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Authors: James Lowder

Cruzada (16 page)

BOOK: Cruzada
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Pero la designación parecía haber producido el efecto contrario. El general Elventree apenas disimulaba la antipatía hacia los otros generales, sobre todo con lord Harcourt, al que tenía por un estilista. También se había ganado el odio de Vangerdahast desde el principio al afirmar que nunca se había ganado ninguna batalla por medio de la magia. Elventree tampoco se callaba el odio hacia los zhentarim.

Azoun hacía todo lo posible para mantener al general a raya, pero lo preocupaba que la ceguera patriótica del hombre de Los Valles sólo fuese el preludio de los problemas que plantearía convertir a las tropas de los diferentes países en una unidad de combate eficaz.

El rey disipó la tensión al introducir un tema que había discutido con Thom aquella misma mañana.

—Antes de entrar en materia, caballeros —anunció con un tono sosegado—, quiero proponer que busquemos un único nombre para el ejército cruzado.

—Sí —dijo Vangerdahast desde su asiento junto a la ventana—. Un solo nombre ayudará a unirnos.

Por primera vez desde que se conocían, los tres generales estuvieron de acuerdo. Farl Bloodaxe y Brunthar Elventree asintieron, y lord Harcourt mostró su aprobación con un sonoro: «Muy bien».

—¿Alguna sugerencia? —preguntó el rey.

Después de unos segundos de silencio, lord Harcourt se atusó el bigote antes de hacer su propuesta.

—Pongo a consideración de los presentes el nombre de Caballeros de Faerun.

—Muy bien, lord Harcourt —dijo Thom, que de inmediato escribió el nombre en una tableta de arcilla—. ¿Qué hay del nombre que me habíais mencionado antes, alteza?

—La Alianza de Occidente —propuso Azoun—. O, si queréis, sencillamente la Alianza.

—No se me ocurre ningún nombre —manifestó Brunthar—. Pero prefiero «la Alianza» antes que los «Caballeros de Faerun». Al fin y al cabo —añadió con ironía—, no todos combatiremos montados a caballo.

Vangerdahast se apresuró a proponer otro nombre para evitar que lord Harcourt respondiera al comentario sarcástico del hombre de Los Valles.

—¿Qué os parece «la Confederación de los poderes occidentales»?

—Demasiado largo —opinó Fari. Echó una mirada al mapa y concluyó—: Pienso que la Alianza es el mejor.

Thom Reaverson anotó el voto a favor y también el de Vangerdahast. Sólo lord Harcourt se demoró en dar su apoyo al nombre. Azoun pensó por un momento que el viejo caballero estaba a punto de llorar al ver rechazado el nombre que había propuesto.

—Tenéis mi voto, alteza —murmuró lord Harcourt.

—Asunto concluido —exclamó Azoun, muy animado—. Ahora podemos ocuparnos de cosas más importantes. —El rey colocó un libro sobre una esquina del mapa para impedir que se enrollara y señaló el lago Ashane, también conocido como Lago de las Lágrimas—. Este es el lugar donde los tuiganos comenzaron la invasión de Ashanath.

—Y, en estos momentos —intervino Vangerdahast—, sin duda han atravesado Ashanath y se encuentran en Thesk. —Se acercó al mapa para señalar con un dedo una línea que se dirigía al oeste desde el lago—. No creo que los tuiganos hayan alcanzado la ciudad de Tammas, que está a medio camino entre el Lago de las Lágrimas y nuestro punto de desembarco. No obstante, es probable que la ciudad caiga en sus manos antes de que nosotros entremos en combate.

—¿Qué se sabe de la resistencia local? —preguntó Fari, rascándose la barbilla.

—Barrida por los tuiganos, o dedicada a escaramuzas con los hechiceros rojos de Thay —contestó Azoun. Sacudió la cabeza—. No recibiremos más tropas en cuanto dejemos atrás Telflamm.

Los presentes hicieron silencio por unos instantes, ensimismados en sus reflexiones sobre los tiempos duros que esperaban a la Alianza. El viento soplaba con rachas cada vez más violentas y llegó el momento en que Vangerdahast se vio obligado a cerrar las ventanas. Los crujidos de las maderas, los golpes metálicos de los aparejos y los gritos de la tripulación se escuchaban con toda claridad en el silencio reinante en la cabina.

—Entonces tendremos que organizar los efectivos de la mejor manera posible —dijo Brunthar Elventree—. Aprovechar al máximo lo que tenemos.

Los generales se dedicaron de inmediato a organizar el ejército y a asignar las tropas para las diferentes unidades de combate. Thom Reaverson aprovechó para tomar notas en las tabletas de arcilla. Los pergaminos y la tinta eran demasiado caros como para desperdiciarlos tomando notas, así que el bardo escribía las ideas y las informaciones importantes en las tabletas. En su momento transcribía los textos en pergamino y borraba las tabletas para utilizarlas otra vez.

La discusión duró horas a medida que se sucedían los temas; la organización de tropas, líneas de abastecimiento y posibles campos de batalla. Nadie entre los presentes se fijó en las oscilaciones cada vez más amplias de la lámpara colgada de la viga en el centro de la cabina. El aullido del viento cada vez más fuerte no conseguía apagar los crujidos de las planchas de madera. Al principio, los ruidos que anunciaban la tormenta no preocuparon al rey ni a los demás. Pero, cuando las olas azotaron las vidrieras del castillo de popa, el monarca y Vangerdahast decidieron subir a cubierta para saber qué pasaba.

Los marineros corrían de aquí para allá, y una lluvia helada empapó a Azoun en cuanto asomó la cabeza. El rey le indicó a Vangerdahast que no subiera, porque las olas barrían la cubierta. El hechicero real, todavía debilitado por los mareos, no protestó la decisión del rey. Dio media vuelta y emprendió el camino de regreso al castillo de popa, mientras Azoun se acercaba a la borda.

Resultaba muy difícil ver. Las nubes de tormenta tapaban la luna y la fuerza del viento apagaba los fanales. La lluvia, impulsada por el viento, caía casi paralela al mar, y las olas se alzaban por encima de la borda y caían sobre la cubierta cada vez con más fuerza. El rey se protegió el rostro lo mejor que pudo, y avanzó poco a poco hacia el puente, donde el capitán del
Welleran
permanecía junto al timón.

Azon no se había alejado más de tres pasos de la borda cuando un marinero chocó contra él y lo hizo caer. El joven no se detuvo para disculparse y ni siquiera lo ayudó a levantarse. Continuó corriendo hasta llegar a la borda y lanzó al agua el contenido de un cofre que cargaba con las dos manos. Azoun soltó una exclamación de asombro al ver el reflejo de la plata y el oro que caían al mar.

—¡Todo el tesoro que está en mi camarote! —gritó una voz aguda—. Lánzalo al agua. —El marinero dio media vuelta y corrió en dirección a la voz.

Una ola enorme barrió la cubierta y arrastró al rey contra la regala. Azoun se levantó tan rápido como pudo y se asió a un cabo. Se apartaba el pelo de los ojos cuando una mano fuerte se apoyó en su hombro.

—Pensé que os gustaría tener compañía aquí arriba. —Farl Bloodaxe gritaba con todas sus fuerzas para hacerse sentir por encima del fragor de la tempestad—. Me preocupó ver que Vangerdahast volvía solo.

—¿Habéis visto al capitán Merimma, Farl? —le preguntó Azoun con la mirada puesta en el puente—. Escuché su voz hace un momento.

No había acabado de hablar el rey cuando la voz aguda dio otra orden desde el puente oscurecido por la lluvia, y al cabo de un instante apareció el capitán Merimma en persona, que se tambaleaba a cada paso.

—¡A los aparejos! ¡Arriad las velas! —gritó con las manos junto a la boca a modo de bocina.

—¡Capitán Merimma! —lo llamó Azoun.

El capitán del
Welleran
no prestó atención a la llamada del rey, y se volvió para mirar hacia el castillo de proa.

—¡Traed todo el oro! —aulló desesperado—. ¡Arrojadlo por la borda para que Umberlee reciba su tributo!

Farl sujetó al capitán de un brazo y lo obligó a volverse de un tirón. La descarga de un rayo iluminó la escena. El capitán estaba empapado, como todos los demás en cubierta, y el uniforme se le pegaba al cuerpo. No parecía darse cuenta de la lluvia; los ojos, desencajados por el terror, estaban enfocados en una amenaza vaga y distante.

—El tributo de Umberlee —musitó.

—Que los dioses nos protejan —murmuró Farl—. ¡Antes de zarpar no han hecho una ofrenda satisfactoria a la diosa de los océanos! —Sujetó al capitán con las dos manos y lo sacudió—. ¿Es eso, no?

Merimma asintió; después se libró de las manos del soldado y corrió a proa. Azoun y Farl perdieron de vista al capitán cuando otra ola barrió la cubierta.

—¿Qué pasa, Farl?

—El capitán se mostró avaro en la ofrenda debida a Umberlee antes de la partida. Si no la aplacamos somos hombres muertos. —Azoun apenas si alcanzaba a verle el rostro, pero por el tono de la voz de Farl comprendió que estaba asustado.

—A juzgar por su mirada, yo diría que Merimma está incapacitado —opinó el monarca—. Sé que tenéis experiencia en naves como ésta, así que tomad el mando y mantenednos a flote. —Después de un segundo añadió—: Buscaré un tributo adecuado.

Sin esperar la respuesta de Farl, el rey se abrió camino hacia la escotilla. El general negro ya había comenzado a dar órdenes. Los gritos de los marineros aterrorizados y el ruido de los mástiles doblados por el viento le impedían escuchar lo que decía, pero Azoun estaba seguro de que Farl Bloodaxe conseguiría salvarlos de la tempestad. Entró en el camarote del castillo de popa, empapado y tiritando de frío.

—Hemos ofendido a Umberlee —comunicó a los demás—. El tributo a la diosa antes de que saliéramos de Suzail no fue suficiente.

Vangerdahast maldijo en voz alta. Thom Reaverson musitó una rápida plegaria a lord Oghma, patrono de los bardos, pidiendo su protección, y de paso rogó que se escribiera un relato glorioso sobre ellos. Por su parte, Brunthar Elventree imploró a Mielikki, señora de los bosques, para que le permitiera volver a contemplar los árboles del Valle de la Batalla.

—Necesitamos inmediatamente algo de gran valor —dijo lord Harcourt con un tono estoico, inclinado sobre la mesa. Una ola se estrelló contra la popa y destrozó un panel de las ventanas emplomadas—. Perdimos la nave capitana en una tempestad como ésta durante el año del Dragón. —Tironeó una de las puntas del mostacho con gesto preocupado—. Es nuestra responsabilidad como nave insignia ofrecer el sacrificio adecuado. Si no la satisface, Umberlee se llevará esta nave… y hundirá a todas las que encuentre a su paso cuando venga por nosotros.

Azoun abrió un cofre donde había un puñado de diamantes y otras gemas. Brunthar sacó las doce monedas de oro que llevaba en una bolsita de cuero sujeta al cinturón y las puso sobre la mesa. Vangerdahast y Thom hicieron lo mismo. Lord Harcourt abandonó la silla para ocupar el centro del camarote. Sacudió la cabeza al ver el oro y las gemas amontonadas sobre la mesa.

—Umberlee quiere algo que valoremos, algo importante para nosotros. Debemos…

Se interrumpió al oír el estruendo de la madera al quebrarse y de las lonas desgarradas. La voz de Farl Bloodaxe sonó por encima del caos en cubierta; los reunidos en el camarote escucharon las órdenes por encima del fragor de la tempestad. Por lo que Farl le decía a la tripulación, Azoun comprendió que uno de los mástiles estaba a punto de partirse en dos.

Azoun se pasó la mano por los cabellos empapados; después sujetó la lámpara para que dejara de bambolearse e hizo una pausa para pensar en los acontecimientos. Al otro lado de la mesa, el hechicero y el hombre de Los Valles bombardeaban a preguntas al general de caballería. Algunas veces tenían que repetir la pregunta, porque los interrumpían el viento y el agua que se colaban por el vidrio roto.

Thom Reaverson, como el rey, pensaba en silencio. Se sujetaba a la pared del camarote, donde se escuchaba con toda claridad el retumbar de las olas contra el casco. Un centenar de historias de naufragios bullían en la cabeza del bardo, que las repasaba en busca de algo que pudiera servirles en la ocasión. Entonces se le ocurrió una idea, que no era parte de una historia en particular, sino que estaba relacionada con todas ellas. Se acercó al armario, lo abrió y sacó la caja de madera labrada que contenía los recados de escribir y las páginas acabadas de los anales de la cruzada.

El bardo abandonó el camarote y Azoun fue tras él; lord Harcourt, Vangerdahast y Brunthar Elventree estaban tan inmersos en la discusión que no se dieron cuenta de su marcha. El rey encontró a Thom junto a la borda dedicado a lanzar las hojas al mar. La lluvia empapaba los pergaminos y el viento los arrastraba hasta que se depositaban sobre las olas.

—¡Thom, espera! —gritó Azoun al ver que Thom, después de lanzar la última hoja, levantaba la caja por encima de la cabeza. Un relámpago iluminó el cielo y el rey vio que Thom no estaba solo. Los marineros se apiñaban contra la borda para arrojar monedas al agua.

En el segundo de oscuridad total que siguió al destello cegador, el bardo tiró la caja. Azoun llegó a la borda en el momento en que otro rayo alcanzaba a un velero cercano. La descarga abatió uno de los mástiles y las chispas incendiaron las velas. El rey advirtió entonces que la tormenta había amontonado a la flota. Las llamas alcanzaron al otro mástil y en cuestión de segundos el velero ardía de proa a popa.

El siniestro resplandor de las llamas disipó en parte la oscuridad de la noche. El mar arbolado ofrecía un espectáculo aterrador. Azoun vio unas cuantas hojas flotando entre las olas.

—¿Por qué? —le preguntó Azoun.

Thom no respondió. Mantuvo la mirada en el lugar donde suponía que la ofrenda a Umberlee había entrado en el agua. Por fin, con una voz que apenas si se escuchaba entre los ruidos de la tormenta, le dijo al rey que mirara y le señaló las olas.

Azoun miró hacia donde señalaba Thom. Soltó una exclamación mientras se sujetaba a la borda con todas sus fuerzas.

Contra el telón de fondo del velero incendiado, se levantaba una ola de doce metros de altura. Las rompientes de la ola se extendían a izquierda y derecha, y avanzaba con una lentitud antinatural hacia el
Welleran
.

—¡La diosa Umberlee! ¡La mano de la diosa! —gritó un marinero a unos pasos de Azoun—. ¡Estamos perdidos!

—¡Todo el timón a estribor! —ordenó Farl Bloodaxe a voz en cuello desde algún lugar de la cubierta—. ¡Hay que escapar!

La ola descomunal continuó avanzando inexorable hacia la carraca del rey. Al cabo de unos segundos el velero en llamas desapareció de la vista. Una ráfaga de viento empujó la lluvia contra los ojos de Azoun, que se vio obligado a protegerse la cara. Cuando volvió a mirar, la ola ahorquillada, con las rompientes que no caían, se encontraba a cuarenta y cinco metros de la nave. Por un instante aumentó la altura y después cayó con un rugido estremecedor.

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