Authors: Isaac Asimov
Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos
Y el dedito se movió y la máquina imprimió un asterisco.
—¡Un asterisco! —exclamó Hoskins.
—Un asterisco —murmuró Marmie.
—¿Un asterisco? —se extrañó Torgesson.
Siguió una línea de nueve asteriscos más.
—Eso es todo, amigo —dijo Hoskins. Y se lo explicó al atónito Torgesson—: Marmie tiene la costumbre de poner una línea de asteriscos cuando quiere indicar un drástico cambio de escena. Y yo quería precisamente un drástico cambio de escena.
La máquina inició un nuevo párrafo: «dentro de la nave…».
—Desconéctelo, profesor —indicó Marmie.
Hoskins se frotó las manos.
—¿Cuándo terminarás la revisión, Marmie?
—¿Qué revisión?
—Dijiste que valdría la versión del mono.
—Claro que sí. Te traje para que lo vieras. Ese pequeño Rollo es una máquina; una máquina fría, brutal y lógica.
—¿Y?
—Y el asunto es que un buen escritor no es una máquina. No escribe con la mente, sino con el corazón. —Se golpeó el pecho y repitió—: El corazón.
—¿Qué pretendes, Marmie? —gruñó Hoskins—. Si me vienes con la monserga del escritor que escribe con el alma y el corazón, me obligarás a vomitar aquí mismo. Sigamos con nuestro trato habitual: escribes cualquier cosa por dinero.
—Escúchame un minuto. El pequeño Rollo corrigió a Shakespeare. Tú mismo lo señalaste. El pequeño Rollo quería que Shakespeare dijera «una hueste de males» y tenía razón desde su punto de vista maquinal. Un «piélago de males» es una metáfora contradictoria. Pero no creerás que Shakespeare no lo sabía; él sabía cuándo romper las reglas, eso es todo. El pequeño Rollo es una máquina que no sabe romper las reglas, pero un buen escritor sabe y debe romperlas. «Piélago de males» tiene más fuerza. Tiene ritmo y potencia. ¡Al cuerno con la metáfora contradictoria! A1 pedirme que cambie de escena, estás siguiendo unas normas maquinales para mantener el suspense, de modo que el pequeño Rollo está de acuerdo contigo. Pero yo sé que debo romper la norma para mantener el profundo impacto emocional del final. De lo contrario, lo que obtengo es un producto mecánico que cualquier ordenador puede generar.
—Pero…
—Adelante —siguió Marmie—, vota por lo maquinal. Di que tu capacidad profesional no puede superar al pequeño Rollo.
Hoskins, con un temblor en la garganta, replicó:
—De acuerdo, Marmie, aceptaré el cuento tal como está. No, no me lo des. Mándalo por correo. Tengo que encontrar un bar, si no te importa.
Se puso el sombrero y dio media vuelta para marcharse.
—No le hable a nadie de Rollo, por favor —le recordó Torgesson.
—¿Acaso cree que estoy loco? —masculló Hoskins al cerrar la puerta.
Marmie se frotó las manos, extasiado, cuando tuvo la certeza de que Hoskins se había ido.
—Esto se llama tener cerebro —dijo, apoyándose un dedo en la sien—. He disfrutado de esta venta. Esta venta, profesor, vale por todas las que he hecho, por la suma de todas las demás.
Se desplomó con alegría en una silla. Torgesson levantó al pequeño Rollo.
—Pero, Marmaduke, ¿qué habrías hecho si el pequeño Rollo hubiera escrito tu versión?
Una sombra de pesadumbre cruzó fugazmente por el rostro de Marmie.
—Pues, demonios, es que eso es lo que creí que haría.
“The Singing Bell”
Louis Peyton nunca comentaba los métodos con los que había burlado a la policía de la Tierra en un sinfín de duelos de ingenio, eludiendo siempre el acecho de la sonda psíquica. Habría sido una tontería revelarlos, pero en sus momentos más complacientes soñaba con redactar un testamento para que se diese a conocer después de su muerte, una declaración que no dejara la menor duda de que su éxito ininterrumpido era obra de la destreza y no de la suerte.
En dicho testamento diría: «No se puede crear una trama falsa para ocultar un delito sin imprimirle alguna huella del creador. Es mejor, pues, buscar en los acontecimientos una trama ya existente y, luego, conformar nuestros actos a dicha trama.»
Peyton planeó el asesinato de Albert Cornwell teniendo en mente ese principio.
Cornwell, un minorista de poca monta de mercancía robada, estableció su primer contacto con Peyton cuando éste comía solo en Grinnell's. Cornwell lucía un lustre especial en el traje azul, una sonrisa especial en su arrugado rostro y un brillo especial en el descolorido bigote.
—Señor Peyton, me alegro de verle —saludó a su futuro asesino, sin ninguna aprensión tetradimensional—. Casi había desistido, se lo aseguro, casi había desistido.
Peyton odiaba que le interrumpieran la lectura del periódico y el postre en Grinnell's.
—Si quiere hacer negocios conmigo, Cornwell, sabe dónde encontrarme.
Con sus más de cuarenta años y su cabello entrecano, Peyton aún tenía la espalda erguida, porte juvenil y ojos oscuros, y gracias a una larga práctica había adquirido un tono de voz más cortante.
—No para esto, señor Peyton, no para esto. Sé de un escondrijo de…, ya sabe.
Agitó el índice de la mano derecha, como si fuera un badajo tocando un cuerpo invisible, y se tapó por un momento la oreja con la mano izquierda.
Peyton pasó una página del periódico, todavía algo húmedo del teledistribuidor, lo plegó y dijo:
—¿Campanas cantarinas?
—Oh, baje la voz, señor Peyton —susurró Cornwell, alarmado.
—Acompáñeme.
Atravesaron el parque. Otro de los axiomas de Peyton era que el mejor modo de guardar un secreto era conversar en voz baja al aire libre.
—Un escondrijo de campanas cantarinas —susurró Cornwell—. Una remesa entera. Sin bruñir, pero muy bonitas, señor Peyton.
—¿Usted las ha visto?
—No, señor Peyton, pero he hablado con alguien que las vio. Me dió pruebas suficientes para convencerme. Hay suficiente para que usted y yo nos retiremos con toda opulencia. Con toda opulencia, señor Peyton.
—¿Quién era ese hombre?
Una expresión de picardía iluminó el rostro de Cornwell como una tea humeante, oscureciendo más de lo que mostraba y dándole un aire repulsivo.
—El hombre era un explorador lunar, que tenía un método para localizar campanas en el borde de los cráteres. No conozco el método, pues no me lo reveló, pero reunió muchísimas, las ocultó en la Luna y vino a la Tierra para deshacerse de ellas.
—Supongo que ha muerto.
—Sí. Un desagradable accidente, señor Peyton. Cayó desde una gran altura. Muy triste. Desde luego, sus actividades en la Luna eran absolutamente ilegales. El Dominio es muy estricto en lo referente a la búsqueda de campanas. Así que quizás el destino quiso castigarlo… Sea como fuere, yo tengo su plano.
—No me interesan los detalles de su pequeña transacción —dijo Peyton, con indiferencia—. Pero quiero saber por qué acude a mí.
—Pues bien, hay suficiente para ambos, señor Peyton, y ambos podemos hacer nuestra labor. Por mi parte, yo sé dónde se encuentra el escondrijo y puedo conseguir una nave espacial. Usted…
—¿Sí?
—Usted sabe pilotar una nave espacial y dispone de excelentes contactos para colocar las campanas. Es una justa división del trabajo, señor Peyton, ¿no cree?
Peyton analizó el curso de su vida (el curso ya existente) y las cosas parecían encajar.
—Partiremos para la Luna el 10 de agosto.
Cornwell se detuvo.
—¡Señor Peyton! —exclamó—. Apenas estamos en abril.
Peyton siguió andando y Cornwell tuvo que darse prisa para alcanzarlo.
—¿Me oye usted, señor Peyton?
—El 10 de agosto. Me pondré en contacto con usted en el momento indicado y le diré a dónde llevar la nave. No intente verme personalmente hasta entonces. Adiós, Cornwell.
—¿Mitad y mitad?
—En efecto. Adiós.
Continuó su marcha a solas y analizó de nuevo el curso de su vida. A los veintisiete años había comprado un terreno en las Rocosas, donde un propietario anterior había construido una casa como refugio contra las guerras atómicas que amenazaron el mundo dos siglos atrás, guerras que no llegaron a estallar. Pero la casa seguía en pie; todo un monumento al empeño atemorizado por ser autosuficiente.
Era de acero y hormigón y se hallaba en un sitio muy aislado, muy por encima del nivel del mar y protegida en casi todos los flancos por picos montañosos que se elevaban aún a mayor altura. Tenía una unidad energética independiente, suministro de agua alimentado por arroyos de montaña, congeladores donde cabían cómodamente diez reses, y un sótano equipado como una fortaleza, con un arsenal de armas destinadas a ahuyentar a unas hordas hambrientas y aterrorizadas que nunca llegaron. Había también una unidad de aire acondicionado, que podía purificar el aire hasta limpiar todo rastro de radiactividad.
En esa casa destinada a la supervivencia, Peyton pasaba el mes de agosto de cada año de su vida de solterón empedernido. Desconectaba los comunicadores, la televisión y el teledistribuidor de periódicos. Levantaba un campo de fuerza en torno de la propiedad y dejaba un mecanismo de señales de corta distancia en el punto donde el campo de fuerza se cruzaba con el único sendero que serpeaba por esas montañas.
Durante un mes de cada año permanecía totalmente solo. Nadie lo veía, nadie se comunicaba con él. En absoluto aislamiento, gozaba de las únicas vacaciones que valoraba, al cabo de once meses de contacto con una humanidad por la cual sólo sentía un frío desdén.
Hasta la policía —y Peyton sonrió— sabía que el mes de agosto era sagrado para él. En cierta ocasión se escapó estando bajo fianza, arriesgándose al sondo psíquico, con tal de no perder su descanso de agosto.
Se le ocurrió otro aforismo que podría incluir en su testamento: para aparentar inocencia, nada mejor que la triunfal carencia de una coartada.
El 30 de julio, al igual que el 30 de julio de cada año, Louis Peyton subió al estratojet antigrav de las nueve y cuarto en Nueva York y llegó a Denver a las doce y media. Allí almorzó y tomó el autobús semigrav de las dos menos cuarto para Hump's Point, desde donde Sam Leibman lo llevó en un antiguo vehículo terrestre —¡de gravedad plena!— por el camino que llegaba al límite de su propiedad. Sam Leibman aceptó muy serio la propina de diez dólares que siempre recibía y se despidió tocándose el ala del sombrero, como lo había hecho cada 30 de julio durante quince años.
El 31 de julio, igual que el 31 de julio de cada año, Louis Peyton regresó a Hump's Point en su aeromóvil antigrav y encargó en el almacén general las provisiones necesarias para el mes siguiente. El pedido no tenía nada de insólito, era prácticamente un duplicado de pedidos anteriores.
MacIntyre, administrador de la tienda, examinó con gesto grave la lista, la comunicó al depósito central en Mountain District, Denver, y el pedido llegó al cabo de una hora por el rayo de transferencia de masa. Con ayuda de MacIntyre, Peyton cargó las provisiones en el aeromóvil, dio su habitual propina de diez dólares y volvió a su casa.
El 1 de agosto, a las doce y un minuto, el campo de fuerza que rodeaba la propiedad se activó a plena potencia y Peyton quedó aislado.
Y a partir de entonces fue otro el curso habitual. Deliberadamente se había dejado un margen de ocho días, durante los cuales destruyó meticulosamente las suficientes provisiones como para dar razón de todo el mes de agosto. Usó las cámaras pulverizadoras, que funcionaban como unidad de eliminación de desechos. Eran de un modelo avanzado, capaz de reducir toda la materia, incluidos los metales y los silicatos, a un polvo molecular impalpable e indetectable. La energía excedente que generó ese proceso fue arrastrada por el arroyo de montaña que atravesaba la propiedad, el cual estuvo un par de grados más caliente de lo normal durante una semana.
El 9 de agosto, su aeromóvil lo llevó a un paraje de Wyoming, donde aguardaban Albert Cornwell y una nave espacial. La nave espacial constituía un punto débil, pues alguien la había vendido, alguien la había transportado y alguien había contribuido a prepararla para el vuelo. Pero la pista de toda esa gente sólo conducía hasta Cornwell, y Cornwell (pensó Peyton, con una vaga sonrisa en sus fríos labios) sería la vía muerta donde terminarían todas las pistas. Una vía muy muerta.
El 10 de agosto, la nave espacial, con Peyton a los controles y Cornwell como pasajero, se elevó de la superficie de la Tierra. El campo antigrav era excelente. A plena potencia, el peso de la nave se reducía a menos de treinta gramos. Las micropilas transmitían energía de forma eficaz y silenciosa, y la nave ascendió por la atmósfera sin llamas ni estruendos, se redujo a un punto en el espacio y desapareció.
Era muy improbable que hubiese testigos del vuelo o que, en esos frágiles tiempos de paz, hubiera vigilancia de radar como en días de antaño. De hecho, no había vigilancia en absoluto.
Dos días en el espacio y dos semanas en la Luna. Casi de un modo instintivo, Peyton había dejado desde un principio margen para esas dos semanas. No se hacía ilusiones en cuanto al valor de los planos caseros diseñados por legos en cartografía. Podían ser útiles para el diseñador, que contaba con la ayuda de la memoria, pero para un extraño no eran más que un criptograma.
Cornwell no le mostró a Peyton el plano hasta después del despegue. Sonrió de un modo servil.
—A fin de cuentas, era mi única carta de triunfo.
—¿Lo ha cotejado con mapas de la Luna?
—No sabría cómo hacerlo, señor Peyton. Dependo de usted.
Peyton lo miró fríamente mientras le devolvía el plano. La única referencia cierta era el cráter de Tycho, emplazamiento de la subterránea Ciudad Luna.
En un sentido, al menos, la astronomía estaba a favor de ellos. Tycho se encontraba en el lado diurno de la Luna en ese momento. Eso significaba menos probabilidades de que las naves patrulleras salieran, menos probabilidades de que nadie los viese.
En un alunizaje antigrav arriesgado y rápido, Peyton condujo la nave a la fría y protectora oscuridad de la sombra de un cráter. El sol había pasado su cenit y la sombra ya no se reduciría.
Cornwell puso cara larga.
—Queridísimo señor Peyton, no podemos salir a explorar en pleno día lunar.
—El día lunar no dura eternamente —replicó Peyton—. Nos quedan cien horas de sol. Podemos aprovechar ese tiempo para aclimatarnos y estudiar el plano.
Aunque de mala gana, Cornwell accedió. Peyton estudió los mapas lunares una y otra vez, tomando cuidadosas mediciones y tratando de hallar el patrón de los cráteres en esos garabatos que eran la clave de… ¿De qué?