Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—Necesitamos
algo
de intoxicación, Azazel; lo suficiente como para que se produzca una sana indiferencia con respecto a las necias estructuras aprendidas en las rodillas maternas.
Pareció comprenderme en seguida.
—Ah, sí; sé cómo son las madres. Recuerdo que mi tercera madre me decía: «Azazel, nunca debes cerrar tus membranas nictitantes delante de una joven maloba», y cómo puede uno…
Volví a interrumpirle.
—¿Puedes arreglar las cosas para que se dé una pequeña acumulación de productos intermedios, a fin de que se produzca sólo un poco de alegría?
—Sin ninguna dificultad —respondió Azazel, y con una repulsiva muestra de codicia, acarició la moneda que yo le había dado, la cual, puesta de canto, era más alta que él.
No tuve oportunidad de poner a prueba a Ishtar hasta más o menos una semana después. Fue en el bar de un hotel del barrio comercial de la ciudad, donde ella iluminaba el establecimiento hasta el punto de que varios clientes se pusieron gafas oscuras para mirarla.
Ella soltó una risita.
—¿Qué estamos haciendo aquí?
Sabes
que no puedo beber.
—Pero esto no será nada fuerte, querida. Es sólo zumo de menta. Te gustará.
Previamente me había puesto de acuerdo con el camarero, y le hice una seña para que sirviese un saltamontes.
Ella lo sorbió delicadamente y dijo:
—Oh, está bueno.
Luego, se recostó y lo dejó resbalar por la garganta con abandono. Se pasó la punta de su hermosa lengua por sus igualmente hermosos labios y dijo:
—¿Puedo tomar otro?
—Desde luego —respondí alegremente—. Bueno, lo podrías tomar si no fuese por él hecho de que, estúpidamente, he olvidado la cartera…
—Oh, yo pagaré. Tengo
montones
de dinero.
Siempre he dicho que una mujer hermosa nunca está a tanta altura como cuando se agacha para sacar una cartera del bolso que tiene entre los pies.
En esas circunstancias, bebimos abundantemente; por lo menos ella. Tomó otro saltamontes, luego un vodka, a continuación un whisky doble con soda y varias otras cosas, y después de haber bebido todo, no mostraba absolutamente ninguna señal de intoxicación, aunque su atractiva sonrisa era más intoxicadora que nada de cuanto había ingerido.
—Me siento cálida y pictórica —dijo—, y
dispuesta,
ya sabes lo que quiero decir.
Creía saberlo, pero no quería apresurarme a sacar conclusiones.
—Me parece que no le gustaría a tu madre. (Poniéndola a prueba.)
—¿Qué sabe mi madre de ello? —exclamó—. ¡Nadal ¿Y qué
va
a saber? Nada.
Me miró especulativamente y, luego, se inclinó, cogió mi mano y se la llevó a sus perfectos labios.
—¿Adonde podemos ir? —dijo.
Bueno, amigo mío, creo que ya sabes lo que pienso sobre este aspecto. No es probable que yo rechace a una dama joven que con anhelante cortesía me pide un sencillo favor. Se me ha educado para portarme siempre como un caballero. Sin embargo, en
esta
ocasión, se me ocurrieron varias cosas.
En primer lugar, aunque te cueste creerlo, he rebasado ligeramente -sólo ligeramente- mis mejores tiempos, y una mujer tan joven y tan fuerte como Ishtar podría tardar algún tiempo en satisfacerse, ya sabes lo que quiero decir. En segundo lugar, si después recordaba lo sucedido y decidía sentirse ofendida y considerar que yo me había aprovechado de ella, las consecuencias podrían ser harto desagradables. Ella era una criatura impulsiva, y podría romper un puñado de huesos antes de que yo tuviera oportunidad de explicarme.
Así, pues, sugerí que fuéramos andando a mi apartamento, y tomé el camino más largo. El aire fresco de la noche despejó su cabeza, y me vi a salvo.
Otros no se vieron a salvo. Más de un joven vino a hablarme de Ishtar, pues, como sabes, hay algo en la afable dignidad de mi porte que invita a la confidencia. Desgraciadamente, eso nunca sucedía en un bar, pues los hombres en cuestión parecían rehuir los bares, al menos por algún tiempo. Por lo general, habían intentado beber lo mismo que Ishtar -durante un rato-, con resultados desdichados.
—Estoy completamente seguro —decía uno de ellos— de que tenía un tubo oculto que iba desde la comisura de sus labios hasta un barril colocado bajo la mesa. No obstante, si crees que
eso
era algo, tenías que haber estado allí después.
El pobre hombre estaba macilento por el horror de la experiencia. Trató de explicármelo, pero sus palabras resultaban casi incoherentes.
—Las
exigencias
—repetía una y otra vez—. ¡Insaciable! ¡Insaciable!
Me alegré de haber tenido el buen sentido de evitar algo a lo que algunos hombres en la flor de su juventud apenas si habían logrado sobrevivir.
Como comprenderás, por ese entonces, no solía ver mucho a Ishtar. Ella se encontraba muy ocupada…, pero me daba cuenta de que estaba consumiendo a un ritmo vertiginoso las existencias de hombres núbiles. Tarde o temprano tendría que ampliar su radio de acción. Fue temprano.
Se reunió conmigo una mañana, cuando se disponía a salir para el aeropuerto. Estaba más
zaftig
que nunca, más neumática, más impresionante en todas las medidas posibles. Nada de lo que había pasado parecía haberla afectado, excepto para más y mejor.
Sacó su botella del bolso.
—Ron —dijo—. Es lo que beben en el Caribe, y es una bebida suave y agradable.
—¿Te vas al Caribe, querida?
—Oh, sí, y a otros sitios. Los hombres de aquí parecen tener poca resistencia y espíritu débil. Me siento muy decepcionada de ellos, aunque ha habido momentos muy excitantes. Te estoy muy agradecida, George, por haberlo hecho posible. Parece que todo empezó cuando me ofreciste aquel zumo de menta. Pienso que no está bien que tú y yo no hayamos…
—Tonterías, querida. Yo trabajo para la Humanidad. Nunca pienso en mí.
Me dio un beso en la mejilla que quemaba como ácido sulfúrico, y se fue. Me enjugué la frente con gran alivio; no obstante, me halagaba el hecho de que, por una vez, mi petición a Azazel hubiera dado lugar a algo que había terminado felizmente, pues Ishtar, que, por herencia, era rica y por lo tanto independiente, ahora podía entregarse indefinidamente y sin daño a sus sencillos entusiasmos por los placeres alcohólicos y masculinos.
Eso creía yo, al menos.
No volví a tener noticias de ella hasta que hubo transcurrido más de un año. Había regresado a la ciudad, y me telefoneó. Tardé un rato en darme cuenta de quién era. Se encontraba histérica.
—Mi vida está acabada —me gritó—. Ni siquiera mi madre me quiere ya. No puedo comprender cómo ha sucedido, pero estoy segura de que tú tienes la culpa. Si no me hubieras ofrecido aquel zumo de menta, sé que nada de esto habría ocurrido jamás.
—Pero, ¿qué ha sucedido, querida? —pregunté con voz trémula. Una Ishtar que estuviese furiosa conmigo no sería una Ishtar a la que uno pudiera acercarse sin peligro.
—Ven aquí. Te lo enseñaré.
Mi curiosidad algún día será mi perdición. Aquel día estuvo a punto de serlo. No pude resistir el impulso de ir a su mansión, situada en las afueras de la ciudad. Prudentemente, dejé detrás de mí abierta la puerta principal. Cuando ella se me acercó, empuñando un cuchillo de carnicero, di media vuelta y huí a una velocidad de la que me habría sentido orgullo en mis años mozos. Afortunadamente, no se hallaba en condiciones de seguirme, dado su estado.
Volvió a marcharse de la ciudad poco después y, que yo sepa, desde entonces no ha regresado. Vivo con el constante temor de que regrese algún día. Las Ishtar Mistiks de este mundo no olvidan.
George parecía pensar que había llegado al final de la historia.
—Pero, ¿qué ocurrió? —pregunté.
—¿No lo comprendes? Su química corporal había sido regulada para convertir, de manera muy eficiente, el alcohol en el fragmento de dos carbonos que era la encrucijada del carbohidrato, la grasa y el metabolismo proteínico. El alcohol era para ella un saludable alimento. Bebía como una esponja de un metro ochenta…, increíblemente, y todo descendía a lo largo de la cadena metabólica hasta el fragmento de dos carbonos, y desde allí, ascendía por la cadena metabólica hasta la grasa. En una palabra, había engordado; en dos palabras, se había vuelto repulsivamente obesa. Toda su espléndida belleza se había dilatado y estallado en capa tras capa de sebo.
George meneó la cabeza, con una mezcla de horror y pesadumbre; luego, dijo:
—Sería difícil evaluar el mal que hace la bebida.
“Writing Time”
—En una ocasión conocí a alguien que era un poco como tú —dijo George.
Nos hallábamos sentados a una mesa, junto a la ventana del pequeño restaurante en donde almorzábamos, y George estaba mirando pensativamente al exterior.
—Es sorprendente —comenté—. Yo habría pensado que era único.
—Así es —dijo George—. El hombre al que me refiero tan sólo era
un poco
como tú. Por tu capacidad para garrapatear páginas y páginas sin que en ello intervenga para nada el cerebro, realmente eres un caso único.
—La verdad —dije— es que utilizo un procesador de textos.
—Uso la palabra «garrapatear» —replicó altivamente George— en lo que un verdadero escritor entendería como sentido metafórico. —Dejó por unos momentos de tomar su batido de chocolate para suspirar dramáticamente.
Conocía la señal.
—Vas a contarme una de tus fantasías acerca de Azazel, ¿verdad, George?
Me lanzó una mirada desdeñosa.
—Tú has estado dejando volar tu fantasía durante tanto tiempo y tan fláccidamente que no conoces el sonido de la verdad cuando la oyes. Pero no importa. Es una historia demasiado triste para contártela.
—Salvo que vas a contármela de todos modos, ¿no?
George suspiró de nuevo.
Esa parada de autobús (dijo George) me recuerda a Mordecai Sims, que se ganaba la vida modestamente produciendo resmas y resmas de abigarrada literatura. No tantas como tú, desde luego, ni tan horrible, que es por lo único que se te parece un poco. Para hacerle justicia, yo de vez en cuando leía algo de lo que escribía y lo encontraba bastante pasable. Sin ánimo de herir tus sentimientos, tú nunca has alcanzado ese nivel…, al menos, según lo que tengo oído, pues nunca he caído tan bajo como para leerte personalmente.
Mordecai se diferenciaba de ti en otro aspecto: era terriblemente impaciente. Mírate en aquel espejo, suponiendo que no tengas inconveniente en que se te haga presente el aspecto que ofreces, y observa cómo estás sentado descuidadamente, con un brazo sobre el respaldo de la silla y el resto del cuerpo despreocupadamente derrumbado. Al verte, uno nunca pensaría que albergases la más mínima inquietud por el hecho de si acabarás produciendo tu cupo diario de papel mecanografiado de cualquier manera.
Mordecai no era así. Siempre tenía conciencia de sus plazos de entrega, que se hallaba en perpetuo peligro de no poder cumplir.
En aquellos tiempos, yo solía almorzar regularmente con él todos los martes, y Mordecai propendía a hacer de ello una experiencia horrible con su parloteo. “Tengo que poner esta obra en el correo mañana por la mañana, a más tardar —decía—, y antes tengo que revisar otra, y no dispongo de tiempo. ¿Dónde diablos está esa cuenta? ¿Por qué no aparece el camarero? ¿Qué están haciendo en la cocina? ¿Celebrar campeonatos de natación en la salsa?”
Siempre se sentía particularmente impaciente con respecto a la cuenta, y yo temía que pudiera marcharse, dejándome a mí la tarea de liquidarla. Para ser justos, he de hacer constar que jamás sucedió tal cosa; no obstante, el pensamiento de que podría ocurrir, solía echarme a perder el almuerzo.
Pero mira esa parada de autobús. Llevo quince minutos fijándome en ella. Observarás que no ha llegado ningún autobús y que es un día ventoso con un frío casi invernal ya en el aire. Lo que vemos son cuellos de chaqueta levantados, manos metidas en los bolsillos, narices enrojecidas o azuladas, pies que golpean el suelo para entrar en calor. Sin embargo, no observarás ninguna rebelión en las colas, ningún puño alzado coléricamente hacia el cielo. Todos los que esperan ahí han sido reducidos a la pasividad por la injusticia de la vida.
No era ése el caso de Mordecai Sims. Si él se encontrase en esa cola del autobús, estaría precipitándose continuamente a la carretera para otear el horizonte lejano en busca de algún indicio de un vehículo; estaría gruñendo, rezongando y agitando los brazos; estaría instigando a realizar una marcha masiva sobre el Ayuntamiento. En resumen, estaría vaciando de adrenalina sus glándulas suprarrenales.
Muchas veces se dirigía a mí con sus quejas, atraído, como les suele ocurrir a numerosas personas, por mi sosegado aire de competencia y comprensión.
—Yo soy un hombre ocupado —decía rápidamente. Siempre hablaba rápidamente—. Es una vergüenza, un escándalo y un crimen la forma en que el mundo conspira contra mí. El otro día tuve que ir a un hospital para someterme a varios análisis rutinarios…, sólo Dios sabe por qué, salvo que mi médico, neciamente, piensa que tiene que ganarse la vida; y se me dijo que fuera a las 9:40 de la mañana a tal y tal mostrador.
»Llegué a las 9:40 en punto, naturalmente, y en el mostrador en cuestión había un letrero que decía: “Abierto desde las 9:30 horas”. Eso es lo que decía, George, en perfecto inglés y con todas las letras. Sin embargo, detrás del mostrador no había nadie. Consulté mi reloj y pregunté a un individuo de aire lo bastante patibulario como para ser ayudante de hospital:
»—¿Dónde se encuentra el abominable villano que debería estar detrás de ese mostrador?
»—No ha llegado aún —respondió el bastardo bellaco.
»—Aquí dice que esto abre a las 9:30.
»—Supongo que tarde o temprano alguien vendrá —dijo, con depravada indiferencia.
»Después de todo, era un hospital. Me podría estar muriendo. ¿Le importaba a alguien? ¡No! Yo tenía un plazo límite para la entrega de un importante artículo, al que había dedicado esfuerzos agotadores y con el que ganaría dinero suficiente para pagar la factura de mi médico (suponiendo que no tuviese nada mejor en que gastarlo, lo cual no era probable). ¿Le importaba a alguien? ¡No! Sólo a las 10:04 apareció alguien, y cuando me precipité al mostrador, el tipo me miró altivamente y dijo: “Tendrá que esperar su turno”.