Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Bien. Y, ahora, largo. Eso va para todos. ¡Largo!
Obedecieron apresuradamente, empujándose unos a otros en su precipitación por irse. Sólo nos quedamos Philomel y yo.
Los ojos de Artaxerxes se posaron sobre la anhelante joven. Enarcó altivamente las cejas y le hizo una seña doblando el dedo meñique. Humildemente, ella se dirigió hacia él, y cuando Artaxerxes dio media vuelta y se marchó, le siguió con la misma humildad.
Fue un final completamente feliz. Artaxerxes, pletórico de seguridad en sí mismo, descubrió que ya no necesitaba de los libros para tener una espúrea sensación de valía. Se pasaba todo el tiempo practicando en el ring y se convirtió en campeón universitario de boxeo. Todas las estudiantes le adoraban, pero al final se casó con Philomel.
Sus hazañas como boxeador le dieron tal reputación universitaria, que pudo elegir entre diferentes puestos de ejecutivo. Su aguda inteligencia le permitió percibir dónde había dinero, así que se las arregló para conseguir la concesión de tapas de retrete para el Pentágono, a lo que añadió la venta de objetos tales como lavadoras, que compraba en almacén y vendía a las agencias gubernamentales de suministros.
Sin embargo, resultó que los estudios que había realizado al principio, antes de regenerarse, le eran útiles después de todo. Asegura que necesita cálculo para averiguar sus beneficios, economía política para elaborar sus deducciones fiscales y antropología para tratar con la sección ejecutiva del Gobierno.
Miré a George con curiosidad.
—¿Quieres decir que en esta ocasión vuestra intromisión —la tuya y la de Azazel— en los asuntos de un pobre inocente terminó
felizmente?
—En efecto —respondió George.
—Pero eso significa que ahora tienes un amigo extremadamente rico, que te debe a ti todo cuanto tiene.
—Lo has expresado perfectamente.
—Entonces, no hay duda de que podrás sacarle dinero.
El rostro de George se oscureció.
—Eso creerías tú, ¿verdad? Tú creerías que debería existir gratitud en el mundo, ¿verdad? Tú creerías que hay personas que, una vez que se les explicara cuidadosamente que sus facultades evasivas sobrehumanas son fruto exclusivo de los denodados esfuerzos de un amigo, considerarían oportuno derramar recompensas sobre ese amigo.
—¿Quieres decir que Artaxerxes no?
—En efecto. Una vez que me dirigí a él para pedirle que me dejara diez mil dólares, como inversión en un proyecto mío que seguramente produciría cien veces más…, diez mil cochinos dólares, que él se gana en cuanto vende una docena de tuercas y tornillos a las Fuerzas Armadas, hizo que sus criados me echaran.
—Pero, ¿por qué, George? ¿Lo has averiguado?
—Sí, acabé enterándome. Ya sabes que él emprende una acción evasiva siempre que fluye su adrenalina, siempre que se halla bajo los efectos de una pasión intensa, como la cólera o la ira. Azazel lo explicó.
—Sí, ¿Y…?
—De ese modo, siempre que Philomel considera las finanzas familiares y se siente invadida de cierto ardor libidinoso, se acerca a Artaxerxes, quien, percibiendo su intención, siente fluir su propia adrenalina en apasionada respuesta. Luego, cuando ella se echa hacia él con su femenino entusiasmo y abandono…
—¿Qué?
—Él la esquiva.
—¡Ah!
—De hecho, nunca puede ponerle una mano encima, lo mismo que tampoco pudo hacerlo Bullwhip. Cuanto más tiempo dura esto, más sube su nivel de frustración y más adrenalina fluye sólo con verla…, y más enciente y automáticamente la esquiva. Como es natural, ella, desesperada y llorosa, se ve obligada a encontrar consuelo en otra parte, pero cuando
él
intenta de vez en cuando una aventura fuera de los estrictos lazos del matrimonio, no puede. Esquiva a toda mujer que se le acerca, aun cuando sólo se trate de una cuestión de conveniencia mercantil por parte de ella. Artaxerxes se encuentra en la posición de Tántalo…, aparentemente el objeto siempre está disponible y, sin embargo, siempre fuera de su alcance. —Al llegar a este punto, la voz de George cobró un tono de indignación—. Y por ese trivial inconveniente me ha echado de la casa.
—Podrías hacer que Azazel suprimiera la maldición…, quiero decir, el don que pediste para él —dije.
—
Azazel
es reacio a actuar dos veces sobre un mismo sujeto, no sé por qué. Además, ¿por qué habría yo de conceder favores adicionales a quien se muestra tan desagradecido por los que ya ha recibido? Tú, en cambio, aunque eres un reconocido tacaño, me prestas cinco dólares de vez en cuando… —te aseguro que llevo la cuenta de todas esas ocasiones en trocitos de papel que tengo aquí y allá, en alguna parte de mis habitaciones— y, sin embargo, nunca te he hecho un favor, ¿verdad? Si tú puedes mostrarte servicial sin un favor, ¿por qué él no, que sí que ha recibido un favor?
Pensé en ello y dije:
—Escucha, George. Sigue sin concederme ningún favor. Todo va bien en mi vida. De hecho, sólo para recalcar que no quiero un favor, ¿qué tal si te doy diez dólares?
—Oh, bueno —respondió George—, si insistes…
“Galatea”
Por alguna razón desconocida, especialmente para mí, de vez en cuando utilizo a George como depositario de mis sentimientos íntimos. Puesto que posee un enorme y desbordante caudal de simpatía que reserva en exclusiva para sí mismo, esto es inútil; no obstante, de todos modos, de vez en cuando lo hago.
Naturalmente, en aquel momento mi propio caudal no puede evitarlo.
Estábamos esperando nuestra tarta de fresas tras un abundante almuerzo en «Peacock Alley», y yo dije:
—George, estoy harto de que los críticos no realicen el menor esfuerzo por averiguar qué es lo que yo intento hacer. A mí no me interesa lo que
ellos
harían si estuvieran en mi pellejo. Después de todo, ellos no saben escribir, o no perderían el tiempo siendo críticos. Y, si saben escribir, de alguna manera la única función que sus críticas les ofrece es la oportunidad de fastidiar a los que son mejores que ellos. Es más…
Pero llegó la tarta de fresas, y George aprovechó la oportunidad para coger las riendas de la conversación, cosa que de cualquier modo habría hecho, aunque no hubiera llegado el postre.
—Amigo mío, debes aprender a tomarte con calma las vicisitudes de la vida. Debes decirte a ti mismo —pues además es verdad— que tus miserables escritos producen tan escaso efecto en el mundo que lo que los críticos puedan decir, si es que se toman la molestia de decir algo, carece por completo de importancia. Esta clase de pensamientos te aliviarán mucho e impedirán que acabes desarrollando una úlcera. En concreto, podrías evitar palabras tan sensibleras en
mi
presencia, como lo harías si tuvieses la sensibilidad necesaria para comprender que mi trabajo es mucho más importante que el tuyo y que las críticas que yo recibo son, de vez en cuando, mucho más devastadoras.
—¿Vas a decirme que tú también escribes? —pregunté con sorna, al tiempo que atacaba la tarta.
—No —respondió George, haciendo lo propio—. Yo soy una persona mucho más importante, un benefactor de la Humanidad, un reprendido e infravalorado benefactor de la Humanidad.
Hubiera jurado que una pequeña lágrima humedecía ligeramente sus ojos.
—No veo —le dije afablemente— cómo la opinión de nadie acerca de ti puede ser tan baja como para que sea considerada una infravaloración.
—Haré caso omiso de la burla, ya que procede de ti —dijo George—, y te diré que estoy pensando en esa bella mujer, Elderberry Muggs.
—¿Elderberry? —exclamé, con una sombra de incredulidad.
Se llamaba Elderberry (dijo George). No sé por qué sus padres tuvieron que ponerle ese nombre, aunque tal vez fuese para conmemorar unos momentos de ternura en su relación prenupcial. La propia Elderberry tenía la impresión de que sus padres estaban ligeramente embriagados con vino de bayas de saúco -que era lo que significaba su nombre- durante las actividades que le dieron acceso a la vida. En otro caso, es posible que ella no hubiese tenido oportunidad de tal acceso.
Comoquiera que fuese, su padre, viejo amigo mío, me pidió que fuera su padrino en el bautizo, y yo no podía negarme.
Muchos amigos míos, impresionados por mi noble aspecto y mi franco y virtuoso semblante, sólo se sienten a gusto en la iglesia si yo estoy a su lado, así que son numerosas las ocasiones en que he actuado de padrino.
Naturalmente, yo me tomo estas cosas muy en serio y siento en toda su plenitud la responsabilidad del puesto. Por consiguiente, en la vida posterior me mantengo tan cerca de mis ahijados como me es posible, y tanto más cuando llegan a tener una belleza tan extraordinaria como Elderberry.
Su padre murió por el tiempo en que Elderberry cumplió veinte años, y ella heredó una importante suma de dinero que, como es lógico, hizo que aumentase su belleza a los ojos del mundo en general. Yo, por mi parte, no concedo ninguna importancia al dinero, pero consideré necesario protegerla de los cazadores de dotes. Para ello, me dediqué a cultivar su compañía en mayor medida aún, y frecuentemente cenaba en su casa. Después de todo, como puedes imaginar, ella estaba muy encariñada con su tío George, y, por mi parte, ciertamente, yo no podía censurárselo.
Tal como se desarrollaron las cosas, resultó que Elderberry no necesitaba el capital que su padre le había dejado, pues se convirtió en una escultura de gran renombre, produciendo obras cuyo valor artístico no podía ser puesto en tela de juicio, ya que alcanzaban elevados precios en el mercado.
Yo no entendía muy bien su producción, pues mis gustos en materia de arte son totalmente etéreos, y no se puede esperar que aprecie las cosas que ella creaba para deleite de esa parte de la estúpida multitud que podía permitirse pagar sus precios.
Recuerdo que en cierta ocasión le pregunté qué representaba una escultura determinada.
—Como ves —me contestó—, la obra se titula
Cigüeña volando.
Estudié el objeto, que estaba fundido en el más exquisito bronce, y dije:
—Sí, ya me he fijado en el letrero, pero, ¿dónde está la cigüeña?
—Aquí —respondió, señalando un pequeño cono de metal que emergía de una base de bronce un tanto amorfa y terminaba en un afilado vértice.
Lo contemplé pensativo, y luego pregunté:
—¿Eso es una cigüeña?
—Pues claro que lo es, grandísimo bobo —dijo (pues siempre se dirigía a mí en términos afectuosos)—, representa el extremo del largo pico de una cigüeña.
—¿Y eso es suficiente, Elderberry?
—Completamente —respondió—. No es la cigüeña misma lo que trato de representar, sino la noción abstracta de la cigüeñidad, que es exactamente lo que esto evoca.
—Sí, en efecto —dije, ligeramente perplejo—, ahora que lo mencionas…
Sin embargo, el letrero dice que la cigüeña está volando. ¿Cómo es eso?
—Pero no seas tonto —exclamó—, ¿no ves esta base un tanto amorfa de bronce?
—Sí —respondí—, cómo no voy a verla.
—Y no me negarás que el aire…, cualquier gas, si vamos á eso, es una masa amorfa. Bien, pues esta base amorfa de bronce es una clarísima representación de la atmósfera en abstracto. Y ya ves que en esta cara de la base hay una fina línea recta, absolutamente horizontal.
—Sí. Una vez que lo señalas, resulta clarísimo.
—Ésa es la noción abstracta de vuelo a través de la atmósfera.
—Extraordinario —dije—. Luminosamente claro cuando se explica.
¿Cuánto te darán por ello?
—Oh —dijo ella, moviendo con aire desairado una mano, como para poner de manifiesto la trivialidad de la cuestión—. Tal vez diez mil dólares.
Es una cosa tan sencilla y evidente por sí misma, que me sentiría culpable cobrando más. Es más un
morceau
que otra cosa. No como ésa. —Y señaló con la mano hacia un mural formado con telas de saco y pedazos de cartón, todo ello centrado en torno a una batidora rota que parecía tener en su parte inferior algo que semejaba manchas de huevo seco.
Lo miré con cierto respeto.
—¡Inapreciable, desde luego! —exclamé,
—Eso creo yo —dijo ella—. No es una batidora nueva, ¿sabes? Tiene la pátina del tiempo. La saqué de un cubo de basura.
Y entonces, por alguna razón, para mí desconocida, su labio inferior empezó a temblar y, con voz trémula, dijo:
—Oh, tío George.
Al instante, me sentí alarmado. Cogí su hábil mano izquierda, con sus fuertes dedos de escultora, y se la apreté.
—¿Qué ocurre, hija mía?
—Oh, George —dijo—, estoy harta de hacer estas sencillas abstracciones sólo porque representan el gusto del público.
Se llevó a la frente los nudillos de la mano derecha y dijo con tono trágico:
—¡Cómo me gustaría hacer lo que
quiero,
aquello que mi corazón de artista me dice que debo hacer!
—¿Qué es, Elderberry?
—Yo quiero experimentar. Quiero avanzar en nuevas direcciones.
Quiero intentar lo jamás intentado, arriesgarme a lo que nadie se ha arriesgado, producir lo improducible.
—¿Y por qué no lo haces, hija mía? Seguramente que eres lo bastante rica como para permitírtelo.
De pronto, sonrió, y se le iluminó el rostro.
—Gracias, tío George —dijo—, gracias por decir eso. La verdad es que me lo permito de vez en cuando. Tengo una habitación secreta en la que deposito mis pequeños experimentos, aquellos que sólo un educado paladar artístico puede apreciar; los que son caviar para la gente en general —añadió.
—¿Puedo verlos?
—Naturalmente,
querido
tío. Después de lo que has dicho en aliento de mis aspiraciones, ¿cómo podría negártelo?
Descorrió una gruesa cortina tras la que había una puerta tan ajustadamente encajada en la pared, que apenas era visible. Oprimió un botón, y la puerta se abrió eléctricamente. Entonces, y, al tiempo que la puerta se cerraba a nuestra espalda, unas brillantes luces fluorescentes iluminaron la sala sin ventanas en donde habíamos entrado, llenándola de tanta claridad como si en ella penetrara el sol.
Casi al instante, vi ante mí la representación de una cigüeña esculpida en rica piedra. Cada pluma estaba en su sitio, los ojos brillaban llenos de vida, tenía el pico entreabierto y las alas medio extendidas. Parecía como si fuera a elevarse en el aire.
—Santo cielo, Elderberry —exclamé—. Nunca he visto nada igual.