Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
El gobernador hurgaba en su mente en busca de otros datos curiosos de los muy variados que conocía; pero Raph le interrumpió:
—¿Puedo ver a Lernin mañana?
—Por supuesto.
—Entonces, lo veré. Gracias por su amabilidad, gobernador.
Lernin era un individuo ligero, que probablemente no pesaba más de ciento diez kilos. Además, tenía un andar levemente defectuoso, padecía cierta cojera. Pero ninguno de ambos hechos impresionó demasiado a Raph, en cuanto se pusieron a conversar, .porque Lernin era un pensador capaz de imponer su vigor a otros.
La primera mitad de la conversación se caracterizó por la vehemencia de Raph y las respuestas y comentarios, luminosos y brillantes como rayos, de Lernin. Pero después se produjo una repentina traslación del centro de gravedad, y fue Lernin el interrogador.
—Usted me perdonará, docto amigo —decía Lernin con una rigidez característica, pero a la que sabía dar un tono muy amistoso—, si su problema me parece poco importante. No —levantó una mano de largos dedos—, no según el poco complicado interloquio de los tiempos, sino simplemente poco importante para mí, porque fijo mi interés en otras cuestiones, aunque también poco importante para la agrupación, para todas las agrupaciones, para todo gurrow individual desde uno a otro extremo del mundo.
He ahí una idea trastornadora. Por un momento, Raph se sintió ofendido; ofendido en lo más profundo de su sentido de individualidad. Y se le notó en el semblante. Lernin se apresuró a añadir:
—Mis palabras acaso suenen descorteses, groseras, poco civilizadas. Pero debo explicarme. Debo hacerlo, porque usted es primordialmente un científico social y lo comprenderá… acaso mejor que nosotros mismos.
—Es el objetivo de mi vida —replicó Raph, enojado— y me importa muchísimo No puedo conceder la preferencia a los de otros.
—Lo que estoy diciendo debería ser el objetivo de la vida de todos… aunque sólo sea porque puede convertirse en el medio de salvar las vidas de todos nosotros.
Raph empezaba a sospechar toda suerte de posibilidades, desde una forma rara de bromear hasta el desequilibrio mental que sobreviene, a veces, con la edad. Sin embargo, Lernin no era viejo.
Lernin dijo con un fervor impresionante:
—Los eekahs del Otro Mundo son un peligro para nosotros, porque no son amigos nuestros.
Raph replicó muy naturalmente:
—¿Cómo lo sabe?
—Amigo mío, nadie ha vivido en más estrecho contacto que yo con estos eekahs que han llegado aquí, y considero que son gente con un contenido emocional extraño al nuestro. He recogido hechos raros que nos es difícil interpretar, pero que, en todo caso, apuntan hacia distintas direcciones.
»Le enumeraré unos cuantos: Los eekahs de grupos organizados se matan periódicamente unos a otros por motivos oscuros. A los eekahs les resulta imposible vivir de modo distinto al de las hormigas (es decir, en enormes y apretujadas colectividades) y no obstante también les resulta difícil tolerar la presencia de los demás. O, para emplear la terminología de los científicos sociales, son gregarios sin ser sociales, del mismo modo que los gurrows son sociales sin ser gregarios.
Han elaborado códigos de conducta, que, según nos dicen, enseñan a sus pequeños, pero que en la práctica general desobedecen todos, por razones que nosotros no entendemos. Etc., etc., etc.
—Yo soy arqueólogo —dijo, inflexible, Raph—. Esos eekahs sólo me interesan en el aspecto biológico. Si puedo averiguar la curvatura de su fémur, me importa muy poco la curva de sus procesos intelectuales. Si puedo seguir la forma del cráneo, me tiene sin cuidado que la forma de su ética nos parezca misteriosa.
—¿No cree que sus demencias puedan afectarnos a nosotros, aquí?
—Estamos distanciados de ellos, por ambos océanos, casi diez mil kilómetros, o más —contestó Raph—. Tenemos nuestro mundo, y ellos tienen el suyo. No hay relación entre nosotros.
—No hay relación —musitó Lernin—. Otros han dicho lo mismo. Sin embargo, los eekahs han llegado aquí, y pueden venir otros detrás. Nos dicen que el Otro Mundo está bajo el dominio de unos pocos, los cuales se ven dominados a su vez por un raro afán de seguridad que confunden con una palabra eekah llamada «poder», la cual parece significar el predominio de la voluntad de uno sobre la suma de voluntades de la comunidad. ¿Qué pasará si ese «poder» se extiende hasta nosotros?
Raph puso su mente a la tarea. El problema era ridículo, completamente ridículo. Parecía imposible imaginarse aquellos extraños conceptos.
Lernin decía:
—Esos eekahs explican que mucho tiempo atrás su mundo y el nuestro estaban muy juntos. Dicen que en su mundo hay una hipótesis científica bien conocida sobre una traslación continental. Esto quizá le interese a usted, porque de otro modo le resultaría difícil reconciliar la existencia de fósiles de Primates Primitivos estrechamente emparentados con eekahs vivientes a diez mil kilómetros de distancia.
Las nieblas se despejaron del cerebro del arqueólogo mientras levantaba la vista con vivo interés, no trastornado por demencias.
—Ah, debería haberme dicho eso antes.
—Lo digo ahora como un ejemplo de lo que puede lograr si se une a nosotros y nos ayuda. Hay otra cosa. Esos eekahs son científicos físicos, como nosotros, pero con una diferencia impuesta por su propia pauta cultural. Como viven en enjambres, piensan en enjambre y su ciencia es fruto de una sociedad hormiguero. Individualmente, son lentos y nada imaginativos; colectivamente, cada uno suministra una migajita distinta de la que aporta su vecino; de modo que levantan una gran estructura con una rapidez asombrosa. Aquí, en cambio, un individuo es muchísimo más inteligente, pero trabaja solo. Usted, por ejemplo, no sabe nada de química, imagino.
—Unas cuantas cosas fundamentales, pero nada más —admitió Raph—. Eso lo dejo para el químico.
—Sí, naturalmente. Yo sí soy químico. No obstante, esos eekahs, aunque inferiores a mí mentalmente, y sin ser químicos en su propio mundo, saben más química que yo. Por ejemplo, ¿sabía usted que existen elementos que se desintegran espontáneamente?
—Imposible —estalló Raph—. Los elementos son eternos, inalterables…
Lernin se puso a reír.
—Así se lo enseñaron a usted. Así me lo enseñaron a mí. Así lo enseñé yo a otros. Sin embargo, los eekahs tienen razón, porque lo he comprobado, y tienen razón en todos los detalles. El uranio da origen a una radiación espontánea. Habrá oído hablar del uranio, por supuesto… Más aún, he descubierto radiaciones de energía aparte de las producidas por el uranio, que deben de tener su origen en vestigios desconocidos por nosotros, pero que los eekahs conocen. Y estos elementos que faltan encajan bien en las llamadas tablas periódicas que algunos químicos han tratado de introducir en la ciencia. Aunque hago mal utilizando ahora la palabra «introducir».
—Bueno —dijo Raph—, ¿por qué me cuenta eso? ¿Me ayudará también a resolver mi problema?
—Acaso encuentre —respondió irónicamente Lernin— un soborno regio. Vea usted, la producción de energía del uranio es constante, por completo. Ningún cambio del medio externo puede afectarla, y como consecuencia de la pérdida de energía, el uranio se convierte poco a poco en plomo, a un ritmo absolutamente constante. Ya en estos momentos un grupo de científicos nuestros utiliza este fenómeno como base de un método para determinar la edad de la Tierra. Vea usted, siendo así, para determinar la edad de un estrato de roca no se necesita más que descubrir un sector de dicha roca que contenga vestigios de uranio (que es un elemento muy extendido) y determinar la cantidad de plomo (y aquí puedo añadir que el plomo procedente del uranio difiere del plomo ordinario y se caracteriza fácilmente) y entonces es muy sencillo determinar el período de tiempo que aquel estrato lleva en estado sólido. Por supuesto, si se encuentra un fósil en dicho estrato, será de la misma época. ¿Me explico?
—¡Estrellas del cielo! —Raph se puso en pie, temblando—. ¿No me engaña? ¿Es verdaderamente posible hacer eso?
—Es posible. Hasta es fácil. Le diré que nuestra gran defensa, incluso en estas avanzadas fechas, consiste en que colaboremos para la ciencia. Ahora formamos una sociedad, amigo mío, de muchas, muchísimas agrupaciones, y queremos que usted se nos una. Si lo hace, será muy sencillo extender nuestro plan de investigación de edad a las regiones que indique; regiones ricas en fósiles. ¿Qué dice a ello?
—Les ayudaré.
Es dudoso que las agrupaciones gurrows hubiesen sido nunca testigos de una empresa comunitaria de la amplitud de la presente. La Agrupación de Bahía del Este, como hemos advertido antes, era un centro de embarque, y, en verdad, un buque transatlántico no quedaba fuera de las posibilidades de una agrupación que comerciaba con todas las latitudes de ambas costas de las Américas. Lo inusitado era la amplitud de la cooperación de gurrows de muchas agrupaciones, gurrows de muy distintas inclinaciones
No es que todos fueran felices.
Raph, por ejemplo, en la mañana concreta que nos ocupa, a seis meses de la fecha de su llegada a Bahía del Este, andaba buscando ansiosamente a Lernin.
Este, por su parte, no buscaba otra cosa que una mayor rapidez.
Se encontraron en los muelles; y Lernin, mordiendo la punta de un cigarro puro y caminando hacia un sector donde estaba permitido fumar, dijo:
—Usted, amigo mío, parece preocupado. ¿No será, en verdad, por los progresos de nuestro buque oceánico?
—Estoy preocupado —contestó gravemente Raph— por los informes que he recibido de la expedición que investiga la edad de las rocas.
—¡Ah…! ¿Y eso le pone triste?
—¡Triste! —estalló Raph—. ¿Los ha visto?
—He recibido una copia. Y hasta he leído algunos trozos. Pero dispongo de poco tiempo, y la mayor parte me lo salté. ¿Quiere hacer el favor de ilustrarme?
—Desde luego. Durante los tres últimos meses, se han investigado tres de las regiones que indiqué como ricas en fósiles. La primera se encontraba en el sector de la propia Agrupación de Bahía del Este. Otra, en el de la Agrupación de Bahía del Pacífico, y la tercera en la de los Lagos Centrales. Pedí con toda intención que éstas fuesen las primeras porque son los sectores más ricos y porque están muy distantes unos de otro. ¿Sabe, por ejemplo, la edad que, según me dicen, tienen las rocas que pisamos en estos momentos?
—Creo que dos mil millones de años es la fecha más antigua que he visto.
—Sí, ésa es la cifra para las rocas más para las capas ígneas profundas de basalto. En cambio, las capas superiores, los estratos sedimentarios recientes, que contienen docenas de fósiles del Primate Primitivo, ¿qué antigüedad cree que les atribuyen a éstas? ¡¡Quinientos billones de años!! ¿Cómo es posible? ¿Lo entiende?
—¿Billones? —Lernin miró de soslayo hacia el techo—. Es raro.
—Añadiré algo más. La Agrupación de la Costa del Pacífico tiene cien billones de años de antigüedad (según me dicen) y la de los Lagos Centrales, casi ochenta billones.
—¿Y las otras mediciones? —inquirió Lernin—. ¿Las que no afectaban a esos estratos de usted?
—He ahí lo más peculiar de todo. La mayoría de investigaciones que se realizaron fueron llevadas a cabo en estratos no particularmente fosilíferos. Se guiaban por sus propios criterios de elección, fundados en razonamientos geológicos (y lograron resultados consistentes), y hallaron de un millón a dos mil millones de años, dependiendo de la profundidad y de la historia geológica particular de la región puesta a prueba. Sólo mis sectores dan estos resultados fantásticos, imposibles.
—Pero ¿qué dicen de todo esto los geólogos? —preguntó Lernin—. ¿No puede haber algún error?
—Indudablemente. Pero han realizado cincuenta mediciones bien hechas, razonables. Han probado el método por sí mismos, y están contentos. Hay tres anomalías, no cabe duda, pero las contemplan con ojo ecuánime como originadas por factores desconocidos. Yo no lo veo de este modo. En estas tres mediciones está el secreto —Raph se interrumpió, embravecido—. ¿Hasta qué punto está usted seguro de que la radiactividad sea una constante absoluta?
—¿Seguro? ¿Se puede estar alguna vez seguro de algo? Nada de lo que sabemos hasta la fecha afecta al caso, y tal es igualmente el testimonio concreto de nuestros eekahs. Además, amigo mío, si quiere usted insinuar que la radiactividad fue más intensa en el pasado que en el presente, ¿por qué sólo sería así en las regiones ricas en fósiles que usted señaló? ¿Por qué no en todas partes?
—Efectivamente, ¿por qué no? He ahí otro aspecto de un problema que cobra importancia día tras día. Medítelo. Tenemos regiones que manifiestan una radiactividad pretérita anormal, y regiones con una riqueza en fósiles anormal. ¿Por qué han de coincidir esas zonas, Lernin?
—Surge una respuesta insoslayable, por sí misma, amigo mío. Si su Primate Primitivo existía en una época en que ciertas regiones poseían una radiactividad elevada, ciertos individuos penetraron en ella y murieron. Las radiaciones radiactivas son terriblemente mortíferas, por supuesto. Radiactividad y fósiles, ahí lo tiene usted.
—¿Y por qué no otras criaturas? —interrogó Raph—. Sólo se hallan en exceso Primates Primitivos, y eran seres inteligentes. No se dejarían coger en la trampa de una radiación peligrosa.
—Quizá no fueran inteligentes. Al fin y al cabo, su inteligencia no es más que una teoría sentada por usted, y no un hecho demostrado.
—Ciertamente; pero, en todo caso, poseían una inteligencia superior a sus contemporáneos; animales de cerebro pequeño.
—Quizá ni eso. Usted lo presenta todo muy novelesco.
—Es posible —Raph hablaba en un susurro—. Creó que puedo conjurar visiones de una gran civilización de hace un millón de años… o más antigua aún. Una gran potencia; una gran inteligencia… que se ha desvanecido por completo, salvo por los leves susurros de unos huesos petrificados que conservan la enorme cavidad ocupada en otro tiempo por el cerebro, y una mano huesuda, con cinco dedos, curvada en leves signos de habilidad manipuladora… con un pulgar oponible. Debieron ser inteligentes.
—Entonces, ¿qué los mató? —objetó Lernin, encogiéndose de hombros—. Varios millones de especies han sobrevivido.
Raph levantó la vista, algo colérico.
—No puedo acompañar a su grupo, Lernin, bajo la etiqueta de voluntario. Ir al Otro Mundo podría ser útil, es cierto, si pudiese dedicarme a mis propios estudios. Si he de dedicarme a lo que usted quiera, para mí sólo puede ser un trabajo comunitario. No puedo poner mi alma en él.