Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿Usted no conocía a ninguna de esas personas, al principio? —preguntó Rubin, mientras sus ojos penetrantes parpadeaban repetidamente.
—En absoluto —dijo Bartram, oliendo delicadamente el cognac y llevándoselo a los labios—, aunque creo que uno de los que están en esta habitación sí los conocía. Fue hace algunos años. Conocí a Anderson cuando éste irrumpió en mi oficina absolutamente trastornado. "Quiero que encuentre lo que he perdido", dijo. Yo he manejado muchos casos de robo en mi carrera de modo que, como era natural, le pregunté: "¿Qué es lo que ha perdido exactamente?" Y él respondió: "¡Maldita sea, hombre! Eso es lo que acabo de pedirle que averigüe". La historia fue surgiendo en forma deshilvanada. Anderson y Jackson habían tenido una disputa de proporciones. Jackson estaba indignado, como sólo puede estarlo un hombre honrado que descubre que su integridad no le sirve de escudo contra la astucia de otros. Juró vengarse y Anderson descartó estas palabras con una risa.
—"Cuídate de la ira de un hombre paciente" —citó Avalon, con ese aire de precisión que ponía hasta en las menos ominosas de sus afirmaciones.
—Así lo he oído —dijo Bartram— aunque nunca he tenido ocasión de probar esa máxima. Ni tampoco la había tenido Anderson, aparentemente, ya que no sentía ningún miedo de Jackson. Según me explicó, Jackson era tan psicóticamente honrado y su obediencia a la leyera tan fanática que no había ninguna posibilidad de que cayera en algún hecho delictuoso. O así pensaba Anderson. Ni siquiera se le ocurrió pedirle a Jackson que le devolviera la llave de la oficina; lo que era incluso más sorprendente ya que la oficina estaba situada en la misma casa de Anderson, entre todas las chucherías. Anderson recordó esta omisión unos pocos días después de la pelea, porque al regresar de una cita a media tarde, encontró a Jackson en su casa. Jackson tenía su viejo portafolio y lo estaba cerrando justamente cuando Anderson entró; pero lo cerraba con rapidez alarmada, según le pareció a Anderson. Este frunció el ceño y le preguntó, sin poder evitarlo: “¿Qué estás haciendo aquí?” Jackson repuso: “Vengo a devolverte algunos papeles que estaban en mi poder y que ahora te pertenecen, y también la llave de la oficina”. Con esta observación le entregó la llave, indicó algunos papeles sobre el escritorio, y aseguró la cerradura de combinación de su portafolio con dedos que, Anderson podría jurar, temblaban un poco. Jackson echó una mirada alrededor de la habitación con una sonrisa que a Anderson le pareció curiosa, casi secretamente satisfecha, y dijo: “Ahora me iré”. Lo que procedió a hacer. Sólo cuando oyó el motor del coche de Jackson partir y luego perderse en la distancia Anderson pudo despertar de un tipo de estupor que lo había paralizado. Sabía que le habían robado y al día siguiente vino a verme.
Drake frunció los labios, hizo girar su copa de cognac casi vacía y dijo:
—¿Por qué no a la policía?
—Había una complicación —dijo Bartram—. Anderson no sabía qué era lo robado. Cuando tuvo la certeza del robo, se abalanzó hacia la caja de caudales como es natural. Su contenido estaba a salvo. Registró a fondo su escritorio. No parecía faltar nada. Fue de habitación en habitación. Todo parecía estar intacto según todas las evidencias.
—¿No estaba seguro? —preguntó Gonzalo.
—No podía estarlo. La casa se hallaba increíblemente repleta de todo tipo de objetos y él no recordaba todas sus posesiones. Me dijo, por ejemplo, que durante un tiempo. Había coleccionado relojes antiguos. Los guardaba en una pequeña gaveta de su estudio; había seis de ellos. Los seis estaban allí, pero lo atormentaba el vago recuerdo de un séptimo. Por más esfuerzos que hacía no podía recordar precisamente. De hecho, le sucedía algo peor, porque uno de los seis le parecía extraño. ¿Podría ser que él tuviera sólo seis, pero que uno de mayor valor hubiera sido sustituido por uno de menor valor? Algo así le sucedió una docena de veces y se repitió en cada uno de sus escondrijos, y con cada una de sus extrañas adquisiciones. De modo que acudió a mí.
—Un momento —dijo Trumbull, dando un fuerte golpe sobre la mesa—. ¿Qué hacía que estuviese tan seguro de que Jackson se había llevado algo?
—Ah —dijo Bartram—, ésa es la parte fascinante de la historia. El modo de cerrar el portafolio y la secreta sonrisa de Jackson mientras examinaba la habitación, sirvieron en sí para despertar la sospecha de Anderson; pero al cerrar la puerta tras él, Jackson lanzó una risita. No fue una risita cualquiera. Pero permítanme contárselo con las mismas palabras de Anderson, tan fielmente como pueda recordarlas. “Bartram”, dijo él, “he escuchado esa risita innumerables veces en mi vida. Yo mismo me he reído de ese modo miles de veces. Es una risita característica, inconfundible, imposible de ocultar. Es la risita adquisitiva; es la risita del hombre que acaba de obtener algo que deseaba ardientemente a expensas de algún otro. Si hay alguien en el mundo que conozca esa risita y que pueda reconocerla incluso detrás de una puerta cerrada, ése soy yo. No puedo haberme equivocado. Jackson se ha llevado algo mío y se vanagloriaba de ello”. No se podía discutir con ese hombre sobre ese punto. Estaba prácticamente esclavizado por la idea de haber sido víctima y, en realidad, yo tenía que creerle. Yo tuve que suponer que, a pesar de la honradez patológica de Jackson, éste se había sentido tentado a robar cuando su paciencia, por una sola vez en su vida, se agotó. Lo que debió haberle ayudado fue su conocimiento de Anderson. Debió de conocer la fuerte atracción que Anderson sentía hasta por la menos valiosa de sus posesiones y darse cuenta de que el daño sería más profundo y más grande que el valor del objeto robado, por muy elevado que éste fuese.
—Quizá fue el portafolio lo que se llevó —dijo Rubin.
—No, no, ése era de Jackson. Hacía años que lo tenía. De modo que aquí tiene el problema. Anderson quería que yo descubriera lo que había sido robado, porque hasta que él pudiera identificar el objeto y probar que ese objeto estaba, o había estado, en poder de Jackson, no podía demandarlo —y lo que más deseaba era demandarlo. Mi tarea, entonces, consistía en registrar su casa y decirle lo que faltaba.
—¿Cómo podía ser posible, si él mismo no podía decirlo? —gruñó Trumbull.
—Le señalé esto —dijo Bartram—, pero él se hallaba desesperado y no razonaba. Me ofreció una gran cantidad de dinero: o lo encontraba o nada. Era una linda suma, no había duda, y dejó como anticipo una cantidad considerable. Estaba claro que lo que más le dolía era el deliberado insulto a su tendencia adquisitiva. La idea de que un “no-adquisidor” amateur como Jackson se atreviera a burlarse de la más sagrada de sus pasiones había llegado a trastornarlo, y estaba dispuesto a cualquier gasto para evitar que la victoria del otro fuera final. Yo soy sólo humano. Acepté el anticipo y el pago ofrecido. Después de todo, razoné, tengo mis métodos. Me ocupé primero del problema de las listas de seguro. Todas eran anticuadas, pero sirvieron para eliminar los muebles y los objetos más grandes como posibles víctimas del robo de Jackson, ya que todo lo que figuraba en las listas se hallaba aún en la casa.
Avalon interrumpió.
—Estos se hallaban eliminados de antemano, de todos modos, ya que el objeto robado debía caber en el portafolio.
—Suponiendo que fuera realmente el portafolio lo que se usó para transportar el objeto fuera de la casa —señaló Bartram pacientemente—. Pudo haber sido fácilmente un señuelo. Antes que Anderson regresara, Jackson pudo haber tenido un camión de transporte frente a la puerta y haber sacado el piano de cola si así lo hubiera querido y luego cerrado el portafolio en las barbas de Anderson para despistarlo. Pero dejemos eso. No era probable. Lo llevé a través de la casa, habitación por habitación, siguiendo un procedimiento sistemático, examinando piso, paredes y cielorraso, estudiando todas las estanterías, abriendo todas las puertas, registrando todas las piezas del mobiliario y dando vuelta todos los armarios. Tampoco olvidé la buhardilla y el sótano. Nunca Anderson se había visto forzado hasta entonces a pensar en cada objeto de su vasta y heterogénea colección con el fin de que en algún lado, de alguna manera, uno de ellos estimulara su memoria a pensar en otro objeto similar que no estuviese allí. Era una casa enorme, sin fin. Nos llevó días, y el pobre Anderson estaba más confundido cada día. Después ataqué desde otro flanco. Era obvio que Jackson, deliberadamente, se había llevado algo que pasara inadvertido, quizás algo pequeño; sin duda algo que Anderson no extrañara fácilmente y algo, por lo tanto, que él no apreciase demasiado. Por otro lado, tenía sentido suponer que sería algo que Jackson deseaba llevarse y que encontraría valioso. En realidad, el hecho le daría mayor satisfacción si Anderson también lo considerara valioso una vez que se diera cuenta de que había desaparecido. ¿Qué podría ser, entonces?
—Un pequeño cuadro —dijo Gonzalo rápidamente—, alguno que Jackson sabía que era un auténtico Cézanne, pero que Anderson pensaba que era una basura.
—Una estampilla de la colección de Anderson —dijo Rubin—, en la que Jackson notó una falla de grabado muy poco común. —Una vez había escrito una historia que giraba alrededor de este punto en particular.
—Un libro —dijo Trumbull— que contenía algún oculto secreto de familia con el que, a su debido tiempo, Jackson podría chantajear a Anderson.
—Una fotografía —dijo Avalon dramáticamente— que Anderson había olvidado, pero que era el retrato de un antiguo amor y por la cual, eventualmente, él daría una fortuna para recuperarla.
—No sé en que negocios estarían —dijo Drake pensativamente—, pero puede haber sido de aquellos en que una chuchería insignificante pudiese ser en realidad algo de gran valor para un competidor y llevar a Anderson a la bancarrota. Recuerdo un caso en que una fórmula de hidracina…
—Aunque parezca extraño —interrumpió Bartram firmemente—, pensé en todas esas posibilidades y las examiné con Anderson. Era claro que no tenía ningún gusto artístico y que las piezas que poseía eran realmente inservibles, sin lugar a dudas. No coleccionaba estampillas, y aunque tenía muchos libros y no podía decir con certeza si alguno de ellos había desaparecido, me juró que no tenía ningún secreto de familia escondido que pudiera merecer la atención de un chantajista. Ni jamás había tenido tampoco antiguos amores, ya que en los días de su juventud se había dedicado exclusivamente a damas profesionales cuyas fotografías no tenían ningún valor para él. En cuanto a sus secretos de negocios, eran más bien de los que podían interesarle al gobierno más que a algún competidor, y había mantenido todo lo referente a ellos fuera de la mirada honrada de Jackson en primer lugar. En segundo lugar, éstos se hallaban todavía en la caja de seguridad (o en el fuego, desde hacía mucho). Pensé en otras posibilidades, pero una por una fueron descartadas. Por supuesto, siempre cabía la posibilidad de que Jackson se traicionara a sí mismo. Podía aparecer floreciente de un día: para otro e indagando sobre la fuente de su riqueza, podríamos descubrir algo sobre la identidad del objeto robado. Anderson mismo lo sugirió y pagó generosamente para que se vigilara a Jackson durante las veinticuatro horas. Fue inútil. El hombre llevaba una vida sencilla y se comportaba precisamente como era de esperar de una persona que sólo poseía unos ahorros. Vivía una vida muy moderada y eventualmente tomó un empleo doméstico donde su honradez y su conducta tranquila le ganaron una buena reputación. Finalmente, sólo me quedó una alternativa.
—Espere, espere —dijo Gonzalo—; déjeme adivinar, déjeme adivinar. —Terminó el resto de coñac que le quedaba, le hizo señas a Henry para que le sirviera otro y dijo—: ¡Le preguntó a Jackson!
—Me sentí muy tentado de hacerlo —dijo Bartram en tono lastimero—, pero eso habría sido difícilmente factible. En mi profesión no conviene insinuar siquiera una acusación sin tener algún tipo de pruebas. Nuestras matrículas profesionales son muy frágiles y en cualquier caso, de ser acusado, él simplemente negaría el robo y se pondría en guardia contra cualquier incriminación.
—Y, entonces… —dijo Gonzalo, pero no continuó. Los otros cuatro fruncieron el entrecejo al unísono, pero sólo hubo silencio.
Habiendo esperado cortésmente, Bartram dijo:
—No adivinarán, caballeros, porque ustedes no están en esta profesión. Ustedes conocen sólo lo que leen en revistas de aventuras y por lo tanto creen que las personas como yo tienen un número ilimitado de alternativas y solucionan invariablemente todos los casos. Yo, por mi parte, como pertenezco a la profesión, sé que es de otro modo. Caballeros, la única alternativa que me quedaba era confesar mi fracaso. Anderson me pagó, sin embargo. Eso, por lo menos, tengo que reconocerlo. Cuando me despedí, él había perdido casi cinco kilos. Sus ojos tenían una expresión vacía, y mientras nos estrechábamos las manos aún recorrían la habitación en que nos hallábamos, buscando, buscando. Entonces musitó: “le repito que no puedo haberme equivocado con esa risita. Él me robó algo. Me robó algo”. Lo vi en dos o tres ocasiones después de eso. Nunca cesaba de buscar; nunca encontró el objeto perdido. Comenzó a decaer. Los sucesos que les he descrito tuvieron lugar casi cinco años atrás y el mes pasado él murió.
Hubo un breve silencio.
—¿Sin encontrar jamás el objeto perdido? —preguntó Avalon.
—Sin encontrarlo jamás.
—¿Acude a nosotros para que le ayudemos a solucionar el problema ahora? —inquirió Trumbull con un tono de desaprobación.
—En cierto modo, sí. La ocasión es demasiado buena para perderla. Anderson está muerto y lo que se diga dentro de estos muros no saldrá de aquí, según todos nosotros hemos convenido, de modo que ahora puedo preguntar lo que no pude hacer antes. Henry, ¿me puede dar fuego?
Henry, que había estado escuchando con una cierta deferencia ausente, sacó una caja de fósforos y encendió el cigarrillo de Bartram.
—Permítame presentarlo, Henry, a quienes usted sirve en forma tan eficiente. Caballeros, les presento a Henry Jackson.
Hubo un momento de evidente turbación y Drake dijo:
—¿Este es Jackson?
—Exactamente —afirmó Bartram—. Sabía que estaba trabajando aquí, y cuando me enteré de que ustedes realizaban en este club sus reuniones mensuales, tuve que rogar, casi descaradamente, que me invitaran. Era solamente aquí donde yo podía encontrar al hombre de la risita adquisitiva y verlo en una atmósfera de amabilidad y discreción.