Cuentos completos (257 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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—¿Dónde?

—Yo sé dónde. ¿Qué te parece? Unas cuantas copas, sólo unas cuantas, nos animarán.

Sus ojos centellearon un momento, y luego volvieron a apagarse.

—¿Y si el capitán nos descubre? Es muy rígido en cuestión de disciplina, y en un

viaje como éste podría costarnos el puesto.

Yo parpadeé y sonreí.

—Es la reserva del propio capitán. No puede castigarnos sin destruirse él mismo… el viejo hipócrita. Es el capitán mejor que ha existido, pero le encanta el agua esmeralda.

Whitefield me miró larga y fijamente.

—De acuerdo. Muéstrame el camino.

Nos descolgamos hasta el cuarto de provisiones que, naturalmente, estaba desierto. El capitán y Steeden se encontraban en los controles; Brock y Charney se hallaban en los motores; y Harrigan y Tuley roncaban en su habitación.

Moviéndome lo más silenciosamente posible, gracias a una adquirida costumbre, separé varias cajas de comida y abrí un panel oculto cerca del suelo. Metí la mano y saqué una polvorienta botella, que, en la escasa claridad, despidió un centelleo verde mar.

—Siéntate —dije— y ponte cómodo.

Cogí dos copas pequeñas y las llené.

Whitefield bebió lentamente y con grandes muestras de satisfacción. Vació la segunda copa de un sólo trago.

—¿Por qué te presentaste voluntario para este viaje, Whitey? —pregunté—. Eres un poco joven para una cosa así.

Agitó la mano.

—Ya sabes lo que ocurre. Las cosas se vuelven monótonas después de un tiempo. Me dediqué a la zoología al salir de la Universidad —un gran campo desde los viajes interplanetarios— y tuve un cómodo cargo en Ganímedes. Sin embargo, era monótono; me moría de aburrimiento. Así que me enrolé siguiendo un impulso, y después me presenté voluntario para este viaje. —Suspiró tristemente—. Estoy un poco arrepentido de haberlo hecho.

—No hay que tomarlo así muchacho. Yo tengo experiencia y lo sé. Cuando te domina el pánico, estás acabado. Al fin y al cabo, dentro de dos meses estaremos de vuelta en Ganímedes.

—No estoy asustado, si eso es lo que crees —exclamó airadamente—. Es que…, es que… —Hubo una larga pausa en la que con el ceño fruncido miró su tercera copa llena—. Bueno, es sólo que estoy cansado de intentar imaginarme lo que nos espera. Mi mente trabaja excesivamente y tengo los nervios destrozados.

—Claro, claro —le consolé—. No te culpo. Supongo que a todos nos ocurre lo mismo. Pero has de tener cuidado. Recuerdo que en un viaje Marte—Titán tuvimos…

Whitefield interrumpió una de mis historias favoritas —y yo las contaba mejor que cualquiera de las fuerzas armadas— con un golpe en las costillas que me cortó la respiración.

Dejó cuidadosamente su
Jabr
a.

—Dime, Jenkins —tartamudeó—, ¿acaso he tragado bastante licor como para imaginarme cosas?

—Eso depende de lo que te imagines.

—Juraría que he visto algo que se movía entre la pila de cajas vacías de aquel rincón.

—Es una mala señal —dije mientras bebía otro trago—. Los nervios te afectan la vista y ahora vuelven a dominarte. Deben ser fantasmas, o la amenaza de Calixto que nos vigila con anticipación.

—Te digo que lo he visto. Allí hay algo vivo.

Se inclinó hacia mí —tenía los nervios desatados— y durante un momento, en aquella luz escasa y llena de sombras, incluso yo me estremecí.

—Estás loco —dije en voz alta, y el eco me tranquilizó un poco. Dejé mi copa vacía y me puse en pie con algo de inseguridad—. Acerquémonos y echemos una ojeada.

Whitefield me imitó y juntos empezamos a mover los ligeros cubículos de aluminio hacia uno y otro lado. No estábamos completamente sobrios e hicimos mucho ruido. Por el rabillo del ojo, vi a Whitefield tratando de mover la caja que había junto a la pared.

—Esta no está vacía —gruñó, mientras la alzaba ligeramente del suelo.

Murmurando algo entre dientes, hizo saltar la tapa y miró al interior. Durante medio segundo permaneció inmóvil y después se alejó, retrocediendo lentamente. Tropezó con algo y cayó sentado, mientras seguía mirando fijamente la caja. Contemplé sus acciones con asombro, y luego di un rápido vistazo a la caja en cuestión. El vistazo se convirtió en una larga mirada, y emití un ronco alarido que resonó en cada una de las cuatro paredes. Un muchacho asomaba la cabeza fuera de la caja; un joven pelirrojo de cara sucia que no tendría más de trece años.

—Hola —dijo el muchacho mientras saltaba por la abertura. Ninguno de nosotros dos encontró fuerza suficiente para contestarle, así que prosiguió—: Me alegro de que me hayan encontrado. Me ha dado un calambre en un hombro al tratar de acurrucarme ahí dentro.

Whitefield tragó saliva.

—¡Buen Dios! ¡Un muchacho de polizón! ¡Y en un viaje a Calixto!

—Y no podemos regresar —recordé con voz quebrada— sin destrozarnos nosotros mismos. La órbita del satélite es
venen
o.

—Mira —Whitefield se volvió hacia el muchacho con súbita beligerancia—. ¿Quién eres, jovenzuelo, y qué estás haciendo aquí?

El muchacho titubeó.

—Me llamo Stanley Fields —contestó, un poco atemorizado—. Soy de Nuevo Chicago, de Ganímedes. Me he escapado al espacio, como hacen en los libros. —Hizo una pausa y después preguntó animadamente—: ¿Cree que lucharemos con piratas en este viaje, señor?

No había duda de que el muchacho estaba lleno a rebosar de
Astronautas a diez centavo
s. Yo solía leerlos cuando era jovencito.

—¿Qué hay de tus padres? —preguntó Whitefield, severamente.

—Oh, sólo tengo un tío. Supongo que no le importará mucho —había superado su primitiva inquietud y seguía sonriéndonos.

—Bueno, ¿qué vamos a hacer? —dijo Whitefield, mirándome con completa impotencia.

Yo me encogí de hombros.

—Llevarlo al capitán. Dejar que
él
se preocupe.

—¿Y cómo lo tomará?

—Del modo que prefiera. No es culpa
nuestr
a. Además, no se puede hacer absolutamente nada.

Y agarrando un brazo cada uno, nos alejamos, llevando al muchacho entre nosotros.

El capitán Bartlett es un competente oficial y pertenece al tipo impasible que sólo muy raramente muestra alguna emoción. Pero en esas pocas ocasiones en que lo hace, es como un volcán de Mercurio en plena erupción… y no has vivido hasta ver uno de ellos.

Era un caso comprometido. El viaje a un satélite siempre es agotador. La imagen de Calixto frente a nosotros era más intensa para él que para cualquier miembro de la tripulación. Y ahora había aquel polizón. ¡Era intolerable! Durante media hora, el capitán descargó salva tras salva de las peores maldiciones. Empezó con el Sol y agotó la lista de planetas, satélites, asteroides, cometas, y de los mismísimos meteoros. Estaba empezando con las estrellas fijas más cercanas; cuando se desplomó a causa de un completo agotamiento nervioso. Estaba tan excitado que no se le ocurrió preguntarnos lo que hacíamos en el almacén, y Whitefield y yo estuvimos debidamente agradecidos. Pero el capitán Bartlett no es tonto. Una vez hubo eliminado de su sistema la tensión nerviosa, vio claramente que lo que no puede curarse ha de soportarse.

—Que alguien se lo lleve y lo lave\1\2y que no se ponga ante mi vista por ahora. —Entonces, dulcificándose un poco, me atrajo hacia él—. No le asusten diciéndole adónde vamos. Se ha metido en un mal sitio, el pobre muchacho.

Cuando salimos, el viejo tramposo de corazón blando se disponía a enviar un mensaje urgente a Ganímedes para tratar de ponerse en comunicación con el tío del muchacho. Naturalmente, entonces no lo sabíamos, pero aquel muchacho fue un enviado de Dios… un verdadero regalo de la diosa Fortuna. Desvió nuestros pensamientos de Calixto. Nos proporcionó algo más en qué pensar. La tensión, que al término de cuatro días casi había alcanzado su punto límite, cesó por completo.

Había algo refrescante en la natural alegría del chico, en su radiante ingenuidad Paseaba por la nave preguntando las cosas más absurdas. Insistía en esperar piratas en cualquier momento. Y, sobre todo, seguía mirándonos a todos y cada uno de nosotros como héroes de
Astronautas a diez centavo
s. Como es natural, esto último halagaba nuestro ego y nos daba nuevos bríos Competíamos entre nosotros en jactancia y en narrar aventuras imaginarias, y el viejo Mac Steeden, que a los ojos de Stanley era un semidiós, batió todos los récores de caprichosas y fantásticas mentiras.

Recuerdo, particularmente, la conversación que tuvimos el séptimo día de viaje. Ya habíamos llegado a mitad de camino y debíamos iniciar una cautelosa reducción de la velocidad. Todos nosotros (excepto Harrigan y Tuley, que se hallaban en los motores) estábamos sentados en la cabina de mando. Whitefield, sin perder de vista el computador, iniciaba la maniobra, y, como de costumbre, hablaba de zoología.

—Es una cosa parecida a una babosa pequeña —decía—, que no se ha encontrado más que en Europa. Se llama el Carolus Europis, pero siempre nos referimos a él como el Gusano Magnético. Tiene unos quince centímetros de longitud y es de un color gris pizarra… lo más desagradable que os podáis imaginar.

»Pasamos seis meses estudiando ese gusano y nunca había visto al viejo Mornikoff tan excitado como entonces. Veréis, mata por medio de cierta clase de campo magnético. Pones el Gusano Magnético en un extremo de la habitación y una oruga, por ejemplo, en el otro. Esperas unos cinco minutos y la oruga se enrosca y muere.

»Y lo más curioso es esto. No matará a una rana… demasiado grande; pero si coges a esa rana y la rodeas de una banda de hierro, ese Gusano Magnético la mata con toda facilidad. Por eso sabemos que es con una especie de campo magnético como lo hace… la presencia de hierro cuadruplica su fuerza.

Esta historia nos impresionó a todos. Se oyó la profunda voz de bajo de Joe Brock:

—Me alegro de que esos bichos no tengan más que diez centímetros de longitud, si lo que dices es verdad.

Mac Steeden se desperezó y después se atusó el bigote gris con exagerada indiferencia.

—Dices que ese gusano es extraño. No es nada comparado con las dos cosas que yo he visto en mis épocas…

Movió la cabeza con lentitud y remembranza, y comprendimos que estaba a punto de contar un cuento largo y horrible. Alguien lanzó un gemido sordo, pero Stanley se entusiasmó al ver que el viejo veterano estaba en vena de contar historias.

Steeden se fijó en los centelleantes ojos del muchacho, y se dirigió al él.

—Me encontraba con Peewee Wilson cuando ocurrió… Has oído hablar de Peewee Wilson, ¿verdad?

—Oh, sí —los ojos de Stanley revelaban claramente su adoración por el héroe—. He leído libros acerca de él. Fue el mejor astronauta que ha habido jamás.

—Puedes apostar todo el radio de Titán a que lo era, muchacho. No era más alto que tú, y no pesaba mucho más de cincuenta kilos, pero valía cinco veces su peso en diablos de Venus en cualquier lucha. Y él y yo éramos inseparables. Nunca iba a ningún sitio si yo no estaba con él. Cuando las cosas se ponían difíciles siempre recurría a mí. —Suspiró lúgubremente—. Estuve con él hasta el final. No fue más que una pierna rota lo que me impidió acompañarle en su último viaje…

Se interrumpió súbitamente y nos invadió un silencio tenso. El rostro de Whitefield se volvió blanco, la boca del capitán se torció en una extraña mueca, y yo sentí que el corazón me descendía, hasta las plantas de los pies. Nadie habló, pero los seis pensamos lo mismo. El último viaje de Peewee Wilson había sido a Calixto. Fue el segundo… y no regresó. La nuestra era la octava expedición.

Stanley nos contempló uno a uno con asombro, pero todos evitamos su mirada.

El capitán Bartlett fue el que se recobró primero.

—Dígame, Steeden, usted tiene un viejo traje espacial de Peewee Wilson, ¿verdad? —su voz era tranquila y reposada, pero vi que le costaba un gran esfuerzo mantenerla así.

Steeden levantó la vista con los ojos brillantes. Había estado mascando las puntas de su bigote (siempre lo hacía cuando estaba nervioso) y ahora le colgaban de forma descuidada.

—Desde luego, capitán. Me lo dio él mismo, vaya si lo hizo. Fue antes del '23 cuando los nuevos trajes de acero acababan de salir. Peewee ya no necesitaba su viejo artefacto de vitri-caucho, así que me lo dio… y lo conservo desde entonces. Me da buena suerte.

—Bueno, estaba pensando que podríamos arreglar ese viejo traje para el muchacho. No le irá bien ningún otro y necesita uno.

Los apagados ojos del veterano se endurecieron y sacudió vigorosamente la cabeza.

—No señor, capitán. Nadie toca ese viejo traje. El mismo Peewee me lo dio. ¡Con sus propias manos! Es…, es
sagrad
o, eso es lo que es.

Los demás nos pusimos inmediatamente de parte del capitán, pero la obstinación de Steeden persistió y aumentó. Repetía inexpresivamente una y otra vez: «Ese traje se quedará donde está.» Y recalcaba la afirmación con un golpe de su nudoso puño.

Estábamos a punto de darnos por vencidos, cuando Stanley, que hasta entonces había guardado discretamente silencio, intervino en la discusión.

—Por favor, señor Steeden —la voz le temblaba ligeramente. Por favor, déjemelo. Tendré mucho cuidado con él. Apuesto a que si Peewee Wilson viviera accedería a prestármelo —sus ojos azules se empañaron y el labio inferior le tembló un poco. El muchacho era un actor perfecto. Steeden parecía irresoluto y empezó a masticar su bigote de nuevo.

—Bueno… oh, diablos, todos os habéis confabulado contra mí. Que el muchacho lo use, pero ¡no esperéis que yo lo arregle! Vosotros podéis perder horas de sueño… Yo me lavo las manos.

Y así el capitán Bartlett mató dos pájaros de un tiro. Desvió nuestros pensamientos de Calixto en un momento en que la moral de la tripulación era muy baja y nos proporcionó algo en que pensar durante el resto del viaje… pues renovar aquella vieja reliquia suponía casi una semana de trabajo.

Trabajamos en aquella antigualla con una concentración totalmente desproporcionada respecto a la importancia de la tarea. Con esta insignificancia, nos olvidamos del orbe creciente de Calixto. Soldamos hasta la última grieta y cámara de aire de aquel venerable traje. Arreglamos el interior con una tupida red de alambre de aluminio. Restauramos la pequeña unidad calorífica e instalamos nuevos depósitos de oxígeno y tungsteno. Incluso el capitán nos ayudaba de vez en cuando, y Steeden, después del primer día, a pesar de su diatriba del principio, se dedicó a la tarea con todo su empeño.

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