Cuentos completos (449 page)

Read Cuentos completos Online

Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
6.1Mb size Format: txt, pdf, ePub

Henry sonrió e inclinó la cabeza.

—Hubo momentos durante el transcurso de la investigación —prosiguió Bartram— en los que no pude menos que preguntarme, Henry, si Anderson no se había equivocado y si, acaso, no habría habido ningún robo. Siempre, sin embargo, volvía al tema de la risita adquisitiva y confiaba en el juicio de Anderson.

—Hizo bien —dijo Jackson suavemente—, porque en realidad le robé algo a mi ex socio, al caballero al que usted se ha referido como Anderson. Nunca me arrepentí de ese acto ni por un momento.

—Era algo de valor, supongo.

—De mucho valor, y no pasó un día en que yo dejara de pensar en el robo y de alegrarme por el hecho de que ese hombre inescrupuloso ya no tuviera lo que le había robado.

—¿Y usted provocó deliberadamente sus sospechas de manera de poder experimentar un placer mayor?

—Sí, señor.

—¿Y no temió ser apresado?

—Ni por un momento, señor.

—Por Dios —rugió Avalon, de pronto, con una voz que rompía los tímpanos—. Vuelvo a repetirlo. Cuídense de la ira del hombre paciente. Soy un hombre paciente y ya estoy cansado de este interminable interrogatorio. Cuídese de mi ira, Henry. ¿Qué fue lo que se llevó en su portafolio ese día?

—Nada, por supuesto, señor. Estaba vacío.

—¡Por amor de Dios! ¿Dónde puso lo que le robó?

—No tuve que ponerlo en ningún lado, señor.

—Entonces, ¿qué fue lo que le robó?

—Solamente la paz, señor —dijo Henry suavemente.

"F" como en falsificador (1972)

“The Phony Ph.D. (Ph as in Phony)”

La reunión de los Viudos Negros se vio ligeramente estropeada por la inquietud de James Drake. Era una lástima porque la cena fue extraordinariamente buena, incluso si se consideraba la afectuosa solicitud que el Restaurante Milano dispensaba todos los meses a este grupo especial. Y si la ternera a la cordon bleu necesitaba un último toque, éste lo dio el meticuloso servicio de Henry, quien ponía platos donde segundos antes no había habido ninguno, sin que ninguno de los presentes pudiera, sin embargo, sorprenderlo en el camino.

A Thomas Trumbull le correspondía oficiar de anfitrión, función que realizaba con un salvajismo al que nadie prestaba la menor atención: salvajismo aun más notorio por el hecho de que, como anfitrión, no le parecía mal llegar atropelladamente un segundo antes de la segunda vuelta de los aperitivos (tercera para Rubin, quien nunca acusaba los efectos).

Trumbull aprovechó su derecho como anfitrión y llevó a un invitado para el interrogatorio. Este era alto, casi tanto como Geoffrey Avalon —el abogado de patentes miembro de los Viudos Negros—, y delgado, como Avalon. Su rostro, sin embargo, estaba totalmente afeitado y no tenía la solemnidad del de Geoffrey. Su cara más bien redonda y sus mejillas regordetas parecían tan en desacuerdo con el resto del cuerpo que daban la impresión de ser producto de un transplante de cabeza. Se llamaba Arnold Stacey.

Trumbull lo había presentado como Dr. Arnold Stacey.

—Ah —dijo Avalon con ese aire portentoso que automáticamente asumía en la más trivial de sus declaraciones—. Doctor doctor Stacey.

—¿Doctor doctor? —musitó Stacey, mientras se preparaba para sonreír ante la broma que seguramente había de seguir.

—Es una regla de los Viudos Negros —dijo Trumbull impacientemente— que todos los miembros sean doctores en virtud de su calidad de socios. Un doctor por cualquiera otra razón es…

—Un doctor doctor —dijo Stacey, y sonrió.

—Los títulos honorarios también podrían tomarse en cuenta —dijo Rubin, mostrando al sonreír unos dientes separados y una barba tan despareja como tupida era la de Avalon—, pero entonces yo vendría a ser un doctor doctor doctor…

Mario Gonzalo subía las escaleras en ese preciso momento, trayendo con él una vaga fragancia a trementina como si viniera directamente de su estudio. (Trumbull sostenía que era una deducción apresurada y que Gonzalo se ponía una gota de aguarrás detrás de la oreja antes de cualquier actividad social.)

Gonzalo alcanzó a oír la última frase de Emmanuel Rubin y antes de llegar al último peldaño dijo:

—¿Qué títulos honorarios has recibido, Manny? Más bien deshonorarios, diría yo.

Las facciones de Rubin se paralizaron como cada vez que era atacado sin previo aviso, pero fue simplemente la pausa que necesitaba para hacerse de fuerzas.

—Puedo enumerártelos. En 1938, cuando tenía sólo quince años, da la casualidad que era predicador adventista…

—No, por amor de Dios —dijo Trumbull—, no nos des toda la lista. Aceptamos todo.

—Llevas las de perder, Mario —dijo Avalon con imperturbable amabilidad—. Sabes que nunca se puede sorprender a Rubin sin razones cuando comienza a hablar sobre su vida pasada.

—Claro —convino Gonzalo—. Es por eso que sus cuentos son tan malos. Son todos autobiográficos. No tienen poesía.

—He escrito poesía —comenzó Rubin, y en ese momento entró Drake. Por lo general era el primero en llegar, pero esta vez era el último.

—El tren se atrasó —dijo tranquilamente, quitándose el abrigo. Considerando que tenía que viajar desde Nueva Jersey, lo sorprendente era que eso no sucediera más a menudo—. Preséntenme el invitado —agregó Drake, mientras se daba vuelta para tomar la copa que Henry le ofrecía. Henry sabía lo que él prefería, por supuesto.

—Doctor doctor Arnold Stacey… Doctor doctor James Drake —dijo Avalon.

—Mis respetos —dijo Drake levantando su copa a manera de saludo—. ¿A qué rama corresponde su doctorado menos importante, doctor Stacey?

—Doctor en química, doctor doctor, y llámeme Arnold.

El pequeño bigote hirsuto de Drake pareció erizarse.

—Ídem —dijo—. Mi doctorado es en química, también.

Por un instante se miraron uno a otro desconfiados. Luego Drake dijo:

—¿Industria? ¿Gobierno? ¿Universidad?

—Enseño. Soy profesor ayudante en la Universidad de Berry.

—¿Dónde?

—Universidad de Berry. No es una universidad muy grande. Está en…

—Sé dónde está —dijo Drake—. Allí conseguí mi título de doctor. Mucho antes que usted, sin embargo. ¿Se doctoró usted en Berry antes de ingresar al cuerpo docente?

—No, yo…

—Sentémonos, por amor de Dios —rugió Trumbull—. Cada vez se está tomando más y comiendo menos en este lugar. —Se hallaba de pie junto a la silla del anfitrión, con su copa alzada mirando fijamente a los otros mientras todos tomaban asiento—. ¡Siéntense, siéntense! —y luego pronunció el brindis de ritual a la memoria del viejo rey Cole, con el mismo sonsonete de siempre, mientras Gonzalo seguía el ritmo, displicentemente, con un bollo al que partió en dos y emantequilló tan pronto como murió la última sílaba.

—¿Qué es esto? —preguntó Rubin de pronto, fijando la mirada en su plato con signos de desesperación.

—Paté Maison, señor —dijo Henry sin levantar la voz.

—Eso es lo que pensé. Hígado picado. ¡Maldita sea, Henry! Yo le pregunto a usted, como hombre patológicamente honesto, ¿se puede comer esto?

—El asunto es totalmente subjetivo, señor. Depende del gusto personal por la comida.

Avalon golpeó la mesa.

—¡Objeción! Protesto contra el uso de la frase adjetiva “patológicamente honesto”. Es violar la confianza.

Rubin enrojeció levemente.

—Un momento, Jeff. No estoy violando la confianza de nadie. Sucede que ésa es mi opinión sobre Henry, independientemente de lo que sucedió el mes pasado.

—Que decida el presidente —porfió Avalon.

—Se callan los dos —dijo Trumbull—. La decisión del presidente es que Henry sea reconocido por todos los Viudos Negros como ese raro fenómeno que significa un hombre completamente honrado. No se necesita dar ninguna razón. Puede aceptarse como cosa por todos sabida.

Henry sonrió amablemente.

—¿Debo retirar el paté, señor?

—¿Usted comería algo así, Henry? —preguntó Rubin.

—Con todo placer, señor.

—Entonces yo también lo como —y procedió a hacerlo dando todas las señales de controlar a duras penas sus náuseas.

Trumbull se inclinó hacia Drake y le dijo con voz que para él era baja.

—¿Qué diablos te tiene así?

Drake se sobresaltó ligeramente y dijo:

—Nada. ¿Qué es lo que te tiene a ti así?

—Tú —dijo Trumbull—. Nunca en mi vida creí que se pudiera despedazar un bollo en tantas partes.

La conversación se hizo general después eso, girando principalmente sobre la desesperanzada opinión de Rubin de que la honradez no tenía ningún poder de sobrevivencia y que todas las fuerzas de la selección natural se combinaban para eliminarla como una de las características humanas. Llegó a defender muy bien su tesis hasta que Gonzalo le preguntó si atribuía su propio éxito como escritor (“éxito que ya conocemos”, dijo Gonzalo) al plagio. Cuando Rubin atacó de frente este punto e intentó probar, a través de un cuidadoso razonamiento, que el plagio era fundamentalmente diferente de otras formas de fraude y podía ser tratado independientemente, fue abucheado.

Luego, entre el último plato y el postre, Drake se levantó para ir al baño y Trumbull lo siguió.

—¿Conoces a ese tipo Stacey, Jim? —preguntó éste. Drake sacudió la cabeza.

—No. En absoluto.

—Bien, ¿qué sucede entonces? Admito que no eres una púa de fonógrafo, como Rubin, pero no has dicho una palabra durante toda la comida, ¡maldita sea! y no dejaste de mirar a Stacey.

—Hazme un favor, Tom. Permíteme interrogarlo a mí después de la comida —le pidió Drake.

—Por supuesto —concedió Trumbull, encogiéndose de hombros.

Cuando llegó la hora del café, Trumbull dijo:

—Ha llegado el momento de interrogar al invitado. Bajo circunstancias ordinarias debería ser yo quien, como el único poseedor de una mente lógica en esta mesa, tendría que comenzar. Sin embargo, en esta ocasión, cedo el lugar al doctor Drake, ya que él pertenece a la misma secta profesional que nuestro distinguido invitado.

—Doctor doctor Stacey —comenzó Drake lentamente—, ¿cómo justifica su existencia?

—Cada vez menos, a medida que pasa el tiempo —contestó Stacey imperturbable.

—¿Qué diablos significa eso? —interrumpió Trumbull.

—Yo estoy haciendo las preguntas —dijo Drake con firmeza desacostumbrada.

—No me importa contestar —dijo Stacey—. Ya que las universidades parecen tener problemas mayores cada año, y debido a que yo no hago nada con respecto a esto, mi propia función como apéndice de la universidad parece cada vez menos defendible, eso es todo.

Drake pasó por alto esto.

—Usted enseña en la universidad donde yo me gradué. ¿Oyó hablar de mí alguna vez? —preguntó.

Stacey titubeó.

—Lo siento, Jim. Hay un gran número de químicos de los que nunca oí hablar. No quiero ofenderlo.

—No soy hipersensible con respecto a eso. Jamás oí hablar de usted tampoco. Lo que quiero decir es esto: ¿Ha oído hablar de mí en la Universidad de Berry? ¿Como uno de los estudiantes de allí?

—No, no he oído.

—No me sorprende. Pero había otro estudiante en Berry, en la misma época que yo. Él continuó para doctorarse en Berry. Se llamaba Faron, F-A-R-O-N; Lance Faron. ¿Oyó hablar de él alguna vez?

—¿Lance Faron? —Stacey arrugó el entrecejo.

—Lance puede haber sido un diminutivo de Lancelot; Lancelot Faron. No sé. Siempre lo llamábamos Lance.

Finalmente Stacey sacudió la cabeza.

—No, el nombre no me es familiar.

—Pero debe de haber oído hablar de David St. George… —añadió Drake.

—¿El profesor St. George? Por supuesto. Murió el mismo año que yo ingresé al cuerpo docente. No puedo decir que lo haya conocido, pero por supuesto que oí hablar de él.

—¡Qué diablos! ¡Maldita sea, Jim! —intervino Trumbull—. ¿Qué tipo de preguntas son éstas? ¿Estamos en una reunión de ex alumnos?

Drake, que se hallaba perdido en sus propios pensamientos, salió de ellos y dijo:

—Espera, Tom. Quiero llegar a algo y no deseo hacer preguntas. Quisiera contar una historia primero. ¡Mi Dios! Esto me ha estado molestando durante años y nunca pensé en presentárselo a todos ustedes hasta que ahora nuestro invitado…

—Voto a favor de la historia —dijo Gonzalo.

—Con la condición —dijo Avalon— de que no se interprete esto como precedente.

—El presidente decide lo que es precedente —dijo Trumbull de inmediato—. Continúa, Drake. Sólo que, ¡por amor de Dios!, no te demores toda la noche.

—Es bastante simple —dijo Drake—. Se trata de Lance Faron, el cual era su verdadero nombre, y voy a denigrarlo. De modo que tiene que entender, Arnold, que lo que se diga entre estos muros es estrictamente confidencial.

—Así me lo explicaron —dijo Stacey.

—Continúa —gritó Trumbull—. Te vas a demorar toda la noche. Yo ya lo sabía.

Drake dijo:

—El problema con Lance es que no creo que nunca haya tenido la intención de ser químico. Su familia era lo suficientemente rica… Bueno, incluso esto. Cuando estaba preparando su doctorado, se hizo montar un laboratorio con piso de corcho por su propia cuenta.

—¿Por qué un piso de corcho? —quiso saber Gonzalo.

—Si alguna vez se te hubiera caído una redoma sobre un piso de baldosas no preguntarías eso —dijo Drake—. Eligió la carrera de químico porque tenía que elegir una carrera, y luego la continuó porque eran los tiempos de la Segunda Guerra Mundial en Europa y comenzaban a reclutar —era 1940— y el título de químico sería algo que el ejército respetaría y lo respetaron: nunca entró en el ejército, por lo que yo sé. Pero eso era perfectamente legítimo: yo tampoco vestí nunca el uniforme y no acuso a nadie.

Avalon, que había sido oficial del ejército, estaba serio.

—Perfectamente legítimo —dijo, no obstante.

—No estaba hecho para eso —prosiguió Drake—; para la química, quiero decir. No tenía ninguna aptitud natural para ella y nunca se esforzó en particular. Se sentía satisfecho con un “aprobado” y eso era acaso todo lo que podía hacer. No había nada malo en eso, supongo, y le bastaba para conseguir su título de licenciado, lo que no significa mucho en química. Sus calificaciones, sin embargo, no eran lo suficientemente buenas como para permitirle continuar con miras al doctorado. De eso se trataba, justamente. Todos nosotros —el resto de los que seguíamos estudios de postgrado en química ese año— supimos que sólo llegaría a alcanzar su título de químico. Luego conseguiría algún tipo de trabajo que lo mantuviera a salvo de ser reclutado. Supusimos que su padre le daría una mano en eso.

Other books

Dark Coulee by Mary Logue
The Returning by Christine Hinwood
Under a Turquoise Sky by J. R. Roberts
To Wed and Protect by Carla Cassidy
The Contract by Sarah Fisher
Black and White by Zenina Masters
Make Quilts Not War by Arlene Sachitano
The Wheel of Fortune by Susan Howatch