Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Es por esa razón que odio escribir historias que se refieran a la confrontación, y aun leer sobre ella. Me da la impresión de que todo lo que sirve para aumentar el odio y la sospecha solamente aumenta la posibilidad de que, sea por furia o por error de cálculo, alguien presione el botón rojo.
Y por eso, algunas veces, las exigencias de la conspiración me obligan a hacerlo, y entonces mientras releo la historia no puedo dejar de pensar, sarcásticamente, que con el cambio de unas pocas palabras, con una sustitución aquí y allá, de mínima importancia, la historia pudo muy bien ser escrita por alguien del otro lado… Y eso es bastante triste, también.
La historia apareció en el ejemplar del 17 de junio de 1981 de
EQMM.
“The Phoenician Bauble”
Geoffrey Avalon, un abogado de patentes de profesión, no admitía a menudo la lectura de ficción ligera. En ocasión de este banquete particular de los Viudos Negros, de todos modos, agitó el hielo de su segundo trago (que había llegado a la mitad y que no sería tomado más) y dijo:
—Leí una interesante historia de ciencia ficción ayer.
James Drake, un químico retirado, quien había pasado la mejor parte de su —de otra manera desperdiciada— vida leyendo toda clase de publicaciones de ficción popular, dijo:
—¿Dolió?
—Para nada. Estaba en casa de un amigo, vi una revista, la hojeé, comencé a leer, y debo admitir que casi la disfruté. La premisa era que para un hombre que ha desarrollado una memoria total no debería haber secretos. Si yo fuera a recordar todo lo que dijiste, Jim, junto con las entonaciones y expresiones, y combinado con lo que los otros dijeron, y con lo que ya sabía, sería capaz de deducir todo acerca de ti. No importa qué era lo que tu no querías que yo —o cualquiera— supiera, lo estarías diciendo una docena de veces por día sin saberlo. Es sólo porque en la vida real no prestamos atención —o no escuchamos, u olvidamos— que los secretos permanecen secretos. En la historia, por supuesto, el protagonista se mete en problemas por su extraño talento.
—Como siempre lo hacen —dijo Drake, sin impresionarse—. Es una convención literaria como el toque de oro de Midas. La historia que leíste, sospecho, era “Que no sepan que recuerdas” de Isaac Asimov, en el último número de su propia revista.
—Correcto —dijo Avalon.
Mario Gonzalo, quien había llegado tarde y acababa de ubicar sus galochas y su sobretodo en el guardarropa (ya que New York no estaba disfrutando de la lluvia que necesitaba con urgencia para sus reservorios), ordenó su trago a Henry con un breve gesto, y dijo:
—¿Asimov? ¿No es el amigo de Manny, el que es aun más pagado de sí que Manny, si lo pueden creer?
Emmanuel Rubin volvió el cuerpo entero para enfrentar a Gonzalo y apuntarle con el dedo.
—Asimov no es mi amigo. Él simplemente sigue mis pisadas porque necesita ayuda con varios puntos simples de ciencia antes de poder escribir sus supuestas historias.
—Lo encontré en Libros en Imprenta, Manny —dijo Gonzalo sonriendo—. Escribe mucho más…
—… libros que yo —terminó Rubin—. Sí, lo sé. Eso es porque yo no sacrifico la calidad a la cantidad. Aquí te presento a mi invitado. Señor Enrico Pavolini. Este es Mario Gonzalo, quien cree que es un artista y quien desaprobará el hecho realizando una caricatura de ti enseguida. El señor Pavolini es restaurador en el Museo de Arte Antiguo de la ciudad.
Pavolini se inclinó con cortesía europea y dijo:
—Escucho lamentablemente la historia de ciencia ficción que están discutiendo. Me temo que aun una memoria perfecta no penetra algunos secretos, excepto en las novelas. Y siempre esos secretos que con urgencia necesitan ser penetrados prueban ser los más oscuros —Su inglés era perfecto pero sus vocales tenían una distorsión sutil que se hacía claro que no era lengua nativa.
—Creo que la mayoría de los secretos está a salvo —dijo Trumbull— porque a nadie le importan. La mayoría de los supuestos secretos son condenadamente aburridos, son sólo aquellos que están desesperadamente aburridos los que se tomarán la molestia de desenterrarlos.
—Eso puede ser en algunos casos, mi querido señor… —comenzó Pavolini, pero fue interrumpido por el tranquilo anuncio de Henry de que la cena estaba servida. Los invitados se sentaron frente a un aperitivo griego que escondía la promesa de un moussaka. Roger Halsted hizo un pequeño sonido de placer mientras colocaba la servilleta sobre sus muslos y Rubin, habiendo pinchado una hoja de parra rellena, la miró aprobando, la colocó en su boca, y la masticó hasta no dejar nada.
Rubin dijo entonces, con la mente claramente concentrada en su anterior referencia de calidad versus cantidad:
—Una de las desafortunadas consecuencias de la era de la ficción pulp, entre 1920 y 1950, es que surgió una generación de Asimov que aprendieron a escribir sin pensar, en persecución de la cantidad solamente.
—Eso no es completamente malo —dijo Drake—. Es mucho más común para un escritor caer en la trampa opuesta de posponer la ejecución en una búsqueda inútil de la perfección inexistente.
—No estoy hablando de perfección —dijo Rubin—. Estoy sugiriendo sólo un poco de trabajo adicional para salir de la basura abismal.
—Si leyeras algunos de los mejores pulp, encontrarás que están muy lejos de la basura abismal —dijo tieso Drake—. De hecho, un montón de ella es reconocido ahora como contribución importante a la literatura, y su técnica bien merece estudio. Dashiell Hammett, Raymond Chandler, Cornell Woolrich… Vamos, Manny, es tu propio campo. No le pegues.
—Esos no eran pulp. Eran escritores reales que hicieron uso del mercado disponible…
Drake se rió.
—Es fácil probar que todo lo que es pulp es malo, si cuando se dan ejemplos de lo contrario tú dices, “Si es bueno, no es pulp”.
—Una vez que algo es viejo —dijo Gonzalo—, se babean por él los críticos que lo hubieran enterrado si fueran contemporáneos del objeto criticado. He escuchado a Manny decir cien veces que Shakespeare era un escritorzuelo que fue menospreciado en sus días.
—Por cada Shakespeare —dijo Rubin con fuerza, haciendo temblar su escasa barba—, quien estaba bien lejos de las mentes enclenques de su tiempo, había cien, o tal vez mil, escritores que eran menospreciados como ceros en sus propios días y quienes siguen siendo exactamente ceros hoy, si alguien los recuerda.
—Ése es el punto —dijo Pavolini—. La supervivencia es seguramente el mejor testimonio de la calidad.
—No siempre —dijo Rubin cambiando de posición repentinamente como era característico en él—. Los accidentes deben jugar un rol. Esquilo y Sófocles escribieron más de noventa obras cada uno, y en cada caso sólo sobrevivieron siete. ¿Quién puede decir con seguridad que eran las siete mejores? Los antiguos griegos consideraban que Safo era de la misma clase que Homero, y todavía no sobrevive nada de su trabajo.
Un curioso silencio cayó sobre los Viudos Negros, como en apreciación de una tragedia verdadera… la pérdida irreparable del trabajo de un genio humano. La conversación fue más tranquila y sobre temas generales de allí en adelante.
Y finalmente Rubin, como anfitrión, convocó al interrogatorio.
—No tú, Mario —dijo—. Tratarás de probar que eres un artista y aburrirás al señor Pavolini hasta la muerte, y es muy amigo mío para perderle. Jim, haz los honores.
Enrico Pavolini parecía expectante. Su sonrisa, que siempre parecía radiante, daba toda la impresión de recibir con agrado todas las preguntas. Podía haber estado en sus cincuenta, pero el prolijo bigote, el cabello sin canas, el rostro sin arrugas y los ojos alegres podrían haberle hecho pasar igualmente por alguno de cuarenta.
Drake se aclaró la garganta.
—Señor Pavolini —dijo—, ¿cómo justifica su existencia?
Pavolini no mostró ninguna sorpresa ante la pregunta.
—Haciendo —dijo— lo que un hombre puede hacer para prevenir la tragedia de la que hablamos antes en la cena. Trabajo para salvar esos productos del genio artístico que podrían perderse de otro modo. En ese quehacer, por supuesto, debo tratar frecuentemente con ladrones y criminales, y encubrir sus felonías… pero la naturaleza de mi trabajo justifica aun eso.
—¿Quiénes son estos ladrones y criminales de los que habla? —dijo Drake.
—A lo largo de la historia —dijo Pavolini—, las obras de arte han sido escondidas; algunas veces a propósito como cuando son enterradas con gobernantes o aristócratas fallecidos; o cuando son ocultadas de bandas de pillos u hombres armados; algunas veces accidentalmente como cuando un templo es destruido por en terremoto o un barco se hunde en el mar. Y a lo largo de la historia, han habido personas en la búsqueda de tesoros, ladrones persistentes con palas que ingresan en pirámides y tumbas, quienes siguen las leyendas de tesoros escondidos, quienes fisgonean dentro de los barcos hundidos. Escondrijos de monedas, lingotes de metales preciosos, joyas, y obras de arte son siempre encontrados. Algunas veces son rotos, derretidos, vendidos como lingotes o piedras. Algunas veces, especialmente en los últimos doscientos años, son dejados intactos y colocados en el mercado libre. Allí es donde yo, y otros como yo, intervenimos. Competimos por los objetos. Cada museo de arte en el mundo está lleno de botines ilegales.
—¿Que hace de estos supuestos buscadores de botines unos criminales? —dijo Drake—. ¿Se supone que deben dejar las obras de arte enterradas, de propiedad de, por ejemplo, un faraón que ha estado muerto por treinta y cinco siglos?
—En primer lugar —dijo Pavolini—, muchos buscadores son criminales contra la humanidad. Son personas ignorantes que pueden cruzarse con un tesoro aun por accidente, o el destino, pero quienes, en el comienzo o al final, están interesados solamente en negociar. Todo lo que no ven con valor intrínseco posiblemente sea destruido, no tanto por malicia como por indiferencia. Es posible que rompan una obra de arte en orden de salvar unas pocas esmeraldas o hilos de oro.
»En segundo lugar, son criminales a los ojos de la ley. Durante el último siglo, las naciones han llegado cada vez más a considerar varias reliquias del pasado como parte de su herencia nacional y por lo tanto propiedad del estado. Las búsquedas deberían, en teoría, ser conducidas bajo estricta supervisión, y los hallazgos no pueden ser vendidos a museos extranjeros. Aun los arqueólogos calificados que violan estas reglas son, estrictamente hablando, criminales.
»Pero muchos gobiernos son demasiado ineficientes para conducir búsquedas apropiadas, demasiado corruptos para resistir el soborno; y la codicia humana es tal que las consideraciones de orgullo nacional pueden casi siempre no competir con el hecho de que puede obtenerse un precio más alto de los extranjeros.
—Si todos los museos se combinan en una política de rehusarse a tratar con los buscadores de botines… —dijo Drake.
Pavolini sacudió la cabeza vigorosamente.
—No sería nada bueno. Los museos están operados por seres humanos, o por gobiernos, con sus propios orgullos, codicias y corrupción. Ningún museo querría ceder un real hallazgo a otro museo. Y aun si los museos se pusieran firmes como grupo, los artículos podrían ser vendidos a colecciones privadas… o rotos y derretidos. Algunos buscadores de botines han recurrido al chantaje y utilizaron la amenaza de destrucción para forzar precios más altos.
—¿Vale la pena? —dijo Drake—. Seguramente no todo es una gran obra de arte.
—Algunas lo son —dijo Pavolini, sonriendo con un toque de condescendencia—, para cualquier estándar, como por ejemplo el busto de Nefertiti, la diosa serpiente de Creta, o la Venus de Milo. Eso, de todos modos es secundario de cierta manera. Cada artefacto de una era pasada es importante como una evidencia viviente de una sociedad que se ha ido. El más común de los potes de terracota fue utilizado alguna vez, fue parte de una forma de vida, fue hecho para un propósito. Cada uno es tan importante como indispensable para un arqueólogo como el diente de un fósil de un tiburón extinto lo es para un paleontólogo.
—¿Puedo interrumpir, Jim? —dijo Trumbull—. Presumo que el Museo de Arte Antiguo de la ciudad tiene su porción de artefactos pasados, ¿verdad, señor Pavolini?
La sonrisa de Pavolini se amplió.
—Ciertamente la tiene. Debe venir a visitarnos alguna vez y verlo usted mismo. Somos un museo comparativamente joven y no tenemos los recursos del Metropolitan, pero estamos más precisamente enfocados y nuestra colección de arte precolombino mexicano es famosa mundialmente.
—Ciertamente lo visitaré en la primera oportunidad —dijo Trumbull—, pero creo recordar que antes de la cena usted dijo algo acerca de secretos que no eran fácilmente penetrados.
Pavolini pareció repentinamente serio.
—¿Lo hice?
—Sí. Hubo la mención de una historia idiota de ciencia ficción acerca de que una memoria perfecta era todo lo que se necesitaba para penetrar secretos y usted dijo…
—Ah, sí, ya recuerdo.
—Bueno, entonces, ¿se refería usted a algo específico, algo que tenga que ver con su trabajo?
—En realidad, sí —Pavolini se encogió de hombros—. Una cosa pequeña ha estado obsesionándome por algún tiempo, pero sin importancia fuera de mis propios sentimientos, supongo.
—Cuéntenos sobre eso —dijo Trumbull, conjugando abruptamente en imperativo.
Pavolini parpadeó.
—Como dije, completamente sin importancia.
—De todos modos, cuéntanos, Enrico —dijo gentilmente Rubin—. Es el precio de la cena. Recuerda que te expliqué sobre el interrogatorio.
—Sí, Emmanuel —dijo Pavolini—, pero no es algo que pueda discutir indiscriminadamente. Desde el punto de vista estrictamente legal…
—Somos todos tan silenciosos —dijo Rubin— como uno de tus artefactos precolombinos. Eso incluye, en particular, a nuestro estimado camarero y miembro, Henry. Por favor, Enrico, continúa.
Pavolini sonrió compungido.
—Nuestros artefactos no son de modo alguno silenciosos, ya que pueden hablarnos elocuentemente de las culturas pasadas, de modo que fue una comparación equivocada. De todos modos, había un adorno fenicio en el mercado del museo mundial… el mercado negro, por supuesto.
»Había sido desenterrado en Chipre, donde la confusión de la pasada década había hecho posible a los cazadores de botines obtener y contrabandear material valioso. Era una pequeña copa de oro y esmalte, datada en algún momento del 1200 a.C. Había alguna cuestión acerca de si mostraba influencia micénica y llevaba la promesa de modificar algunos de nuestros conceptos de eventos en tiempos de la guerra de Troya.