Regresó.
Pero entonces, en su corazón atribulado desde hacía tanto tiempo, despuntó, como una aurora, un amor desconocido por aquella criaturita enclenque que había dejado allí; y también aquel amor era un nuevo padecimiento, un padecimiento de cada hora y de cada minuto, porque estaba separada de él.
Sobre todo la martirizaba una loca necesidad de besarle, de estrecharle entre sus brazos, de sentir pegado a su carne el calor de aquel cuerpecito. Por la noche no pegaba ojo; y pensaba en él todo el santo día; y, por la tarde, al terminar su trabajo, se sentaba al amor del fuego, mirándolo fijamente como quien piensa en cosas muy lejanas.
Comenzaron incluso a murmurar sobre ella, a bromear sobre el enamorado que sin duda tenía, a preguntarle si era guapo, si era alto, si era rico, para cuándo la boda, para cuándo el bautismo… A menudo se escondía para llorar a solas, porque aquellas preguntas le traspasaban la carne como agujas.
También para distraerse de aquellos fastidios comenzó a trabajar con furia y, pensando siempre en su hijo, buscó la manera de amasar para él mucho dinero.
Decidió trabajar tanto que tendrían que subirle el sueldo.
Poco a poco acaparó todos los trabajos, hizo despedir a una moza de servicio que se había vuelto inútil desde que ella trabajaba por dos, empezó a ahorrar en el pan, el aceite, las velas, el pienso que se daba a los pollos con demasiada largueza, el forraje de los animales que se malgastaba un poco. Se mostró avara con el dinero del amo como si hubiera sido suyo, y a fuerza de hacer compras ventajosas, de vender caro los productos de la casa y de desbaratar las astucias de los campesinos que venían a ofrecer sus productos, se encargó ella sola de las compras y las ventas, de dirigir el trabajo de los braceros, de llevar las cuentas de las provisiones; y en poco tiempo se volvió indispensable. Ejercía tal vigilancia en torno a ella que, bajo su dirección, la hacienda prosperó de modo prodigioso. A diez leguas a la redonda se hablaba de la «criada del amo Vallin»; y éste decía por todas partes: «Esa muchacha vale más que el oro».
Sin embargo, pasaba el tiempo y su sueldo seguía siendo el mismo. Su trabajo forzado era aceptado como cosa debida por cualquier sirvienta abnegada, simple signo de buena voluntad; se puso a pensar con cierta amargura que, aunque el hacendado ingresaba, gracias a ella, cincuenta o cien escudos más cada mes, ella seguía cobrando sus doscientos cuarenta francos anuales, ni uno más ni uno menos.
Decidió pedir un aumento. Por tres veces fue a ver a su amo, pero, cuando estaba delante de él, hablaba de otra cosa. Sentía una especie de pudor en pedir dinero, como si hubiera sido una acción un tanto vergonzosa. Por fin, un día que el amo estaba comiendo solo en la cocina, le dijo más bien incómoda que quería hablar con él en privado. Asombrado, él alzó la cabeza, con las manos sobre la mesa, una con el cuchillo apuntando al aire, la otra con un pedazo de pan, y le clavó los ojos en la cara. Ella se sintió turbada por aquella mirada y pidió ocho días de permiso para ir a su pueblo, porque no se sentía muy bien.
Él se los concedió al instante y, un tanto turbado a su vez, agregó:
—También yo he de hablar contigo a tu vuelta.
III
El niño estaba a punto de cumplir ocho meses: ella no lo reconoció. Se había puesto sonrosado, mofletudo, regordete, como un fardillo de grasa viviente. Sus deditos, separados por roscas de carne, se movían lentamente con evidente satisfacción. Ella se le arrojó encima como sobre una presa, con un impulso animal, y lo abrazó tan apasionadamente que él se puso a berrear de miedo. Entonces ella también comenzó a llorar porque él no la reconocía y tendía los brazos hacia la nodriza apenas la veía.
A partir del día siguiente, sin embargo, se acostumbró a su cara, y reía al verla. Ella se lo llevaba al campo, corría como una loca sosteniéndole en el extremo de sus manos, se sentaba a la sombra de los árboles; luego, por primera vez en su vida, abrió su corazón a alguien, por más que no lo comprendiera, contándole sus penas, sus trabajos, sus preocupaciones, sus esperanzas, y fatigándole constantemente con la vehemencia y obstinación de sus caricias.
Sentía una alegría infinita en palparle, en lavarle, en vestirle, era feliz hasta de limpiar sus cacas de niño, como si esos cuidados íntimos representaran una confirmación de su maternidad. Le miraba, siempre asombrada de que fuera suyo, y balaceándolo en sus brazos se repetía en voz baja: «Es mi pequeñín, es mi pequeñín».
Sollozó durante todo el camino de vuelta a la alquería; y apenas acababa de llegar el amo la llamó a su habitación. Ella fue, muy asombrada y turbada sin saber por qué.
—Siéntate aquí —dijo.
Ella así lo hizo y durante unos instantes permanecieron así, el uno al lado del otro, incómodos los dos, con los brazos inertes y entorpecidos, sin mirarse a la cara, como hacen los campesinos.
El hacendado, un hombrón de cuarenta y cinco años, dos veces viudo, jovial y testarudo, sentía una incomodidad evidente, insólita en él. Por fin se decidió y empezó a hablar con tono inseguro, balbuceando un poco y mirando a un punto lejano del campo.
—Rose —dijo—, ¿nunca has pensado en casarte?
Ella palideció como una muerta. Al ver que no respondía, continuó:
—Eres una buena chica, formal, trabajadora y ahorradora. Una mujer como tú haría la fortuna de un hombre.
Ella seguía inmóvil, con la mirada despavorida, sin tratar siquiera de comprender, a tal punto su mente era un hervidero de pensamientos, como ante la proximidad de un gran peligro. Él esperó unos instantes y prosiguió:
—Como puedes ver, una hacienda sin ama no puede tirar adelante, ni siquiera con una sirvienta como tú.
Y se calló, sin saber qué más decir. Rose le miraba con la cara de espanto de quien cree estar delante de un asesino y se prepara para huir a su primer gesto.
Por fin, al cabo de cinco minutos, preguntó:
—¿Qué? ¿Te parece bien?
Ella respondió, como asombrada:
—¿El qué, amo?
Y entonces él, con tono brusco, repuso:
—¡Pues casarte conmigo, diantre!
Ella se puso en pie de golpe, pero volvió a caer en la silla, como rota, quedándose allí sin moverse, como alguien fulminado por una gran desgracia. El amo acabó impacientándose:
—Bueno, ¿qué quieres, entonces?
Ella le miraba, alarmada; de improviso, le asomaron las lágrimas a los ojos y repitió por dos veces con voz entrecortada:
—¡No puedo, no puedo!
—¿Y por qué? —preguntó el hombre—. Vamos, no seas tonta: te doy tiempo hasta mañana para pensártelo.
Y se apresuró a irse, aliviadísimo de haber puesto fin a aquella petición que tanto le incomodaba y convencido de que al día siguiente la criada aceptaría una propuesta tan inesperada para ella como ventajosa para él, porque de ese modo hacía suya para siempre a una mujer que sin duda le reportaría más beneficios que la mejor dote de la región.
No podía existir, por otra parte, entre ellos ningún escrúpulo en cuanto a la diferencia de posición, ya que en el campo son todos más o menos iguales: el amo trabaja igual que lo hace el mozo, el cual, las más de las veces, se convierte a su vez un día u otro en amo, y las sirvientas constantemente en señoras sin que por ello se produzca cambio alguno en sus vidas o hábitos.
Rose no pegó ojo aquella noche. Cayó sentada en la cama, sin fuerzas siquiera para llorar, tal era su anonadamiento. Permanecía inerte, ya no sentía su cuerpo, y con la mente dispersa, como si se la hubieran desmenuzado con uno de esos instrumentos de que se sirven los cardadores para deshilachar la lana de los colchones.
Sólo por momentos conseguía reunir como briznas de reflexiones y se espantaba ante la sola idea de lo que pudiera suceder.
Sus terrores fueron en aumento y cada vez que en el silencio soñoliento de la casa el gran reloj de la cocina daba lentamente las horas, le venían unos sudores fríos de angustia. Perdía la cabeza, las pesadillas se sucedían, la vela se apagó; entonces comenzó el delirio, ese delirio de persecución de la gente de campo que se cree víctima de un sortilegio, con una necesidad loca de irse, de huir, de correr ante la desgracia como un navío ante la tempestad.
Chilló una lechuza; ella se estremeció, se levantó, se pasó las manos por la cara, entre el pelo, se palpó el cuerpo, como loca; luego, andando como una sonámbula, bajó. Ya en el patio, se arrastró a cuatro patas para no ser vista por algún granuja que anduviera merodeando por allí, pues la luna, a punto de ocultarse, difundía una viva claridad sobre los campos. En vez de abrir la cancela, trepó por el ribazo; luego, cuando estuvo frente a la campiña, partió. Caminaba recto, con paso elástico y apresurado, y de vez en cuando, sin querer, lanzaba un grito agudo. Su sombra desproporcionada, proyectada en el suelo a su lado, corría con ella y un ave nocturna venía a veces a revolotear sobre su cabeza. Los perros, al oírla pasar, ladraban en los patios de las alquerías; uno saltó el foso y la persiguió para morderla, pero ella se volvió contra él gritando de tal modo que el animal, asustado, escapó y fue en silencio a acurrucarse en su caseta y se calló.
A veces una joven camada de lebratillos retozaba por un campo; pero al ver acercarse a la furiosa corredora, semejante a una Diana en delirio, las temerosas bestias huían en desbandada; los lebratillos y la madre desaparecían agazapados en un surco, mientras el padre brincaba a toda velocidad y a veces su sombra saltarina, con las grandes orejas tiesas, pasaba por encima de la luna en su declinar, que ahora se hundía en el confín del mundo e iluminaba la llanura con su luz oblicua, como un enorme farol posado en tierra en el horizonte.
Las estrellas se desvanecían en el profundo cielo; los pájaros comenzaban a trinar; estaba naciendo el día. La muchacha, extenuada, jadeaba; y, cuando el sol asomó por entre los arreboles de la aurora, se detuvo.
Sus pies hinchados se negaban a andar; pero divisó una charca, una gran charca donde el agua estancada parecía sangre bajo los rojos reflejos del nuevo día y a pasito, cojeando, con la mano en el corazón, fue a sumergir las piernas en ella.
Se sentó sobre una mata de hierba, se quitó los zapatones polvorientos y las medias, y sumergió las lívidas pantorrillas en el agua inmóvil donde a veces rompían pompas de aire.
Un delicioso frescor le subió desde los talones hasta el pecho; y de repente, mientras miraba fijamente la honda charca, le dominó el vértigo, un deseo furioso de sumergirse toda en ella. Allí dentro dejaría de sufrir, dejaría de sufrir para siempre. Ya no pensaba en su hijo; quería la paz, el reposo absoluto, un sueño sin fin. Entonces se levantó, con los brazos en alto, y dio dos pasos hacia delante. Estaba hundiéndose hasta los muslos y a punto de lanzarse, cuando unos pinchazos que le escocían en los tobillos la hicieron dar un salto hacia atrás lanzando un grito desesperado, porque desde las rodillas hasta las puntas de los pies unas largas sanguijuelas negras le chupaban la vida y se hinchaban, adheridas a su carne. No se atrevía a tocarlas y aullaba de horror. Sus alaridos desesperados hicieron acudir a un campesino que pasaba con su carro a lo lejos. Éste arrancó las sanguijuelas una por una, cerró las heridas con hierbas y llevó de regreso a la muchacha en su carreta hasta la alquería de su amo.
Guardó cama durante quince días y la mañana que se levantó, mientras estaba sentada delante de la puerta, el amo llegó de improviso y se plantó delante de ella.
—¿Qué? —dijo—, ¿asunto concluido?
Ella no contestó primero nada, pero dado que él seguía allí de pie, escrutándola con su mirada obstinada, articuló con esfuerzo:
—No, amo, no puedo.
Entonces él montó de súbito en cólera.
—¿Qué quiere decir que no puedes, eh, muchacha? ¿Qué quiere decir?
Ella rompió de nuevo a llorar y repitió:
—No puedo.
Mirándola fijamente, él le gritó a la cara:
—Entonces, ¿tienes un enamorado?
Temblando de vergüenza, ella balbució:
—Puede que lo tenga.
El hombre, rojo como un tomate, farfullaba de ira:
—¡Ah, así que lo confiesas, pelandusca! ¿Y quién es ese pájaro? ¿Un desarrapado, un pelagatos, un harapiento, un muerto de hambre? ¿Quién es?, ¡di!
Y, como ella no respondía nada, agregó:
—¡Ah!, no quieres… Voy a decírtelo yo: ¿es Jean Bandu?
—¡Oh!, no, él no.
—Entonces, ¿es Pierre Martin?
—¡Oh, no! No, amo.
Le iba nombrando a tontas y a locas a todos los mozos del lugar, mientras ella, agobiada, negaba, secándose continuamente las lágrimas con el pico de su delantal azul. Pero él seguía buscando, con su obstinación de bruto, hurgando en ese corazón para conocer su secreto, como un perro de caza hurga en una madriguera todo un día para atrapar al animal que huele en el fondo. De repente el hombre exclamó:
—¡Ah, claro, es Jacques, el mozo del año pasado; todos decían que si hablabais y que os habíais prometido!
Rose se sofocó; una oleada de sangre encendió su rostro, se le agotaron de golpe las lágrimas, secándose en las mejillas como gotas de agua sobre un hierro candente. Exclamó:
—¡No, no es él! ¡No es él!
—¿Estás segura? —preguntó el astuto campesino, que comenzaba a olerse un principio de verdad.
Ella respondió precipitadamente:
—Se lo juro, se lo juro…
Buscaba algo por lo que jurar, sin atreverse a invocar las cosas sagradas. Él la interrumpió:
—Pues te perseguía por todas partes, y en la mesa se te comía con los ojos. Dime, ¿te prometiste con él?
Esta vez ella miró a la cara a su amo:
—No, nunca, y le juro por Dios que, si viniera ahora a pedirme la mano, le rechazaría.
Parecía tan sincera que el amo dudó. Como hablando para su coleto, añadió:
—Pues, ¿entonces? Si te hubiera pasado alguna desgracia se habría sabido. Y, como no ha habido consecuencias, una criada no puede rechazar a su amo sólo por este motivo. Algo tiene que haber detrás de todo esto.
Ella no respondía ya nada, estrangulada por la angustia.
Él preguntó de nuevo:
—¿No quieres?
Ella dijo con un suspiro:
—No puedo, amo.
Y se fue.
Creyó haber dejado zanjado el asunto y pasó el resto del día casi tranquila, pero tan rendida y extenuada como si la hubieran puesto desde el amanecer en el lugar del viejo caballo blanco para trillar el trigo.