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Authors: James Lowder

Cruzada (15 page)

BOOK: Cruzada
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La mano de la diosa

Azoun se acomodó en el sillón y relajó los músculos. Era la primera vez en veinte días que podía disfrutar de este placer.

—Un día que se va y muchos más quedan, ¿eh, Thom? —comentó el rey, con aire ausente.

El bardo estaba sentado delante de una mesa con patas de acero, muy ocupado en redactar sus notas para los anales de la cruzada. Acabó de escribir una frase antes de mirar al monarca y asentir.

—Cuando lleguemos a nuestro destino —comentó—, tendré acabado el capítulo de la organización de la cruzada.

—Confiemos en que las batallas no resulten más difíciles que la tarea de reclutar las tropas —replicó Azoun con la cabeza apoyada contra el tabique del camarote.

Thom Reaverson no respondió; era obvio que Azoun no esperaba una respuesta. Al cabo de un par de minutos, el rey se quedó dormido, acunado por el suave balanceo de la carraca cormyta que surcaba las aguas del Lago de los Dragones. El bardo escuchó por unos instantes los crujidos de la nave y las voces de los marineros atareados en la cubierta. Después volvió a su trabajo.

Thom mojó la pluma en un vaso de agua y a continuación la frotó contra una pastilla de tinta seca. Repasó el último párrafo antes de continuar con el relato de los veintiún días transcurridos entre el intento de asesinato y la partida de la nave real hacia oriente.

El tributo de leva impuesto por el rey Azoun a los nobles cormytas lo proveyó con casi diez mil soldados y el dinero para pagar a otros dos mil. Aunque nadie lo esperaba, muchos de los nobles decidieron acompañar al rey, y Azoun se encontró con una numerosa tropa de caballería para encabezar los ataques. Sin duda estos nobles comprendían la importancia de la causa.

Thom releyó la última frase y estuvo a punto de tacharla. En su papel de historiador oficial de la cruzada, no le correspondía dar opiniones. Lo pensó un poco más, y decidió dejarla. No había otro motivo para justificar la decisión de los nobles de unirse a la cruzada. Por lo tanto, razonó que la frase no era sólo su opinión, y continuó.

Sumadas a las tropas que el rey Azoun había sacado del ejército real y los voluntarios de Suzail, Cormyr había aportado a la causa un total de doce mil valientes arqueros, caballeros y soldados. Las tropas fueron organizadas en un único ejército al mando del rey Azoun IV de Cormyr, junto con los soldados reclutados en otras partes de Faerun.

Thom se desperezó; con una mano sucia de tinta, se tapó la boca para disimular un bostezo. Cerró los ojos por un momento antes de dedicarse a buscar entre los papeles dispersos sobre la mesa. Con mucho cuidado para no manchar la página con la tinta fresca que tenía delante, cogió un trozo de pergamino oculto bajo los papeles. Echó una ojeada a la lista escrita de prisa en el pergamino y la copió en los anales.

En esta batalla se unirán a los doce mil cormytas los soldados de muchas otras partes de Faerun. La siguiente es sólo una estimación aproximada de las tropas prometidas por los aliados del rey Azoun.

Sembia

dinero para 4.000 mercenarios.

Los Valles

4.000 soldados (casi todos arqueros).

Tantras

1.600 soldados.

Hillsfar

600 soldados (la mayoría de caballería).

Farallón del Cuervo

2.400 soldados.

Otras ciudades

3.400 soldados.

El bardo de cabellos oscuros le dio la vuelta al trozo de pergamino donde figuraba la relación de tropas, sumó las cifras y se apresuró a consignarla en los anales.

A estas tropas hay que añadir los dos mil enanos al mando del rey Torg, procedentes de una ciudad de las Montañas Tierra Rápida. Zhentil Keep también ha prometido mil soldados, que esperarán al ejército en el extremo norte del ramal del Este. En conjunto, los cruzados sumarán más de treinta mil hombres cuando se enfrenten a los tuiganos.

La última línea había cabido muy justo al final de la página, a pesar de que Thom escribía con una letra muy pequeña. Repasó la página acabada. No había borrones ni huellas de dedos. Sopló con suavidad la superficie del papel para secar la tinta, y dejó pasar un momento antes de añadir sus iniciales en la esquina inferior derecha. Hecho esto, el bardo cubrió la página con una hoja de papel secante y colocó las dos hojas debajo de un libro gordo y muy pesado.

Thom Reaverson recogió los papeles y guardó los recados de escribir en una caja de madera pequeña que llevaba grabado el escudo de Cormyr en la tapa. La caja y los instrumentos de escribir que guardaba eran un regalo del rey Azoun, una de las muchas recompensas dadas a Thom por aceptar la tarea de redactar las crónicas de la cruzada. El bardo se habría enfrentado gustoso a un dragón para obtener el prestigioso título de historiador de la corte, y consideraba los regalos y el oro que le había dado el rey como una muestra de la generosidad del monarca. En cualquier caso, el recado de escribir era algo especial para Thom Reaverson, porque para él simbolizaba la confianza de Azoun en su capacidad.

Después de guardar la caja y las páginas escritas en un armario, el bardo salió del camarote sin hacer ruido. Saludó a los guardias y les comunicó que el rey dormía y que no debían molestarlo. Mientras subía a la cubierta de la carraca de tres palos, Thom se cruzó con Vangerdahast, que bajaba con grandes esfuerzos la empinada escalerilla de madera. El hechicero se detuvo en cuanto vio a Thom.

—¿El rey se encuentra bien y está despierto? —preguntó Vangerdahast, con voz débil y un tanto forzada.

Thom se compadeció inmediatamente del viejo hechicero. Era evidente por el color de su rostro que Vangerdahast no estaba hecho para enfrentarse al suave vaivén del barco.

—Está bien —contestó el bardo—, pero ahora debe dormir.

—Espero que recuerde que tenemos una reunión con los generales dentro de una hora —comentó el hechicero, irritado.

—Estoy seguro de que algún criado tiene aviso de despertarlo, amo Vangerdahast —dijo Thom, sujetándose del pasamanos cuando el navío escoró con fuerza—. El descanso le sentará bien.

—Desde luego se ha mostrado infatigable durante las últimas semanas —afirmó Vangerdahast, que frunció el entrecejo ante los vaivenes. El barco cabeceó y el hechicero masculló una maldición—. Voy a acostarme un rato, Thom. Si no me presento a la reunión, envía a alguien a buscarme.

El bardo retrocedió para dejar espacio a Vangerdahast. Aunque el
Welleran
era uno de los navíos más grandes del Mar Interior, los camarotes y los pasillos no disponían de mucho espacio. Thom esperó a que el hechicero cerrara la puerta de su camarote para subir la escalerilla que llevaba a cubierta. Al salir al aire libre se encontró con una magnífica puesta de sol.

Algunos tripulantes cenaban dispersos por la cubierta. La cena consistía en un estofado aguachento y cerveza negra tibia. A su alrededor, otros marineros se ocupaban de sus faenas; aseguraban las velas y trepaban por los aparejos hasta las cofas de vigía. Thom se acomodó junto a la barandilla de babor para no entorpecer el paso.

Muy lejos hacia el norte se encontraba la costa de Cormyr, o quizá ya navegaban a la altura de Sembia. Docenas de naves surcaban las aguas a popa. La mayoría eran carracas de tres palos pertenecientes a la armada real. Con los grandes castillos de proa y popa, los tres mástiles y las banderas multicolores que identificaban a la nave y el puerto de origen, las carracas eran las mejores y más veloces naves de la flota cruzada. Los demás bajeles pertenecían a los mercaderes y a los mercenarios. Desde luego, ésta era sólo una pequeña parte de la inmensa flota que navegaba hacia el este. Hacía varios días que zarpaban naves de los puertos de Cormyr con rumbo a la ciudad libre de Telflamm, donde se reunirían los ejércitos.

No era de extrañar que Azoun estuviera exhausto, pensó Thom. Había preparado todo esto en cuestión de meses. Ni siquiera aquel maldito atentado en el jardín real había conseguido hacer mella en la dedicación del rey a esta empresa.

Thom no sabía que la visita secreta a La rata negra había disipado las dudas de Azoun sobre la cruzada, incluso las planteadas por el intento de asesinato. En los días siguientes a la visita secreta a la taberna y a la reunión con el enviado zhentarim, Azoun había acometido la planificación de la cruzada contra los tuiganos con más vigor y entusiasmo que nunca. Se habían organizado las líneas de abastecimiento, concentrado los ejércitos y enviado los últimos mensajes al rey Torg y a las brujas de Rashemen. Incluso había nombrado a un juez imparcial para que presidiera el juicio contra el trampero.

Tanta dedicación había dado sus frutos, y Thom los veía reflejados en la moral de los tripulantes, en el vigor de las tropas y la velocidad de las naves de abastecimiento que cruzaban el Lago de los Dragones. El bardo contempló las maniobras de un velero de un solo palo, el
Sarnath
, que primero se puso a la par del
Welleran
, para después dejarlo atrás, y mientras miraba dejó volar los pensamientos hacia las batallas que les aguardaban. Durante la hora siguiente pensó en cuál sería su parte en el conflicto. Una mano fuerte y callosa le tocó el hombro para sacarlo de su ensimismamiento.

—Es la hora de la reunión, maestro bardo —dijo una voz profunda y serena.

Thom se volvió. El interlocutor era el general Farl Bloodaxe, comandante de la infantería. El bardo conocía muy bien al soldado, porque se trataba de un invitado habitual en el palacio de Azoun. El general había adoptado una pose que resaltaba su aspecto de aventurero, con una mano apoyada en la cadera mientras que con la otra se sujetaba a un aparejo por encima de la cabeza. Los últimos rayos del sol resaltaban las sombras en la piel oscura y se reflejaban en los ojos verdes. El viento agitaba la camisa blanca holgada que vestía el general. Esta prenda, unida a las botas con hebillas de plata y los pantalones de color ante, lo hacían parecer más un pirata que un comandante de infantería. Thom sabía que no era ésta precisamente la imagen que quería transmitir el general, porque era bien conocido por su apoyo a la ley y el orden.

—Gracias por recordármelo, general —manifestó el bardo con una sonrisa sincera—. Es muy fácil olvidar el paso del tiempo cuando no se hace otra cosa que contemplar el mar, sobre todo de noche.

—Navegué mucho en mis años mozos —dijo el general soltando el aparejo para apoyarse en la barandilla. Miró las estrellas que comenzaban a verse en el cielo nocturno—. Es lo que más añoro de mis días de viajero por el mundo.

—Es una lástima que Vangerdahast no comparta vuestro entusiasmo por la navegación —señaló el bardo—. Lo vi antes de subir a cubierta, y parecía bastante enfermo.

—Es hora de irnos, Thom. —Farl miró por unos instantes el agua oscura hendida por la nave—. Ya debe de haber comenzado la reunión.

Farl Bloodaxe tenía razón. Azoun desplegaba un mapa y hablaba de la reorganización de las tropas que tendría lugar en cuanto estuvieran todas en Telflamm, cuando el general y Thom entraron en el camarote del rey en el castillo de popa. Vangerdahast, todavía un poco pálido, estaba junto a una de las ventanas abiertas, para aprovechar el aire fresco. A cada lado de la mesa se hallaban los otros dos generales de la cruzada, muy atentos a las palabras del monarca cormyta.

—En cuanto acabe la revista de la flota en Telflamm, navegaré hacia el norte a lo largo de la costa para entregar las provisiones al rey Torg y reunirme con las tropas de Zhentil Keep. —Azoun se interrumpió al advertir la presencia de Thom y Farl.

—Mis disculpas, Azoun —dijo Farl, con un tono sincero.

—Sí, mi señor —añadió Thom—. Soy el culpable del retardo. Estaba repasando las estrofas de una canción de cubierta cuando el general me recordó que la reunión ya había comenzado.

—Es típico de un bardo olvidar una reunión importante por culpa de una canción —comentó uno de los generales con voz áspera—. Considero que no sirve de nada llevarlos en una campaña. Incluso pueden llegar a ser un estorbo. Recuerdo que…

—Por favor, lord Harcourt —se apresuró a decir Azoun, para evitar que el general de caballería se embarcara en otra de sus interminables historias guerreras—. Maese Reaverson está aquí como historiador de la corte, no para entretenernos con sus canciones. Yo en vuestro lugar no lo insultaría.

Lord Harcourt, un tanto sorprendido por el reproche, se atusó el canoso bigote y murmuró una disculpa. Se acomodó la cota, incómodo al ver la mirada del rey. Azoun se preguntó si el general de caballería se quitaba alguna vez la cota de malla, porque era el único de los asistentes que vestía armadura.

—Si no aparecerás descrito como un tonto en las crónicas —señaló Farl con una carcajada—. La infamia eterna es un precio muy alto por un insulto sin importancia.

Aunque Thom y Azoun sabían que el comentario del general de infantería sólo era una broma, ambos fruncieron el entrecejo, cada uno por razones diferentes. Azoun recordó la crítica despiadada de la figura de Salember en la historia de la familia. Thom, por su parte, se sintió un tanto ofendido porque alguien pudiera sugerir que utilizaría la posición de historiador de la corte para dirimir rencores personales. El tercer general carraspeó con fuerza.

—Decía su majestad que os reuniréis con el rey de los enanos y las tropas zhentarim en el Gran Valle. —El general pelirrojo disimuló la impaciencia lo mejor que pudo. En cambio, todos captaron el odio en la voz cuando mencionó a los soldados de Zhentil Keep.

—Sí, general Elventree —replicó Azoun con frialdad—. Gracias por recordarnos nuestras obligaciones.

Lord Harcourt y Vangerdahast miraron con gesto agrio a Brunthar Elventree. A ninguno de los dos le caía bien el general al mando de los arqueros de la cruzada. El soldado pelirrojo era un hombre de Los Valles —un líder militar del Valle de la Batalla, para ser precisos— y se le había asignado este cargo en el ejército de Azoun sólo como una concesión a lord Mourngrym y los otros señores de Los Valles. El rey había acabado por reconocer, a pesar de las dudas iniciales, las ventajas de tener a un hombre de Los Valles al mando de los arqueros. El nombramiento de Elventree complacía a los señores de Los Valles, y Azoun había confiado en que daría más unidad al ejército.

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