Cuentos completos (286 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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Una silla fue lanzada hacia atrás cuando uno de ellos se levantó impulsado por la rabia y otros le siguieron. El loara Filip Sanat, desde su posición ventajosa junto a la portilla central, a través de la cual contemplaba el desolado paisaje lunar con fervorosa concentración, se volvió con alarma. Pero Jem Porcut alzó una mano de protuberantes nudillos para imponer orden.

—Dejémonos de evasivas —dijo—. Yo represento a Trántor, y sólo obedezco órdenes de allí. Tenemos once naves aquí, y el espacio sabe cuántas hay en Vega. ¿Cuántas tiene Santanni? ¡Ninguna! ¿Por qué las conserva en casa? Quizá para aprovecharse de la preocupación de Trántor. ¿Hay alguien que ignore sus propósitos contra nosotros? No vamos a destruir nuestras naves aquí para beneficio suyo. ¡Trántor no luchará! ¡Mi división parte mañana! Bajo las actuales circunstancias, los lasinianos se alegrarán de dejarnos marchar en paz.

Otro tomó la palabra:

—Y Poritta, también. El tratado de Draconis nos ha presionado sin compasión durante estos veinte años. Los planetas imperialistas rechazan una revisión, y no lucharemos en una guerra que sólo conviene a sus intereses.

Uno tras otro, repitieron insistentemente el mismo refrán:

—¡Nuestros intereses son contrarios a ella! ¡No lucharemos!

Y, súbitamente, el loara Filip Sanat sonrió. Había vuelto la espalda a la Luna y se reía de los gruñones argumentadores.

—Caballeros —dijo—, nadie se irá.

Ion Smitt suspiró con alivio y volvió a apoyarse en su silla.

—¿Quién nos detendrá? —preguntó Porcut con desprecio.

—¡Los lasinianos! Acaban de tomar la base lunar y estamos rodeados.

Un murmullo de consternación recorrió la estancia. Los gritos y la confusión aumentaban y una voz ahogó a las otras:

—¿Qué hay de la guarnición?

—La guarnición ha destruido las fortificaciones horas antes que los lasinianos llegaran. El enemigo no encontró resistencia.

El silencio que siguió fue mucho más terrorífico que los gritos que lo habían precedido.

—Traición —murmuró alguien.

—¿Quién está detrás de todo esto?

Uno a uno se acercaron a Sanat. Los puños se cerraron. Los rostros enrojecieron.

—¿Quién lo hizo?

—Yo lo hice —dijo Sanat, tranquilamente.

Hubo un momento de pasmada incredulidad.

—¡Perro! ¡Cerdo loarista! ¡Cortémosle el cuello!

Y entonces todos retrocedieron ante el par de pistolas de tonita que aparecieron en manos de Ion Smitt. El corpulento lactoniano se colocó frente al joven.

—Yo también estoy metido en esto —gruñó—. Ahora tendrán que luchar. A veces es necesario combatir el fuego con fuego, y Sanat combatió la traición con la traición.

Jem Porcut contempló pensativamente sus nudillos y de pronto emitió una risa ahogada.

—Bueno, ahora no podemos escaparnos, así que no nos queda más remedio que luchar. Excepto por las órdenes, no me importaría asestar un buen golpe a esos malditos lagartos.

La renuente pausa fue seguida por tímidos gritos, prueba positiva de la aceptación de los demás.

Al cabo de dos horas, la exigencia de capitulación lasiniana fue desdeñosamente rechazada y las cien naves de la escuadra humana se extendieron sobre la dilatada superficie de una esfera imaginaria —la formación de defensa estándar de una flota rodeada— y la batalla por la Tierra comenzó.

Una batalla espacial entre fuerzas aproximadamente iguales se parece en casi todos los detalles a un encuentro de esgrima, en el que rayos controlados de mortal radiación son los floretes e impermeables paredes de radiación etérea son los escudos.

Las dos fuerzas avanzan para entrar en batalla y maniobran para situarse.

Entonces, el haz púrpura de una tonita se dirige con una llamarada de ira hacia la pantalla de una nave enemiga, y al hacerlo así, su propia pantalla se despliega. Durante este único instante es vulnerable y constituye un blanco perfecto para un rayo enemigo, el cual, al ser lanzado, expone a su nave a un ataque por el momento. Se extiende en círculos cada vez más grandes.

Cada unidad de la flota, combinando la velocidad del mecanismo con la velocidad de la reacción humana, intenta introducirse en el momento crucial para mantener su propia seguridad.

El loara Filip Sanat sabía esto y mucho más. Desde su encuentro con el crucero de batalla al salir de la Tierra, había estudiado la guerra espacial, y ahora, mientras las flotas de batalla formaban en línea, sintió que sus dedos se crispaban para entrar en acción.

Se volvió y dijo a Smitt:

—Iré abajo con las armas pesadas.

Smitt tenía el ojo puesto sobre el visor grande y la mano sobre el emisor de ondas.

—Ve, si quieres, pero no te entrometas.

Sanat sonrió. El ascensor particular del capitán le llevó a los niveles de armas, y desde allí ciento cincuenta metros de una disciplinada multitud de artilleros e ingenieros controlaban la tonita número 1.

El espacio es muy difícil de conseguir en una nave de batalla. Sanat observó la estrechez de la habitación en la que la tripulación realizaba cuidadosamente su trabajo en aquella gigantesca máquina que era un acorazado gigante.

Subió los seis empinados escalones que conducían a la tonita número 1 y despidió al artillero. Éste vaciló; su mirada cayó sobre la túnica púrpura, y entonces saludó y bajó de mala gana los escalones.

Sanat se volvió hacia el coordinador que estaba frente a la visiplaca del arma.

—¿Le importa trabajar conmigo? Mi velocidad de reacción ha sido probada y clasificada en el grupo 1-A. Tengo mi tarjeta de clasificación, si quiere verla.

El coordinador enrojeció y balbució:

—¡No, señor! Es un honor trabajar con usted, señor.

El sistema de altavoces tronó: «¡A sus puestos!», y se hizo un profundo silencio, en el cual el frío zumbido de la maquinaria puso su ominosa nota.

Sanat se dirigió al coordinador en un susurro:

—Esta arma cubre un cuadrante de espacio completo, ¿verdad?

—Sí, señor.

—Bien, vea si puede localizar un acorazado con la insignia de un sol doble en eclipse parcial.

Hubo un largo silencio. Las sensibles manos del coordinador manipulaban la rueda, haciéndola girar hacia ambos lados con delicada presión, para que el campo visible en la visiplaca se desplazara. Unos ojos penetrantes escrutaban la ordenada formación de las naves enemigas.

—Ahí está —dijo—. ¡Pero si es la nave capitana!

—¡Exactamente! ¡Centre esa nave!

A medida que la rueda giraba, el campo espacial daba vueltas, y la nave capitana enemiga se tambaleó hasta el punto donde las líneas se cruzaban. La presión de los dedos del coordinador se hizo más ligera y experta.

—¡Centrada! —dijo.

El reducido globo ovalado se encontraba justo donde las líneas se cruzaban.

—¡Manténgala ahí! —ordenó Sanat, sombríamente—. No la pierda ni un segundo mientras esté en nuestro cuadrante. El almirante enemigo está en esa nave y nosotros vamos a eliminarlo, usted y yo.

Las naves pronto se hallarían en línea de tiro y Sanat estaba tenso. Sabía que iba a ser un combate reñido… muy reñido. Los humanos llevaban ventaja en la velocidad, pero los lasinianos eran dos veces más numerosos.

Dispararon un rayo, otro, diez más.

¡Hubo un repentino y cegador destello de purpúrea intensidad!

—Primer acierto —jadeó Sanat. Se relajó.

Una de las naves enemigas perdió el rumbo y se alejó impotentemente, con la popa convertida en una masa de metal fundido e incandescente.

Las naves oponentes no estaban muy cerca unas de otras. Los disparos se intercambiaban a velocidad cegadora. Por dos veces, se vio un rayo púrpura dentro de los límites de la visiplaca y Sanat compendió, mientras un extraño escalofrío le recorría la espina dorsal, que era una de las tonitas adyacentes de su propia nave la que estaba disparando.

El combate de esgrima se aproximaba a su punto álgido. Dos ráfagas centellearon casi simultáneamente, y Sanat gruñó. Una de ellas había sido una nave humana. Y por tres veces se oyó el inquietante zumbido de los motores atómicos del nivel inferior que aumentaban su velocidad… y eso significaba que un rayo enemigo, dirigido hacia su propia nave, había sido detenido por la pantalla.

Y, siempre, el coordinador mantuvo centrada la nave capitana enemiga. Pasó una hora; una hora en la que fueron destruidas seis naves lasinianas y cuatro humanas; una hora en la que la rueda giró fracciones de grado hacia un lado y otro; en la que dio vueltas sobre su eje universal en media docena de direcciones.

El sudor cubría la frente del coordinador y le entraba en los ojos; sus dedos casi habían perdido toda sensación, pero aquella nave capitana no abandonó ni un momento el lugar donde se cruzaban las líneas. Y Sanat observaba; con el dedo sobre el gatillo… observaba y esperaba. Por dos veces, la nave capitana había brillado con luminosidad púrpura, mientras sus armas disparaban y su pantalla defensiva bajaba; y por dos veces, el dedo de Sanat había vibrado sobre el gatillo y se había refrenado.

No fue lo bastante rápido. Y entonces Sanat lo apretó y se puso en pie violentamente. El coordinador lanzó un grito y soltó la rueda En una gigantesca pira funeraria de energía color púrpura la nave capitana, con el almirante lasiniano dentro, había dejado de existir.

Sanat se echó a reír. Extendió la mano, y el coordinador se acercó para estrecharla con un firme apretón de triunfo.

Pero este éxito no duró lo bastante como para que el coordinador pronunciara las primeras palabras de júbilo que le atenazaban la garganta pues la visiplaca se convirtió en una bomba púrpura al tiempo que cinco naves humanas explotaban simultáneamente al ser alcanzadas por mortíferos rayos de energía.

Los altavoces tronaron: «¡Arriba las pantallas! ¡Alto el fuego! ¡En formación de aguja!» Sanat sintió que una mortal incertidumbre se apoderaba de él. Sabía lo que acababa de suceder. Los lasinianos finalmente habían logrado montar sus armas pesadas sobre la base lunar; armas pesadas con tres veces el alcance de las armas más poderosas que había en las naves… armas pesadas que podían atacar a las naves humanas sin temor a represalias.

Y así concluyó el combate de esgrima, y comenzó la verdadera batalla. Pero sería una batalla de un tipo completamente nuevo, y Sanat sabía que éste era el pensamiento que ocupaba las mentes de todos los hombres. Lo observaba en sus expresiones sombrías y lo notaba en su silencio.

¡Podía dar resultado! ¡Y podía no darlo! El escuadrón terrestre había vuelto a su formación esférica y se ensanchaba lentamente hacia afuera. Los lasinianos se introdujeron en ella para el ataque final.

Aislados de todo suministro de fuerza como estaban los terrícolas, e incapaces de desquitarse con las armas gigantescas de las baterías lunares que dominaban el espacio vecino, sólo parecía una cuestión de tiempo su rendición o su aniquilación.

Los rayos de las tonitas enemigas eran lanzados en continuas ráfagas de energía y las deterioradas pantallas de las naves humanas despedían chispas y rayos de luz fluorescente bajo los crueles latigazos de la radiación.

Sanat oía aumentar el zumbido de los motores atómicos hasta convertirse en un chillido de protesta. En contra de su voluntad, sus ojos convergieron sobre el marcador de energía, y la oscilante aguja bajó mientras miraba, bajando el cuadrante a una perceptible velocidad.

El coordinador se lamió los labios resecos.

—¿Cree que lo conseguiremos, señor?

—¡Naturalmente! —Sanat estaba lejos de sentir la confianza que aparentaba—. Tenemos que aguantar una hora… siempre que no se retiren.

Y los lasinianos no lo hicieron. Retirarse hubiera significado un debilitamiento de las líneas, con una posible brecha y escapatoria por parte de los humanos.

Las naves humanas avanzaban a paso de tortuga… apenas a ciento cincuenta kilómetros por hora. A esta velocidad, aumentaron lentamente los rayos de energía, mientras la imaginaria esfera crecía de tamaño y la distancia entre las fuerzas oponentes seguía disminuyendo.

Pero en el interior de la nave, la aguja del marcador bajaba rápidamente, y el corazón de Sanat se hundía con ella.

Atravesó el nivel de las armas hasta el lugar donde aguerridos soldados aguardaban ante una gigantesca y reluciente palanca, en espera de la orden que llegaría pronto… o nunca.

La distancia que separaba a las fuerzas enemigas era mínima, no más de dos o cuatro kilómetros —casi contacto desde el punto de vista de una guerra espacial— y entonces aquella orden se extendió sobre los reforzados haces etéreos de una nave a otra.

Retumbó en el nivel de las armas:

«¡Fuera las agujas!”

Una veintena de manos se alargaron hacia la palanca, las de Sanat entre ellas y saltó hacia abajo. Majestuosamente, la palanca se inclinó hasta el suelo en un curvado arco, y entonces se oyó un gran estruendo y un ruido sordo que sacudió la nave.

¡El acorazado se había convertido en una «nave-aguja»! En la proa, una sección de la plancha de blindaje se deslizó hacia un lado y una lanza de metal surgió violentamente hacia delante. De treinta metros de largo, se adelgazaba graciosamente a partir de una base de tres metros de diámetro hasta convertirse en una punta afilada y aguda como la de un diamante. A la luz del sol, el cromo-acero de la lanza brillaba con llameante esplendor Y todas las demás naves del escuadrón humano estaban igualmente equipadas.

Cada una de ellas se había convertido en un poderoso florete de diez, quince, veinte, cincuenta mil toneladas.

¡Peces espada del espacio! En algún lugar de la flota lasiniana, debieron darse frenéticas órdenes. Contra este veterano de todas las tácticas navales —veterano incluso en el sombrío amanecer de la historia, cuando trirremes rivales maniobraron y se atacaron unas a otras con sus puntiagudas proas— el equipo supermoderno de una flota espacial no tenía defensa.

Sanat se apresuró a llegar a la visiplaca y se sujetó con correas a un asiento preparado contra la aceleración, sintiendo que los muelles absorbían el impulso hacia atrás que había provocado la nave al acelerar súbitamente.

Sin embargo, no le importó. ¡Quería contemplar la batalla! Allí no había nadie, ni tampoco en ningún lugar de la galaxia, que arriesgara lo que él. Ellos no arriesgaban más que su vida; y él arriesgaba un sueño que, casi sin ayuda, había creado de la nada.

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