Cuentos completos (447 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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»Para mi horror, Baldur se tapó la cara con las manos y rompió a llorar.

»“No te apures, Baldur”, le dije. “
Tiene
que funcionar”.

»Meneó la cabeza y dijo con voz apagada: “No. Sólo funciona si yo creo, y ya no creo. Todo el mundo dice que es un milagro. Nadie cree en la antigravedad. Sencillamente, se ríen de mí, y el científico dijo que el objeto era tan sólo un trozo de metal, sin ninguna fuente de energía ni ningún control, y que la antigravedad era imposible según Einstein, el tipo de la relatividad. Debía haberte hecho caso, George. Ahora ya no volveré a volar nunca, porque he perdido la fe. Quizá nunca fue la antigravedad y todo fue obra de Dios, actuando a través de ti por alguna razón. Estoy empezando a creer en Dios, y he perdido la fe”.

»Pobrecillo. Nunca más volvió a volar. Me devolvió el aparato, y yo se lo entregué a Azazel.

»Finalmente, Baldur abandonó su empleo, volvió a aquella iglesia en cuyas proximidades había caído y ahora trabaja allí como diácono. Le atienden muy solícitamente porque creen que la mano de Dios estuvo sobre él.

Miré fijamente a George, pero su rostro, como siempre que me hablaba de Azazel, tenía una expresión de absoluta sinceridad.

—George, ¿ha sucedido eso recientemente? —le pregunté.

—El año pasado.

—¿Con todo ese alboroto del milagro, los periodistas y los titulares en los periódicos y todo lo demás?

—En efecto.

—Bien, ¿puedes explicarme, entonces, cómo es que nunca he visto nada acerca de ello en los periódicos?

George metió la mano en el bolsillo y extrajo los cinco dólares y ochenta y dos centavos correspondientes al cambio que él había recogido cuidadosamente después de que yo hubiera pagado la comida con un billete de veinte dólares y otro de diez. Separó el billete y dijo:

—Cinco dólares a que puedo explicarlo.

—Cinco dólares a que no puedes —repliqué al instante, sin vacilar.

—Tú solamente lees el
New York Times,
¿verdad? —preguntó.

—Verdad —respondí.

—Y el
New York Times,
con la debida consideración a los que estima sus intelectuales lectores, coloca todas las noticias de milagros en la página 31, en algún oscuro lugar junto a los anuncios de bikinis, ¿no?

—Posiblemente, pero, ¿qué te hace pensar que yo no lo vería, aunque fuese un artículo pequeño y poco destacado?

—Porque —concluyó triunfalmente George— sabido es que, aparte de algunos titulares sensacionalistas, tú no lees, nada en el periódico. Tú hojeas el
New York Times
sólo para ver si tu nombre aparece mencionado en alguna parte.

Reflexioné durante unos momentos y dejé que se llevara los otros cinco dólares. Lo que decía no era verdad, pero sé que, probablemente, es la opinión general, así que decidí que de nada servía discutir.

R
ELATOS DE MISTERIO:
L
OS
V
IUDOS
N
EGROS
Introducción

(Relatos de los Viudos Negros)

Dotado de una imaginación extraordinaria, Isaac Asimov ha alcanzado una inmensa popularidad basada principalmente en su innegable talento para la divulgación científica y en una extensa producción de narraciones de ciencia ficción cuya audacia y originalidad han dado lugar a una renovación decisiva del género. Menos conocida es quizá su faceta de escritor de relatos de misterio a la que corresponde la serie de cuentos de los “Viudos Negros”. Un grupo de amigos dedicados a distintas profesiones, pero unidos por una común curiosidad, se reúnen a cenar en un elegante restaurante una vez al mes acompañados de un invitado quien, acabada la cena, es sometido a un minucioso interrogatorio a lo largo del cual se propone y se resuelve un enigma. Será el más callado y humilde de los asistentes, Henry, el camarero, quien invariablemente proporcione la única solución posible del misterio. El ingenio y la erudición, la capacidad de deducción y un fino humor se combinan en estos cuentos de inexcusable lectura para los admiradores del autor de "Estoy en Puerto Marte sin Hilda", así como para todos los aficionados al relato detectivesco.

La risita adquisitiva (1972)

“The Acquisitive Chuckle”

Hanley Bartram era esa noche el invitado de los Viudos Negros, quienes se reunían todos los meses en su silenciosa guarida y juraban matar a la mujer que se entrometiera… durante esa noche del mes, al menos.

El número de concurrentes variaba, pero en esa ocasión estaban presentes cinco miembros.

Geoffrey Avalon era el anfitrión de esa noche. Alto, de bigote cuidadosamente recortado y una barbita ahora más blanca que negra, conservaba, sin embargo, el cabello casi tan negro como siempre.

Como anfitrión era su deber ofrecer el brindis ritual que señalaba el comienzo de la comida en sí. En voz alta y con placer, dijo:

—Por el viejo King Cole, cuya memoria es sagrada. Que su pipa esté siempre encendida, su plato siempre lleno, su espíritu siempre alto, y por nosotros, para que seamos tan felices como él durante toda nuestra vida.

Todos contestaron “Amén” se llevaron el vaso a los labios y se sentaron. Avalon puso la copa a un costado de su plato. Era la segunda y ahora se hallaba justamente por la mitad. Así permanecía durante el resto de la comida, sin que la tocara nuevamente. Avalon era abogado en derecho patentario y su vida social reflejaba toda la minuciosidad de su trabajo. Una copa y media era todo lo que se permitía en esas ocasiones.

Thomas Trumbull irrumpió por las escaleras a último momento, con su grito de siempre.

—¡Whisky con soda para un hombre moribundo, Henry!

Henry, camarero de esas reuniones desde hacía ya varios años (sin que aún ningún Viudo Negro hubiera oído mencionar su apellido), tenía el whisky y la soda ya preparados. Frisaba por los sesenta, pero tenía la cara lisa y sin arrugas. Su voz parecía sonar a la distancia, aun mientras hablaba.

—Aquí está, Sr. Trumbull.

Trumbull vio a Bartram en seguida y en un aparte le preguntó a Avalon.

—¿Tu invitado?

—Él me pidió que lo trajera —dijo Avalon, procurando decirlo casi en un susurro—. Buen muchacho. Te gustará.

La cena era tan variada como los asuntos de los que se ocupaban los Viudos Negros. Emmanuel Rubin, —que también gastaba barba —una barbita escasa y desigual bajo una boca de dientes muy espaciados—, pertenecía al género de los escritores y se hallaba ocupado en contar con fruición los detalles de la historia que acababa de terminar. James Drake, de rostro rectangular y bigote, pero sin barba, lo interrumpía de vez en cuando recordando otras historias que guardaban cierta relación con ésa. Drake era sólo especialista en química orgánica, pero poseía un conocimiento enciclopédico sobre literatura de todo tipo.

Trumbull, experto en códigos, pasaba por ser un alto consejero del gobierno y se le había metido en la cabeza demostrar su desprecio por los pronunciamientos políticos de Mario Gonzalo.

—¡Maldición! —gritaba en su lenguaje menos escabroso—. ¿Por qué no te quedas con tu idiota pintura abstracta y tus telas de arpillera y dejas los asuntos mundiales a tus superiores?

Trumbull no se había recuperado de la magnífica exposición que Gonzalo había hecho algunos meses atrás, y Gonzalo que lo sabía, rió en tono tolerante y dijo:

—Muéstrame a mis superiores.

—Nombra a uno —replicó. Bartram, bajo y regordete, de cabello crespo, se mantuvo estrictamente en su papel de invitado. Escuchó a cada uno, sonrió a todos y habló poco.

El momento llegó, finalmente, cuando Henry sirvió el café y comenzó a colocar los postres delante de cada invitado como un experto prestidigitador. Era en ese instante cuando debía comenzar el tradicional interrogatorio del invitado.

Casi por hábito, la primera pregunta correspondía (en las ocasiones en que se hallaba presente) a Thomas Trumbull. Su rostro moreno, arrugado en perenne descontento, parecía enojado cuando comenzó con la invariable primera pregunta:

—Sr. Bartram, ¿cómo justifica usted su existencia?

Bartram sonrió y habló con precisión.

—Nunca lo he intentado. Mis clientes, en aquellas ocasiones en que mi trabajo les brinda satisfacción, encuentran que mi existencia se justifica.

—¿Sus clientes? —preguntó Rubin—. ¿En qué trabaja usted, Sr. Bartram?

—Soy investigador privado.

—¡Qué bien! —dijo James Drake—. Creo que hasta ahora no había venido ninguno. Manny, esta vez vas a poder conseguir algunos datos correctos para ese héroe de folletín sobre el que escribes.

—No por mi intermedio, —dijo Bartram rápidamente. Trumbull arrugó el ceño.

—Si no les importa, caballeros, ya que a mí me corresponde dirigir el interrogatorio, les rogaría que me dejasen esto a mí. Sr. Bartram, usted aludió a las ocasiones en que su trabajo brinda satisfacción. ¿Es siempre así?

—Hay veces en que este asunto es discutible, —dijo Bartram—. En realidad, esta noche quisiera hablarles respecto a una ocasión en que resultó particularmente discutible. Puede ser incluso que uno de ustedes sea útil en relación con esto. Pensando en eso fue que le pedí a mi buen amigo, Jeff Avalon, que me invitara a una de estas reuniones, una vez que me hube interiorizado de los detalles de la organización. Él tuvo la amabilidad de hacerlo y yo estoy encantado.

—¿Está listo ahora para hablar de la dudosa satisfacción que brindó o dejó de brindar en este caso en particular?

—Sí, si ustedes me lo permiten.

Trumbull miró a los otros buscando algún signo de oposición. Los ojos prominentes de Gonzalo estaban fijos en Bartram mientras decía:

—¿Podemos interrumpir? —Rápidamente y con una gran economía de trazos estaba dibujando una caricatura de Bartram en el reverso de la carta. Esta se uniría a las que, para inmortalizar a otros invitados, ya se hallaban en gallarda sucesión sobre una de las paredes.

—Dentro de limites razonables —dijo Bartram. Hizo una pausa para tomar un sorbo de café y luego agregó—: La historia comienza con Anderson, al que sólo me referiré con ese nombre. Era un "adquisidor".

—¿Un inquisidor? —preguntó Gonzalo, frunciendo el ceño.

—Un "adquisidor". Ganaba cosas, las adquiría, las compraba, las tomaba, las coleccionaba. El mundo se movía en una sola dirección con respecto a él: se movía hacia él, nunca desde él. Esa marea de objetos, de todo tipo y valor, iba a parar a una casa que él poseía y ya nunca volvía a salir de allí. A través de los años, esa marea fue engrosándose gradualmente y volviéndose increíblemente heterogénea. Anderson tenía además un socio de negocios al que llamaré Jackson solamente.

Trumbull lo interrumpió frunciendo el ceño, no porque hubiera algo respecto a qué fruncir el ceño, sino porque lo hacía siempre.

—¿Es ésta una historia verídica? —preguntó.

—Cuento solamente historias verídicas —dijo Bartram lentamente y con precisión—. Me falta imaginación para mentir.

—¿Es confidencial?

—No contaré esta historia de modo que resulte fácilmente reconocible; pero si así fuera, sería confidencial.

—Advierto que emplea Ud. el potencial —repuso Trumbull—; pero quiero asegurarle que, lo que se dice entre las cuatro paredes de esta habitación, jamás se repite ni se menciona, ni siquiera en forma tangencial, fuera de ellas. Henry también lo sabe.

Henry, ocupado en volver a llenar dos de las tazas de café, sonrió levemente e inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

Bartram sonrió también y continuó.

—Jackson también tenía una enfermedad. Era honrado, ineludible y profundamente honrado. Su alma estaba impregnada de esta característica como si desde muy temprana edad lo hubieran puesto a remojar en ella de pies a cabeza. Para un hombre como Anderson, era sumamente útil tener al honrado Jackson como socio, debido a que su negocio, al que evito cuidadosamente describir en detalle, requería cierto contacto con el público. Este contacto no era para Anderson, debido a que su tendencia a adquirir se interponía en el camino. Con cada objeto que adquiría, otra arruga de astucia le cruzaba la cara hasta que se asemejó a una tela de araña que asustaba a todas las moscas a la vista. Era Jackson, puro y honrado, quien daba la cara ya quien acudían las viudas con sus óbolos y los huérfanos con sus centavitos. Por otro lado, Jackson, también encontraba necesario a Anderson, porque con toda su honradez, o quizás debido a ésta, carecía de habilidad para multiplicar el dinero. Dejado a su suerte, perdería completamente, sin que fuera ésta su intención, cada centavo que le fuera confiado, y luego rápidamente se vería forzado a matarse como dudosa forma de compensación. Las manos de Anderson, sin embargo, eran para el dinero como el fertilizante para las rosas; y él y Jackson, juntos, eran una exitosa combinación.

Ningún paraíso dura cien años, sin embargo, y si se hace caso omiso de una situación habitual, ésta se profundizará, se agrandará y se volverá cada vez más extrema. La honradez de Jackson alcanzó proporciones tan colosales que Anderson, con toda su astucia, a veces se veía arrinconado contra la pared y forzado a pérdidas monetarias. De igual modo, la tendencia a adquirir de Anderson tocó profundidades tan infernales, que Jackson, con toda su moralidad, se encontró a sí mismo ocasionalmente envuelto en prácticas cuestionables. Naturalmente, como a Anderson no le gustaba perder dinero y Jackson aborrecía perder su personalidad, surgió cierta frialdad entre ambos. En tal situación, la ventaja estaba claramente del lado de Anderson, quien no ponía límites razonables a sus acciones, mientras que Jackson se sentía atado a su código de ética.

Anderson trabajó y maniobró astutamente hasta que, eventualmente, el pobre y honrado Jackson se encontró forzado a vender su parte de la sociedad bajo las condiciones más desventajosas posibles.

La tendencia adquisitiva de Anderson había llegado a su clímax, podríamos decir, porque adquirió total control sobre su empresa. Su intención era retirarse en ese momento y dejar el manejo cotidiano a sus empleados para no preocuparse más que de embolsar sus ganancias. Jackson, por su parte, se quedó sin nada, a excepción de su honradez, y aunque ésta es una característica admirable, tiene bajo valor directo en una tienda de empeños. Fue en ese punto, caballeros, cuando yo entré en escena. Ah, gracias, Henry.

Las copas de coñac estaban siendo distribuidas.

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