Cuentos esenciales (67 page)

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Authors: Guy de Maupassant

Tags: #Clásico, Cuento

BOOK: Cuentos esenciales
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Ella le miró, primero sorprendida, buscando en sus ojos la verdad de lo que decía, luego, tras haber comprendido, llena de desprecio, dijo:

—¿Tú tienes un hijo?

Él respondió con descaro:

—Sí, un hijo natural que he hecho criar en Asnières.

Ella prosiguió tan tranquila:

—Mañana iremos a verle para que pueda conocerlo.

Pero él enrojeció hasta las cejas y dijo balbuceando:

—Como quieras.

Ella se levantó, al día siguiente, a las siete, y como se mostrara asombrada:

—Pero ¿no vamos a ver a tu hijo? Me lo prometiste ayer por la noche. ¿Acaso hoy por casualidad ya no lo tienes?

Él saltó bruscamente de la cama:

—No iremos a ver a mi hijo, sino a un médico que te dirá lo que te mereces.

Ella respondió, como mujer segura de sí:

—No deseo otra cosa.

Cachelin se encargó de anunciar en el Ministerio que su yerno estaba enfermo; y el matrimonio Lesable, siguiendo una indicación de un farmacéutico vecino suyo, llamaba a la hora fijada a la puerta del doctor Lefilleul, autor de varias obras sobre higiene de la procreación.

Entraron en un blanco salón decorado con unas molduras doradas, mal amueblado, que parecía desnudo y no habitado a pesar de sus numerosos asientos. Se sentaron. Lesable se sentía preocupado, tembloroso y también avergonzado. Cuando les llegó la vez, entraron en una especie de despacho donde les recibió un hombre gordo de pequeña estatura, ceremonioso y frío.

Esperó que se explicasen, pero Lesable, rojo como la grana, no se atrevía. Entonces su mujer se decidió, y, con voz serena, como persona decidida a todo para lograr su deseo, dijo:

—Señor, venimos a verle porque no tenemos hijos. Y hay de por medio una gran fortuna.

La consulta fue larga, minuciosa y penosa. Sólo Cora no parecía en absoluto incómoda, prestándose al examen atento del médico como una mujer a la que anima y sostiene un más elevado interés.

Tras haber explorado durante cerca de una hora a los dos esposos, el facultativo no se pronunció.

—No encuentro nada —dijo—, nada anormal ni especial. Por otra parte, es un caso muy frecuente. Sucede con los cuerpos como con los caracteres. Vemos muchos matrimonios fracasados por incompatibilidad de caracteres, y tampoco es extraño ver otros estériles por incompatibilidad física. La señora parece particularmente bien formada y apta para la procreación. El señor, en cambio, aunque de constitución normal, parece debilitado, tal vez debido en parte a su excesivo deseo de ser padre. ¿Me permiten auscultarles?

Lesable, inquieto, se quitó el chaleco y el doctor permaneció largo rato con el oído pegado al tórax y a la espalda del empleado y le dio repetidamente unos golpecitos con los dedos, desde el estómago hasta el cuello y desde los riñones hasta la nuca.

Le encontró una ligera alteración en el ritmo cardíaco e incluso un problema en el pecho.

—Tiene que cuidarse, señor, cuidarse y mucho. Se trata de una anemia, de agotamiento, de nada más. Pero estas pequeñas alteraciones, insignificantes por el momento, pueden volverse a no mucho tardar incurables.

Lesable, pálido de angustia, pidió una prescripción facultativa. Se le recetó un régimen complicado. Hierro, carnes rojas, caldo durante el día, ejercicio, reposo y una estancia en el campo durante el verano. Luego el doctor les dio unos consejos para el momento en que él estuviera mejor. Les indicó prácticas inusitadas en su caso y generalmente exitosas.

La consulta costó cuarenta francos.

Cuando estuvieron en la calle, Cora dijo, llena de sorda cólera y previendo el porvenir:

—¡Estoy apañada!

Él no respondió. Caminaba devorado por los temores, recordando y sopesando cada palabra del médico. ¿No le había engañado? ¿No le había considerado un caso perdido? ¡No pensaba en absoluto en la herencia, ahora, ni en el hijo! ¡Se trataba de su vida!

Le parecía oír un silbido en sus pulmones y sentir latir aceleradamente su corazón. Al pasar por las Tullerías, tuvo un desfallecimiento y quiso sentarse. Exasperada, su mujer permaneció de pie cerca de él para humillarle, mirándole de arriba abajo con una compasión despectiva. Él respiraba con esfuerzo, exagerando el resoplido resultado de su emoción; y, con los dedos de la mano izquierda en el pulso de la muñeca derecha, contaba las pulsaciones de la arteria.

Cora, que pataleaba de la impaciencia, preguntó:

—¿Has acabado con tus dengues? ¿Hasta cuándo habrá que esperar?

Él se levantó, como se levantan las víctimas, y se puso de nuevo en camino sin pronunciar palabra.

Cuando Cachelin supo el resultado de la consulta, no moderó su furor. Vociferaba: «¡Aviados estamos, ah! ¡Sí, aviados de verdad!». Y miraba a su yerno con mirada feroz, como si se lo quisiera comer vivo.

Lesable no escuchaba, no oía, pensando únicamente en su salud, en su existencia amenazada. Ya podían gritar, padre e hija, pues ellos no se encontraban en su pellejo, y él quería salvar su pellejo.

Comenzaron a alinearse en la mesa, delante de su sitio, los frascos de farmacia, y él preparaba a cada comida las dosis de los medicamentos, ante las sonrisas de su mujer y las risotadas de su suegro. Se miraba en el espejo en todo momento, se llevaba a cada instante la mano al corazón para contar sus latidos, y se mandó hacer una cama en un cuarto oscuro que servía de guardarropa, pues no quería tener ya contacto carnal con Cora.

Ahora sentía por ella un odio temeroso, mezclado de desprecio y de repugnancia. Todas las mujeres, por otra parte, le parecían ahora una especie de monstruos, bestias peligrosas, que tenían por misión matar a los hombres; y no pensaba ya en el testamento de la tía Charlotte sino como se piensa en un accidente pasado en el que se ha estado a punto de perder la vida.

Pasaron algunos meses más. Sólo quedaba un año para que venciera el plazo.

Cachelin había colgado en el comedor un enorme calendario en el que tachaba un día cada mañana, y la exasperación de su impotencia, la desesperación de sentir de semana en semana escapársele esa fortuna, la rabia de pensar que tendría que seguir deslomándose en la oficina y vivir luego con una pensión de dos mil francos hasta su muerte, le empujaban a una violencia verbal que, por una nimiedad, podía degenerar en actos violentos.

Ya no podía mirar a Lesable sin estremecerse de una necesidad furiosa de pegarle, aplastarle, pisotearle. Le odiaba con un odio irracional. Cada vez que le veía abrir la puerta y entrar, le parecía que entrase un ladrón, que le hubiera despojado de un bien sagrado, de una herencia de familia. Le odiaba más que a un enemigo mortal al tiempo que le despreciaba por su debilidad y, sobre todo, por su cobardía, desde que había renunciado a perseguir la esperanza común por temor a su salud.

En efecto, Lesable vivía más separado de su mujer que si no les hubiera unido lazo alguno. Ya no se le acercaba, ni la tocaba, evitaba incluso su mirada, tanto por vergüenza como por temor.

Cachelin preguntaba cada día a su hija:

—¿Qué?, ¿se ha decidido tu marido?

Ella respondía:

—No, papá.

Cada noche, en la mesa, tenían lugar escenas lamentables. Cachelin repetía sin cesar:

—Cuando uno no es hombre, mejor sería palmarla para dejar el sitio a otro.

Y Cora añadía:

—La verdad es que hay gente muy inútil y molesta. No sé muy bien qué hacen en la tierra como no sea ser una carga para todo.

Lesable tomaba sus drogas y no respondía. Hasta que, finalmente, un día su suegro le dijo a gritos:

—¡Sepa que, si no cambia usted de actitud, ahora que está mejor, sé muy bien lo que hará mi hija!…

El yerno alzó la vista, presintiendo un nuevo ultraje, con mirada interrogativa. Cachelin prosiguió:

—¡Se buscará a otro en su lugar, por Dios! Y me extraña que no lo haya hecho ya. Cuando una mujer se casa con un baldragas como usted, todo está permitido.

Lesable, lívido, respondió:

—No soy yo quien le impide seguir sus buenos consejos.

Cora había bajado los ojos. Y Cachelin, consciente vagamente de que acababa de decir una enormidad, se quedó un poco confuso.

VI

En el Ministerio, los dos hombres parecían llevarse bastante bien. Se había establecido una especie de pacto entre ellos para disimular a sus colegas la guerra de su vida privada. Se llamaban «mi querido Cachelin» y «mi querido Lesable», y fingían incluso reír juntos, estar felices y contentos, satisfechos de su vida en común.

Lesable y Maze, por su parte, se comportaban el uno respecto al otro con la cortesía ceremoniosa de unos adversarios que han estado a punto de batirse. El duelo frustrado, cuyo escalofrío habían conocido, había establecido entre ellos una cortesía exagerada, una consideración más marcada, y acaso un secreto deseo de aproximación, nacido del confuso temor a una nueva complicación. Su comportamiento de hombres de mundo que han tenido un lance de honor era respetado y aprobado por la gente.

Se saludaban a distancia, con una rígida seriedad, con un sombrerazo de gran dignidad.

No cruzaban palabra, ninguno de los dos quería o se atrevía a ser el primero en hacerlo.

Pero un día, Lesable, a quien reclamaba su jefe con urgencia, echó a correr para demostrar su celo, y, al doblar el pasillo, fue a darse de bruces en su impulso contra el estómago de un empleado que llegaba en sentido contrario. Era Maze. Retrocedieron los dos, y Lesable preguntó con una solicitud incómoda y cortés:

—¿No le habré hecho daño, señor?

El otro respondió:

—En absoluto, señor.

A partir de ese momento, consideraron conveniente intercambiar algunas palabras al encontrarse. Luego se inició entre ellos una pugna de cortesías y de atenciones de la que nació una cierta familiaridad, seguida de una intimidad mitigada por la reserva, esa intimidad de las personas que se habían conocido mal con anterioridad, pero cuyo impulso de acercamiento se ve frenado por una cierta reserva temerosa; luego, a fuerza de cortesías y de intercambio de visitas a los respectivos negociados, surgió entre ellos una amistad.

Ahora charlaban a menudo cuando iban a oír las novedades en la oficina del oficial de entrada. Lesable había abandonado su arrogancia de empleado seguro de llegar alto. Maze había dejado de lado sus modales de hombre de mundo, mientras Cachelin se inmiscuía en la conversación y parecía ver con buenos ojos su amistad. A veces, cuando había salido el apuesto empleado, con el busto erguido, rozando con la cabeza el dintel de la puerta, le susurraba a su yerno:

—¡Ése sí que es un tiarrón!

Una mañana, mientras estaban los cuatro juntos, pues papá Savon no dejaba nunca sus copias, la silla del pobre, sin duda serrada por algún gracioso, se desvencijó bajo su peso, y el buen hombre rodó por el parqué lanzando un grito de espanto.

Los otros tres corrieron hacia él. El oficial de entrada atribuyó esta maquinación a los partidarios de la Comuna y Maze quería ver a toda costa dónde se había hecho daño. Cachelin y él trataron incluso de quitarle la ropa al viejo para curarle, decían. Pero él se resistía desesperadamente, gritando que no tenía nada.

Calmada la alegría, Cachelin exclamó de repente:

—Oiga usted, señor Maze, ahora que existe un buen entendimiento entre nosotros, ¿por qué no se viene el domingo a cenar a casa? Nos encantaría a todos; a mi yerno, a mí y también a mi hija, que le conoce mucho de oídas, pues hablamos a menudo de la oficina. ¿Qué me dice?

Lesable se sumó a los ruegos de su suegro, pero con un tono más frío:

—Venga. Será para nosotros un gran placer.

Maze dudaba, incómodo y sonriente al pensar en todos los rumores que corrían.

Cachelin insistía:

—Vamos, ¿de acuerdo?

—¡De acuerdo, acepto!

Cuando su padre le dijo al entrar en casa: «¿Sabes que el domingo viene a cenar el señor Maze?», Cora farfulló sorprendida:

—¿El señor Maze? ¡Vaya!

Y se le subió el pavo, sin saber por qué. Había oído hablar tan a menudo de él, de sus modales, de sus conquistas —porque en el Ministerio tenía fama de ser atrevido con las mujeres e irresistible—, que desde hacía bastante tiempo tenía ganas de conocerlo.

Chachelin añadió frotándose las manos:

—¡Ya verás, es un tío con toda la barba, y un buen mozo! ¡Es alto como un carabinero, ése no se parece a tu marido!

Ella no respondió, confusa como si se hubiera podido adivinar que había soñado con él.

La cena fue preparada con el mismo esmero que la de Lesable mucho tiempo antes. Cachelin discutía los platos, quería que todo estuviera bien, y, como si una confianza inconfesada, aún vaga, hubiera surgido en su corazón, parecía más alegre, tranquilizado por alguna previsión secreta y segura.

Durante todo el domingo, supervisó los preparativos en un estado de agitación, mientras Lesable despachaba un trabajo urgente que se había traído de la oficina. Era la primera semana de noviembre y se acercaba el Año Nuevo.

A las siete, llegó Maze, rebosante de buen humor. Entró como si estuviera en su casa y ofreció, con un cumplido, un gran ramo de rosas a Cora. Añadió, con ese tono familiar de la gente habituada al gran mundo:

—Me parece, señora, conocerla un poco desde que era una niña, pues hace muchos años que su padre me habla de usted.

Al ver las flores, Cachelin exclamó:

—Esto sí que es todo un detalle.

Y su hija se acordó de que Lesable, cuando vino a conocerla, no le había traído nada. El apuesto empleado parecía encantado, reía como un tipo campechano que va por primera vez a casa de unos viejos amigos, y le susurraba a Cora cumplidos discretos que le hacían enrojecer las mejillas.

A él le pareció muy atractiva; ella le juzgó muy seductor. Cuando se hubo ido, Cachelin exclamó:

—¡Qué tipo más simpático, y qué pinta debe de estar hecho! ¡Dicen que lleva de calle a todas las mujeres!

Pero Cora, menos expansiva, confesó que le parecía «amable y no tan postinero como había creído».

Lesable, que parecía menos cansado y triste que de costumbre, convino en que «se había equivocado respecto a él» en los primeros tiempos.

Maze volvió primero con comedimiento, luego más a menudo. Era del agrado de todo el mundo. Le atraían, le cuidaban. Cora le preparaba platos de su gusto. Y la intimidad de los tres hombres no tardó en ser tan grande que ya eran inseparables. El nuevo amigo llevaba a la familia al teatro, a los palcos que conseguía gracias a los periódicos.

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