Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¿De veras?
—Sí, Es la cosa más sorprendente que jamás he experimentado. —La voz de Vandevanter descendió hasta convertirse en un susurro—. De alguna manera, no sólo sabía que el joven llevaba consigo la pistola cuando entró, sino que su madre no tenía jaqueca. ¿Puedes imaginar a alguien mintiendo sobre su
madre?
Una detenida investigación demostró que el instinto de Vandevanter había sido correcto. El joven había mentido con respecto a su madre.
A partir de ese momento, la habilidad de Vandevanter fue perfeccionándose constantemente.
Al cabo de un mes, se había convertido en una astuta y perspicaz máquina para la detección de la falsedad.
El Departamento observaba con boquiabierto asombro cómo acusado tras acusado fracasaban en su intento de engañar a Vandevanter. Ninguna historia de haber estado profundamente inmerso en la oración mientras era saqueado el cepillo de las limosnas podía resistir su astuto interrogatorio. Abogados que habían estado invirtiendo fondos de huérfanos en la renovación de sus despachos -de manera por completo inadvertida- rápidamente eran descubiertos. Contables que, por accidente, habían restado un número telefónico del epígrafe “deuda tributaria” quedaban atrapados en sus propias palabras. Traficantes de drogas que simplemente habían recogido un paquete de cinco kilos de heroína en la cafetería local creyendo que era un sucedáneo de azúcar, al instante acababan enredados en nudos lógicos.
Le llamaban Vandevanter
el Victorioso,
y el propio comisario, con el aplauso del cuerpo de Policía en pleno, recompensó a Vandevanter con una llave que abría la puerta del lavabo, además de trasladar su despacho a un lado del corredor. Me estaba congratulando de que todo marchaba bien y de que Vandevanter, asegurado
ya
su éxito, se encontraba en condiciones de casarse con la adorable Minerva Shlump, cuando la propia Minerva apareció en la puerta de mi apartamento.
—Oh, tío George —murmuró débilmente, al tiempo que se tambaleaba.
Era evidente que estaba a punto de desmayarse. La cogí en brazos y la mantuve pegada a mi cuerpo durante cinco o seis minutos, mientras consideraba en qué silla en concreto podría depositarla.
—¿Qué ocurre, querida? —le pregunté, después de haberme desembarazado lentamente de ella y alisar su vestido para que no quedara desarreglado.
—Oh, tío George —dijo, y las lágrimas desbordaron de sus encantadores párpados inferiores—. Se trata de Vandevanter.
—Espero que no te haya ofendido con requerimientos extemporáneos e impropios.
—Oh, no, tío George. Es una persona demasiado refinada para hacer eso antes del matrimonio, aunque, por supuesto, yo le he explicado detalladamente que comprendo las influencias hormonales que a veces dominan a los jóvenes, y que estaba preparada para perdonarle en el caso de que se produjera un suceso enojoso. No obstante, pese a mis seguridades, conserva el dominio de sí mismo.
—¿De qué se trata entonces, Minerva?
—Oh, tío George, ha roto nuestro compromiso.
—Es increíble. No hay dos personas que encajen mejor la una con la otra. ¿Por qué?
—Dice que yo soy una… narradora de inexactitudes.
Mis renuentes labios formaron la palabra: ¿Mentirosa?
Ella asintió.
—Esa infame palabra no atravesó sus labios, pero eso es a lo que se refería. Esta misma mañana, me miró con su expresión de rendida adoración y preguntó: “Querida, ¿me has sido siempre fiel?” Y yo, como siempre hago, respondí sentimentalmente: Tan fiel como el rayo de sol al sol, como el pétalo de rosa a la rosa. Entonces, sus ojos
se
entornaron y se volvieron rencorosos, y dijo: “Aja, tus palabras no se ajustan a la verdad. Has dicho una patraña”. Fue como si me hubieran asestado un fuerte golpe. Le pregunté: Vandevanter mío, ¿qué estás diciendo? Él respondió: “Lo que has oído. He sido engañado, y debemos separarnos para siempre”. Y se marchó. Oh, ¿qué voy a hacer? ¿Qué voy a hacer? ¿Dónde encontraré otro triunfador?
Yo dije, con aire pensativo:
—Vandevanter suele tener razón en estas cosas…, en las últimas semanas al menos. ¿Le has sido infiel?
Un débil rubor cubrió las mejillas de Minerva.
—Realmente, no.
—¿Cómo de irrealmente?
—Bueno, hace unos años, cuando yo no era más que una chiquilla, con diecisiete años, besé a un joven. Confieso que le abracé con fuerza, pero fue sólo para impedir que escapara, no por afecto personal.
—Comprendo.
—No fue una experiencia muy placentera. No mucho. Después de que conocí a Vandevanter, quedé sorprendida al descubrir cuánto más gratificante era su beso que el que había experimentado antes con el otro joven. Naturalmente, estaba resuelta a volver a experimentar esa gratificación. Durante toda mi relación con Vandevanter, he besado de manera periódica -tan sólo con ánimo de investigación científica- a otros jóvenes, con el fin de cerciorarme de que ninguno,
ninguno,
puede igualar a mi Vandevanter. Te aseguro, tío George, que al hacerlo les concedía todas las ventajas en lo que tiene que ver con estilo y forma de besar, por no decir nada del abrazo y el apretón, y
nunca
igualaban en ningún aspecto a Vandevanter. Y, sin embargo, dice que soy infiel.
—Qué ridículo —dije—. Ha sido injusto contigo.
La besé cuatro o cinco veces, y luego dije:
—Esto no te gratifica tanto como los besos de Vandevanter, ¿verdad?
—Veamos —repuso ella, y me besó cuatro o cinco veces más, con gran habilidad y vehemencia—. Claro que no —concluyó.
—Iré a verle —dije.
Esa misma noche me presenté en su apartamento. Se hallaba sentado, con aire sombrío, en su cuarto de estar, cargando y descargando su revólver.
—Sin duda, estás pensando en el suicidio —dije.
—Jamás —respondió, con una seca risita—. ¿Qué razón tengo yo para suicidarme? ¿La pérdida de una chicuela frívola? ¿De una mentirosa? No me duele en absoluto.
—Te equivocas. Minerva siempre te ha sido fiel. Sus manos, sus labios y su cuerpo nunca han establecido contacto con las manos, labios y cuerpo de ningún hombre más que tú.
—Sé que eso no es cierto —dijo Vandevanter.
—Yo te digo que lo es —expliqué—. He hablado largamente con la llorosa doncella, y ella me ha revelado los más íntimos secretos de su vida. En una ocasión le tiró un beso a un joven: a la sazón, ella tenía cinco años; él, seis. Desde entonces, no ha dejado de sufrir por ese momento de locura amorosa. Jamás se ha repetido una escena semejante de lascivia, y es sólo ese momento lo que tú has detectado en ella.
—¿Me estás diciendo la verdad, tío George?
—Examíname con tu infalible y penetrante mirada, y repetiré lo que te acabo de decir, y luego me dirás si te estoy contando la verdad.
Repetí la historia, y, admirado, dijo:
—Me estás diciendo la verdad, exacta y literal, tío George. ¿Crees que Minerva podrá perdonarme alguna vez?
—Naturalmente —respondí—. Adopta una actitud humillante ante ella y continúa tu sagaz persecución de la escoria del hampa por todas las tiendas de licores, salas de Consejo y Administración y pasillos de Ayuntamiento, pero nunca vuelvas tus sagaces ojos sobre la mujer que amas. El amor perfecto es confianza perfecta, y debes confiar en ella perfectamente.
—Lo haré, lo haré —exclamó.
Y así lo ha hecho siempre desde entonces. En la actualidad, es el detective más famoso de la Policía, y ha sido ascendido al grado de detective de clase media, con despacho en el sótano, justo al lado de la lavadora. Está casado con Minerva y viven juntos en una paz ideal.
Ella se pasa la vida comprobando una y otra vez en un éxtasis de felicidad la superior gratificación de los besos de Vandevanter. A veces ella pasa voluntariamente toda la noche con algún hombre de buena presencia que parece adecuado para la investigación, pero el resultado siempre es el mismo: Vandevanter es el mejor. En la actualidad, ella es madre de dos hijos, y uno de ellos presenta un ligero parecido con Vandevanter.
Y eso para que luego andes diciendo que mis esfuerzos y los de Azazel siempre conducen al desastre.
—Pero —dije—, si acepto tu historia, estabas mintiendo cuando le aseguraste a Vandevanter que Minerva nunca había tocado a otro hombre.
—Lo hice para salvar a una joven e inocente doncella.
—Pero, ¿cómo es que Vendevanter no detectó la mentira?
—Supongo —dijo George, limpiándose los restos de queso de los labios— que fue por mi aire de inexpugnable dignidad.
—Yo tengo otra teoría —dije—. Creo que ni tú, ni tu presión sanguínea, ni la conductividad eléctrica de tu piel, ni tus sutiles reacciones hormonales pueden ya notar la diferencia entre lo que es verdad y lo que no lo es; y tampoco puede hacerlo nadie que dependa para ello de los datos obtenidos estudiándote.
—Eso es ridículo —dijo George.
“The Fights of Spring”
George y yo estábamos mirando el campus universitario que se extendía a la otra orilla del río; después de haber comido a mis expensas hasta hartarse, George se sintió movido a una lacrimosa nostalgia.
—¡Ah, días universitarios, días universitarios! —gimió—. ¿Qué podemos encontrar después en la vida que compense vuestra pérdida?
Le miré, sorprendido.
—¡No me digas que fuiste a la Universidad!
Me dispensó una altiva mirada.
—¿Te das cuenta de que yo soy el presidente más grande que jamás haya tenido la fraternidad de Fi Fo Fum?
—Pero, ¿cómo pagabas las matrículas y los gastos?
—¡Becas! —respondió—. Llovían sobre mí una vez que demostré mis proezas en las peleas que celebraban nuestras victorias en los dormitorios de los pabellones mixtos. Eso, y un tío rico.
—No sabía que tenías un tío rico, George.
—Después de los seis años que tardé en terminar el programa desacelerado, ya no lo era, por desgracia. Al menos, no mucho. El dinero que pudo salvar del desastre, finalmente lo legó a un hogar para gatos indigentes, haciendo en su testamento varias observaciones acerca de mí, que desdeño repetir. La mía ha sido una vida triste y carente de aprecio.
—En algún momento del lejano futuro —dije— debes contármelo todo, sin omitir detalle.
—Pero el recuerdo de los días universitarios —continuó George— baña toda mi dura vida con un resplandor de oro y perlas. Lo sentí con toda su intensidad hace unos años, cuando volví a visitar el campus de la vieja Universidad Tate.
—¿Te invitaron a volver? —dije, consiguiendo casi ocultar el inequívoco tono de incredulidad que latía en mi voz.
—Se disponían a hacerlo, estoy seguro —respondió George—, pero, en realidad, volví a petición de un querido camarada de mis años estudiantiles, el bueno de Antiochus Schnell.
Puesto que estás claramente fascinado por lo que ya te he dicho (dijo George), permíteme que te hable del bueno de Antiochus Schnell. Era mi compañero inseparable en los viejos tiempos, mi fiel Acates (aunque nunca sabré por qué desperdicio alusiones clásicas con un necio e ignorante como tú). Incluso ahora, aunque ha envejecido mucho más que yo, le recuerdo tal como era en los tiempos en que, juntos, engullíamos carpas, llenábamos cabinas telefónicas con nuestros compinches y quitábamos bragas con diestros giros de muñecas, entre los complacidos chillidos de pecosas estudiantes. En resumen, saboreábamos todos los placeres sublimes de una ilustrada institución.
Por eso, cuando el viejo Antiochus Schnell me pidió que fuera a verle por un asunto de gran importancia, acudí inmediatamente.
—George —dijo—, se trata de mi hijo.
—¿El joven Artaxerxes Schnell?
—El mismo. Es estudiante de segundo curso en la vieja Universidad Tate, pero las cosas no le van nada bien.
Entorné los ojos.
—¿Frecuenta la compañía de gente indeseable? ¿Se ha entrampado? ¿Ha cometido la tontería de caer en las redes de alguna madura camarera de cervecería?
—¡Peor! ¡Mucho peor! —respondió con voz entrecortada el viejo Antiochus Schnell—. Nunca me lo ha dicho él mismo…, supongo que no se atreve; sin embargo, he recibido una horrorizada carta de uno de sus compañeros, escrita con carácter estrictamente confidencial. George, amigo mío, mi pobre hijo…, deja que te lo diga abiertamente, sin recurrir a eufemismos, ¡está estudiando cálculo!
—Estudiando cal… —no me atreví a pronunciar la horrible palabra.
Antiochus Schnell asintió con abatimiento.
—Y también ciencias políticas. En realidad, está asistiendo a clase, y se le ha visto estudiando.
—¡Santo cielo! —exclamé, aterrado.
—No lo puedo creer en el joven Artaxerxes, George. Si su madre se enterase, acabaría con ella. Es una mujer sensible, George, y no goza de buena salud. En nombre de nuestra vieja amistad, te suplico que vayas a la vieja Tate e investigues el asunto. Si el chico se ha dejado seducir por la ciencia, de alguna manera hazle entrar en razón…, por su madre y por él mismo, ya que no por mí.
Con lágrimas en los ojos, le estreché la mano.
—Nada me detendrá —dije—. Absolutamente ninguna consideración me apartará de esta sagrada tarea. Gastaré hasta la última gota de mi sangre si es necesario… Hablando de gastar, necesitaré un cheque.
—¿Un cheque? —musitó con voz temblorosa Antiochus Schnell, que siempre ha sido un hombre muy dado a mantener la cartera cerrada.
—Habitación de hotel —dije—, comidas, bebidas, propinas, inflación y gastos generales. Es para tu hijo, amigo mío, no para mí.
Finalmente, conseguí ese cheque, y una vez que llegué a Tate no esperé mucho para visitar al joven Artaxerxes. Apenas si me permití tomar una buena cena, un coñac excelente, una larga noche de sueño y un sosegado desayuno antes de acudir a su habitación.
Al entrar sufrí una fuerte impresión: las paredes se hallaban cubiertas de estanterías repletas no de diversos y heterogéneos objetos de adorno, ni de nutritivas botellas llenas del arte del vinatero, ni de fotografías de encantadoras jovencitas que inexplicablemente habían perdido sus vestidos…, sino de
libros.
Uno yacía desvergonzadamente abierto sobre la mesa, y yo creo que lo había estado hojeando justo antes de mi llegada. Tenía una sospechosa mancha de polvo en el dedo índice de la mano derecha, que, torpemente, trató de esconder en la espalda.