Cuentos completos (296 page)

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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

BOOK: Cuentos completos
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P. —¿Está dispuesto a reconocer, pues, secretario Moreno, que al menos parte de la culpa de esta situación hay que achacársela a la misma Tierra? En otras palabras, llegamos a mi siguiente pregunta: ¿No fue un error diplomático de primera magnitud el hecho de que el gobierno publicase aquella inflamada nota denunciando las intenciones de los Mundos Exteriores antes de que éstas se hubiesen manifestado palmariamente en la Conferencia Interplanetaria?

R. —Yo creo que estas intenciones estaban muy claras en aquel momento.

P. —Usted perdone, señor; pero yo estaba presente en la conferencia. Por la fecha en que se publicó la nota, los delegados de los Mundos Exteriores se encontraban casi en un punto muerto. Los de Rhea y Tethys se oponían resueltamente a toda acción económica contra la Tierra, y había grandes probabilidades de que Aurora y su bloque hubieran salido derrotados. La nota de la Tierra abortó inmediatamente tal posibilidad.

R. —Bueno, ¿qué es lo que pregunta usted, señor Keilin?

P. —En vista de mis declaraciones, ¿cree usted que la nota de la Tierra fue un error diplomático criminal que ahora sólo se puede remediar con una política inteligente de conciliación?

R. —Utiliza usted un lenguaje muy fuerte. Sin embargo, no puedo contestar a su pregunta directamente, porque no estoy de acuerdo con la premisa fundamental que sienta usted. No creo que los delegados de los Mundos Exteriores pudieran actuar de la manera que usted dice. En primer lugar, es bien sabido que los Mundos Exteriores se jactan con gran arrogancia de que el porcentaje de demencias, psicosis y hasta desajustes menores de la personalidad son una lacra que está desapareciendo en su sociedad. Uno de los argumentos más poderosos que esgrimen contra la Tierra es el de que nosotros tenemos más psiquiatras que fontaneros, y con todo estamos en apuros por falta de los primeros. Los delegados de la conferencia representaban lo mejor de esa sociedad tan estable. Y ahora, ¿quiere usted que crea que esos semidioses habrían cambiado de opinión por un puntillo momentáneo, y habrían instaurado un cambio importante en la política de cincuenta mundos? No los creo capaces de una actitud tan pueril y perversa, y por ello debo insistir en que toda medida que tomaran se fundaba, no en ninguna nota de la Tierra, sino en motivaciones que calan mucho más hondo.

P. —Pero yo vi el efecto que producía en ellos con mis propios ojos, señor. Recuerde, se ¡os hería con un lenguaje que ellos consideraban insolente por parte de un pueblo inferior. No puede caber duda, señor, de que, en conjunto, los hombres del Mundo Exterior son personas notablemente centradas, a pesar del sarcasmo de usted; aunque su actitud respecto a la Tierra represente un punto débil en esta estabilidad»

R. —¿Me está haciendo preguntas, o está defendiendo los puntos de vista y la política racista de los Mundos Exteriores?

P. —Bien, aceptando su parecer de que la nota de la Tierra no causó ningún daño, ¿qué beneficio podía reportar? ¿Por qué había que enviarla?

R. —Yo creo que era justo que presentásemos nuestro punto de vista sobre el problema ante el tribunal de la opinión pública galáctica. Creo que hemos agotado el tema. ¿Qué pregunta quiere hacerme ahora? Es la última, ¿verdad?

P. —Lo es. Se ha dicho recientemente que el gobierno terrestre tomará medidas severas contra los que intervengan en actividades de contrabando. ¿Está ello en consonancia con el punto de vista del gobierno de que la disminución de las relaciones comerciales va en detrimento del bienestar de la Tierra?

R. —Lo que nos importa ante todo es la paz y no nuestro bienestar inmediato. Los Mundos Exteriores han adoptado ciertas restricciones comerciales. Nosotros no estamos conformes con ellas y las consideramos una gran injusticia. A pesar de todo, las observaremos, para que ningún planeta pueda decir que hemos dado el menor pretexto para las hostilidades. Por ejemplo, me cabe el privilegio de anunciar aquí, por primera vez, que durante el mes pasado cinco naves que viajaban con una matrícula terrestre falsa fueron detenidas cuando se dedicaban a introducir en la Tierra material de los Mundos Exteriores. Sus géneros fueron confiscados y su tripulación encarcelada. He ahí una prueba fehaciente de nuestras buenas intenciones.

P. —¿Naves de los Mundos Exteriores?

R. —Sí. Pero que viajaban bajo matrícula terrestre falsa; recuérdelo.

P. —¿Y los hombres encarcelados son ciudadanos de los Mundos Exteriores?

R. —Eso creo. De todos modos, no sólo faltaban a nuestras leyes, sino también a las de sus patrias, con lo cual hipotecaban doblemente sus derechos interplanetarios. Y creo que la entrevista debería terminar aquí.

P. —Pero esto…

Y en este punto fue donde la emisión terminó bruscamente. El final de la última frase de Keilin no lo oyó nadie, excepto Moreno. Dijo:

—…Significa la guerra.

Pero Luiz Moreno ya no estaba en las ondas. Por lo cual, mientras se ponía los guantes, sonrió y, con un sentido tremendo, encogió los hombros en un pequeño gesto de indiferencia.

Aquel levantamiento de hombros no tuvo testigos.

La Reunión de Aurora seguía en curso. Franklin Maynard se había retirado un momento, completamente agotado. Se hallaba frente a su hijo, a quien veía por primera vez con uniforme.

—Al menos tú estás seguro de lo que sucederá, ¿verdad que sí?

En la respuesta del joven no había ningún cansancio, ninguna aprensión, nada que no fuera una satisfacción completa.

—¡Así es, papá!

—Entonces, ¿no te inquieta nada? ¿No crees que nos han manejado para llevarnos a este punto?

—¿Y a quién le importa si nos han manejado? Es el funeral de la Tierra.

Maynard movió la cabeza.

—Pero ¿no te das cuenta de que nos han situado en mal terreno? Los ciudadanos de los Mundos Exteriores que tienen detenidos faltaron a la ley. La Tierra está en su derecho.

—Espero que no harás afirmaciones semejantes en la Reunión, papá —replicó el joven, frunciendo el ceño—. Yo no veo que la Tierra tenga ninguna justificación. De acuerdo, y si hacían contrabando, ¿qué? Era solamente porque algunos mundoexterioranos están dispuestos a pagar precios de estraperlo por los comestibles terrestres. Si en la Tierra tuvieran seso, volverían la vista hacia otra parte, y todo el mundo saldría ganando. Bastante ruido arman afirmando que necesitan nuestro comercio. Entonces, ¿por qué no hacen algo por conseguirlo? En todo caso, no veo por qué habríamos de dejar a unos buenos aurorianos, ni a otros ciudadanos de los Mundos Exteriores, en manos de aquellos hombres-mono. Puesto que no quieren soltarlos por las buenas, les obligaremos. De otro modo, la próxima vez ninguno de nosotros estaría a salvo.

—En fin, veo que has adoptado la opinión general.

—Es mi propia opinión. Si además es la general es porque tiene lógica. La Tierra quiere una guerra. Bueno, la tendrán.

—Pero ¿por qué quieren guerra, eh? ¿Por qué nos fuerzan la mano? Toda nuestra política económica de los meses pasados iba dirigida a obligarles a cambiar de actitud, sin guerra.

Maynard hablaba consigo mismo, pero su hijo le replicó con el argumento definitivo:

—No me importa por qué motivo quieren la guerra. Ahora la tienen, y los aplastaremos.

Maynard regresó a la Reunión, pero mientras el ronroneo del debate volvía a llenar la sala, él pensaba, con una punzada de resquemor, que aquel año no habría alfalfa terrestre. Lo lamentaba por la leche. En verdad, hasta la ternera parecía algo menos sabrosa…

La votación tuvo lugar a primeras horas de la mañana. Aurora declaró la guerra. La mayoría de mundos de su bloque se le unieron al amanecer.

Más tarde, los libros de historia bautizarían aquella contienda con el nombre de «La Guerra de las Tres Semanas». Durante la primera semana, fuerzas aurorianas ocuparon varios asteroides transplutonianos; y en el comienzo de la segunda semana el grueso de la flota de la Tierra quedó poco menos que completamente destruido en una batalla librada en la órbita de Saturno ante una flota de Aurora que no llegaba a una cuarta parte de aquélla, numéricamente.

Las declaraciones de guerra de los Mundos Exteriores que hasta entonces habían permanecido neutrales siguieron como las explosiones de una traca.

Dos horas antes de cumplirse los veintiún días de hostilidades, la Tierra se rindió.

Las negociaciones de las cláusulas de paz tuvieron lugar entre los Mundos Exteriores. A la Tierra no se le reservaba otra actividad que la de firmar. Las condiciones de paz fueron desacostumbradas, acaso únicas, y, bajo la fuerza de una humillación sin precedentes, todas las hordas de la Tierra quedaron sumidas a la vez y repentinamente en un silencio nacido de una cólera y una vergüenza demasiado grandes para ser expresadas en palabras.

Las repetidas condiciones fueron quizá mejor comentadas por una voz en la televisión auroriana dos días después de haber sido publicadas. Podemos citar parte del comentario:

«…Ni en el interior de la Tierra ni en su superficie hay nada que nosotros, los de los Mundos Exteriores, podamos necesitar o querer. Todo lo que valía algo en la Tierra salió de ella siglos atrás en las personas de nuestros antepasados.

«Ellos nos llaman hijos de la Madre Tierra; pero la denominación es falsa, porque nosotros descendemos de una Madre Tierra que ya no existe, una Madre que nos trajimos con nosotros. La Tierra de hoy tiene con nosotros, a lo sumo, un parentesco de primos; nada más.

»¿Necesitamos sus recursos? Diablos, no los tienen ni para ellos mismos. ¿Podemos utilizar su industria o su ciencia? Están casi difuntos porque les faltan las nuestras. ¿Podemos utilizar su potencial humano? Diez hombres de los suyos no valen ni como un solo robot, ¿Queremos siquiera la dudosa gloria de gobernarlos? No existe tal gloria. Como inferiores impotentes e incompetentes que son respecto a nosotros, sólo representarían un lastre. Consumirían unos alimentos, un trabajo y una capacidad administrativa que mejor será aprovechar para nosotros mismos.

»De modo que no tienen nada que darnos, salvo el espacio que ocupan en nuestros pensamientos. No tienen nada de qué libertarnos sino de ellos mismos. No pueden beneficiarnos con nada sino con su ausencia.

»Por este motivo se han redactado las cláusulas de paz tal como se ha hecho. No les deseamos ningún mal; de modo que allá se las compongan con su sistema solar. Que vivan allí, en paz. Que se forjen un destino a su manera, y no les estorbaremos ni con el menor asomo de nuestra presencia. Pero nosotros, por nuestra parte, también queremos paz. Forjaremos nuestro futuro a nuestro modo. De manera que no queremos su presencia. Y con este objetivo ante la vista, una flota de los Mundos Exteriores patrullará los límites de su sistema, y estableceremos bases de los Mundos Exteriores en sus asteroides más periféricos, para asegurarnos de que no se aventuren por nuestro territorio.

»No habrá comercio, ni relaciones diplomáticas, ni viajes, ni comunicaciones. Quedan proscritos, desterrados, herméticamente sellados. Aquí nosotros tenemos un universo nuevo, una segunda creación del Hombre, un Hombre superior…

«Ellos nos preguntan: "¿Qué será de la Tierra?" Nosotros contestamos: "Es un problema que la Tierra misma deberá resolver. El crecimiento de la población se puede controlar. Los recursos se pueden explotar eficientemente. Los sistemas económicos se pueden revisar. Lo sabemos, porque lo hemos llevado a cabo. Si ellos no lo saben, que sigan los pasos del dinosaurio y dejen espacio libre."

»¡Sí, que dejen espacio libre, en lugar de estar pidiendo siempre espacio!»

De este modo una cortina impenetrable fue envolviendo lentamente el Sistema Solar. Las estrellas del firmamento de la Tierra volvieron a ser estrellas nada más, como en los fenecidos días pretéritos en que la primera nave atravesó la barrera de la velocidad de la luz.

El gobierno que había hecho la guerra y la paz dimitió; pero lo cierto es que no había nadie para ocupar su puesto. Los diputados eligieron a Luiz Moreno —ex embajador en Aurora, ex ministro sin cartera— como presidente provisional, y la Tierra en conjunto estaba demasiado atontada para declararse de acuerdo, o en desacuerdo. Sólo se notaba un alivio generalizado al ver que existía alguien dispuesto a cargar con la tarea de tratar de guiar los destinos de un mundo encarcelado.

Muy pocos se daban cuenta de cuan cuidadosamente se había preparado este final, ni de a través de qué esmerados cálculos se hallaba Moreno en el sillón de la presidencia.

Ernest Keilin decía desamparado desde la pantalla de la televisión:

—Ahora somos únicamente nosotros mismos. Para nosotros no hay universo, ni hay pasado: sólo la Tierra y el futuro.

Aquella noche volvió a tener noticias de Moreno, y antes de la mañana salió hacia la capital.

La presencia de Moreno parecía incongruente con las líneas rígidamente formales de la mansión presidencial. Volvía a estar resfriado y hablaba con voz ronca.

Keilin lo miraba con hostilidad; un odio casi devorador en el que notaba cómo los dedos se le retorcían en los primeros gestos de un estrangulamiento. Quizá no debía haber venido… Bueno, ¿qué importaba?, la orden era sobradamente clara. Si no hubiese venido voluntariamente, le habrían traído a la fuerza.

El nuevo presidente le miró con ojo penetrante.

—Tendrá que cambiar de actitud hacia mí, Keilin. Sé que me mira como a un Enterrador de la Tierra (¿no es ésta la frase que empleó anoche?), pero tiene que escucharme sosegadamente un rato. En su estado actual de rabia contenida, dudo que pueda oírme.

—Oiré todo lo que usted diga, señor presidente.

—Bueno… las formalidades externas, al menos. Esto resulta esperanzador. ¿O acaso cree que he instalado en esta sala un video-rastreador?

Keilin se limitó a enarcar las cejas.

Moreno dijo:

—No, no lo instalé. Estamos completamente solos. Hemos de estar solos; de lo contrario, ¿cómo podría decirle sin peligro que todo está dispuesto para que usted salga elegido presidente bajo una constitución que estamos preparando ahora? Eh, ¿qué le parece?

Luego sonrió ante la blanca sorpresa de la faz de Keilin.

—¡Ah, no lo cree! Bien, ya no puede hacer nada para impedirlo. Antes de una hora será cosa pública, ¿comprende?

—¿Yo voy a ser presidente? —Keilin pugnaba con una voz extraña, ronca. Después, con algo más de firmeza, añadió—: Usted está loco.

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