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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

Cuentos esenciales (16 page)

BOOK: Cuentos esenciales
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Luego, con voz más clara, volviéndose hacia los dos bancos en los que estaban las invitadas del carpintero, agregó:

—Gracias sobre todo a vosotras, mis amadas hermanas, que habéis acudido de tan lejos, y que con vuestra fe manifiesta, con vuestra piedad tan viva nos habéis dado a todos nosotros un ejemplo saludable. Vosotras sois un modelo para mi parroquia, pues con vuestra emoción habéis dado calor a todos los corazones y quizá, sin vosotras, esta jornada no habría tenido este carácter verdaderamente divino. A veces basta con una sola oveja elegida para decidir al Señor a descender en medio de su grey.

Le fallaba la voz. Añadió:

—Es la gracia que os deseo a todos. Amén.

Y volvió a subir al altar para concluir el oficio.

Todos ahora tenían prisa por irse. También los niños se agitaban, cansados de una tan larga tensión espiritual. Tenían, por otra parte, hambre y los padres comenzaron poco a poco a salir, sin esperar al evangelio final, para terminar los preparativos de la comida.

A la salida se produjo un barullo, un barullo ruidoso, un guirigay de voces chillonas, marcadas por el acento normando. La gente hacía calle, y cuando aparecieron los chiquillos, cada familia se precipitó hacia el suyo.

Constance se vio rodeada, aferrada, besada por todo el mujerío de la casa. Rosa, sobre todo, no se cansaba de besarla. Al final la cogió de una mano, la señora Tellier de la otra; Raphaële y Fernande le levantaban la larga falda de muselina para que no la arrastrase por el polvo; Louise y Flora cerraban el cortejo con la señora Rivet; y la niña, en actitud de recogimiento, llena del Dios que llevaba dentro de sí, echó a andar en medio de la escolta de honor.

El banquete estaba servido en el taller en unos largos tablones colocados sobre caballetes.

La puerta abierta, que daba a la calle, dejaba entrar toda la alegría del pueblo. En todas partes la gente se regalaba. Por todas las ventanas se veía a personas endomingadas en la mesa y se oían gritos de jolgorio en todas las casas. Los campesinos, en mangas de camisa, bebían sidra pura a trago limpio, y en medio de cada grupo se veía a dos niños, aquí a dos chiquillas, allá a dos chavales, que comían en esta o aquella familia.

De vez en cuando, bajo el pesado calor del mediodía, un faetón cruzaba el pueblo al trote saltarín de una vieja jaca, y el hombre con blusón que conducía echaba una mirada de envidia ante toda aquella exhibición de manjares.

En casa del carpintero, la alegría mantenía una cierta reserva, un resto de la emoción de la mañana. Sólo Rivet estaba alegre y empinaba el codo de lo lindo. La señora Tellier consultaba la hora a cada instante, pues para no tener cerrado dos días seguidos había que coger el tren de vuelta de las 3.55 que llegaría a Fécamp hacia el atardecer.

El carpintero hacía todo lo posible para distraer a sus huéspedes a fin de retenerlas hasta el día siguiente; pero la
madame
no se dejaba engatusar; no había broma que valiera cuando andaban los negocios de por medio.

Inmediatamente después del café, ordenó a sus pupilas que fueran a prepararse deprisa; luego se dirigió a su hermano:

—Ve enseguida a enganchar el caballo. —Y ella misma fue a acabar de prepararse.

Cuando bajó, la cuñada la estaba esperando para hablarle de la niña, y se entabló una larga conversación, en la que no se llegó a ningún resultado. La campesina ponía en juego su astucia, fingiéndose emocionada, pero la señora Tellier, que tenía a la pequeña sobre sus rodillas, no se comprometió a nada e hizo promesas vagas: ya se ocuparía de la niña, tiempo había para ello, y además volverían a verse.

Mientras tanto el birlocho no llegaba y las mujeres no bajaban. Es más, de arriba llegaban unas grandes carcajadas, bullicio, estallidos de gritos, aplausos. Entonces, mientras la mujer del carpintero iba al establo a ver si la tartana estaba lista, la
madame
decidió subir.

Rivet, muy bebido y a medio desvestir, trataba en vano de forzar a Rosa, que se partía de risa. Las dos Bombas le retenían por los brazos y trataban de calmarle, disgustadas por aquella escena después de la ceremonia de la mañana; pero Raphaële y Fernande le pinchaban, tronchándose y aguantándose la tripa; y soltando gritos agudos a cada inútil intento del borracho. Él, furioso, el rostro encendido y despechugado, se sacudía de encima con violentos esfuerzos a las dos mujeres que le tenían agarrado y, tirando con todas sus fuerzas de las faldas de Rosa, farfullaba:

—¿Por qué no quieres, so guarra?

La
madame
, indignada, se abalanzó sobre su hermano, le cogió por los hombros y lo echó fuera con tanta violencia que lo estampó contra la pared.

Un minuto después se le oyó en el patio echarse agua sobre la cabeza con la bomba; y cuando reapareció con el birlocho estaba ya totalmente apaciguado.

Se pusieron en camino como la víspera, y el caballejo blanco partió con su trote vivo y saltarín.

Bajo el ardiente sol renació la alegría que se había mitigado durante la comida. Ahora las muchachas se divertían con los barquinazos del carricoche, e incluso empujaban las sillas de las vecinas, rompiendo a reír a cada instante, alegradas también por los vanos intentos de Rivet.

Una refulgente luz llenaba los campos, una luz que cegaba los ojos; y las ruedas levantaban dos surcos de polvo que remolineaban largo rato detrás del vehículo por el camino real.

De pronto Fernande, que era aficionada a la música, le suplicó a Rosa que cantara algo; y ésta atacó gallardamente «El gordo cura de Meudon». Pero la
madame
la hizo callar de inmediato, pareciéndole que aquella cancioncilla era poco adecuada para aquel día.

—Cántanos, más bien, algo de Béranger —añadió.

Rosa, tras vacilar unos segundos, hizo su elección y con voz cascada atacó «La abuela»:

Ma grand-mère, un soir à sa fête
,

De vin pur ayant bu deux doigts
,

Nous disait, en branlant la tête
:

Que d’amoureux j’eus autrefois
!

Combien je regrette

Mon bras si dodu
,

Ma jambe bien faite
,

Et le temps perdu
!
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Y el coro de muchachas, dirigido por la
madame
misma, repetía:

Combien je regrette

Mon bras si dodu
,

Ma jambe bien faite
,

Et le temps perdu
!

—¡Bien dicho! —declaró Rivet, encendido por el estribillo; y continuó al punto:

Quoi, maman, vous n’étiez pas sage
?


Non, vraiment! et de mes appas
,

Seule, à quinze ans, j’appris l’usage
,

Car, la nuit, je ne dormais pas
.
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Todas vociferaron al unísono el estribillo; y Rivet golpeaba con el pie en el varal, marcando el compás con las riendas sobre la grupa de la blanca jaca, que se puso a galopar, como si también ella se viera transportada por el ritmo vivo, un galope desenfrenado que hizo estampar a aquellas señoras contra el fondo del birlocho, amontonadas unas sobre otras.

Ellas se incorporaron riendo como locas. Y la canción continuó, cantada a voz en grito a través de los campos, bajo el sol abrasador, en medio de las mieses en sazón, al paso endiablado del caballejo que ahora se desbocaba a cada repetición del estribillo, y cada vez recorría cien metros al galope, para gran alegría de los viajeros.

De trecho en trecho, algún picapedrero alzaba la cabeza y, a través de la careta de malla metálica, miraba el carricoche endemoniado y aullante correr en medio del polvo.

Cuando se apearon delante de la estación, el carpintero se emocionó:

—Lástima que os vayáis, nos lo habríamos pasado en grande.

La
madame
le respondió con sensatez:

—Cada cosa a su debido tiempo, la diversión no puede durar eternamente.

Entonces una idea iluminó la mente de Rivet:

—Bien, iré a veros a Fécamp el mes próximo.

Y miró a Rosa con aire astuto, con ojos relucientes y picarones.

—Está bien —concluyó la
madame
—, hay que ser sensato; ven pues, si quieres, pero no te dejaré hacer tonterías.

Él no respondió y, como se oía pitar el tren, se puso inmediatamente a dar un beso a todas. Cuando le tocó a Rosa, se empeñó en encontrar su boca, que ella, riendo tras sus labios cerrados, le hurtaba cada vez haciéndose rápidamente a un lado. La estrechaba entre sus brazos, pero no podía lograr su propósito, molestado por la gran fusta que llevaba en la mano y que, en sus esfuerzos, agitaba desesperadamente tras la espalda de la mujer.

—¡Viajeros para Ruán, al tren! —gritó el jefe de estación.

Ellas subieron.

Se oyó un débil silbato, repetido de inmediato por el pitido poderoso de la locomotora que expulsó ruidosamente el primer chorro de vapor, mientras las ruedas comenzaban a girar con visible esfuerzo.

Rivet, tras salir de la estación, se fue corriendo al paso a nivel para ver una vez más a Rosa; y cuando el coche lleno de aquella mercancía humana pasó por delante de él, hizo restallar su fusta, dando saltos y gritando a voz en grito:

Combien je regrette

Mon bras si dodu
,

Ma jambe bien faite

Et le temps perdu
!

Y se quedó mirando cómo se alejaba un pañuelito blanco que agitaban.

III

Durmieron hasta la llegada, con el plácido sueño de quien tiene la conciencia tranquila; y cuando volvieron a casa, frescas y descansadas, para el trabajo de todas las noches, la
madame
no pudo dejar de decir:

—¿Sabéis que añoraba ya mi casa?

Cenaron rápido y, tras ponerse de nuevo el traje de combate, esperaron a la clientela habitual; y la lamparilla encendida, la lamparilla de capillita, indicaba a los viandantes que la grey había vuelto al redil.

La noticia corrió en un abrir y cerrar de ojos, no se sabe cómo ni por medio de quién. El señor Philippe, el hijo del banquero, llevó su amabilidad hasta el punto de informar con un telegrama al señor Tournevau, prisionero de su familia.

Todos los domingos el salador invitaba a cenar a varios primos, y estaban tomando el café cuando se presentó un hombre con una misiva. El señor Tournevau, bastante emocionado, rasgó el sobre y palideció: «Recobrado cargamento de bacalao; barco entrado en puerto; buen negocio para nosotros. Venga rápido».

Se hurgó en los bolsillos, dio veinte céntimos de propina al mandadero y, ruborizándose de repente hasta las cejas, dijo:

—Tengo que irme.

Y alargó a su mujer el lacónico y misterioso billete. Llamó y, cuando se presentó la criada, dijo:

—Rápido, rápido, el gabán y el sombrero.

Apenas estuvo en la calle, echó a correr silbando, y su impaciencia era tan viva que el trayecto le pareció el doble de largo.

Reinaba en la casa Tellier un ambiente de fiesta. En la planta baja, las voces estruendosas de los descargadores del puerto armaban un ruido ensordecedor. Louise y Flora no sabían ya a quién atender, bebían con uno y con otro, mereciendo más que nunca el apelativo de las dos Bombas.
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Las llamaban todos a la vez; no daban ya abasto y para ellas la noche se presentaba llena de trabajo.

El cenáculo del primer piso estaba ya al completo desde las nueve. El señor Vasse, juez del Tribunal de Comercio y adorador oficial pero platónico de la
madame
, estaba charlando bajito con ella en un rincón; y ambos sonreían como si fueran a cerrar un acuerdo. El señor Poulin, ex alcalde, tenía a horcajadas sobre sus piernas a Rosa, la cual, con la nariz pegada a él, paseaba sus cortas manos sobre las patillas canas del buen hombre. La falda de seda amarilla, levantada, enseñaba dos dedos de muslo desnudo que resaltaban sobre el negro de los pantalones; y ceñía las medias rojas una liga azul, regalo del viajante.

La alta Fernande, tumbada en el sofá, apoyaba los dos pies sobre la panza del señor Pimpesse, el recaudador de impuestos, y el torso contra el chaleco del joven señor Philippe, a quien rodeaba el cuello con la mano derecha, mientras que con la izquierda sostenía el cigarrillo.

Raphaële parecía estar en tratos con el señor Dupuis, el agente de seguros, y concluyó la conversación con estas palabras:

—Sí, tesoro, esta noche con mucho gusto. —Luego, haciendo sola un rápido giro de vals por el salón, añadió—: Esta noche todo lo que quiera —gritó.

Se abrió bruscamente la puerta de par en par y apareció el señor Tournevau.

—¡Viva Tournevau!

Y Raphaële, que estaba aún haciendo piruetas, fue a parar encima de él.

Él la estrechó en un abrazo extraordinario y, sin decir una palabra, alzándola del suelo como si fuera una pluma, atravesó la sala, llegó a la puerta del fondo y desapareció escalera arriba hacia las habitaciones, con su fardo viviente, en medio de los aplausos.

Rosa, que encendía al ex alcalde, besándole una y otra vez y tirándole al mismo tiempo de las patillas para mantenerle erguida la cabeza, aprovechó el ejemplo:

—Vamos, haga como él —dijo.

Entonces el buen hombre se levantó y, reajustándose el chaleco, siguió a la muchacha mientras se rebuscaba en el bolsillo donde dormía su dinero.

Fernande y la
madame
se quedaron solas con los cuatro hombres, y el señor Philippe exclamó:

—Invito a champán: señora Tellier, mande a buscar tres botellas.

Entonces Fernande, abrazándole, le susurró al oído:

—¿Por qué no nos toca algo para que bailemos?

Él se levantó y, sentado delante de la secular espineta, olvidada en un rincón, hizo salir del vientre gemebundo del instrumento un vals ronco, lacrimoso. La alta muchacha cogió por el talle al recaudador, la
madame
se confió a los brazos del señor Vasse, y las dos parejas empezaron a hacer evoluciones intercambiándose besos. El señor Vasse, que había bailado antaño en sociedad, se prodigaba en cumplidos, y la
madame
le miraba fascinada, con esa mirada que dice «sí», un «sí» más discreto y delicioso que una palabra.

Frédéric trajo el champán. Saltó el primer corcho y el señor Philippe tocó la invitación para una contradanza.

Los cuatro bailarines ejecutaron el paseo como se hace en sociedad, dignamente, con distinción, entre reverencias y saludos.

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