Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
—¡Cuidado con la guardia solar!
La escotilla se cerró con un ruido seco, y después, con un trepidante rugido, el diminuto crucero despegó hacia los cielos.
Tymball lo siguió hasta que se convirtió en una mota, y aun menos, y entonces se volvió hacia Kane.
—Ahora todo está en manos del destino. Kane, ¿cómo se las arregló para transformar la Llama? No me diga que la Llama se volvió roja por sí misma.
Kane movió lentamente la cabeza.
—¡No! Aquella llamarada carmesí se obtuvo al abrir una cavidad secreta llena de sales de estroncito, instalada originalmente allí para impresionar a los lasinianos en caso de necesidad. El resto fue química.
Tymball se echó a reír sombríamente.
—¿Quiere decir que el resto fue psicología popular? Y me parece que los lasinianos quedaron impresionados… ¡y hasta qué punto!
El espacio no dio ninguna advertencia, pero el detector de masas zumbó y lo hizo perentoria e insistentemente. Petri se enderezó en su asiento y dijo:
—No estamos en ninguna zona meteórica.
Filip Sanat contuvo el aliento mientras el otro manipulaba la manivela que hacia girar el perirrotor. El campo estelar fue sucediéndose en el visor con lenta dignidad, y entonces lo vieron.
Brillaba a la luz del sol como una diminuta pelota de fútbol de color naranja, y Petri gruñó:
—Si nos han localizado, estamos perdidos.
—¿Una nave lasiniana?
—¿Una nave? ¡Eso no es ninguna nave! ¡Es un crucero de batalla de cincuenta mil toneladas! No sé qué está haciendo aquí.
Tymball dijo que la patrulla se dirigía hacia la Tierra.
La voz de Sanat era tranquila.
—Ese no lo ha hecho. ¿Podemos despistarle?
—¡Ni en sueños! —el puño de Petri apretaba fuertemente la barra de gravedad—. Están acercándose.
Estas palabras fueron como una señal.
El audiómetro se movió y la áspera voz lasiniana empezó en un susurro y subió de tono hasta la estridencia, a medida que la emisión de la radio se agudizaba:
«¡Conecten motores posteriores y prepárense para el abordaje!»
Petri soltó los mandos y lanzó una mirada a Sanat.
—Yo no soy más que el chofer. ¿Qué quieres hacer? Tenemos menos probabilidades que un meteoro contra el Sol… pero si quieres correr el riesgo…
—Bueno —dijo Sanat, simplemente—, no vamos a rendirnos, ¿verdad?
El otro sonrió entre dientes, mientras desconectaba los cohetes de aceleración.
—¡No está mal para un loarista! ¿Sabes disparar una tonita armada?
—¡Nunca lo he hecho!
—Bien, pues aprende. Coge la ruedecilla de aquí arriba y pon el ojo en el visor de encima. ¿Ves algo?
La velocidad seguía disminuyendo y la nave enemiga se aproximaba.
—¡Sólo estrellas!
—Muy bien, haz girar la rueda… Adelante, más lejos. Intenta por la otra dirección. ¿Ves la nave ahora?
—¡Sí! Allí está.
—¡Perfecto! Ahora céntrala. Sitúala donde se cruzan las rayitas y, por el Sol, mantenla ahí. Ahora voy a dirigirme hacia esos asquerosos lagartos —los cohetes laterales se pusieron en marcha mientras hablaba— y tú la mantienes centrada.
La nave lasiniana aumentaba de tamaño rápidamente, y la voz de Petri se convirtió en un tenso murmullo:
—Bajaré la pantalla y arremeteré contra ella. Si están suficientemente aturdidos, es posible que bajen su pantalla y disparen: y si lo hacen con prisa, pueden fallar.
Sanat asintió en silencio.
—En cuanto veas el destello púrpura de la tonita, haz retroceder la rueda. Hazlo con fuerza; y deprisa. Si te retrasas un poco, estamos perdidos —Se encogió de hombros—. Hemos de correr el riesgo.
Entonces, apretó hacia delante la palanca de la gravedad y gritó:
—¡Mantenla centrada!
La aceleración empujó a Sanat hacia atrás, y la rueda que sostenía en sus manos llenas de sudor respondió de mala gana a la presión. La pelota de fútbol naranja se tambaleó en el centro del visor. Se dio cuenta de que las manos le temblaban, y eso no le ayudó nada. La tensión le hizo parpadear.
La nave lasiniana ya se veía enormemente grande, y entonces, un destello púrpura se dirigió hacia ella. Sanat cerró los ojos y se echó hacia atrás.
No oyó ningún ruido y permaneció así un rato, hasta que escuchó la risa de Petri a su lado.
—La suerte propia de un principiante —rió Petri—. Nunca había usado un arma con anterioridad y deja fuera de combate a un crucero pesado con una perfección que no había visto en la vida.
—¿Di en el blanco? —balbuceó Sanat.
—No exactamente, pero lo has incapacitado. Es suficiente. Y ahora, en cuanto nos alejemos lo bastante del Sol, entraremos en el hiperespacio.
La alta figura vestida de púrpura que estaba junto a la portilla central contemplaba pensativamente el silencioso globo que se divisaba a través de ella. Era la Tierra, enorme, redonda, gloriosa.
Quizá sus pensamientos fueran un poco amargos al considerar el período de seis meses que acababa de transcurrir. Había comenzado con un nuevo esplendor. El entusiasmo prendió como una llamarada y se extendió, atravesando las simas estelares de un planeta a otro, con la misma rapidez que un rayo hiperatómico. Los gobiernos, enfrentados súbitamente con el exaltado clamor de sus pueblos, equiparon flotas.
Enemigos de siglos firmaron repentinamente la paz y volaron bajo la misma bandera verde de la Tierra.
Quizá hubiera sido demasiado optimista esperar que esta amistad continuara.
Mientras fue así, los humanos se mostraron irresistibles. Una de las flotas no se encontraba a más de dos parsecs de la misma Vega; otra había capturado la Luna y se cernía a escasa distancia de la Tierra, donde los andrajosos revolucionarios de Tymball seguían manteniéndose tenazmente firmes.
Filip Sanat suspiró y se volvió al oír el ruido de unos pasos. El canoso Ion Smitt, del contingente lactoniano, entró.
—Su rostro refleja lo ocurrido —dijo Sanat.
Smitt movió la cabeza.
—Parece imposible.
Sanat volvió a alejarse.
—¿Sabe que hoy hemos recibido noticias de Tymball? Continúan luchando contra los lasinianos. Los lagartos han tomado Buenos Aires y, al parecer, toda Sudamérica está en su poder. Los timbalistas están descorazonados y disgustados, igual que yo —Dio media vuelta súbitamente—. Usted dice que nuestras nuevas nave aguja aseguran la victoria. Entonces, ¿por qué no atacamos?
—Pues por una razón —el canoso soldado colocó una pierna embotada sobre la silla más cercana—; los refuerzos de Santanni no vienen.
Sanat se sobresaltó.
—Pensaba que ya estaban en camino. ¿Qué ha sucedido?
—El gobierno de Santanni ha decidido que su flota es necesaria para la defensa de su propio planeta. —Una sonrisa irónica acompañó estas palabras.
—¿Qué defensa? ¡Pero si los lasinianos están a quinientos parsecs de ellos!
Smitt se encogió de hombros.
—Una excusa es una excusa y no hace falta que tenga sentido. No he dicho que ésa fuera la verdadera razón.
Sanat se mesó los cabellos y sus dedos acariciaron el sol amarillo que había sobre su hombro.
—¡Aun así! Todavía podemos luchar, con más de cien naves. El enemigo es dos veces más numeroso que nosotros, pero con las naves-aguja, la base lunar respaldándonos y los rebeldes hostigándolos por retaguardia… —Se sumió en una ensoñación profunda.
—No querrán luchar, Filip. El escuadrón trantoriano desea retirarse —Su voz adquirió un tono violento—. De toda la flota, sólo puedo confiar en las veinte naves de mi propio escuadrón… el lactoniano. Oh, Filip, no sabes la bajeza que hay en todo esto… nunca lo has sabido. Has ganado al pueblo para la causa, pero no has ganado a los gobiernos. La opinión popular les ha forzado a entrar, pero ahora que lo han hecho, sólo se quedan por los beneficios que puedan obtener.
—No puedo creerlo, Smitt. Con la victoria en la mano…
—¿Victoria? ¿Victoria para quién? Sobre este punto, exactamente, los planetas no logran ponerse de acuerdo. En una convención secreta de las naciones, Santanni exigió el control de todos los mundos lasinianos del sector de Sirio, ninguno de los cuales ha sido reconocido todavía como tal, y se lo rehusaron. Ah, no lo sabías. En consecuencia, decide que ha de cuidarse de la defensa de su planeta, y retira diversos escuadrones.
Filip Sanat se alejó con pena, pero la voz de Ion Smitt siguió golpeándole, con fuerza despiadadamente.
—Y entonces Trántor se da cuenta de que odia y teme a Santanni mucho más que a los lasinianos y cualquier día de estos retirará su flota para evitar que la destrocen, mientras las naves de su enemigo están a salvo y tranquilas en puerto. Las naciones humanas se están desgarrando —el puño del soldado cayó sobre la mesa— como un traje apolillado. Creer que los idiotas egoístas podían unirse durante largo tiempo para un fin que valiera la pena, era un sueño de locos.
Los ojos de Sanat se convirtieron súbitamente en un par de calculadoras rendijas.
—¡Espere un poco! Todo saldrá bien, si logramos conservar el control de la Tierra. La Tierra es la clave de toda esta situación —Sus dedos tamborilearon en el borde de la mesa—. Su captura nos proporcionaría la chispa vital. Levantaría el entusiasmo humano, ahora dormido, hasta el punto de ebullición y los gobiernos… Bueno, tendrían que dejarse llevar por la corriente o ser destrozados.
—Lo sé. Si ahora lucháramos, te doy mi palabra de soldado de que mañana estaríamos en la Tierra. Ellos también lo saben, pero no lucharán.
—Entonces…, entonces debemos obligarlos a luchar. Y la única manera de hacerlo es no dejarles ninguna alternativa. Ahora no lucharían, porque pueden retirarse siempre que así lo deseen, pero si…
De pronto levantó la vista, con el rostro radiante.
—Sabe, hace años que no me quito la túnica loarista. ¿Cree que su ropa me irá bien?
Ion Smitt examinó sus amplias dimensiones y sonrió.
—Bueno, es posible que no te vaya a la medida, pero por lo menos te cubrirá bien. ¿Qué piensas hacer?
—Se lo diré. Es un gran riesgo, pero… Envíe inmediatamente las siguientes órdenes a la guarnición de la base lunar…
El almirante del escuadrón lunar lasiniano era un veterano endurecido por la guerra que odiaba dos cosas por encima de todo: a los humanos y a los civiles. La unión de ambas, en la persona del alto y esbelto humano, cubierto por ropas que le sentaban mal, le hizo fruncir el ceño con disgusto.
Sanat se retorcía entre las garras de dos soldados lasinianos.
—Dígales que me suelten —gritó en la lengua de Vega—. No voy armado.
—Hable —ordenó el almirante en inglés—. No entienden su idioma.
Después, en lasiniano, se dirigió a los soldados:
—Disparen cuando dé la orden.
Sanat se serenó.
—He venido para discutir las condiciones.
—Así lo imaginé cuando vi que enarbolaba la bandera blanca. Sin embargo, viene en un crucero individual y a escondidas de su propia flota, como un fugitivo. Seguramente, no puede hablar por su flota.
—Hablo por mí mismo.
—Entonces le concedo un minuto. Si al final de este tiempo no estoy interesado, le matarán —Su expresión era dura.
Sanat intentó liberarse de nuevo, pero con poco éxito. Sus captores le agarraron con más fuerza.
—Su situación —dijo el terrícola— es ésta. No pueden atacar al escuadrón humano mientras controlen la base lunar, sin serio peligro para su propia flota, y no puede usted arriesgarse a eso teniendo una Tierra hostil a sus espaldas. Al mismo tiempo, me he enterado de que las órdenes de Vega son conducir a los humanos fuera del sistema solar a cualquier precio, y que al emperador no le gustan los fracasos.
—Le quedan diez segundos —dijo el almirante, pero delatoras manchitas rojas aparecieron encima de sus ojos.
—Muy bien, pues —fue la apresurada respuesta—. ¿Qué le parece si me ofrezco a capturar a toda la flota humana en una trampa?
Hubo un silencio. Sanat prosiguió:
—¿Y si le muestro cómo puede tomarla base lunar y rodear a los humanos?
—¡Continúe! —Fue el primer signo de interés que el almirante se permitió.
—Estoy al mando de uno de los escuadrones y tengo ciertos poderes. Si acepta nuestras condiciones, podemos tener la base desierta dentro de doce horas. Dos naves —el humano levantó dos dedos impresionantemente— la conquistarían.
—Interesante —dijo el lasiniano con lentitud—; pero ¿y sus motivos? ¿Por qué hace esto?
Sanat sacó un arrogante labio inferior.
—Eso no le interesaría. He sido maltratado y me han privado de mis derechos. Además —sus ojos brillaron—, la humanidad es una causa perdida, de cualquier modo. Por esto espero dinero… mucho dinero. Júremelo, y la flota es suya.
El almirante expresó su desprecio con la mirada.
—Hay un proverbio lasiniano: «El humano no es constante mas que en la traición.» Disponga la suya, y yo le pagaré. Lo juro por la palabra de un soldado lasiniano. Puede regresar junto a sus naves.
Con un ademán, despidió a los soldados y después los detuvo en el umbral.
—Pero recuérdelo, arriesgo dos naves. Significan poco en lo referente al poderío de mi flota, pero, sin embargo, si la traición humana hace daño a uno sólo de mis hombres… —Las escamas de su cabeza estaban totalmente erectas, y Sanat bajó los ojos ante la fría mirada del otro.
Durante mucho rato, el almirante permaneció solo e inmóvil. Después escupió.
—¡Esta carroña humana! ¡Incluso luchar contra ellos es una deshonra!
La nave capitana de la flota humana volaba a unos ciento cincuenta kilómetros sobre la Luna, y en su interior, los capitanes de los escuadrones estaban sentados alrededor de la mesa y escuchaban las acusaciones que les gritaba Ion Smitt.
—… Les digo que sus acciones llegan a la traición. La batalla contra Vega progresa, y si los lasinianos ganan, su escuadrón solar será reforzado hasta tal punto que nosotros tendremos que retroceder. Y si los humanos vencen, esta traición nuestra pone su flanco en peligro y hace la victoria inútil. Podemos ganar, se lo digo yo. Con esas nuevas naves-aguja…
El adormilado líder trantoriano intervino:
—Las naves-aguja todavía no han sido probadas. No podemos arriesgar una batalla importante en un experimento, cuando las probabilidades están en contra nuestra.
—Este no era su punto de vista original, Porcut. Usted, sí, y el resto de ustedes también, son unos cobardes traidores. ¡Cobardes! ¡Pusilánimes!