
La viuda de mi antepasado inspiró a su hijo huérfano el horror por la caza, horror que se ha transmitido, de padre a hijo, hasta mí.
*
El marqués de Arville calló. Uno le preguntó:
—¿Eso es una leyenda, no?
El narrador respondió:
—Les aseguro que es cierto de principio a fin.
Entonces una señora afirmó con una dulce vocecita:
—Da lo mismo, es hermoso tener semejantes pasiones.
A M. Oudinot
I
—Oye, amigo —le dije a Labarbe—, acabas de pronunciar de nuevo estas cuatro palabras: «ese cerdo de Morin». ¿Por qué, diablos, no he oído hablar yo nunca de Morin sin que se le trate de «cerdo»?
Labarbe, actualmente diputado, me miró con ojos de autillo.
—Pero ¡cómo! ¿No conoces la historia de Morin, y eres de La Rochelle?
Confesé que no conocía la historia de Morin. Entonces Labarbe se frotó las manos y dio comienzo a su relato.
—Conociste a Morin, ¿no?, y recordarás la gran mercería que tenía en el quai de La Rochelle…
—Sí, perfectamente.
—Pues bien, has de saber que en mil ochocientos sesenta y dos o sesenta y tres Morin fue a pasar quince días a París, en viaje de placer, o para sus placeres, con la excusa de renovar su género. Ya sabes lo que, para un comerciante de provincias, suponen quince días en París. Es como para coger un calentón. Todas las noches espectáculos, roce con mujeres, una excitación mental constante. Para volverse loco, vamos. No ve uno más que a bailarinas en maillot, actrices escotadas, piernas torneadas, hombros generosamente descubiertos: todo ello casi al alcance de la mano, pero sin que uno se atreva o pueda tocarlo. Es ya mucho si puedes saborear, una o dos veces, algún manjar menos delicado. Y te vas con el corazón aún agitado, los ánimos excitados y una especie de comezón de besuqueos cosquilleándote los labios.
*
Morin se encontraba en ese estado cuando sacó un billete para La Rochelle en el expreso de las 8.40 de la noche. Y se paseaba lamentándose de lo que se había perdido y lleno de turbación por el gran vestíbulo de la estación de Orleans, cuando se detuvo en seco delante de una joven que abrazaba a una anciana señora. Se había alzado el velo y Morin, encantado, murmuró: «¡Diantre, qué hermosura de muchacha!».
Tras haberse despedido de la anciana, la joven entró en la sala de espera y Morin la siguió; luego fue hasta el andén y Morin la seguía todavía; a continuación subió a un vagón vacío, con Morin siempre detrás.
Había pocos viajeros en el expreso. La locomotora pitó; el tren partió. Estaban solos.
Morin se la comía con los ojos. Parecía tener de diecinueve a veinte años; era rubia, alta, con aspecto de rompe y rasga. Se envolvió las piernas con una manta de viaje y se tumbó en el asiento para dormir.
Morin se preguntaba: «¿Quién será?». Y se le pasaron por la cabeza mil suposiciones, mil ideas. Se decía: «Se cuentan tantas aventuras de viaje en tren. Quizá ésta me toque a mí. ¿Quién sabe? Un golpe de fortuna puede tenerlo cualquiera. Tal vez me bastaría con ser audaz. ¿No fue Danton quien dijo:“¡Audacia, audacia y siempre audacia!”. Y si no fue Danton, debe de haber sido Mirabeau. En fin, qué importa. El hecho es que yo audacia no tengo. ¡Oh, si se supiera, si fuéramos capaces de leer en la mente de las personas! Apuesto a que dejamos pasar a diario, sin darnos cuenta, ocasiones magníficas. Bastaría, sin embargo, con un gesto de su parte para indicarme que no pide nada mejor que…».
Entonces, se puso a pensar en una serie de tretas que pudieran llevarle al éxito. Imaginaba una manera caballerosa de trabar conocimiento; pequeños favores que le haría, una conversación animada, galante, que desembocaría en una declaración que acabaría en…, en lo que tú piensas.
Pero lo que siempre le faltaba era el pasar al ataque, el pretexto. Y, con el corazón agitado y la cabeza trastornada, esperaba una circunstancia favorable.
La noche, sin embargo, pasaba y la guapa muchacha seguía durmiendo, mientras Morin meditaba sobre su capitulación. Se hizo de día y pronto el sol lanzó su primer rayo, un largo rayo llegado del extremo horizonte, sobre el dulce rostro de la durmiente.
Ella se despertó, se sentó, miró la campiña, luego a Morin y sonrió. Sonrió como una mujer feliz, de un modo seductor y alegre. Morin se estremeció. Aquella sonrisa estaba destinada sin duda a él, era una discreta invitación, la señal soñada que esperaba. Aquella sonrisa quería decir: «Es usted un tonto, un ingenuo, un pánfilo, al haberse quedado ahí, tieso como una estaca, en su asiento desde ayer noche. Vamos, míreme, ¿acaso no me encuentra bonita? ¿Y es capaz de pasarse toda la noche a solas con una mujer bonita sin atreverse a nada, tonto más que tonto?».
Ella seguía sonriendo mientras le miraba; incluso comenzaba a reír; y él perdió la cabeza, buscando unas palabras de circunstancias, un cumplido, algo que decir por fin, sin importar el qué. Pero no encontraba nada, nada. Entonces, presa de una audacia de pusilánime, pensó: «Me juego el todo por el todo», y de pronto, sin decir ni pío, se adelantó, con las manos extendidas, los labios golosos y, cogiéndola entre sus brazos, la besó.
Ella se levantó de un brinco dando un grito: «¡Socorro!» y aullando de espanto. Abrió la puerta, agitando fuera los brazos, loca de miedo, tratando de saltar, mientras Morin, enloquecido, convencido de que iba a lanzarse la vía, la retenía por la falda balbuceando: «¡Señora…, oh, señora!».
1
El tren ralentizó la marcha, se detuvo. Dos empleados se precipitaron a las señas desesperadas de la joven, que cayó en sus brazos balbuciendo: «Este hombre ha querido…, ha querido…». Y se desvaneció.
Estaban en la estación de Mauzé. El gendarme allí presente detuvo a Morin.
Cuando la víctima de su brutalidad hubo vuelto en sí, prestó declaración. La autoridad instruyó un atestado. El pobre mercero no pudo regresar a su domicilio hasta la noche, acusado de atentado en lugar público contra las buenas costumbres.
II
Yo era por aquel entonces redactor jefe de
Le Fanal des Charentes
; y veía a Morin, cada noche, en el Café du Commerce.
Al día siguiente de su aventura vino a verme, sin saber qué hacer. Yo no le callé lo que pensaba sobre el particular: «No eres más que un cerdo. Uno no se comporta así».
Lloraba; su mujer le había dado una tunda; veía su negocio arruinado, su buen nombre enlodado, deshonrado, sus amigos, indignados, retirándole el saludo. Acabó dándome pena y llamé a mi colaborador Rivet, un hombrecillo guasón y buen consejero, para saber cuál era su parecer.
Me sugirió que me dirigiera al fiscal del Tribunal Supremo, que era amigo mío. Hice volver a casa a Morin y fui a ver a ese funcionario.
Me enteré de que la mujer ultrajada era una muchacha, la señorita Henriette Bonnel, que acababa de hacer su aprendizaje como institutriz en París y que, al no tener padre ni madre, pasaba sus vacaciones en casa de sus tíos, unos buenos pequeño burgueses de Mauzé.
La situación de Morin era grave precisamente porque el tío había puesto una denuncia. El fiscal aceptaba archivar la causa si se retiraba la misma. Esto era lo que había que conseguir.
Volví a casa de Morin. Le encontré en la cama, enfermo de miedo y de pena. Su mujer, una mujerona huesuda y barbada, le maltrataba sin descanso. Me hizo entrar en la habitación gritándome a la cara:
—¿Viene a ver a ese cerdo de Morin? ¡Pues ahí lo tiene, mírelo bien, al muy pájaro!
Se plantó delante de la cama, en jarras. Yo le expuse la situación; y entonces él me suplicó que fuera a ver a la familia. Era una misión delicada, pero la acepté. El pobre repetía:
—Te garantizo que ni siquiera la besé. ¡Te lo juro!
Respondí:
—No importa, eres un cerdo.
Y cogí los mil francos que me entregó para emplearlos del modo que estimase más oportuno.
Pero como no me hacía ninguna gracia aventurarme solo a la casa de los parientes, le rogué a Rivet que me acompañase. Él aceptó, a condición de que partiéramos de inmediato, pues al día siguiente, a primera hora de la tarde, tenía un asunto urgente en La Rochelle.
Y, dos horas después, llamábamos a la puerta de una bonita casa de campo. Una guapa muchacha vino a abrirnos. Era ella seguramente. Le dije bajito a Rivet:
—Diantre, comienzo a comprender a Morin.
El tío, el señor Tonnelet, estaba suscrito precisamente a
Le Fanal
, era un ferviente correligionario político que nos recibió con los brazos abiertos, nos felicitó, se congratuló, nos dio un apretón de manos, entusiasmado de recibir en su casa a los dos redactores de su periódico. Rivet me sopló al oído:
—Creo que conseguiremos solucionar el asunto de ese cerdo de Morin.
La sobrina se había ido; y yo afronté el delicado asunto. Hice entrever el fantasma del escándalo, y puse el acento sobre el inevitable descrédito que la joven sufriría, tras el ruido que provocaría un caso semejante, pues nunca se iba a creer que había sido un simple beso.
El buen hombre parecía dubitativo; pero no podía decidir nada sin su mujer, que no regresaría hasta entrada la noche. De repente soltó un grito de triunfo:
—Oigan, se me acaba de ocurrir una idea. Están ustedes aquí y les retendré. Cenarán y dormirán aquí los dos; y, una vez que haya vuelto mi mujer, espero que lleguemos a un entendimiento.
Rivet se resistía; pero el deseo de sacar del aprieto a ese cerdo de Morin le hizo decidirse, y aceptamos la invitación.
El tío se levantó, radiante, llamó a su sobrina y nos propuso dar un paseo por su propiedad, proclamando:
—Las cosas serias para la noche.
Rivet y él se pusieron a charlar de política. En cuanto a mí, pronto me encontré unos pasos detrás, junto a la muchacha. ¡Era en verdad encantadora, encantadora!
Con infinitas precauciones, comencé a hablarle de su aventura para tratar de hacer de ella una aliada.
Pero no pareció en absoluto incómoda; y me escuchaba con el aire de quien se divierte mucho.
Yo le decía:
—Piense, señorita, en todas las molestias que va a tener que sufrir. Habrá de comparecer ante el tribunal, enfrentarse a las miradas maliciosas, hablar delante de todo el mundo, contar públicamente esa lamentable escena del vagón. Vamos a ver, entre usted y yo, ¿no habría sido mejor no decir nada, llamar al orden a ese truhán sin recurrir a los empleados del tren y cambiar simplemente de vagón?
Ella se echó a reír:
—¡Es cierto lo que dice! Pero ¿qué quiere? Tuve miedo; y, cuando se tiene miedo, no se razona. Tras haber comprendido la situación, lamenté mis gritos; pero ya era demasiado tarde. Piense también que ese imbécil se abalanzó sobre mí como un loco furioso, sin pronunciar una palabra, con aspecto de demente. No sabía siquiera lo que pretendía.
Me miró a la cara, sin sentirse turbada o intimidada. Yo me decía: «Buena pieza, esta muchacha. Comprendo que ese cerdo de Morin pudiera llamarse a engaño».
Proseguí en tono de broma:
—Vamos a ver, señorita, confiese que era disculpable, pues no puede encontrarse uno delante de una persona tan hermosa como usted sin sentir el deseo absolutamente legítimo de besarla.
Ella se rió más fuerte, enseñando los dientes.
—Entre el deseo y la acción, caballero, cabe el respeto.
La frase tenía su gracia, aunque fuera poco clara. Pregunté bruscamente:
—Bien, veamos, si yo la besara, ahora, ¿qué haría usted?
Ella se detuvo para mirarme de arriba abajo, y luego dijo tan tranquila:
—Oh, no es lo mismo.
Bien sabía yo, claro está, que no era lo mismo, pues era conocido en toda la provincia como «Labarbe el guapo». Tenía treinta años a la sazón, pero aun así pregunté:
—¿Y eso por qué?
Ella se encogió de hombros y respondió:
—¡Vaya! Porque no es usted tan tonto como él. —Luego añadió, mirándome de soslayo—: Ni tan feo.
Antes de que ella hubiera podido hacer un movimiento para evitarme, le había estampado un buen beso en la mejilla. Ella dio un salto hacia un lado, pero demasiado tarde. Luego dijo:
—Vaya, tampoco usted se anda con chiquitas. Pero, yo en su lugar, no lo intentaría de nuevo.
Adopté un aire humilde y le dije a media voz:
—¡Oh, señorita! Si algún deseo tengo es encontrarme delante de un tribunal por el mismo motivo que Morin.
Esta vez fue ella quien me preguntó:
—¿Por qué?
La miré de hito en hito, con seriedad.
—Porque es una de las más bellas criaturas que existen; porque tener que emplear la violencia sería para mí una patente, un orgullo, un motivo de gloria. Porque, después de haberla visto, la gente diría: «Cierto, Labarbe se merece lo que le pasa, pero valía la pena».
De nuevo ella rompió a reír con ganas.
—¡Es usted realmente divertido!
No había terminado de decir la palabra «divertido», cuando ya la estrechaba entre mis brazos, y le estampaba besos voraces por todas partes por donde encontrase un sitio, en el pelo, en la frente, en los ojos, en la boca a veces, en las mejillas, por todo el rostro del que ella no podía evitar descubrir siempre alguna parte para proteger otra.
Al final, se desprendió, sonrojada y herida.
—Es usted un grosero, caballero, y hace que me arrepienta de haberle prestado oídos.
Le cogí la mano, un poco confundido, balbuceando:
—Perdón, perdón, señorita. ¡La he ofendido; he sido brutal! No me guarde rencor. Si usted supiera…
Busqué en vano una disculpa.
Ella pronunció, al cabo de un momento:
—No tengo nada que saber, caballero.
Pero la había encontrado; exclamé:
—¡Señorita, hace un año que la amo!
Se quedó verdaderamente sorprendida y alzó la vista. Proseguí: