Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Allen, dentro del coche, apretó hasta el fondo el pedal indicado. El motor rugió y las ruedas posteriores zumbaron al dar vueltas. El camión se levantó un poco, y después volvió a hundirse.
—Es inútil —exclamó George—. Pierdo pie. Si el suelo estuviera seco, podría hacerlo.
—Si el suelo estuviera seco no nos hubiéramos atascado —replicó Allen—. Vamos, dame esa cuerda.
—¿Crees que tú podrás hacerlo, si yo no he podido? —gritó rabiosamente George, pero el otro ya había salido del coche.
Allen se había fijado en una gran roca, firmemente hundida, no lejos del camión, y con gran alivio descubrió que se hallaba dentro del alcance de la cuerda. La puso tirante y colocó el extremo libre alrededor de la piedra. Una vez fuertemente atada, la atirantó y aguantó.
Su hermano se asomó por la ventanilla del coche, mientras él regresaba, agitando un puño al aire.
—Bueno, papanatas, ¿qué estás haciendo? ¿Esperas que esa enorme roca nos saque de aquí?
—Cállate —contestó Allen— y dale al gas cuando yo tire.
Se detuvo a medio camino entre la piedra y el camión y cogió la cuerda.
—
¡Aprieta! —
gritó a su vez, y con una repentina sacudida, tiró de la cuerda hacia sí con ambas manos.
El camión se movió; sus ruedas se agarraron al suelo con firmeza. Durante un momento, dudó con el motor a muchas revoluciones y las manos de George temblando sobre el volante. Y entonces salió del lodo. Y casi simultáneamente, la roca al extremo de la tirante cuerda salió del barro con un chasquido líquido y se volcó de costado.
Allen deshizo el nudo y corrió hacia el camión.
—No lo pares —gritó, y saltó al estribo, con la cuerda arrastrando.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó George, con los ojos llenos de admiración.
—Ahora no tengo energías para explicártelo. Cuando lleguemos a Aresópolis y hayamos dormido bien, te dibujaré el triángulo de fuerzas y te demostraré lo que ha sucedido. No ha sido cuestión de músculos. No me mires como si fuera Hércules.
George apartó la vista de su hermano con un esfuerzo.
—Un triángulo de fuerzas, ¿verdad? Nunca lo había oído, pero si
eso
es lo que puede hacer, la educación es una gran cosa.
—¡Cometa de gas! ¿Queda algo de café? —Cogió el último termo, lo agitó junto a su oreja tristemente, y dijo—: Oh, vamos a practicar el trino. Es casi igual de bueno y se puede decir que ya lo tengo perfeccionado.
El rojizo sol se ponía lentamente detrás de la Cordillera del Sur. Esta es una de las dos cadenas montañosas que quedan en Marte. Es una región de colinas; colinas antiguas, desgastadas por el tiempo y erosionadas, detrás de las cuales se levanta Aresópolis.
Constituye el único paisaje digno de mención de todo Marte y también el dorado atributo de ser capaz de absorber, por las corrientes ascendentes de sus costados, una lluvia ocasional de la desecada atmósfera marciana.
Quizá, una pareja de la Tierra y Ganímedes se hubiera extasiado ante esta pintoresca área, pero desde luego éste no era el caso de los gemelos Carter.
Sus ojos, hinchados por la falta de sueño, resplandecieron una vez más al divisar unas colmas en el horizonte. Sus cuerpos, casi agotados por el cansancio más absoluto, volvieron a ponerse en tensión cuando iniciaron el ascenso hacia el cielo.
Y el camión avanzó dando tumbos, pues justo detrás de las colinas se encontraba Aresópolis. El camino que seguían ya no era una línea recta, marcada por la brújula, con el suelo liso y llano. Era un sendero estrecho y zigzagueante sobre terreno rocoso.
Ya habían llegado a las Cimas Gemelas cuando, súbitamente, el motor chisporroteó, tosió como si fuera a detenerse, y después se calló.
Allen se enderezó y dijo con voz cansada y suprema consternación:
—¿Qué le ocurre ahora a este maldito coche?
Su hermano se encogió de hombros.
—Nada que no me imaginara desde hace una hora. Se nos ha terminado la gasolina. No importa nada. Estamos en Cimas Gemelas…, sólo a quince kilómetros de la ciudad. Podemos estar allí dentro de una hora, y ellos ya enviarán a buscar las flores.
—¡Quince kilómetros en una hora! —protestó Allen—. Tú estás loco. —De pronto su cara se contrajo con una angustiosa idea—. ¡Dios mío! No tardaremos menos de tres horas y ya es casi de noche. Nadie puede durar tanto en una noche marciana. George, estamos…
George le arrastraba fuera del coche por la fuerza.
—Por Júpiter, Allen, no te dejes dominar ahora por tu ingenuidad. Podemos hacerlo en una hora, te lo digo yo. ¿Nunca has corrido bajo una gravedad inferior a la normal? Es como volar. Mírame.
Se puso en marcha, rozando ligeramente el suelo, y avanzando a grandes saltos que, al cabo de un momento, le habían conducido a la cima de una montaña.
Le hizo señas con la mano, y su voz llegó débilmente:
—¡Ven!
Allen obedeció… y se cayó cuan largo era a la tercera zancada, agitando los brazos y con las piernas separadas. La risa del ganimediano llegó hasta él.
Allen se levantó furiosamente y se sacudió el polvo. A un paso normal, inició la subida.
—No te enfades, Allen —dijo George—. Es cuestión de cogerle el truco, y yo he practicado en Ganímedes. Imagínate que saltas sobre una cama de plumas. Corre rítmicamente, con un ritmo muy lento, y muy cerca del suelo; no des grandes saltos. Así. ¡Mírame!
El terrícola lo intentó, con los ojos fijos en su hermano. Sus primeras zancadas inseguras se volvieron más firmes y más largas. Extendía las piernas y balanceaba los brazos, imitando a su hermano, paso a paso.
George le animó con sus gritos y aceleró el paso.
—No te separes tanto del suelo, Allen. No saltes antes de tocar con los pies en tierra.
Los ojos de Allen brillaban y, durante un momento, se olvidó del cansancio.
—¡Esto es estupendo! Es como volar… o como llevar muelles en los zapatos.
Los minutos pasaban sin que Allen se diera cuenta. Estaba demasiado absorto en la maravillosa sensación nueva de correr en una subgravedad, para hacer otra cosa que seguir a su hermano. Ni siquiera el frío, que aumentaba continuamente, le volvió a la realidad.
Así pues, fue en el semblante de George donde la inquietud se convirtió en una expresión de verdadero pánico.
—¡Hey, Allen, detente! —gritó. Inclinándose hacia atrás, se paró dando un último salto lleno de gracia y naturalidad. Allen trató de hacer lo mismo, rompió el ritmo, y se cayó de cara. Se levantó haciéndose furiosos reproches.
El ganimediano no dio muestras de haberle oído. En la oscuridad, su mirada era sombría.
—¿Sabes dónde estamos, Allen?
Allen sintió que se le obstruía la tráquea al mirar rápidamente a su alrededor. Las cosas parecían diferentes en la semioscuridad, pero ahora eran mucho más distintas de lo normal. Era imposible que las cosas fueran tan diferentes.
—Ya tendríamos que divisar el Viejo Calvo, ¿verdad? —dijo trémulamente.
—Ya hace rato que tendríamos que haberlo visto —fue la desagradable respuesta—. Es este maldito terremoto. El corrimiento de tierras debe de haber cambiado los caminos. Las mismas cimas se deben de haber desplazado… —Su voz era débil—. Allen, sería inútil tratar de engañarnos. Nos hemos perdido.
Guardaron silencio durante un momento… dominados por la incertidumbre. El cielo era púrpura y las colinas se recortaban contra él. Allen se mojó los labios amoratados por el frío con una lengua seca.
—No podemos estar a muchos kilómetros de distancia. Si miramos bien, es posible que veamos la ciudad.
—Considera la situación, terrícola —fue la contestación que el otro gritó—. Es de noche, una noche marciana. La temperatura es inferior a cero y desciende verticalmente a cada minuto. Si no hemos llegado dentro de media hora, ya no llegaremos.
—¡Hemos de encender una hoguera! —La sugerencia, formulada en un confuso murmullo, fue seguida por la inmediata réplica del otro:
—¿Con qué? —George se hallaba a su lado, dominado por la más completa desilusión y frustración—. Hemos llegado hasta aquí, y ahora probablemente nos moriremos de frío a un kilómetro de la ciudad. Vamos, sigamos corriendo. Es una posibilidad entre cien.
Pero Allen le detuvo. Los ojos del terrícola brillaban febrilmente.
—¡Hogueras! —exclamó—. Es una posibilidad. ¿Quieres correr un riesgo que puede dar resultado?
—No tenemos otra cosa que hacer —gruñó el otro—. Pero date prisa. A cada minuto que pasa me…
—Pues corre en la dirección del viento… y no te pares.
—¿Por qué?
—No te preocupes del porqué. Haz lo que te he dicho; ¡corre con el viento!
No había falso optimismo en Allen mientras saltaba en la oscuridad, tropezando con piedras sueltas, deslizándose por los declives… siempre con el viento a su espalda. George corrió a su lado, formando una mancha vaga y confusa en la noche.
El frío se hizo más agudo, pero no tanto como la punzada de aprensión que corroía los órganos vitales del terrícola.
¡La muerte no es agradable!
Y entonces llegaron a la cima de la colina, y de la garganta de George se escapó un «¡Por Júpiter!» de triunfo.
El terreno que se extendía ante ellos, tan lejos como la vista alcanzaba, estaba lleno de hogueras. La aniquilada Aresópolis se encontraba frente a ellos, iluminada por las hogueras que sus supervivientes habían encendido para protegerse del frío.
Y en la empinada montaña, dos figuras cansadas se daban palmadas en la espalda, reían fuertemente, y se abrazaban para expresar su alegría.
¡Por fin habían llegado!
El laboratorio de Aresópolis, en el mismo límite de la ciudad, era uno de los pocos edificios que aún permanecía en pie. En su interior, con luces provisionales, demacrados científicos destilaban las últimas gotas de extracto. Fuera, las fuerzas policíacas de la ciudad se esforzaban desesperadamente en hacer llegar los preciosos frascos y botellas a los diversos centros médicos de emergencia establecidos en diferentes lugares de las ruinas que una vez fueran la metrópoli marciana.
El anciano Hal Vincent supervisaba el proceso, y sus cansados ojos no dejaban de escrutar ansiosamente las colinas que tenía delante, con la dudosa esperanza de ver aparecer el prometido cargamento de flores.
Y entonces surgieron dos figuras de la oscuridad y se detuvieron frente a él.
Una estremecedora ansiedad se apoderó de él.
—¡Las flores! ¿Dónde están? ¿Las han traído?
—Están en Cimas Gemelas —jadeó Allen—. Hay una tonelada o más en un camión de arena. Mande a buscarlas.
Un grupo de coches terrestres de la policía partió antes de que Allen concluyera, y Vincent exclamó, perplejo:
—¿Un camión de arena? ¿Por qué no las han mandado en una nave? Pero ¿qué les ha sucedido allí? El terremoto…
No recibió una contestación directa. George se había acercado
a
la hoguera más cercana con una beatífica expresión en su fatigado rostro.
—¡Ahhh, qué calorcito! —Lentamente, se desplomó y cayó dormido antes de tocar el suelo. Allen tosió entrecortadamente.
—¡Huh! ¡El pequeño ganimediano! ¡No ha podido resistirlo!
Y el suelo se levantó y se golpeó la cara contra él.
Allen se levantó con el sol vespertino en los ojos y el olor de tocino frito en la nariz. George le acercó la sartén y dijo entre dos gigantescos bocados:
—Sírvete.
Señaló hacia el camión de arena vacío frente al laboratorio.
—Ya han conseguido su material.
Allen se echó sobre la comida, silenciosamente. George se limpió los labios con la palma de la mano y dijo:
—Dime, Allen, ¿cómo encontraste la ciudad? He estado tratando de averiguarlo.
—Por las hogueras —murmuró el otro—. Era la única manera que tenían de calentarse, y el fuego sobre kilómetros cuadrados de tierra crea una sección de aire caliente, que se eleva, atrayendo el aire frío de las colinas circundantes —Acompañó sus palabras de los gestos apropiados—. El viento de las colinas soplaba hacia la ciudad para remplazar al aire caliente y nosotros seguimos al viento. Una especie de brújula natural, que señalaba hacia donde queríamos ir.
George guardó silencio, pisoteando con desconcertado vigor las cenizas de la hoguera de la noche anterior.
—Escucha, Allen, te había juzgado mal. Para mí fuiste un ingenuo terrícola hasta que… —Hizo una pausa, respiró profundamente y explotó—: Bueno, por Júpiter, eres mi hermano gemelo y estoy orgulloso de ello. Ni siquiera la Tierra entera ha podido aniquilar la sangre Carter que hay en ti.
El terrícola abrió la boca para contestarle, pero su hermano se la cerró tapándosela con una mano.
—Tú te callas hasta que yo haya acabado. Cuando volvamos, puedes instalar ese colector mecánico o lo que quieras. Retiro mi veto. Si la Tierra y las máquinas son capaces de producir la clase de hombre que tú eres, son una gran cosa. Pero, a pesar de todo —había cierta nostalgia en su voz—, tienes que admitir que siempre que las máquinas se han estropeado, desde los camiones de riego y los cohetes hasta los ventiladores y los camiones de arena, han sido los hombres los que se han espabilado a pesar de todo lo que Marte podía hacer.
Allen liberó su rostro de la mano que lo tenía sujeto.
—Las máquinas hacen lo que pueden —dijo, pero sin demasiada vehemencia.
—Desde luego, pero eso es todo lo que
pueden
hacer. Cuando llega la emergencia, un hombre ha de hacer mucho más de lo que puede o está perdido.
Allen hizo una pausa, asintió, y asió la mano de su hermano con súbita fiereza.
—Oh, no somos tan diferentes. La Tierra y Ganímedes nos cubren con una delgada capa por fuera, pero por dentro…
Se contuvo.
—Vamos, sigamos con ese trino de Ganímedes.
Y de las dos fraternales gargantas surgió un alarido tan penetrante como el claro y frío aire marciano no había llevado nunca.
“The Secret Sense”
Las rítmicas notas de un vals de Strauss llenaban la estancia. La música crecía y decrecía bajo los sensibles dedos de Lincoln Fields, y a través de sus ojos entornados casi veía a unas figuras que danzaban y evolucionaban sobre el suelo encerado de algún lujoso salón.
La música siempre le afectaba de este modo. Llenaba su mente con sueños de una extraña belleza y transformaba su habitación en un paraíso de sonido. Sus manos se deslizaron sobre el piano en las últimas y deliciosas combinaciones de tonos y después aminoraron la velocidad de mala gana y se detuvieron.