Cuentos esenciales (14 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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El borracho se había dormido, tumbado cuan largo era en el inhóspito umbral.

Al día siguiente todos los clientes, uno tras otro, se las arreglaron para pasar por aquella calle, con unos papeles bajo el brazo para adoptar una actitud correcta; y, con mirada furtiva, todos leyeron el misterioso aviso: «Cerrado por primera comunión».

II

El hecho era que la
madame
tenía un hermano que era carpintero en su pueblo natal de Virville, en el Eure. Desde los tiempos en que la
madame
era todavía posadera en Yvetot, había sacado de pila a la hija de este hermano a la que puso el nombre de Constance, Constance Rivet; y Rivet era también su apellido de soltera. El carpintero, sabedor de la buena posición de su hermana, no la perdía de vista, aunque no se vieran a menudo, atado como estaba cada uno por sus propias obligaciones y viviendo lejos el uno del otro. Pero ahora que la chiquilla estaba a punto de cumplir doce años y aquel año hacía la primera comunión, aprovechó la ocasión para propiciar un acercamiento y le escribió a su hermana que contaba con su presencia en la ceremonia. Los viejos padres habían ya muerto, y ella no podía decir que no a su ahijada; de modo que aceptó. Su hermano, que se llamaba Joseph, esperaba que a fuerza de cortesías conseguiría tal vez que ella testara a favor de la niña, dado que la
madame
no tenía hijos.

La profesión de su hermana no le creaba ningún problema de conciencia; y, por otra parte, nadie del pueblo lo sabía. Al referirse a ella se limitaban a decir: «La señora Tellier es una burguesa de Fécamp», lo cual podía hacer pensar que vivía de renta. De Fécamp a Virville hay por lo menos unas veinte leguas; y veinte leguas para los campesinos son más difíciles de recorrer que el océano para una persona civilizada. Los vecinos de Virville no habían pasado nunca de Ruán; y nada podía atraer a la gente de Fécamp a un pueblo de mala muerte de quinientas almas, perdido en medio de la llanura y perteneciente, además, a otro departamento. En fin, nadie sabía nada.

Pero, al acercarse la fecha de la comunión, la
madame
se vio en un buen aprieto. No tenía encargada, y nunca se le habría pasado por las mientes dejar la casa ni siquiera por un día. Las rivalidades entre las señoritas de arriba y las de abajo habrían estallado de forma irremediable; no dudaba lo más mínimo de que Frédéric se habría embriagado, y cuando él estaba borracho sacudía a las personas por un quítame allá esas pajas. Finalmente, decidió llevarse consigo a toda su gente, salvo al camarero, a quien dio dos días de permiso.

El hermano, consultado, no puso ninguna objeción, y se comprometió a alojar a toda la compañía por una noche. Por eso, el sábado por la mañana, el expreso de las ocho llevó a la
madame
y a sus acompañantes en un coche de segunda clase.

Fueron solas hasta Beuzeville y charlaron como cotorras. Pero en esa estación subió una pareja. El hombre, un viejo labrador, llevaba un blusón azul, de cuello fruncido, largas mangas cerradas en los puños y adornadas de encaje blanco, iba tocado con un sombrero de copa alta de corte antiguo, cuyo pelo rojizo parecía erizado, sostenía en una mano un inmenso paraguas verde y en la otra un gran cesto que dejaba asomar las despavoridas cabezas de tres patos. La mujer, tiesa en su rústico atavío, tenía cabeza de gallina, con la nariz en punta como un pico. Tomó asiento enfrente de su hombre y se quedó inmóvil, impresionada de encontrarse en medio de tan buena compañía.

Había, en efecto, en el vagón un deslumbramiento de colores chillones. La
madame
, vestida de seda azul de pies a cabeza, llevaba un chal de falso cachemir francés, rojo, deslumbrante, fulgurante. Fernande resoplaba embutida en un traje escocés cuyo corsé, atado muy prieto por sus compañeras, levantaba su fláccido pecho en una doble cúpula en permanente oscilación, que se hubiera dicho líquida bajo la tela.

Raphaële, con un tocado de plumas imitando un nido lleno de pájaros, llevaba un atuendo lila, recamado de lentejuelas de oro, algo oriental que casaba con su fisonomía de judía. Rosa la Pelirroja, con una falda rosa de amplios volantes, parecía una niña demasiado gorda, una enana obesa; y las dos Bombas se hubiera dicho que habían cortado sus extraños atuendos en unas viejas cortinas de ventana, esas viejas cortinas rameadas que datan de tiempos de la Restauración.

En cuanto dejaron de estar ya solas en el compartimiento, esas damas adoptaron un continente serio, y se pusieron a hablar de cosas elevadas para causar buena impresión. Pero en Bolbec subió un señor de patillas rubias, con unas sortijas y una cadena de oro, que colocó en el maletero de encima de su cabeza varios paquetes envueltos en hule. Tenía un aire guasón y bonachón. Saludó, sonrió y preguntó con desenvoltura:

—¿Cambian las señoras de guarnición?

Esta pregunta creó en el grupo una embarazosa confusión. La
madame
recuperó, finalmente, su aplomo, y respondió secamente, para vengar el honor del cuerpo:

—¡Podría ser usted más educado!

Él se disculpó:

—Perdón, quería decir de monasterio.

La
madame
, no encontrando nada que replicar, o juzgando acaso la rectificación suficiente, frunció los labios haciendo un digno saludo con la cabeza.

Entonces el señor, que estaba sentado entre Rosa la Pelirroja y el viejo labrador, empezó a guiñar el ojo a los tres patos que asomaban la cabeza del gran cesto; luego, cuando vio que estaba conquistando a su público, cosquilleó a las aves debajo del pico, hablando de manera divertida para distender el ambiente:

—¿Así que hemos dejado nuestro laguito…, ¡cuac!, ¡cuac!, ¡cuac!, para conocer el asadorcito?, ¡cuac!, ¡cuac!, ¡cuac!

Las pobres aves retorcían el cuello para evitar las caricias, hacían terribles esfuerzos por salir de su prisión de mimbre; y de pronto las tres soltaron un quejumbroso grito de desesperación: «¡Cuac!, ¡cuac!, ¡cuac!». Entonces las mujeres soltaron unas carcajadas. Se inclinaban, se empujaban para ver; sentían un loco interés por los patos; y aquel señor redoblaba sus gracias, su ingenio y sus arrumacos.

Rosa se entrometió e, inclinándose sobre las piernas de su vecino, besó el pico a las tres aves. De inmediato cada una de las muchachas quiso besarlas a su vez; y aquel señor sentaba a esas damas sobre sus rodillas, las hacía saltar, les daba pellizcos; y a continuación se puso a tutearlas.

Los dos campesinos, más atemorizados aún que sus aves, revolvían unos ojos de posesos sin atreverse a hacer un gesto, y en sus viejas caras arrugadas no había ni sonrisa ni temblor.

Entonces el señor, que era viajante de comercio, quiso en plan de guasa ofrecer unos tirantes a las damas y, cogiendo uno de sus paquetes, lo abrió. Era una argucia, porque el paquete contenía ligas.

Las había de seda azul, de seda rosa, de seda roja, de seda violeta, de seda malva, de seda color de amapola, con hebillas metálicas formadas por dos corazoncitos entrelazados y dorados. Las muchachas soltaron unos grititos de alegría, luego examinaron las muestras, vueltas a la natural seriedad de toda mujer que manosea prendas de vestir. Se consultaban con una mirada o con una palabra susurrada, se respondían de igual modo, y la
madame
palpaba con agrado un par de ligas de color naranja, más anchas e imponentes que las otras: unas verdaderas ligas de ama.

El señor aguardaba, rumiando una idea:

—Vamos, gatitas —dijo—, hay que probárselas.

Se desencadenó un huracán de exclamaciones; y todas apretaban sus faldas entre las piernas como si temieran algún acto de violencia. Él, tranquilo, esperaba su momento. Dijo:

—¿No les interesan? Pues entonces las guardo.

Y luego, astutamente, agregó:

—Le regalo un par de su gusto a la que se las pruebe.

Pero ellas no querían saber nada, muy dignas y tiesas. Las dos Bombas, sin embargo, parecían tan decepcionadas que les reiteró la propuesta. Flora Columpio sobre todo estaba claramente dubitativa, atormentada por el deseo. Él insistió:

—Vamos, hija, un poco de coraje; mira esas de color lila, te sentarían muy bien con tu vestido.

Entonces se decidió y, levantándose la falda, descubrió una robusta pierna de vaquera, mal ceñida en una media basta. El señor, inclinándose, abrochó la liga primero por debajo de la rodilla y luego por encima; y cosquilleaba ligeramente a la muchacha para provocar que lanzara grititos y tuviera bruscos estremecimientos. Cuando hubo terminado, entregó el par de ligas lila y preguntó:

—¿A quién le toca ahora?

Gritaron todas al unísono:

—¡A mí! ¡A mí!

Empezó con Rosa la Pelirroja, que descubrió un muslamen informe, todo redondo, sin tobillo, un verdadero «brazuelo de cerdo embutido», como decía Raphaële. Fernande fue cumplimentada por el viajante de comercio, entusiasmado por sus dos poderosas columnas. Las tibias descarnadas de la guapa judía lograron menos éxito. Louise Cacerola, para hacer una broma, cubrió la cabeza del señor con su falda; y la
madame
se vio obligada a intervenir para interrumpir esa broma inconveniente. Al final la misma
madame
extendió su pierna, una bonita pierna normanda, rolliza y musculosa; y el viajante de comercio, sorprendido y encantado, se levantó galantemente el sombrero para saludar a aquella pantorrilla con perfecta galantería francesa.

Los dos campesinos, de piedra por el asombro, miraban de soslayo, con un solo ojo, y se parecían de manera tan perfecta a dos pollos que el hombre de las patillas rubias, al levantarse, les soltó en las narices un «quiquiriquí», desencadenando otro huracán de alegría.

Los viejos se apearon en Motteville, con su cesto, sus patos y su paraguas; y mientras se alejaban se oyó a la mujer que le decía a su hombre:

—Son unas pelanduscas que van a ese París del demonio.

El ameno viajante ambulante se apeó a su vez en Ruán, tras haberse mostrado tan grosero que la
madame
se vio obligada a ponerle en su sitio enérgicamente. Añadió, a modo de moraleja:

—Así aprenderemos a no hablar con el primero que se presenta.

En Oissel cambiaron de tren y en la estación siguiente encontraron esperándolas al señor Joseph Rivet, con una gran carreta llena de sillas y enganchada a un caballo blanco.

El carpintero besó cortésmente a todas las señoras y las ayudó a subir a su carricoche. Tres se sentaron en tres sillas del fondo; Raphaële, la
madame
y su hermano en las tres de delante; Rosa, al no tener asiento, se acomodó mal que bien sobre las rodillas de la grandullona Fernande; y el birlocho se puso en camino. Pero enseguida el trote traqueteante de la jaca lo sacudía de modo tan terrible que las sillas empezaron a bailar, arrojando a las viajeras por los aires, a derecha e izquierda, con movimientos de títeres, muecas de espanto y gritos de terror truncados por un barquinazo más fuerte. Se agarraban a los laterales del birlocho; los sombreros caían sobre la espalda, sobre la nariz o hacia un hombro; y el caballo blanco seguía su andadura, estirando la cabeza, con la cola tiesa, una cola de rata pelona con la que se sacudía las ancas de vez en cuando. Joseph Rivet, con un pie alargado sobre un varal, la otra pierna replegada debajo del cuerpo, los codos altos, sujetaba las riendas y a cada instante salía de su garganta una especie de cloqueo que hacía poner las orejas tiesas a la jaca y acelerar su paso.

A ambos lados del camino se extendía la verde campiña. La colza en flor formaba de trecho en trecho grandes mantos amarillos ondulantes de los que se alzaba un sano y poderoso olor, un olor penetrante y agradable, que el viento se llevaba muy lejos. En el centeno ya alto unos acianos mostraban sus cabezuelas azuladas que las mujeres querían coger, pero el señor Rivet se negó a pararse. Luego, a veces, un campo entero parecía anegado de sangre, tan invadido estaba de amapolas. Y en medio de aquellas extensiones tan coloreadas por las flores de la tierra, el birlocho, que parecía también llevar un ramillete de flores de colores más encendidos, pasaba al trote del caballo blanco, desaparecía detrás de los grandes árboles de una alquería y reaparecía en el fondo del follaje, llevando de paseo entre las amarillas y verdes mieses, punteadas de rojo y de azul, a aquella llamativa carretada de mujeres que huía bajo el sol.

Daba la una cuando llegaban ante la puerta del carpintero.

Estaban muertas de cansancio y pálidas por el hambre, pues llevaban en ayunas desde la salida. Acudió la señora Rivet, las hizo bajar una tras otra, besándolas apenas ponían pie en tierra; y no se cansaba de besuquear a su cuñada, a la que quería ganarse. Comieron en el taller, que había sido desembarazado de los bancos para la comida del día siguiente.

Una buena tortilla a la que siguió un embuchado de carne de cerdo a la parrilla, regado con una buena sidra espumosa, devolvió la alegría a todos. Rivet había cogido un vaso para brindar y su mujer servía, cocinaba, traía los platos, los retiraba, susurrando al oído de cada una: «¿No se habrá quedado con hambre?». Montones de tablas alineadas contra las paredes y las virutas amontonadas en los rincones difundían un olor a madera cepillada, un olor a carpintería, el efluvio resinoso que penetra hasta el fondo de los pulmones.

Se interesaron por la niña, pero estaba en la iglesia y no volvería hasta la noche.

Entonces la compañía salió para dar una vuelta por el pueblo.

Era un pueblecito que atravesaba un camino real. Una decena de casas alineadas a lo largo de esta única calle albergaban a los comerciantes del lugar, el carnicero, el droguero, el carpintero, el cafetero, el zapatero y el panadero. La iglesia, en el extremo de esa especie de calle, estaba rodeada por un exiguo cementerio; y cuatro enormes tilos desmesurados, plantados frente al pórtico, le daban sombra por completo. Había sido construida con bloques de sílex tallado, sin ningún estilo, y rematada por un campanario de pizarra. Detrás se reanudaba la campiña, interrumpida aquí y allá por unos sotos de árboles que ocultaban las alquerías.

Aunque en traje de trabajo, Rivet daba ceremoniosamente el brazo a su hermana, avanzando con majestuosidad. Su mujer, impresionadísima por el vestido con hilillos de oro de Raphaële, se había colocado entre ésta y Fernande. La rechoncha Rosa apuraba el paso detrás junto con Louise Cacerola y Flora Columpio, que renqueaba, extenuada.

Los vecinos se asomaban a las puertas, los niños dejaban de jugar, un visillo levantado dejaba entrever una cabeza con una cofia de indiana; una anciana con muletas, casi ciega, se persignó como al paso de una procesión; y todos seguían largo rato con la mirada a todas aquellas guapas señoras de ciudad, llegadas de tan lejos para la primera comunión de la hija de Joseph Rivet. Ello hacía ganar una inmensa consideración al carpintero.

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