Cachelin, aplacado por la esperanza que sentía en torno a sí, vivía feliz, bebía y comía mucho, sintiendo que le daban, al crepúsculo, ataques de poesía, ese ingenuo enternecimiento que se apodera de las personas obtusas ante determinadas visiones campestres: un raudal de luz entre las ramas, una puesta de sol en las lejanas laderas, con reflejos purpúreos en el río. Y afirmaba: «Yo, cuando veo estas cosas, no puedo dejar de creer en Dios. Siento un pinchazo aquí —y señalaba la boca del estómago— y todo se me trastoca. Me siento raro, como si me hubieran sumergido en un baño que me hace sentir ganas de llorar».
Lesable, sin embargo, iba mejorando, y le dominaban repentinos ardores que tenía olvidados, la necesidad de correr como un potro, de revolcarse en la hierba, de lanzar gritos de alegría.
Consideró que había llegado el momento. Y fue una verdadera noche de bodas.
Luego tuvieron una luna de miel, llena de achuchones y de esperanzas.
Hasta que se dieron cuenta de que sus tentativas eran infructuosas y su confianza vana.
Fue una desesperación, un desastre. Pero Lesable no se desanimó, se obstinó con esfuerzos sobrehumanos. Su mujer, agitada por el mismo deseo, y temblando del mismo temor, más robusta también que él, se prestaba de buen grado a sus tentativas, reclamaba su coyunda, despertaba sin cesar su desfalleciente ardor.
Regresaron a París en los primeros días de octubre.
La vida se volvía dura para ellos. Ahora brotaban de sus labios palabras desagradables; y Cachelin, que intuía lo que estaba pasando, les convertía en el blanco de envenenadas y groseras burlas cuarteleras.
Un pensamiento incesante les perseguía, les minaba, aguijoneaba su rencor mutuo, el de la herencia inalcanzable. Cora se mostraba ahora arrogante y dura con su marido. Le trataba como a un muchachuelo, un mocoso, una nulidad. Y Cachelin repetía en todas las cenas: «Yo, si hubiera sido rico, habría tenido muchos hijos… En cambio, cuando se es pobre es preciso tener juicio». Luego, volviéndose hacia su hija, añadía: «Tú, tú debes de ser como yo, pero…». Y lanzaba a su yerno una elocuente mirada acompañada de un encogimiento de hombros lleno de desprecio.
Lesable no replicaba nada, como hombre superior que había acabado en una familia de palurdos. En el Ministerio les parecía que tenía mal aspecto. El jefe mismo, un día, le preguntó:
—¿No estará usted enfermo? Le encuentro un poco cambiado.
Él respondió:
—Por supuesto que no, estimado señor. Quizá es la fatiga. He trabajado mucho desde hace un tiempo, como usted ha podido ver.
Contaba, por supuesto, con su promoción a final de año, y había reanudado, con esta esperanza, su vida laboriosa de empleado modelo.
Recibió apenas una insignificante gratificación, menos que todos los demás. Su suegro Cachelin no tuvo ninguna.
Afectado por el golpe, Lesable fue a ver de nuevo a su jefe y, por primera vez, le llamó «señor» a secas.
—¿De qué me sirve, señor, trabajar como lo hago si no recojo fruto alguno?
La gorda cabeza del señor Torchebeuf pareció fruncir el ceño:
—Ya se lo dije, señor Lesable, que no admito discusiones de esta naturaleza entre nosotros. Le repito de nuevo que me parece inconveniente su reclamación, dado que su fortuna actual comparada con la pobreza de sus colegas…
Lesable no pudo contenerse:
—¡Pero, señor, si yo no tengo nada! Nuestra tía ha dejado su fortuna al primer hijo que nazca de nuestro matrimonio. Tanto mi suegro como yo vivimos de nuestros sueldos.
El jefe, sorprendido, replicó:
—Aunque no tenga nada hoy, será usted rico, en cualquier caso, un día de éstos. Lo que viene a ser lo mismo.
Lesable se retiró, más abatido por la promoción perdida que por la herencia inalcanzable.
Pero cuando Cachelin acababa de llegar a su oficina, unos días más tarde, el apuesto Maze entró con una sonrisa en los labios, luego apareció Pitolet, con ojos relucientes, y a continuación Boissel empujó la puerta y avanzó con aire excitado, riéndose sarcásticamente y lanzando a los demás miradas de inteligencia. Papá Savon, con la pipa de barro en la comisura de la boca, seguía copiando, sentado en su silla alta, con los dos pies en el travesaño, como hacen los niños pequeños.
Nadie decía nada. Parecían a la espera de algo, y Cachelin llevaba el registro de los documentos, anunciando en voz alta, como solía:
—Tolón. Suministros de fiambreras para la
Richelieu
. Lorient. Escafandras para el
Desaix
. Brest. Pruebas con lonas de procedencia inglesa.
Apareció Lesable. Se pasaba ahora todas las mañanas a buscar los asuntos que eran de su incumbencia, pues su suegro no se molestaba ya en hacérselos llegar por medio del ordenanza.
Mientras rebuscaba entre los papeles dispersos sobre el escritorio del oficial de entrada, Maze le miraba de reojo frotándose las manos, y Pitolet, que se estaba liando un cigarrillo, mostraba en sus labios unos leves frunces de alegría, esos signos de una alegría que resulta ya incontenible. Se volvió hacia el escribiente diciendo:
—Papá Savon, habrá aprendido usted en su vida un sinfín de cosas, ¿no?
El viejo, comprendiendo que iban a burlarse de él y a hablar de nuevo de su mujer, no respondió.
Pitolet prosiguió:
—Ha descubierto usted al menos el secreto de hacer hijos, puesto que ha tenido varios.
El buen hombre levantó la cabeza:
—Señor Pitolet, sepa usted que no me gustan las bromas sobre este asunto. Tuve la desgracia de casarme con una mujer indigna. En cuanto tuve pruebas de su infidelidad, me separé de ella.
Maze preguntó con tono indiferente, sin reírse:
—Prueba que tuvo varias veces, ¿no?
Papá Savon respondió con aire serio:
—Sí, señor.
Pitolet prosiguió:
—Ello no es óbice para que usted haya tenido varios hijos, tres o cuatro, por lo que me han dicho.
El buen hombre, tras ponerse rojo como una amapola, balbució:
—Busca usted herirme, señor Pitolet, pero no lo conseguirá. Mi mujer tuvo, en efecto, tres hijos. He de suponer que el primero fue mío, pero reniego de los otros dos.
Pitolet continuó:
—Todo el mundo dice, en efecto, que el primero es suyo. Es suficiente. Es muy bonito tener un hijo, muy bonito y un motivo de gran felicidad. Mire, apostaría a que Lesable estaría encantado de hacer uno, uno solo, como usted.
Cachelin había dejado de llevar el registro. Todo aquello no le hacía ninguna gracia, aunque papá Savon fuese su cabeza de turco normalmente y que hubiesen agotado con él la serie de bromas inconvenientes sobre el asunto de sus desdichas conyugales.
Lesable había recogido sus papeles; pero, al oír que se le atacaba, quiso quedarse, retenido por el orgullo, avergonzado e irritado, y pensando en quién podía haberles revelado su secreto. Luego se acordó de lo que le había contado a su jefe, y enseguida comprendió que tendría que mostrarse en adelante muy enérgico si no quería ser el blanco de todas las burlas del Ministerio.
Boissel andaba adelante y atrás, sin parar de reír burlonamente. Imitó la voz ronca de los vendedores callejeros y bramó:
—¡El secreto para hacer niños, a diez céntimos, dos sueldos! ¡Pidan el secreto para hacer niños, revelado por el señor Savon, con muchos horribles detalles!
Todo el mundo se echó a reír, a excepción de Lesable y de su suegro. Y Pitolet, volviéndose hacia el oficial de entrada, dijo:
—Pero ¿qué le pasa, Cachelin? No reconozco su alegría habitual. Se diría que no encuentra gracioso que papá Savon haya tenido un hijo de su mujer. A mí me parece de lo más divertido. ¡No es dado a todo el mundo!
Lesable se había puesto a revolver entre unos papeles, fingiendo leer y no oír nada; pero había palidecido.
Boissel prosiguió con el mismo tono de voz de gamberro:
—¡De la utilidad de los herederos para hacerse con las herencias, diez céntimos, dos sueldos, cómprenlo!
Entonces Maze, que consideraba de baja estofa ese tipo de ingenio y se la tenía guardada a Lesable por haberle arrebatado la esperanza de fortuna que alimentaba en el fondo de su corazón, le preguntó sin ambages:
—¿Qué le pasa, Lesable, que está tan pálido?
Lesable alzó la cabeza y miró a la cara a su colega. Dudó unos instantes, con labios temblorosos, buscando una respuesta que fuera hiriente al tiempo que ingeniosa, pero, al no encontrar nada adecuado, dijo:
—No me pasa nada. Sólo que estoy asombrado de verles hacer un semejante alarde de ingenio.
Maze, en todo momento de espaldas al fuego y levantándose con ambas manos los faldones de su levita, prosiguió entre risas:
—Se hace lo que se puede, amigo. Nosotros somos como usted, no siempre conseguimos…
Un estallido de risas le cortó la palabra. Papá Savon, estupefacto, comprendiendo vagamente que la cosa no iba ya con él, que no era de él de quien se burlaban, permanecía con la boca abierta, la pluma en suspenso. Y Cachelin esperaba, presto a propinar unos puñetazos al primero que se le pusiera delante.
Lesable balbució:
—No entiendo. ¿Qué no he conseguido?
El apuesto Maze dejó caer uno de los faldones de su levita para ensortijarse el bigote y, con tono gracioso, dijo:
—Sé que consigue usted normalmente cuanto se propone. Por ello, he cometido un error al referirme a usted. Se trataba, por otra parte, de los hijos de papá Savon, no de los suyos, puesto que no tiene ninguno. Ahora bien, como siempre logra cuanto se propone, es evidente que, si no tiene hijos, es porque no ha querido tenerlos.
Lesable preguntó con aspereza:
—¿Quién le manda meterse en camisas de once varas?
Ante ese tono provocador, Maze levantó, a su vez, la voz:
—Pero ¿qué le pasa? ¡Trate de ser educado, o tendrá que vérselas conmigo!
Pero Lesable temblaba de ira y, perdiendo toda compostura, dijo:
—Señor Maze, no soy yo, como usted, un gran fatuo, ni me las doy de guapeza. Y le ruego que a partir de ahora no me dirija nunca más la palabra. Me trae sin cuidado usted y los de su calaña.
Y dirigió una mirada retadora a Pitolet y a Boissel.
Maze había comprendido de repente que la verdadera fuerza radica en la calma y la ironía; pero, herido en lo más vivo de su vanidad, quiso asestar un golpe mortal a su enemigo, y prosiguió diciendo con un tono protector, un tono de consejero benevolente, con la rabia pintada en los ojos:
—Mi querido Lesable, se pasa usted de la raya. Comprendo, por otra parte, su despecho; sé que fastidia perder una fortuna y perderla por tan poco, por algo tan fácil, tan simple… Mire usted, si quiere, le hago ese favor, y a cambio de nada, como buen compañero. Es algo que se despacha en cinco minutos…
No había terminado de decirlo cuando recibió en pleno pecho el tintero de papá Savon, lanzado por Lesable. Un chorretón de tinta cubrió su rostro, volviéndolo negro con sorprendente rapidez. Él se abalanzó, con los ojos en blanco, levantando la mano para golpear. Pero Cachelin cubrió a su yerno, cogiendo al alto Maze por la cintura, y, zarandeándole, sacudiéndole, moliéndole a golpes, le arrojó contra la pared. Maze se desprendió con un violento esfuerzo, abrió la puerta y gritó a los dos hombres:
—¡Tendrán ustedes noticias mías! —Y desapareció.
Pitolet y Boissel le siguieron. Boissel justificó su moderación por el temor a cargarse a uno de ellos de haber tomado parte en la trifulca.
Apenas hubieron entrado en su oficina, Maze trató en vano de limpiarse; había sido manchado con una tinta de fondo violeta, de esas indelebles e imborrables. Permanecía delante del espejo, furioso y apesadumbrado, frotándose rabiosamente el rostro con su toalla enrollada a manera de un manojo de paja. El resultado fue un negro más intenso y matizado de rojo a causa de la sangre que le afluía a la piel.
Boissel y Pitolet le habían seguido y le daban consejos. Según el primero, había que lavar el rostro con aceite de oliva puro, según el otro haría falta amoníaco. Mandaron al ordenanza a pedir consejo a un farmacéutico. Éste le trajo un líquido amarillo y una piedra pómez. No se obtuvo ningún resultado.
Maze, desalentado, se sentó y declaró:
—Ahora queda por solventar la cuestión de honor. ¿Quieren ser ustedes mis padrinos e ir a pedirle al señor Lesable que me presente las debidas excusas o una reparación por las armas?
Los dos aceptaron y se pusieron a discutir los pasos a dar. No tenían ninguna experiencia en ese tipo de asuntos, pero no querían confesarlo, y, preocupados por el deseo de ser correctos, expresaban opiniones tímidas y diversas. Se decidió que consultarían a un capitán de fragata, agregado al Ministerio para dirigir el servicio del carbón. Éste no sabía del asunto más que ellos. Pero, tras haber reflexionado, les aconsejó que fueran a ver a Lesable y le rogaran que les pusiera en contacto con dos amigos suyos.
Cuando se dirigían hacia el despacho de su colega, Boissel se detuvo de improviso:
—¿No es conveniente que nos agenciemos unos guantes?
Pitolet dudó un momento:
—Sí, tal vez sí.
Pero para conseguir unos guantes había que salir, y el jefe no bromeaba con estas cosas. Mandaron, pues, al ordenanza a buscar un surtido en una tienda. La cuestión del color les tuvo indecisos durante un buen rato. Para Boissel tenían que ser negros, en cambio Pitolet opinaba que ese color era inadecuado para la circunstancia. Los eligieron de color violeta.
Al ver entrar a los dos hombres enguantados y solemnes, Lesable levantó la cabeza y preguntó bruscamente:
—¿Qué desean ustedes?
Respondió Pitolet:
—Señor, hemos sido encargados por nuestro amigo el señor Maze de exigirle excusas o bien una reparación por las armas por haber recurrido a las vías de hecho con él.
Pero Lesable, aún exasperado, exclamó:
—Pero ¡cómo! ¿Me ofende y encima trata de provocarme? Díganle que le desprecio y que desprecio todo cuanto pueda decir o hacer.
Con aire trágico, Boissel dio un paso adelante y dijo:
—Así nos obliga usted a publicar en los periódicos una notificación que no será de su agrado.
Pitolet añadió con malicia:
—Y que puede lesionar gravemente su honor y perjudicar sus futuras promociones.
Lesable les miraba aterrado. ¿Qué hacer? Pensó en ganar tiempo:
—Señores, dentro de diez minutos tendrán mi respuesta. ¿Quieren esperar en la oficina del señor Pitolet?