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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (294 page)

BOOK: Cuentos completos
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»En lugar de destrucción, debemos asistencia a esos hombres condenados a una vida dura y desdichada solamente porque fueron nuestros antepasados y no los suyos los primeros en llegar a los Mundos Exteriores. Con nuestra tecnología y nuestros recursos, pueden crear y desarrollar de nuevo…

La voz del presidente se levantó por encima del vehemente discurso de Moreanu:

—Se está saliendo del tema. El Comité está muy dispuesto a escuchar todos los alegatos que formule usted en su propia defensa; pero un sermón sobre los derechos de los terrícolas queda fuera del campo legítimo de la discusión.

La audiencia se dio por formalmente terminada. Fue una gran victoria política para los independientes. De los miembros del Comité, sólo Franklin Maynard no quedaba satisfecho del todo. Le seguía atormentando una pequeña duda, insistente.

Se preguntaba…

¿Debía probar una última vez? ¿Debía hablar una vez, una sola vez más, con aquel monito raro que era el embajador de la Tierra? Tomó una rápida decisión y la puso en práctica al instante. Sólo una pausa para procurarse un testigo; pues incluso tratándose de él, de Maynard, una comunión privada con un terrícola podía resultar peligrosa.

Luiz Moreno, embajador de la Tierra en Aurora, tenía, si no vamos a puntualizar demasiado sobre el caso, una desdichada figura de hombre. Lo cual no se debía, precisamente, a la casualidad. En conjunto, los diplomáticos de la Tierra en el extranjero solían ser o negros, o bajos, o mustios, o débiles… o las cuatro cosas a la vez.

Era una manera de protegerse, porque los Mundos Exteriores ejercían una fuerte atracción sobre todos los terrícolas. Los diplomáticos acostumbrados a la fascinación de Aurora, por ejemplo, no podían por menos que sentir una fortísima renuencia a volver a la Tierra. Peor y más peligroso resultaba todavía el hecho de que la estancia en aquellos otros mundos significaba contraer una simpatía creciente por aquellos semidioses de las estrellas y un extrañamiento cada vez mayor con respecto a los terrícolas, que parecían todos habitantes de barrios bajos.

A menos, por supuesto, que el embajador se sintiera rechazado. A menos que se sintiera un tanto despreciado. En este caso no se podía soñar en otro servidor más fiel de la Tierra, en nadie menos asequible al soborno.

El embajador de la Tierra sólo medía un metro y medio, poquísimo más; era calvo y tenía la frente inclinada hacia atrás, un rosáceo simulacro de barba y los ojos enrojecidos. Sufría un leve resfriado cuyos ocasionales productos se limpiaba con un pañuelo. Y sin embargo, a pesar de todo lo dicho, era un intelectual.

Para Franklin Maynard, ver y escuchar al terrícola era un verdadero sufrimiento. Sentía náuseas cada vez que le oía toser, y se estremecía de asco cada vez que le veía limpiarse la nariz. No obstante, le dijo:

—Su Excelencia, nos hemos puesto en comunicación a petición mía porque deseo informarle de que la Reunión ha decidido pedir al gobierno de usted que le retire del cargo que ahora ocupa.

—Ha sido usted muy amable, consejero. Ya sospechaba algo. ¿Y por qué motivo?

—El motivo no entra en los límites de nuestra conversación. Creo que un Estado soberano tiene derecho a decidir por sí mismo si un diplomático extranjero es persona grata o no. Además, no creo que necesite que le ilustren sobre este punto.

—Muy bien, pues —el embajador hizo una pausa para manejar el pañuelo y murmurar unas palabras de excusa—. ¿Eso es todo?

—Todo, no —respondió Maynard—. Hay una cosa que me gustaría mencionar. ¡Quédese!

Las enrojecidas ventanillas de la nariz del embajador se dilataron y encendieron un poco más, pero su dueño sonrió y dijo: —Es un honor.

—El mundo de ustedes, Excelencia —dijo Maynard con aire severo—, despliega en estos últimos tiempos cierta beligerancia que nosotros, los de Aurora, encontramos muy molesta e innecesaria. Confío que usted verá en el regreso a la Tierra una excelente oportunidad para utilizar su influencia contra nuevas manifestaciones como la ocurrida recientemente en Nueva York, donde dos arturianos fueron atropellados por una turba. La próxima vez acaso no nos demos por satisfechos con el pago de una indemnización.

—Aquello fue un desbordamiento emocional, consejero Maynard. Espero que no considerará que unos cuantos muchachos gritando por las calles sean una auténtica manifestación de beligerancia.

—Tal actitud viene respaldada por los actos de su gobierno en muchos sentidos. El reciente arresto de Ernest Keilin, por ejemplo.

—Que es un asunto puramente interno —replicó sosegadamente el embajador»

—Pero que no demuestra un espíritu razonable con respecto a los Mundos Exteriores. Keilin era uno de los pocos terrícolas que hasta hace poco podía hacer oír la voz de dichos mundos. Era bastante inteligente para comprender que ningún derecho divino protege al hombre inferior por el simple hecho de que sea inferior. El embajador se inmutó:

—No me interesan las teorías aurorianas sobre diferencias raciales.

—Un momento. Su gobierno debe darse cuenta de que la mayor parte de sus planes se han desbaratado con el arresto de Moreanu, el agente de usted. Ponga de relieve el hecho de que nosotros, los de Aurora, estamos ahora mucho mejor informados que antes de la mencionada detención. Con ello quizá el gobierno de ustedes se modere un poco.

—¿Es Moreanu un agente mío? Vaya, consejero, si me retiran la confianza, me marcharé. Pero, sin duda, la pérdida de la inmunidad diplomática no afecta a mi inmunidad personal, de hombre honrado, sobre acusaciones de espionaje.

—¿No es ése su trabajo?

—¿Acaso los aurorianos dan por descontado que espionaje y diplomacia son lo mismo? A mi gobierno le gustará saberlo. Tomaremos las debidas precauciones.

—Entonces, ¿usted defiende a Moreanu? ¿Niega que haya trabajado para la Tierra?

—Yo sólo me defiendo a mí. En cuanto a Moreanu, no soy tan estúpido como para decir nada.

—¿Por qué estúpido?

—¿El hecho de defenderle no significaría una nueva condena contra él? Ni lo acuso, ni lo defiendo. La querella que su gobierno tenga con Moreanu, lo mismo que la del mío con Keilin (a quien usted defiende con vehemencia más que sospechosa), es un asunto interno. Y ahora me voy.

La comunión se rompió, y casi instantáneamente la pared se desvaneció otra vez. Hijkman estaba mirando pensativamente a Maynard.

—¿Qué piensa de él? —preguntó éste.

—Pienso que es una deshonra que esa parodia de ser humano pise el suelo de Aurora.

—Estoy de acuerdo con usted; y, sin embargo…, sin embargo…

—¿Qué?

—Casi me siento dispuesto a mirarlo como al amo y a vernos a nosotros como danzando al son de su música. ¿Está enterado de lo de Moreanu?

—Por supuesto.

—Bueno, le condenarán, lo enviarán a un asteroide. Su partido será disuelto. A primera vista, todo el mundo diría que tales actos representan una gran derrota para la Tierra.

—¿Queda alguna duda en la mente de usted sobre si lo es o no?

—No estoy seguro. Hond, el presidente del Comité, insistió en airear su teoría de que Proyecto Pacífico era el nombre que la Tierra daba a un ardid para utilizar traidores internos en los Mundos Exteriores. Pero yo no soy de ese parecer. No estoy seguro de que los hechos concuerden con tal idea. Por ejemplo, ¿de dónde sacamos las pruebas contra Moreanu?

—No sabría decirlo, en verdad.

—De nuestros agentes, en primer lugar. Pero ¿cómo las consiguieron ellos? Las pruebas eran demasiado convincentes. Moreanu hubiera podido protegerse mejor…

Maynard titubeaba. Parecía intentar sonrojarse, sin conseguirlo.

—Bueno, para decirlo en pocas palabras, yo creo que fue el embajador terrestre quien, de uno u otro modo, nos regaló la mayor parte de las pruebas. Creo que se aprovechó de la simpatía de Moreanu por la Tierra primero para atraérselo y después para traicionarle.

—¿Por qué?

—No lo sé. Para asegurar la guerra, quizá… con este Proyecto Pacífico aguardándonos.

—No lo creo.

—Lo comprendo. No tengo pruebas. Sólo sospechas. El Comité tampoco me creería. He creído que quizá una última conversación con el embajador pudiera revelar algo; pero su simple presencia despierta todas mis antipatías, y me he pasado la mayor parte del tiempo procurando apartarlo de mi vista.

—Ea, se está volviendo emocional, amigo mío. Es una debilidad desagradable. Me han dicho que ha sido nombrado delegado para la Reunión Interplanetaria de Héspero. Le felicito.

—Gracias —respondió Maynard distraídamente.

Luiz Moreno, ex embajador en Aurora, había regresado a la Tierra muy a gusto. Estaba lejos de los panoramas artificiales que parecían desprovistos de vida propia, .existentes sólo en virtud de la enérgica voluntad de sus poseedores. Lejos de aquellos hombres y mujeres demasiado bellos y de sus pensativos y omnipresentes robots.

Había regresado al zumbar de la vida, al ruido de pisadas, al roce de unos hombros con otros, al sentir en la cara el aliento de otra persona.

No es que pudiera experimentar todas estas sensaciones por entero. Los primeros días habían transcurrido en animadas conferencias con los jefes del gobierno de la Tierra.

En realidad, hasta al cabo de una, semana no llegó el momento en que pudo considerarse verdaderamente relajado.

Se hallaba en una de las más raras pertenencias del lujo terrestre: un jardín en la azotea. Con él estaba Gustav Stein, el desconocido psicólogo que, a pesar de todo, era uno de los primeros promotores del plan conocido por la opinión pública con el nombre de Proyecto Pacífico.

—Las pruebas confirmatorias —decía Moreno con satisfacción casi horripilante— concuerdan todas hasta el momento, ¿verdad?

—Hasta el momento. Sólo hasta el momento. Tenemos que recorrer un largo camino.

—Pero continuarán saliendo bien. Alguien que haya vivido en Aurora cerca de un año, como yo, no puede dudar de que vamos por buen camino.

—Humm-mm-mm. A pesar de todo, yo sólo me guiaré por los informes de laboratorio.

—Y hará muy bien —tenía el cuerpecito casi tieso de regocijo interior—. Un día será distinto. Stein, usted no ha conocido a esa gente, a los de los Mundos Exteriores. Acaso haya topado con los turistas, en sus hoteles especiales, o corriendo por las calles en sus coches cerrados, equipados con las más puras atmósferas particulares, de aire acondicionado, para sus bien educadas narices; observando los panoramas a través de un periscopio móvil y apartándose con un estremecimiento ante el contacto de un terrícola.

»Pero no los ha conocido en su propio mundo, seguros en su enfermiza y corrompida grandeza. Vaya allá, Stein, a que le desprecien, una temporada. Vaya a enterarse de lo bien que podrá competir con sus cuidados céspedes al sentirse dulcemente pisoteado.

»Y sin embargo, cuando tiré de las cuerdas adecuadas, Ion Moreanu cayó… Ion Moreanu, el único entre todos ellos capaz de comprender el funcionamiento de la mente de otro hombre. Es la crisis que acabamos de vencer. Ahora se nos presenta un camino fácil y despejado.

»En cuanto a Keilin —dijo de pronto, más para sí mismo que para Stein—, ya pueden soltarlo. En lo sucesivo ya no podrá decir casi nada que nos ponga en el menor peligro. Tengo una idea. La Conferencia interplanetaria se inaugura en Héspero antes de un mes. Podríamos enviarle a redactar el informe de la reunión. Con ello daremos una prueba fehaciente de buena amistad… y le tendremos fuera durante el verano. Creo que lo podemos disponer así.

Lo dispusieron.

Héspero era el menor de todos los Mundos Exteriores, el último colonizado, el más distante de la Tierra. De ahí le venía el nombre. En un sentido físico, no era el más dotado para una gran reunión diplomática, puesto que no contaba con buenas instalaciones. Por ejemplo, la red de ondas-comunitarias no se podía ampliar lo suficiente como para satisfacer a todos los delegados, secretarios y administradores necesarios en una reunión a la que estaban convocados cincuenta planetas. Por ello se habían preparado reuniones personales en edificios requisados para este fin.

Sin embargo, el hecho de haber elegido aquel punto de reunión encerraba un simbolismo que no se le escapaba a nadie. Entre todos los mundos, Héspero era el más alejado de la Tierra. Si bien la distancia espacial —cien parsecs o más— era lo de menos. Lo importante era que Héspero no lo habían colonizado terrícolas, sino habitantes de Fauno, un Mundo Exterior.

Pertenecía, por tanto, a la segunda generación, y no tenía «Madre Tierra». Para ellos la Tierra no era más que una vaga abuela, perdida entre las estrellas.

Como de costumbre en tales reuniones, en las asambleas generales se hace muy poca labor verdadera. El tiempo de las mismas se reserva para pregonar lo que se desea hacer llegar a los oídos de los ciudadanos de las respectivas naciones. Las verdaderas negociaciones tienen lugar en los pasillos y en las mesas de los comedores, y más de un conflicto insoluble se ha reblandecido con la sopa y se ha disipado con las avellanas.

Sin embargo, en este caso particular se presentaban dificultades también particulares. La onda-comunitaria no prevalecía en todas partes ni lo invadía todo tanto como en Aurora, pero sí ocupaba un lugar destacado en todos los mundos. Por ello los grandes y majestuosos personajes experimentaban cierta sensación de ultraje y merma al verse obligados a acercarse unos a otros en carne y hueso, sin la reconfortante intimidad de una pared invisible que los separase, sin la cálida seguridad de saber que tenían el interruptor al alcance de la mano.

Se enfrentaban unos a otros con desazonado embarazo y procuraban no verse comiendo; procuraban no encogerse ante un contacto involuntario. Hasta el servicio robot estaba racionado.

Ernest Keilin, el único representante de televisión acreditado de la Tierra, se daba cuenta de algunas de estas cuestiones sólo de la manera vaga con que las describimos aquí. No podía tener una visión interior más clara. Tampoco habría podido tenerla nadie criado en una sociedad donde los seres humanos sólo existen en plural y donde a una casa le basta con estar desierta para suscitar temores.

De modo que las tensiones más sutiles se le escapaban en el banquete oficial dado por el gobierno hesperiano durante la tercera semana de la conferencia. Sin embargo, otras tensiones no se le pasaban por alto.

Después de la comida, la reunión, como es natural, se dividió en grupitos. Keilin se unió al de Franklin Maynard, de Aurora. Como delegado del mundo mayor era, por derecho propio, el más noticiable.

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