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Authors: Isaac Asimov

Tags: #Ciencia Ficción, Misterio, Fantástica, Cuentos

Cuentos completos (299 page)

BOOK: Cuentos completos
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—¿Y qué me dices de la posibilidad de que el mismo hombre evolucione hasta formar un superhombre que desplace a los del tipo antiguo? —sugirió Thetier.

—No existe ni la más mínima probabilidad —contesté—. La única parte del ser humano que vale algo, en lo tocante a ser dueño del mundo, es su sistema nervioso; los hemisferios cerebrales muy particularmente. Son la parte más especializada de su organismo, y por consiguiente han llegado ya a su meta final. Si el curso de la evolución demuestra algo, es que cuando se ha alcanzado un cierto grado de especialización se pierde la flexibilidad, y todo nuevo desarrollo sólo puede producirse en el sentido de una especialización todavía mayor.

—¿Y no es eso precisamente lo que se necesita? —objetó Thetier.

—Quizá lo sea, pero, como ha hecho notar Madend, las especializaciones tienden a llegar a un punto a partir del cual el rendimiento disminuye. El tamaño de la cabeza humana es el causante de que los partos sean difíciles y dolorosos. La complejidad de la mente humana es la culpable de que la madurez emocional llegue tan rezagada detrás de la madurez sexual, con la correspondiente cosecha de conflictos que ello genera. Lo delicado de nuestro equipo mental origina que la mayor parte de los individuos de nuestra raza seamos unos neuróticos. ¿Hasta que punto podemos seguir sin que se produzca el desastre total?

—El desarrollo —dedujo Madend— podría continuar por el camino de una mayor estabilidad, o una madurez más rápida, antes que por el de una mayor capacidad mental.

—Quizá si; pero no hay indicio alguno de que así sea. El hombre de Cro-Magnon existió hace diez mil años, y se han recogido interesantes indicaciones de que el hombre moderno es, en todo caso, inferior a él en capacidad cerebral, y en muscular también.

—Diez mil años no son gran cosa, en el proceso evolutivo —hizo notar Trotter—. Además, siempre existe la posibilidad de que otras especies animales adquieran el don de la inteligencia, o el de algo mejor, si existe algo mejor.

—No les dejaríamos adquirirlo. Esa es la cuestión. Se necesitarían centenares de miles de años para que los osos o las ratas, pongamos por caso, se volvieran inteligentes; pero en cuanto nosotros nos diésemos cuenta del proceso en marcha, o los eliminaríamos por completo… o los utilizaríamos como esclavos.

—Muy bien —aceptó Thetier—. ¿Qué me dices de unas oscuras deficiencias bioquímicas, como alegabas en el caso de los dinosaurios? Consideremos la vitamina C, por ejemplo. Los únicos organismos que no se la pueden fabricar son los conejillos de Indias y los primates, incluido el hombre. Supongamos que esta tendencia se intensifica y lleguemos a depender excesivamente de otros seres en demasiados factores alimenticios esenciales. ¿O qué pasaría si aumentara la vulnerabilidad, visiblemente creciente, del hombre respecto al cáncer? ¿Qué sucederá entonces?

—Eso no es problema —aseguré—. La esencia de la nueva situación consiste en que producimos artificialmente todos los factores nutritivos conocidos, y con el tiempo acaso dispongamos de una dieta completamente sintética. Y no hay motivo alguno para pensar que un día no aprenderemos cómo prevenir o curar el cáncer.

Trotter se puso en pie. Se había bebido ya el café, pero seguía mirando la taza.

—Muy bien, pues, tú dices que hemos llegado al final del camino. Pero ¿qué pasa si todo eso fue incluido en el cálculo original? El Creador estaba dispuesto a intervenir trescientos millones de años dejando que los dinosaurios desarrollaran algo, lo que fuera, que aceleraría la aparición del hombre, o así lo dices tú; entonces, ¿por qué no es posible que idease la manera de que el hombre utilice su inteligencia y el dominio que posee sobre el medio ambiente para preparar la nueva fase del juego? Eso podría constituir una parte realmente divertida del esquema de la bola de billar.

La idea me dejó paralizado.

—¿Qué quieres decir? —pregunté.

Trotter me dirigió una sonrisa.

—Oh, estaba pensando, solamente, que quizá no se trate de una mera coincidencia, y que acaso surja una raza nueva —dijo, mientras se daba unos golpecitos a la sien—, y otra vieja se aniquile por entero a causa de los esfuerzos de su mecanismo cerebral.

—¿De qué manera?

—Interrúmpeme si me equivoco, pero ¿no están llegando a cumbres simultáneas la física nuclear y la cibernética? ¿No estamos inventando, al mismo tiempo, bombas de hidrógeno y máquinas pensantes? ¿Es pura coincidencia, o forma parte del propósito divino? Casi no se habló más durante aquel almuerzo. Al empezar, parecía que la lógica estaba de mi parte; pero desde entonces… lo estoy meditando!

Ritos legales (1950)

“Legal Rites”

I

Las estrellas se habían apagado ya, aunque el sol; apenas se había hundido en el horizonte, y el oeste del cielo, detrás de la Sierra Nevada, era una plancha de oro manchada de sangre.

—¡Eh! —cloqueó Russell Harley—. ¡Regresa!

Pero el motor de aquel viejo «Ford» hacía demasiado ruido, y el chofer no le oyó. Harley soltaba palabrotas viendo al viejo automóvil inclinarse sobre las roderas arenosas con las ruedas semideshinchadas. La luz trasera le contestaba con un rojo «no»
No,
no puedes marcharte esta noche;
no,
tendrás que quedarte aquí y arreglártelas solo.

Harley refunfuñó y volvió a subir las escaleras del porche de la antigua casa de madera. Estaba bien construida. Las escaleras, aunque databan de casi medio siglo atrás, no crujían bajo sus pisadas ni tenían grietas.

Harley recogió los bolsos que había dejado caer cuando sufrió aquel repentino cambio de idea —eran de imitación de cuero, y muy desgastados— y los metió en la casa. Una vez dentro, los abandonó sobre un sofá cubierto de polvo y miró a su alrededor.

Hacía un calor sofocante; el olor del desierto se había filtrado en la habitación. Harley estornudó.

—Agua —dijo en voz alta—. He ahí lo que necesito.

Merodeó por todas las habitaciones de la planta baja hasta que, de pronto, se dio una palmada en la cabeza. ¡Instalación de agua…! ¡Naturalmente, no habría tal cosa en aquel agujero perdido a trece kilómetros al interior del desierto! Un pozo era lo mejor que podía prometerse…

Tal vez, ni siquiera eso.

Oscurecía. Tampoco había luz eléctrica, por supuesto. Harley anduvo a tientas, irritado, por las oscuras habitaciones hasta la parte trasera de la casa. La puerta vidriera emitió un gemido al abrirse. Junto a la puerta, había un cubo colgado. Lo cogió, lo volvió boca abajo y sacudió la arena suelta que contenía. Escudriñó con la mirada el «patio trasero»… unas doce mil hectáreas ante la vista de arena ondulada, rocas y trechos de salvia y ocotillo coronado de llamas. Ningún pozo.

El viejo idiota se proveería de agua en alguna parte,
pensó enfurecido. Obstinadamente, bajó los escalones traseros y se internó por el desierto. Arriba, las estrellas lucían cegadoras, a millones y millones de kilómetros, pero el crepúsculo había terminado y la visibilidad era muy escasa. Reinaba un silencio ominoso. Únicamente un leve susurro de brisa en la arena y el roce de los zapatos.

Divisó un reflejo de luz de las estrellas en la espesura de salvia más cercana y anduvo hacia allá. Había un charco de agua en el ángulo de dos grandes piedras. Lo miró dubitativo, e hizo un gesto indiferente. Era agua. Y eso era mejor que nada. Hundió el cubo en el charquito. Inexperto en aquellas lides, arrastró el cubo Por el fondo y recogió una cuarta parte de arena. Cuando se lo acercó, rebosante, a los labios, hubo de escupir el primer sorbo y se puso a maldecir violentamente.

Luego utilizó la cabeza. Dejó el cubo en el suelo, esperó unos segundos para que los granos de arena se Posaran, cogió agua con las manos y se la llevó a los labios…

Pat. JISS. Pat. JISS. Pat.
JISS…

—¡Qué demonios! —Harley se puso en pie y miró a su alrededor con brusco desconcierto. Sonaba como agua que cayera de alguna parte sobre una estufa al rojo vivo, silbando al convertirse en vapor. No veía nada, sólo la arena y el charco de agua tibia, nauseabundo.

Pat. JISS…

Entonces lo vio, y los ojos se le salieron de las órbitas. Caía de la nada, una gota por segundo, una gota pegajosa, negra, que descendía al suelo perezosamente, en lento desafío a la gravedad. Y al dar en tierra, cada gota producía un sonido siseante, se desparramaba y desaparecía. Se hallaba a cosa de dos metros y medio de él, apenas visible a la luz de las estrellas.

Luego una voz, salida de la nada, ordenó:

—¡Fuera de mis tierras!

Harley salió fuera. Cuando llegó a Rebel Butte, tres horas después, apenas podía andar y deseaba con desesperado afán haberse demorado lo suficiente para beber otro trago de agua, a pesar de todos los demonios del infierno. Pero los primeros cinco kilómetros los había hecho a la carrera. Le habían proporcionado sobrados estímulos. Ahora recordaba con un estremecimiento cómo el limpio aire del desierto había tomado una forma lechosa alrededor de aquel increíble rezumar y había avanzado hacia él amenazadoramente.

Y cuando llegó al primer
saloon,
iluminado con petróleo, de Rebel Butte, y entró tambaleándose, la fascinación con que el dueño se puso a mirar la pechera de su desastrada chaqueta le hizo descubrir una poderosa prueba de que no había sufrido un repentino ataque de demencia, ni le había embriagado el desacostumbrado contacto con el aire puro del desierto. Aquello le había manchado toda la parte delantera del traje, y cuanto más la frotaba, más se pegaba a la tela y más viscosa se volvía. ¡Sangre!

—¡Whisky! —pidió con voz ahogada, dando traspiés hacia la barra. Y sacando del bolsillo un ajado billete de un dólar, lo puso de un manotazo sobre la madera.

La partida de juego del fondo del local se había interrumpido. Harley sentía clavados en su persona losaos de todos los jugadores, los del camarero y los de aquel hombre alto y delgado recostado en la barra. Todos le observaban.

El camarero rompió el hechizo. Cogió, sin mirarla, una botella que había a su espalda y la dejó sobre el mostrador, delante de Harley. Luego llenó un vaso de agua de un jarro, lo dejó sobre el mostrador también y puso otro vasito pequeño junto a la botella.

—Yo habría podido decirle que le pasaría eso. Pero usted no me habría creído. Tenía que encontrar a Hank por sí mismo, o no habría creído que estuviera allí.

Harley se acordó de la sed y vació el vaso de agua; después se echó un trago de whisky y lo apuró sin esperar a que le volvieran a llenar el vaso de agua. El whisky descendía hacia el estómago dejando una sensación agradable, casi bastante agradable como para poner fin a los temblores de sus entrañas.

—¿De qué está hablando? —preguntó por fin, doblando el cuerpo e inclinándose sobre el mostrador para esconder algo las manchas de la chaqueta. El dueño del
saloon
se puso a reír.

—El viejo Hank —dijo—. Le he reconocido a usted inmediatamente, antes de que Tom volviese y me dijera a donde lo había llevado. Sabía que usted era el sobrino de Zeb Harley, que venía a tomar posesión de Harley Hall para venderlo aun antes de que el cadáver del tío estuviera frío en la tumba.

Russell Harley vio que los jugadores seguían mirándole. Sólo el hombre delgado recostado en la barra parecía haberle olvidado. En aquel momento volvía a llenarse el vaso y estaba completamente absorto en esta tarea. Harley se sonrojó.

—Escuche —dijo—, yo no he venido en busca de consejos. Quería beber un trago. Y pago con mi dinero. Cierre el pico y no se meta en mis asuntos.

El dueño del
saloon
levantó los hombros, le dio la espalda y se volvió a la mesa de juego. Un par de segundos después, un jugador se volvía también y arrojaba un naipe. Los demás siguieron su ejemplo.

Harley empezaba a sentirse dispuesto a tragarse el orgullo y hablar nuevamente con el dueño del
saloon
que parecía saber algo sobre lo que le había ocurrido y quizá pudiera serle útil, cuando el hombre delgado le dio una palmadita en el hombro. Harley se volvió tan rápido que por poco no tumbó el vaso. Absorto y nervioso, no le había visto acercarse.

—Joven —le dijo el desconocido—, me llamo Nicholls. Venga conmigo y discutiremos este asunto. Creo que podemos sernos útiles mutuamente.

Hasta el automóvil de doce cilindros que conducía Nicholls saltaba como un carro de heno por las areniscas roderas que llevaban a la vivienda que el viejo Zeb había bautizado —riendo— con el nombre de «Harle Hall»

Russell Harley torcía el cuello y fijaba la mirada en el montón de cosas diversas que había en el asiento trasero.

—Eso no me gusta —se lamentó—. Yo nunca he tenido tratos con espíritus. ¿Cómo puedo saber si esta miscelánea servirá para nada?

Nicholls sonrió.

—Debe fiarse de mi palabra. Yo he tenido tratos con espíritus en otras ocasiones. Esté usted seguro de que yo podría ostentar el título de exterminador de espíritus, si quisiera.

—A pesar de todo, no me gusta —refunfuñó Harle Nicholls clavó en él una mirada penetrante.

—Pero la perspectiva de ser dueño de Harley Hal sí le gusta, ¿verdad? ¿Y no quiere buscar la respetable cantidad de dinero que se cree que su tío escondió por allá? —Harley se encogió de hombros—. Claro que sí —afirmó Nicholls, volviendo a fijar la mirada en el camino—. Y con sobrado motivo. Las noticias que circulan por ahí mencionan una cifra muy elevada, joven.

—Y en este punto interviene usted —dijo Harley, malhumorado—. Yo encuentro el dinero (que debo ya, de todos modos) y le doy una parte a usted. ¿Cuánto?

—Lo discutiremos más tarde —respondió Nicholls. Sonreía distraído, mirando al frente.

—¡Lo discutiremos ahora, enseguida!

La sonrisa desapareció del rostro de Nicholls.

—No —dijo—. No lo discutiremos. Le estoy haciendo un favor, joven Harley. Recuérdelo. A cambio, usted hará lo que yo diga, ¡en todo momento!

Harley paladeó la frase cuidadosamente. No era un manjar apetitoso. Aguardó un par de segundos antes de cambiar de tema.

—Yo estuve aquí una vez, en vida del viejo —explicó—. Y no me habló para nada de ningún espíritu.

—Quizá pensara que le consideraría… digamos, un tipo raro —respondió Nicholls—. Y acaso usted lo hubiera mirado así. ¿Cuándo estuvo aquí?

—Oh, hace mucho tiempo —contestó evasivamente Harley. Pero estuve un día entero y parte de la noche. El viejo estaba loco de atar; pero no guardaba fantasmas en el ático.

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