Dicho sea con perdón, señoras.
Las otras continuaban jugando en aquel palacio, parecidas a una cuadrilla de jóvenes gatitas.
Châli no me dejaba ya, salvo cuando iba yo al palacio del príncipe.
Pasábamos juntos horas deliciosas en las ruinas del viejo palacio, en medio de los monos que se habían convertido en nuestros amigos.
Ella se recostaba en mis rodillas y se quedaba inmóvil rumiando quién sabe qué pensamientos en su cabecita de esfinge, o acaso sin pensar en nada, pero siempre en la hermosa y seductora actitud de esos pueblos nobles y soñadores, la actitud hierática de las estatuas sagradas.
Yo había traído en una gran bandeja de cobre provisiones, pasteles, fruta. Y las monas se acercaban poquito a poco, seguidas de sus crías más tímidas, para sentarse a continuación en círculo en torno a nosotros, sin atreverse a acercarse más, en espera de que hiciera yo el reparto de las golosinas.
Entonces, casi siempre, un macho más atrevido venía hacia mí poniendo la mano como un mendigo; y yo le daba algún bocado que él llevaba enseguida a su hembra. Y todas las demás monas empezaban a lanzar chillidos furiosos, de celos y de ira, y no me quedaba más remedio que dar a cada una su parte para que cesara aquel endiablado alboroto.
Como me encontraba muy bien en aquellas ruinas, me llevé allí mis útiles de trabajo. Pero apenas vieron los monos el cobre de los aparatos de precisión creyeron que se trataba de unos instrumentos mortíferos y huyeron por todas partes chillando como condenados.
También pasaba a menudo mis veladas con Châli en una de las galerías exteriores que dominaba el lago de Vihara. Contemplábamos, sin despegar los labios, la refulgente luna que alumbraba en lo alto del cielo lanzando sobre el agua un trémulo manto de plata y, allá, en la orilla opuesta, la fila de pequeñas pagodas, semejantes a graciosas setas que hubieran crecido al borde del agua. Y tomando entre mis manos la carita seria de mi jovencísima amante, besaba lenta, largamente, su frente tersa, sus ojos colmados del secreto de aquella tierra antigua y fabulosa, y sus labios calmos que se abrían a mi caricia. Y sentía una sensación confusa, intensa y sobre todo poética, la sensación de poseer, en aquella chiquilla, a toda una raza, la bella raza misteriosa de la que se dice han salido todas las demás.
Mientras tanto el príncipe seguía colmándome de presentes.
Un día me mandó un objeto insólito, que provocó la admiración apasionada de Châli. No era más que una cajita de conchas, una de esas cajitas de cartón recubiertas de conchas que en Francia habría podido costar a lo sumo cuarenta sueldos, mientras que allí era algo de un valor inapreciable. Sin duda, era la primera de aquel tipo que había entrado en el reino.
La puse sobre un mueble y allí la dejé, sonriéndome de la importancia que se daba a aquella fea chuchería de bazar.
Pero Châli no se cansaba de examinarla, de admirarla, llena de respeto y de éxtasis. Me preguntaba de vez en cuando: «¿Me permites que la toque?». Y, cuando le autorizaba a hacerlo, levantaba la tapa, la volvía a cerrar con grandes precauciones, acariciaba con sus finos dedos, muy suavemente, el recubrimiento de conchitas, y parecía sentir, gracias a ese contacto, un goce delicioso que la conmovía.
Pero yo había terminado mis trabajos y tenía que regresar. Me costó mucho tiempo decidirme, retenido ahora por mi cariño hacia mi joven amiga. Finalmente, tuve que tomar una determinación.
El príncipe, desconsolado, organizó nuevas partidas de caza, nuevos combates de luchadores; pero, tras quince días de estas diversiones, declaré que no podía seguir quedándome por más tiempo, y él me dejó en libertad.
La despedida de Châli fue desgarradora. Ella lloraba, recostada sobre mí, con la cabeza en mi pecho, totalmente sacudida por la tristeza. Yo no sabía qué hacer para consolarla, mis besos no servían de nada.
De repente, tuve una idea, y, levantándome, fui a buscar la cajita de las conchas, que puse en sus manos. «Es para ti. Tuya es.»
La vi entonces sonreír de nuevo. Todo su rostro se iluminaba de una alegría interior, de esa honda alegría de los sueños imposibles hechos de repente realidad.
Y ella me besó apasionadamente.
No importa, lloró mucho no obstante en el momento del último adiós.
Repartí besos de padre y dulces a todo el resto de mis mujeres, y partí.
II
Pasaron dos años, luego los azares del servicio en la Marina me llevaron de nuevo a Bombay. Como consecuencia de una serie de circunstancias imprevistas, me fue confiada otra misión, dado mi conocimiento del país y de su lengua.
Terminé mis trabajos lo más rápidamente posible y, como todavía tenía tres meses por delante, quise ir a hacer una corta visita a mi amigo, el rey de Ganhara, y a mi querida mujercita Châli, a la que sin duda encontraría muy cambiada.
El rajá Maddan me recibió con muestras de frenética alegría. Hizo degollar delante de mí a tres gladiadores, y no me dejó solo ni un segundo durante el primer día de mi vuelta.
Finalmente, por la noche, encontrándome libre, mandé llamar a Haribadada y, tras muchas preguntas de diversa índole, para confundir su perspicacia, le pregunté:
—¿Qué ha sido de la pequeña Châli que me regaló el rajá?
Puso cara triste, de fastidio, y respondió con gran incomodidad:
—¡Mejor no hablar de ella!
—¿Y eso por qué? Era una mujercita amable.
—Tomó un mal camino, señor.
—Pero ¡cómo! ¿Châli? ¿Qué ha pasado? ¿Dónde está?
—Quiero decir que acabó mal.
—¿Que acabó mal? ¿Ha muerto?
—Sí, señor, cometió una fea acción.
Yo estaba muy agitado, me palpitaba con fuerza el corazón y sentía un nudo de angustia en la garganta.
Continué:
—¿Una fea acción? ¿Qué fue lo que hizo? ¿Qué le pasó?
Él, cada vez más incómodo, murmuró:
—Es mejor que no me lo pregunte.
—Sí, quiero saberlo.
—Era una ladrona.
—Pero ¡cómo! ¿Y qué robó?
—A usted, señor.
—¿A mí? ¿Y de qué modo?
—El mismo día de su partida le cogió la cajita que le había regalado el príncipe. La encontramos en su poder.
—¿Qué cajita?
—La cajita de las conchas.
—¡Pero si yo mismo se la regalé!
El indio levantó hacia mí unos ojos de mirada estupefacta y respondió:
—Sí, eso juró ella por lo más sagrado, que se la había dado usted. Pero no podíamos creer que hubiera dado a una esclava un presente del rey, por lo que el rey mandó castigarla.
—Castigarla, ¿cómo? ¿Qué le hicieron?
—Se la metió en un saco y fue arrojada al lago por esta ventana, señor, por la ventana de la habitación en que ahora nos encontramos, donde había cometido el hurto.
Me sentía embargado por el más atroz de los dolores que haya sentido nunca e hice una seña a Haribadada de que se fuera para que no me viera llorar.
Pasé la noche en la galería que domina el lago, en la galería donde tantas veces había tenido en mis rodillas a la pobre niña.
Y pensaba que el esqueleto de su hermoso cuerpecito descompuesto se encontraba allí abajo, dentro de un saco de tela atado con una cuerda, en el fondo de aquellas aguas negras que en otro tiempo contemplamos juntos.
Volví a partir al día siguiente, no obstante los ruegos y el gran disgusto del rajá.
Ahora estoy convencido de que nunca he amado a otra mujer, excepto a Châli.
I
Soplaba un viento tempestuoso del norte que empujaba por el cielo unos nubarrones de invierno, pesados y negros, que descargaban a su paso sobre la tierra fuertes chaparrones.
El mar embravecido rugía y azotaba la costa, lanzando sobre la orilla unas enormes olas lentas y babosas que rompían con detonaciones de artillería. Llegaban muy despacio, una tras otra, altas como montañas, esparciendo por los aires, a rachas, la blanca espuma de sus frentes así como un sudor de monstruos.
El huracán se introducía en el pequeño valle de Yport, silbaba y gemía, arrancando las pizarras de los tejados, rompiendo postigos, abatiendo chimeneas, desencadenando por las calles tales ventoleras que era imposible caminar si no era sujetándose a las paredes, y a los niños se los habrían llevado como si fueran hojas lanzándolos a los campos, más allá de las casas.
Las barcas de pesca habían sido jaladas hasta tierra por temor a que el mar fuera a barrer la playa durante la marea alta, y algunos marineros, ocultos tras la redonda panza de las embarcaciones tumbadas de costado, contemplaban esta ira del cielo y del agua.
Luego se iban yendo poco a poco, pues la noche caía sobre la tempestad, envolviendo de sombras el océano enloquecido y el estruendo de los elementos desencadenados.
Quedaban aún allí dos hombres, con las manos en los bolsillos, la espalda encorvada ante las ráfagas, la gorra de lana calada hasta los ojos, dos corpulentos pescadores normandos, con una hirsuta barba en collar, la piel tostada por las ráfagas salinas de la alta mar, de ojos azules picados de un puntito negro en medio, esos ojos penetrantes de los marinos capaces de ver hasta el confín del horizonte, como un ave de presa.
Uno de ellos decía:
—Vamos, larguémonos, Jérémie. Vayamos a matar el tiempo jugando una partida de dominó. Te invito.
El otro seguía dudando, tentado por el juego y el aguardiente, sabiendo perfectamente que se emborracharía de nuevo si entraba en el café de Paumelle, y retenido también al pensar en su mujer, que se había quedado completamente sola en su tugurio.
Preguntó:
—Cualquiera diría que has apostado algo para emborracharme todas las noches. Dime, ¿qué sacas tú pagando siempre?
Y se reía al solo recuerdo de todo el aguardiente que se había tomado a costa del otro; se reía con esa risa satisfecha del normando que sabe aprovecharse.
Mathurin, su colega, le seguía tirando de un brazo.
—Vamos, Jérémie. No es una noche para volver sin algo caliente en el estómago. ¿Qué temes? ¿Es que no te calentará tu mujer la cama?
Jérémie respondió:
—La otra noche no conseguía encontrar la puerta. ¡Casi tuvieron que sacarme del arroyo de delante de casa!
Todavía le hacía reír aquel recuerdo de borracho, mientras iba despacito hacia el café de Paumelle, en cuyos cristales de las ventanas se veía luz; iba, tirado por Mathurin y empujado por el viento, incapaz de resistirse a aquellas dos fuerzas.
La sala baja estaba llena de pescadores, de humo y de gritos. Todos aquellos hombres, vestidos de lana, acodados en las mesas, vociferaban para hacerse oír. Cuantos más parroquianos entraban, más había que gritar en medio del vocerío y del golpear de fichas de dominó contra el mármol para hacer más ruido aún.
Jérémie y Mathurin fueron a sentarse en un rincón y dieron comienzo a la partida, y las copas desaparecían, una tras otra, en el fondo de sus gaznates.
Jugaron a continuación otras partidas, sin dejar de tomar más copas. Mathurin seguía llenándolas, mientras le guiñaba el ojo al cafetero, un gordo rojo como el fuego que se lo pasaba en grande, como si sólo él estuviera en el secreto de quién sabe qué broma; y Jérémie seguía empinando el codo, balanceaba la cabeza, lanzaba risas parecidas a rugidos mientras miraba a su compadre con aire idiotizado y contento.
Todos los parroquianos se iban yendo. Y, cada vez que uno abría la puerta de salida para irse, entraba en el café tal ventolera que hacía arremolinarse el denso humo de las pipas, oscilar las luces suspendidas de unas cadenillas y vacilar sus llamas; y de repente se oía la honda acometida de una ola que rompía y el bramido de la ventolina.
Con el cuello desabrochado, Jérémie adoptaba posturas de borracho, con una pierna estirada y un brazo pendulón; y con la otra mano sujetaba las fichas del dominó.
Ya no quedaban más que ellos dos con el cafetero, que se había acercado, lleno de interés.
Preguntó:
—¿Qué?, Jérémie, ¿cómo va por dentro? ¿Has conseguido refrescarte de tanto trincar?
Y Jérémie farfulló:
—¡Qué va, cuanto más baja, más seco tengo el gaznate!
El cafetero miraba a Mathurin con aire de astucia y le dijo:
—Mathurin, ¿dónde está tu hermano a estas horas?
El pescador rió silenciosamente:
—Calentito está él, pierde cuidado…
Los dos miraron a Jérémie, que, con aire triunfal, colocaba el seis doble, diciendo:
—Cierro.
Acabada la partida, el cafetero declaró:
—Muchachos, yo ya tengo ganas de meterme en el sobre. Os dejo una lámpara encendida y también la botella. Os costará veinte sueldos. Cierra la puerta de entrada, Mathurin, y deja la llave debajo del tejadillo, como la otra noche.
—Tú tranquilo. Entendido.
Paumelle chocó la mano a sus dos clientes rezagados y subió pesadamente la escalera de madera. Durante unos minutos, su paso pesado resonó en la casita; luego un fuerte crujido reveló que acababa de meterse en la cama.
Los dos hombres siguieron jugando; de vez en cuando, una rabiosa acometida del huracán sacudía la puerta, haciendo temblar las paredes, y los dos parroquianos alzaban la cabeza como si fuera a entrar alguien. Mathurin cogía acto seguido la botella y llenaba la copa de Jérémie. Pero de repente, el reloj suspendido sobre el mostrador dio las doce de la noche. Su ronco timbre hacía pensar en un choque de cacerolas, y sus toques vibraban largamente con una sonoridad de chatarra.
Enseguida Mathurin se levantó, como un marinero que ha terminado su turno de guardia.
—Vamos, Jérémie, hay que retirarse.
El otro se movió con más esfuerzo y recobró el equilibrio apoyándose en la mesa; luego llegó a la puerta y la abrió, mientras su compañero apagaba la luz.
Cuando estuvieron en la calle, Mathurin cerró el establecimiento y dijo:
—Vamos, buenas noches, hasta mañana.
Y desapareció en las tinieblas.
II
Jérémie dio tres pasos, luego se tambaleó, extendió las manos, encontró una pared que le sostuvo de pie y echó a andar de nuevo trastabillando. A ratos, una ventolina, introduciéndose en el estrecho callejón, le lanzaba hacia delante, haciéndole correr unos pasos; luego, cuando cesaba la violencia de la ráfaga, al no tener ya quien le empujase, se paraba en seco y empezaba a tambalearse de nuevo sobre sus caprichosas piernas de borracho.
Iba, instintivamente, hacia su casa, como los pájaros van a su nido. Por fin reconoció su puerta y buscó a tientas la cerradura para meter la llave. Pero no encontraba el ojo y juraba a media voz. Entonces se puso a llamar a su mujer dando fuertes puñetazos contra la puerta para que viniera en su ayuda.
—¡Mélina! ¡Eh, Mélina!
Como se apoyaba contra la hoja para no caerse, ésta cedió, se abrió, y Jérémie, perdiendo su apoyo, entró cayéndose, yendo a darse de bruces en medio de su casa, y sintió que algo pesado le pasaba por encima del cuerpo, perdiéndose luego en la noche.
Ya no se movía, atontado por el miedo, como loco, asustado por el diablo, por los aparecidos, por todas las cosas misteriosas que pueblan las tinieblas, y esperó largo rato sin osar moverse. Pero, como vio que nada se movía ya, recobró un poco la razón, la turbia razón de beodo.
Y se sentó lentamente. Esperó de nuevo un largo rato y, atreviéndose al fin, dijo:
—¡Mélina!
Su mujer no respondió.
Entonces, de repente, cruzó por su mente nublada una duda, una duda imprecisa, una vaga sospecha. No se movía; seguía allí, sentado en el suelo, en la oscuridad, buscando sus ideas, aferrándose a reflexiones incompletas y trastabilleantes como sus pies.
Preguntó de nuevo:
—¡Dime quién era, Mélina! ¡Dime quién era! ¡Que no te haré nada!
Esperó. No llegó de la oscuridad voz alguna. Entonces se puso a razonar en voz alta.
—¡Estoy bebido, verdaderamente bebido! ¡Ha sido él quien me ha puesto en este estado, ese granuja, ha sido él, para no dejarme volver! ¡Estoy bebido!
Y repetía:
—¡Dime quién era, Mélina, o haré una tontería!
Tras haber esperado de nuevo, continuaba, con una lógica lenta y obstinada de borracho:
—Ha sido él, ese zángano de Paumelle, quien me ha retenido en el café, lo mismo que las otras noches para no dejarme volver. Es su cómplice. ¡Ah, maldito!
Lentamente se puso de rodillas. Por dentro le crecía una ira sombría, mezclándose con los efluvios del aguardiente.
Repitió:
—¡Dime quién era, Mélina, o te atizo, estás avisada!
Ahora estaba de pie, temblando de una ira fulminante, como si el alcohol que tenía en el cuerpo se hubiera encendido en sus venas. Dio un paso, se golpeó contra una silla, la cogió, caminó de nuevo, encontró la cama, la palpó y sintió dentro el cuerpo caliente de su mujer.
Entonces, loco de rabia, gruñó:
—¡Ah, así que estás aquí, asquerosa, y no respondías!
Levantando la silla que sujetaba con sus robustas manos de marinero, la dejó caer con furia exasperada. Salió de la cama un grito desaforado, desgarrador. Entonces él comenzó a golpear como un trillador de cereales con una vara. Al cabo de poco no se movió ya nada. La silla estaba hecha pedazos, pero le quedaba en la mano una pata y con ella seguía golpeando, mientras jadeaba.
De repente se paró y preguntó:
—¿Me quieres decir ahora quién era?
Mélina no respondió.
Entonces, muerto de cansancio y anonadado por su violencia, se dejó caer en el suelo, se tumbó y se durmió.
Cuando se hizo de día un vecino, al ver la puerta abierta, entró. Vio a Jérémie roncando en el suelo, por donde había esparcidos los restos de una silla y, en la cama, una papilla de carne y de sangre.