Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Lo acabamos el día antes del previsto para el aterrizaje, y Stanley, cuando se lo probó, resplandecía de orgullo, mientras Steeden le contemplaba, sonriendo y retorciéndose el bigote. Y a medida que los días pasaban, el círculo azul pálido que era Calixto aumentaba de tamaño sobre la visiplaca hasta ocupar la mayor parte del cielo. El último día fue inquietante. Realizamos abstraídamente nuestras tareas, y de un modo deliberado evitamos mirar el cruel e inclemente satélite que teníamos delante.
Nos lanzamos… en una espiral larga y gradualmente contráctil. Por medio de esta maniobra, el capitán había esperado lograr algún conocimiento preliminar de la naturaleza del satélite y sus eventuales habitantes, pero la información que conseguimos fue casi totalmente negativa.
El gran porcentaje de dióxido de carbono, presente en la delgada y fría atmósfera era compatible con la vida de las plantas, así que la vegetación era abundante y diversa. Sin embargo, el índice del tres por ciento de oxígeno parecía excluir la posibilidad de cualquier clase de vida animal, excepto las especies más simples, y primitivas. Tampoco había ninguna evidencia de ciudades o estructuras artificiales de cualquier clase.
Dimos cinco vueltas alrededor de Calixto antes de divisar un gran lago, cuya forma recordaba la cabeza de un caballo.
Descendimos suavemente en dirección hacia él, pues el último mensaje de la segunda expedición —la de Peewee Wilson— habló de aterrizar cerca de dicho lago.
Todavía nos hallábamos a unos ochocientos metros del suelo, cuando localizamos el brillante ovoide de metal que era el
Fobo
s, y cuando al fin nos posamos suavemente sobre el verde rastrojo de vegetación, no nos separaban más de quinientos metros de la desafortunada embarcación.
—Es extraño —murmuró el capitán, cuando todos nos hubimos congregado en la cabina de mandos, en espera de nuevas órdenes—, parece que no hay ninguna señal de violencia.
¡Era cierto! El
Fobos
estaba allí, al parecer intacto. Su anticuado casco de acero brillaba bajo la luz amarillenta de un convexo Júpiter, pues el escaso oxígeno de la atmósfera no podía llegar a oxidar su resistente exterior.
El capitán salió de su ensimismamiento y se volvió hacia Charney, que estaba en la radio.
—¿Ganímedes ha contestado?
—Sí, señor. Nos desean buena suerte. —Lo dijo con sencillez, pero un escalofrío me recorrió la espina dorsal.
No se movió ni un solo músculo del rostro del capitán.
—¿Ha intentado establecer comunicación con el
Fobo
s?
—No contestan, señor.
—Tres de nosotros investigarán el
Fobo
s. Algunas respuestas, por lo menos, deben estar allí.
—¡Palillos de cerillas! —gruñó Brock, con impasibilidad.
El capitán asintió gravemente. Puso ocho cerillas en la palma de su mano, rompió tres por la mitad, y extendió el brazo hacia nosotros, sin decir ni una palabra.
Charney dio un paso adelante y cogió el primero. Estaba rota y se dirigió lentamente hacia el perchero del traje espacial. Tuley le siguió y tras él Harrigan y Whitefield. Después yo, y saqué la segunda cerilla rota. Sonreí y seguí a Charney, y al cabo de treinta segundos, el viejo Steeden en persona se reunió con nosotros.
—La nave les respaldará, muchachos —dijo el capitán tranquilamente, mientras nos estrechaba la mano—. Si ocurre algo peligroso, echen a correr. Nada de heroísmos ahora, no podemos permitirnos el lujo de perder hombres.
Inspeccionamos nuestras Lectrónicas de bolsillo y salimos. No sabíamos con exactitud lo que debíamos esperar y no estábamos seguros de que nuestros primeros pasos sobre suelo de Calixto no pudieran ser los últimos, pero ninguno de nosotros vaciló un sólo instante. En los
Astronautas a diez centavo
s, el valor es una mercancía muy barata, pero es mucho más cara en la vida real. Recuerdo con considerable orgullo los firmes pasos con los que los tres abandonamos la protección del Cenes.
Miré hacia atrás una sola vez y distinguí el rostro de Stanley pegado al grueso vidrio de la portilla. Incluso a distancia, su nerviosismo era evidente. ¡Pobre chico! Durante los últimos dos días había estado convencido de que nos hallábamos en camino hacia una ciudadela de piratas y casi se moría de impaciencia porque la lucha empezara. Naturalmente, ninguno de nosotros se cuidó de desilusionarle. El casco exterior del
Fobos
se levantaba ante nosotros y nos dominaba con su presencia. La gigantesca embarcación reposaba sobre la hierba verde oscura, silenciosa como la muerte. Una de las siete que lo habían intentado y habían fracasado. Y la nuestra era la octava.
Charney rompió el inquieto silencio.
—¿Qué son esas manchas blancas del casco?
Levantó un dedo forrado de metal y lo paseó por la plancha de acero. Lo retiró y contempló la blanda pulpa de color blanco que lo cubría. Con un involuntario estremecimiento de repugnancia, se lo limpió restregándolo en la gruesa hierba del suelo.
—¿Qué creéis que es?
Toda la nave, excepto la parte cercana al suelo estaba recubierta de una fina capa de la pulposa sustancia. Parecía espuma seca… parecía…
Dije:
—Es como fango que una babosa gigante hubiera dejado tras salir del lago y deslizarse sobre la nave.
Naturalmente, no hice tal afirmación en serio, pero los otros dos lanzaron una apresurada mirada a la superficie lisa como un espejo del lago en la que se reflejaba con claridad la imagen de Júpiter. Charney sacó su Lectrónica de mano.
—¡Aquí! —gritó repentinamente Steeden, cuya voz sonaba ronca y metálica a través de la radio—. Es inútil seguir hablando. Hemos de encontrar algún medio de entrar en la nave; debe haber una grieta en alguna parte del casco. Tú irás hacia la derecha, Charney, y tú, Jenkins, hacia la izquierda. Yo intentaré llegar arriba de alguna forma.
Mirando cuidadosamente el casco redondeado, retrocedió y dio un salto. En Calixto, desde luego, sólo pesaba diez kilos o menos, con traje y todo, así que se elevó unos diez o doce metros. Golpeó ligeramente el casco, y cuando empezaba a deslizarse hacia abajo, se agarró a la cabeza de un remache y gateó hasta la parte superior.
En ese momento yo hice un gesto de despedida a Charney, y me alejé.
—¿Todo va bien? —la voz del capitán sonó tenuemente junto a mi oído.
—Todo bien —repuse con aspereza— hasta ahora. Y mientras lo decía, el
Ceres
desapareció detrás del saliente convexo del fallecido
Fobos
y me encontré completamente solo en la misteriosa luna.
A partir de entonces proseguí mi ronda en silencio. La «piel» de la nave espacial no estaba rota, a excepción de las oscuras portillas, las más bajas de las cuales se hallaban muy por encima de mi cabeza. Una o dos veces me pareció ver a Steeden gateando como un mono sobre la superficie del casco, pero quizá no fue más que una ilusión.
Al final llegué a la proa, que aparecía bañada por la clara luz de Júpiter. Allí, la hilera inferior de portillas estaba lo bastante baja como para ver el interior, y mientras pasaba de una a otra, me dio la impresión de que estaba contemplando una nave llena de espectros, pues en aquella luz fantasmal todos los objetos parecían sombras oscilantes.
La última ventana de la línea resultó ser de un interés irresistible. En el rectángulo amarillo de la luz de Júpiter estampada en el suelo, yacía lo que quedaba de un hombre. Su ropa le cubría con holgura y la camisa estaba levantada, como si las costillas le hubieran hecho adoptar esta posición. En el espacio entre el cuello abierto de la camisa y el casco de ingeniero, se veía un sonriente cráneo sin ojos. El casco, reposando oblicuamente sobre la calavera, parecía añadir el último refinamiento de horror a la escena.
Un grito penetrante hizo que mi corazón latiera con fuerza. Era Steeden, que lanzaba exclamaciones irreverentes desde algún lugar de la parte superior de la nave. Casi en seguida, vi su torpe cuerpo recubierto de acero que resbalaba y se deslizaba por el costado de la nave.
Corrimos hacia él con largos y flotantes saltos y nos hizo señales de que le siguiéramos, mientras avanzaba delante nuestro, hacia el lago. En la misma orilla, se detuvo y se inclinó sobre un objeto medio enterrado. En dos saltos estuvimos junto a él, y vimos que el objeto era un hombre vestido con un traje espacial, tendido boca abajo. Estaba recubierto por una gruesa capa de la misma sustancia viscosa que había en el
Fobo
s.
—Lo he visto desde encima de la nave— dijo Steeden, sin aliento, mientras daba la vuelta a la figura.
Lo que vimos nos hizo lanzar a los tres un grito simultáneo. A través de la visera de vidrio, se distinguía un semblante de leproso. Las facciones estaban putrefactas, caídas a pedazos, como si la descomposición hubiera empezado y cesado a causa de la limitada provisión de aire. Aquí y allí aparecían pedazos de hueso gris. Era la escena más repulsiva que he presenciado en mi vida, a pesar de que he visto muchas similares.
—¡Dios mío! —la voz de Charney era casi un sollozo—. Sólo se murieron y descompusieron.
Expliqué a Steeden que había visto un esqueleto vestido a través de la portilla.
—Maldita sea, esto es un rompecabezas —gruñó Steeden—, y la solución ha de estar dentro del
Fobo
s. —Hubo un silencio momentáneo—. Os diré lo que haremos. Uno de nosotros puede regresar y pedir al capitán que desmonte el Desintegrador. Debe ser lo bastante ligero como para manejarlo en Calixto y, a baja intensidad, podemos conseguir la precisión suficiente para practicar un agujero sin hacer que explote toda la nave. Ve tú, Jenkins. Charney y yo intentaremos encontrar otros pobres diablos.
Me dirigí hacia el
Ceres
sin necesidad de que me lo repitieran, cubriendo la distancia con enormes saltos. Ya había recorrido tres cuartas partes del camino cuando un fuerte grito, que sonó metálicamente junto a mi oído, me hizo parar en seco. Di media vuelta con desaliento y quedé petrificado ante la escena que se desarrollaba frente a mis ojos.
La superficie del lago se había convertido en espuma hirviente, y de ella salían las partes delanteras de lo que parecían ser orugas gigantes. Llegaron serpenteando a la orilla, con sus cuerpos de un color gris oscuro chorreando fango y agua. Tenían un metro de longitud, unos treinta centímetros de ancho, y su método de locomoción era lento y reptante. A excepción de una protuberancia alargada en su extremo anterior, cuya punta era de un tenue color rojo, carecían de rasgos característicos.
Mientras yo las miraba, su número aumentaba, hasta que la orilla se convirtió en una compacta masa de nauseabunda carne gris.
Charney y Steeden corrían hacia el
Cere
s, pero no habían cubierto la mitad de la distancia cuando dieron un traspié, y su carrera se convirtió en un tambaleo a ciegas. Incluso eso cesó, y casi al mismo tiempo cayeron de rodillas.
La voz de Charney sonó débilmente junto a mi oído:
—¡Ve a buscar ayuda! Me duele muchísimo la cabeza. ¡No puedo moverme! Me… —ahora los dos estaban inmóviles en el suelo.
Mi primer impulso fue dirigirme hacia ellos, pero una súbita y aguda punzada justo encima de las sienes me hizo tambalear, y por un momento me sentí desconcertado.
Entonces oí un repentino grito sobrenatural de Whitefield.
—¡Vuelve a la nave, Jenkins! ¡Vuelve! ¡Vuelve!
Me volví para obedecer, pues el dolor se había trocado en continuo e irresistible sufrimiento. Avancé zigzagueando y haciendo eses hacia la esclusa abierta, y creo que estaba a punto de desmayarme cuando me caí en ella. Después de eso, lo único que puedo recordar es una gran confusión.
Mi siguiente impresión clara fue de la cabina de mandos del
Cere
s. Alguien me había quitado el traje, y al mirar a mí alrededor con desaliento presencié una escena de la mayor confusión. Mi cerebro todavía estaba algo embotado y vi doble la imagen del capitán Bartlett cuando éste se inclinó sobre mí.
—¿Sabe lo que eran esas malditas criaturas? —señaló hacia las orugas gigantes del exterior.
Moví la cabeza mudamente.
—Son los bisabuelos del Gusano Magnético del que nos habló Whitefield en una ocasión. ¿Se acuerda del Gusano Magnético?
Yo asentí.
—El que mata por medio de un campo magnético reforzado por hierro a su alrededor.
—Maldita sea, sí —gritó Whitefield, interrumpiéndonos repentinamente—. Podría jurarlo. Si no fuera por la afortunada casualidad de que nuestro casco es de berilo-tungsteno y no de acero —como el Fobos y el resto—, a estas alturas todos estaríamos inconscientes y muertos dentro de poco.
—Así que
ésa
es la amenaza de Calixto —mi voz se alzó con súbita consternación—. Pero ¿qué hay de Charney y Steeden?
—Están perdidos —murmuró el capitán sombríamente—. Inconscientes… quizá muertos. Esos inmundos gusanos se dirigen hacia ellos y no podemos hacer nada para evitarlo —fue contando los obstáculos con los dedos—. No podemos ir a rescatarlos con el traje espacial sin firmar nuestra propia muerte… Los trajes espaciales son de acero, y nadie puede sobrevivir ahí fuera sin uno. No tenemos armas con un rayo lo bastante fino como para destruir a los gusanos sin abrasar también a Charney y Steeden. Había pensado en acercar el
Ceres
y recogerlos rápidamente, pero no se puede manejar una astronave en superficies planetarias como ésta… No, sin hacerse pedazos. Nosotros…
—Abreviando —interrumpí sordamente—, tenemos que permanecer aquí y ver cómo se mueren.
Él asintió y yo me alejé con amargura.
Sentí un ligero estirón de mi manga, y cuando me volví, encontré los dilatados ojos azules de Stanley mirándome fijamente. Con la excitación, me había olvidado de él, y ahora le contemplé con mal humor.
—¿Qué hay? —pregunté con brusquedad.
—Señor Jenkins —sus ojos estaban enrojecidos, y creo que hubiera preferido piratas que Gusanos Magnéticos—. Señor Jenkins, quizá pudiera ir yo a rescatar al señor Charney y al señor Steeden.
Suspiré, y di media vuelta para alejarme.
—Pero, señor Jenkins, yo
podrí
a. Oí lo que decía el señor Whitefield, y mi traje espacial no es de acero. Es de vitri-caucho.
—El muchacho tiene razón —susurró Whitefield con lentitud, cuando Stanley repitió su oferta a los hombres congregados—. El campo sin reforzar no nos afecta, eso es evidente. No correrá ningún peligro con un traje de vitri-caucho.