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Authors: James Lowder

Cruzada (32 page)

BOOK: Cruzada
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Kiri le contó a Jan las noticias con una voz lo bastante alta como para que los demás la escucharan, aunque eran muchos los que se conformaban con mirarla porque no había muchas mujeres soldados. Los comentarios se extendieron por la zona.

—Tuvo que abrirse paso luchando contra los tuiganos —afirmó Kiri, que dirigió sus palabras a cualquiera que quisiera escucharlas. Hizo una pausa y se cruzó de brazos como desafiando a que la contradijeran.

—Sí —dijo el viejo arquero—. Es una suerte que Vangerdahast estuviera con el rey. Sin duda habrá lanzado unas cuantas bolas de fuego, o quizás un par de rayos para sacarlos del atolladero. —Un coro de voces manifestó su asentimiento, y otros sugirieron los hechizos que el mago probablemente había empleado durante la batalla.

—¿Quién te lo ha contado, Kiri? —le preguntó Jan, que la cogió con las dos manos para obligarla a volverse hacia él, un gesto que a la muchacha no le gustó nada.

—Un jinete de la escolta del rey que acababa de llegar —contestó Kiri, sin disimular el enfado. Se apartó del flechero—. Él se lo dijo a uno de los centinelas.

—Algo así como aquel centinela con el que hablé después de la ejecución de Mal, ¿no? —replicó Jan.

Kiri frunció el entrecejo, y en su rostro apareció una expresión dolida. Recordaba el episodio, pues Jan se lo había contado al menos una docena de veces.

Azoun había ordenado que todas las tropas presenciaran la ejecución de Mal el día que abandonaban Telflamm. Jan se encontraba con un grupo de soldados, contemplando el cadáver de su amigo colgado en el patíbulo, cuando un hombre de Los Valles encargado de mantener el orden entre la muchedumbre había iniciado una conversación con ellos. El soldado les había ofrecido una versión exagerada de la pelea ocurrida en La lanza rota. Concluyó el relato con un detalle que a Jan le puso la piel de gallina.

—Y, según me contó un amigo, el cormyta tenía un cómplice, un asesino llamado Jan —había afirmado—. Dicen que su espada es tan afilada como una navaja, que corta las cabezas de sus víctimas de un solo tajo.

Asombrado, el flechero se había limitado a asentir para después despedirse de inmediato. Jan le había repetido la historia a Kiri muchas veces y nunca olvidaba señalar la desconfianza que le merecían los rumores. Ahora Kiri recordó un tanto avergonzada los comentarios de su amigo.

—Sólo repetía lo que me contaron —dijo, compungida.

Arrepentido por la dureza mostrada con la muchacha, Jan apoyó el brazo sobre los hombros de Kiri y le pidió disculpas. Las nuevas sobre la batalla de Azoun corrieron de boca en boca, pero Jan y Kiri se ocuparon de otros temas. No pasó mucho tiempo antes de que un soldado con cota de malla y la insignia de Archendale en la sobreveste blanca apareciera corriendo.

—¡Ya viene el rey! —gritó—. ¡Por el Camino Dorado! —Se volvió para ir a otra sección a divulgar la noticia, con la frente empapada de sudor.

Los artesanos abandonaron las herramientas y se encaminaron sin más tardanza hacia la ancha carretera que cruzaba el campamento. Miles de soldados y refugiados ya ocupaban los costados de la carretera a lo largo de casi dos kilómetros hacia el este. Jan y Kiri se conformaron con quedarse alejados de la muchedumbre, aunque sabían que desde allí no alcanzarían a ver al monarca.

Mientras esperaban, Jan escuchó parte de los relatos sobre la fuga del rey, que circulaban entre los reunidos. Las conjeturas de sus compañeros sobre los hechizos empleados por Vangerdahast para defender al monarca se mencionaban ahora como hechos. En más de una ocasión, el flechero tuvo ganas de corregir una falsedad, pero se contuvo.

Muy pronto se escucharon vítores por el este, y otra oleada de rumores corrió entre la multitud. Al parecer, Vangerdahast estaba herido. Otros afirmaron que había muerto. En cualquier caso, el hechicero no se movía. Los aplausos por la heroica fuga de Azoun del campamento enemigo se confundían con las condenas al salvajismo de los bárbaros. Cuando por fin el estandarte del rey pasó por delante del lugar donde se encontraban Jan y Kiri, el ejército de la Alianza se había convertido en una masa que juraba por Tempus, el dios de la batalla, luchar junto a Azoun hasta el último hombre.

Desde la montura, el rey cormyta miraba al ejército de la Alianza dominado por el asombro. Las tropas de Suzail estaban codo a codo con los mercenarios sembianos. Los hombres de Los Valles esgrimían las espadas y vociferaban contra los bárbaros a coro con la milicia de Farallón del Cuervo y los Plumas Rojas de Hillsfar. Azoun incluso vio entre la muchedumbre a algunos de los orcos de Vrakk, que gritaban y aplaudían con los humanos.

La guardia del rey se desplegó a medida que la comitiva entraba en el campamento, y Azoun pasó entre la muchedumbre en dirección al pabellón real. Thom lo siguió lo más cerca posible, ocupado con el caballo donde transportaban a Vangerdahast, todavía inconsciente. Los tres generales los esperaban en la entrada de la tienda. Brunthar Elventree, comandante de los arqueros, mostraba una sonrisa de oreja a oreja aun antes de que el monarca le palmeara el hombro.

—Esto es increíble —comentó Azoun al hombre de Los Valles, observando a la multitud que lo aclamaba—. ¿Qué ha convertido a un montón de soldados en un ejército tan sólo en un día?

El rey miró al comandante de la caballería, lord Harcourt. El viejo noble cormyta, quien, a pesar del calor, vestía la pesada cota de malla, encogió los hombros como única respuesta y continuó atusándose el mostacho blanco.

Farl Bloodaxe y Thom Reaverson aparecieron cargados con Vangerdahast. El hechicero deliraba, todavía inconsciente. La sonrisa del rey dio paso a una expresión preocupada.

—Está mejor —señaló Thom en cuanto acostaron a Vangerdahast—, pero hay que llamar a un sanador.

—Eso ya está hecho —repuso Azoun, que se había arrodillado por unos instantes junto a su amigo—. ¿Puedes quedarte con él hasta que llegue el sacerdote? —El bardo asintió, y el rey salió de la tienda en compañía del general Bloodaxe.

Una vez en el exterior, Azoun invitó a los generales a sentarse alrededor de una hoguera, y sin perder ni un segundo les explicó todo lo ocurrido en el campamento tuigano. Los gritos de las tropas habían disminuido, pero todavía se escuchaba a los soldados que daban vivas por el rey y maldecían a los bárbaros.

—¿Podéis explicarme qué ha conseguido unir a los hombres de forma tan repentina? —le preguntó a Farl.

—Los rumores —respondió el general negro con una expresión dura. Se arregló la manga de la camisa blanca—. Circulan unas historias increíbles. Relatos de lo más variados sobre la emboscada que os tendió el Khahan y sobre cómo conseguisteis escapar.

Lord Harcourt carraspeó con fuerza, como hacía siempre antes de hablar, y añadió para mayor información del monarca:

—Cuentan las cosas más descabelladas sobre los tuiganos. —Se retorció una punta del mostacho y frunció el entrecejo—. Unos dicen que sacrifican a los recién nacidos y otros que hacen cosas horribles a las mujeres que capturan. Todo muy desagradable. Incluso los nobles se dedican al cotilleo.

La expresión de Azoun mostraba a las claras la poca gracia que le hacía todo este asunto, y Brunthar Elventree consideró oportuno ofrecerle un consuelo.

—La fuente no tiene importancia siempre que el resultado sea el correcto —comentó con un tono alegre. El calor del fuego le había enrojecido la cara, que ahora tenía el mismo color de su pelo.

—Claro que la fuente importa —afirmó Azoun, tajante—. ¡Es todo mentira! Los tuiganos no son monstruos, ni yo tuve que abrirme paso luchando.

Unos cuantos guardias cercanos miraron al rey, y lord Harcourt carraspeó una vez más.

—Su alteza —dijo con un leve titubeo—, quizá podríais no hablar tan fuerte.

—¿Por qué? —preguntaron Azoun y Farl al mismo tiempo.

—Porque otra afirmación como la que habéis hecho podría destrozar el espíritu que en estos momentos anima al ejército —señaló Brunthar Elventree. Removió el fuego, y un surtidor de chispas se elevó en el aire—. Si ahora desmoralizáis a los hombres, más os valdría matarlos vos mismo.

Farl guardó silencio, pero lord Harcourt asintió a las palabras del hombre de Los Valles. Azoun se volvió de espaldas al fuego mientras pensaba. Comenzó a pasearse de arriba abajo y, después de unas cuantas ideas y venidas, se volvió hacia los generales.

—Hoy no me enfrenté ni a un solo tuigano, así que las historias de heroísmo que cuentan los soldados son mentira —declaró con un tono que no admitía discusión—. ¿Cómo podéis pensar que eso los une?

—Ahora lucharán unidos, majestad —afirmó Brunthar Elventree—. Y, si luchan como una fuerza unificada, quizá no tengan que morir.

—¿Harcourt? —preguntó el rey después de una pausa.

—Estoy de acuerdo con el general Elventree. Es lamentable dejar que la mentira se propague así, pero, si los tuiganos piensan atacar mañana, creo que será mejor para todos. Si esas historias elevan la moral de las tropas, bienvenidas sean.

—Haré lo que su majestad ordene —afirmó Farl Bloodaxe sin esperar a que el rey se lo preguntara—. Nos conocemos desde hace mucho, así que me permitiré el atrevimiento de ser sincero. Creo que esto es un error muy grave. Si no decimos la verdad, los rumores irán en aumento.

—Si mis arqueros sobreviven a la batalla —intervino Elventree—, no les importará saber si los rumores eran falsos o no, siempre que consigamos la victoria. Si perdemos —el hombre de Los Valles encogió los hombros y volvió a remover los leños de la hoguera—, no quedará nadie para discutir el tema.

El primer impulso de Azoun fue darle un puñetazo al general por la insolencia, pero enseguida comprendió que el impulso era más una reacción a sus propias dudas que no a lo que el general Elventree hubiese dicho o hecho. Evaluó las dos opciones: dejar que circulara toda clase de rumores y unir al ejército, o decir la verdad a las tropas y desmoralizarlas a las puertas de la primera gran batalla. Aunque el corazón le indicaba lo contrario, se decidió por la primera.

—Dejemos que los hombres crean lo que quieran —declaró con la mirada puesta en Farl Bloodaxe—. Pero quiero que tengáis a las tropas preparadas para el combate a primera hora de la mañana.

Lord Harcourt y Brunthar Elventree saludaron al rey con una reverencia y se marcharon. Sólo Farl se demoró. Por un instante contempló al rey desde el otro lado de la hoguera.

—Sabéis que esto es un error, Azoun. —Bajó la mirada y empujó una piedra con la punta del pie.

—No tengo otra elección, Farl. Si estuvieseis en mi posición, lo comprenderíais.

—No, lo que está mal está mal, y…

—Adelante —lo animó el rey—. Nos conocemos de toda la vida. Podéis ser sincero conmigo.

—Tengo miedo de que paguéis por esto. Tarde o temprano, el no haber puesto coto a los rumores os pesará en la conciencia.

—Quizá —asintió Azoun, con una sonrisa triste—. Quizá. —Se sentó en una roca cerca del fuego—. Pero esto es una guerra, y mi responsabilidad está con las tropas. No me puedo guiar sólo por mis creencias.

Farl se despidió con una reverencia, pero no había dado más que unos pasos cuando se detuvo.

—Los solados están aquí por vuestras creencias, y los verdaderos cruzados darán la vida por la causa que vos defendéis pero nunca por una mentira.

El general se marchó, y Azoun se quedó a solas con sus pensamientos. Contempló el fuego durante una hora, preguntándose si era contra aquello que Vangerdahast le había advertido en Suzail. Si era así, se dijo el rey mientras se levantaba para ir a ver al viejo hechicero, entonces tenía razón: no estaba preparado para la guerra.

13
Festín de cuervos

Aquella noche las nubes desaparecieron del cielo, como si no quisieran ser testigos de la inminente batalla. La mañana siguiente a la visita de Azoun al campamento tuigano amaneció clara pero mucho más fría que el día anterior. El rey, tan inquieto como las nubes, se levantó muy temprano, cuando comenzaba a clarear por el este. Su primer acto fue rezar una breve oración a Lathander, señor de la mañana; dios de la renovación.

—Si el dios Tempus no cree oportuno reforzar nuestros brazos en la batalla de hoy —concluyó Azoun—, entonces nuestro sacrificio será para ti, Lathander, y lidera el comienzo de un Faerun unido, capaz de aplastar a los tuiganos.

Concluida la oración, el rey se colocó las prendas sobre las que iría la armadura y fue a ver cómo estaba Vangerdahast. El puñado de guardias apostados delante del pabellón real se pusieron en posición de firmes para saludar al rey. Los centinelas parecían haber pasado toda la noche en esa posición, pero el rey no pasó por alto el pellejo de vino vacío ni las marcas en el suelo junto a la hoguera donde habían dormido.

—Han regresado otros tres exploradores, majestad —le comunicó uno de los centinelas—. Informaron que los tuiganos avanzan hacia nosotros, pero que todavía están a muchos kilómetros de distancia.

—Es lo que esperábamos —dijo el rey—. Enviad a buscar a los generales Elventree y Bloodaxe, y a lord Harcourt. Que se presenten de inmediato. —Miró hacia la tienda de Vangerdahast—. Informadles de la noticia en cuanto lleguen.

Sin esperar respuesta, Azoun se encaminó hacia la tienda de su consejero y amigo. Los soldados cormytas hacían reverencias al paso del monarca, pero los demás se limitaron a saludarlo. Aunque pensaba en otra cosa, Azoun adoptó una expresión alegre y respondió a los saludos con entusiasmo. Sabía que, ahora más que nunca, debía mostrarse lleno de confianza.

A pesar del efecto positivo causado por los rumores sobre el regreso del rey, el miedo flotaba sobre el campamento de la Alianza. En los ojos de la mayoría de los soldados se veía una mirada distante, y los hombres y mujeres parecían distraídos mientras se apresuraban en los preparativos para enfrentarse al enemigo. Los sonidos de su trabajo —las hachas cortando madera para las barricadas de última hora, el chirrido de las piedras de amolar contra las espadas y picas, los relinchos nerviosos de los caballos— se extendían por el campamento y aumentaban la inquietud de todos.

Gran parte de la tropa intentaba aliviar la tensión ocupándose de sus armas y avíos. Los arqueros tensaban una y otra vez los arcos, contaban las flechas, y afilaban las puntas. Los nobles al mando de lord Harcourt pulían las armaduras, como si el brillo del metal pudiera salvarlos de las flechas tuiganas. Otros nobles atendían a sus cabalgaduras y comprobaban que la montura y el blindaje estuvieran bien asegurados o que los caballos hubieran sido alimentados de acuerdo con la tradición militar. Los infantes repasaban las armas y las corazas, mientras que otros se ocupaban de desmontar el campamento, apagar las hogueras y cargar los enseres en las carretas. Ninguno admitía que desmontaban el campamento en previsión de una retirada, pero todos sabían por qué las tiendas desaparecían poco a poco del panorama.

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