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Authors: James Lowder

Cruzada (28 page)

BOOK: Cruzada
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—Lamento interrumpir tu trabajo, Vangy. No me di cuenta de lo ocupado que estabas con la lista de hechizos. Espero que tengas más éxito que yo.

—Así lo espero —murmuró el hechicero, frotándose los ojos enrojecidos. Acomodó los papeles que tenía dispersos junto a los pies y recogió el rollo de pergamino. Se llevó la mano a la barriga con un gemido—. No es un trabajo fácil —comentó—. Cada uno de los magos del ejército tiene su propio repertorio. Si queremos que las compañías de magos sirvan para algo, necesito saber cuál es el potencial, qué encantamientos puedo esperar de cada uno de ellos. —Miró a Thom, que seguía absorto en la lista de vocabulario—. ¿Y tú qué, bardo? ¿La lengua tuigana te resulta más legible que a nuestro rey?

—No es tan complicada —respondió con un tono amable. Se acomodó la trenza de cabello negro sobre el hombro, y miró al rey, que lo observaba con atención—. Claro que yo ya conocía algunos rudimentos.

—Por si lo has olvidado, te recuerdo que esto es de Thom —le dijo el rey a Vangerdahast, al tiempo que señalaba un libro delgado y muy manoseado que había sobre la mesa—. Lo ha leído… ¿cuántas veces?

—Cuatro —contestó el bardo.

—Cuatro veces —repitió Azoun. Levantó cuatro dedos y se los mostró a Vangerdahast—. No es de extrañar que le resulte más sencillo aprenderlo. —El rey cogió el libro y lo abrió en una página al azar—. ¿Lord Rayburton comenta alguna cosa sobre los tuiganos, o sólo se limita al idioma?

—Los comentarios que hace sobre las vestimentas y el idioma es lo único importante. Por eso que no me preocupé de traeros el libro antes, mi señor. La mayor parte son opiniones sobre la «barbarie» de los tuiganos.

—¿Acaso Rayburton los presenta aún más bárbaros que las descripciones ofrecidas por el representante de Rashemen en la asamblea?

—Sí, pero lo que me hace dudar de su juicio es que también describe a los shous como salvajes, y eso no es cierto. —El bardo recuperó el libro y buscó una ilustración determinada—. Sin embargo, lord Rayburton era un aventurero, uno de los primeros hombres que llegaron a Shou Lung sin ayuda de la magia. —Continuó pasando páginas—. Hay algunas canciones maravillosas que narran sus gestas. Algún día os cantaré una.

—El tuigano —le recordó Vangerdahast, en el momento en que Thom encontraba la ilustración.

—Antes de Yamun Khahan, los jinetes de la estepa no eran más que un montón de tribus nómadas mucho menos organizadas que ahora. No obstante, por lo que he escuchado decir, la cultura básica no ha avanzado mucho desde el viaje de Rayburton.

El dibujo provocó la exclamación de asombro del monarca. La ilustración mostraba a un guerrero desollando a un enemigo vivo. A la derecha, otro soldado sangraba a su caballo para beberse la sangre. Una hilera de lanzas con las cabezas de los enemigos derrotados servía de fondo a la terrible escena. El rey le pasó el libro al consejero, que encogió los hombros.

—Confiemos, por el bien de nuestros emisarios, en que Fonjara Galth y Rayburton exageraran la crueldad de los tuiganos —comentó Vangerdahast al tiempo que se levantaba para desperezarse.

La lluvia continuó golpeando la lona del pabellón con un ritmo adormecedor, que sólo interrumpían las rachas de viento y los ruidos del campamento de la Alianza. Azoun se preguntó si los emisarios estaban condenados a una muerte segura. Esto le causó un profundo pesar, aunque era consciente de que él y la tropa cruzada se encontraban en una situación muy peligrosa.

Tres días atrás, el rey y el ejército de la Alianza habían encontrado un lugar adecuado para instalar el campamento en el Camino Dorado —nombre que recibía esta carretera comercial muy transitada—. Los hombres estaban exhaustos después de la larga y laboriosa marcha desde Telflamm, y Azoun los había dejado descansar durante un día antes de comenzar las maniobras. Los soldados veteranos y los mercenarios no necesitaban que les enseñaran a marchar o a manejar las armas, pero los oficiales tenían que formar las compañías y enseñarles los códigos de señales que se utilizarían en las batallas.

La tranquilidad de las tropas desde la llegada al campamento se había visto alterada por las noticias que llegaban de oriente. El aluvión de refugiados de Thesk que escapaba por el Camino Dorado era incesante. Los campesinos, agotados y hambrientos, y los comerciantes relataban las historias más diversas. Algunos decían que los bárbaros libraban una gran batalla muy lejos hacia el este. Otros espiaban inquietos por encima de los hombros y afirmaban que los tuiganos se encontraban a un día de marcha. Los soldados del ejército de Thesk también huían. Algunos se unieron a las tropas de Azoun, pero la mayoría continuó la marcha en busca de la seguridad de las ciudades amuralladas como Telflamm.

Al segundo día, Azoun se enteró por fin de la posición verdadera de la horda tuigana. Una pareja de exploradores, Plumas Rojas de la ciudad de Hillsfar, se presentó en el pabellón real para dar su informe. Habían visto a las avanzadillas tuiganas por el este, a cincuenta kilómetros de la actual posición de la Alianza. El monarca llamó inmediatamente a Alusair, y ésta le comunicó que los enanos tardarían dos días más en llegar. El rey envió un par de emisarios —un capitán cormyta para evaluar las fuerzas enemigas y un soldado de Thesk que hablaba tuigano— a reunirse con los bárbaros.

Ahora, un día después, Azoun esperaba las noticias de los emisarios y rogaba que los tuiganos se demoraran lo suficiente para permitir que los enanos de Torg se reunieran con las tropas de la Alianza.

El toque de corneta que avisaba del regreso de los exploradores puso fin a la reunión en la tienda real. Vangerdahast guardó la lista de hechizos en una bolsa de cuero y se la echó al hombro.

—No debe de faltar mucho para la hora de la cena —dijo, fatigado—. Voy a mi tienda para acabar algunas notas antes de ir a cenar. —Vangerdahast miró al bardo—. Encárgate de que siga con las lecciones de tuigano. Sé por experiencia que es un haragán a la hora de estudiar.

Thom rió de buena gana porque era obvio que la recomendación sólo era una broma. Azoun tenía fama de gran erudito, y la propia presencia del bardo en la corte, junto a numerosos escultores, músicos y otros artistas, daban fe del amor del rey por las artes.

Con los ojos entrecerrados para protegerlos de la lluvia, el mago salió del pabellón y se encaminó a través del campo enfangado hacia su alojamiento. Se cruzó con Brunthar Elventree, el comandante de los arqueros, que marchaba a paso rápido y con la cabeza gacha en busca de refugio.

—¿Algún problema con los orcos? —le preguntó Vangerdahast.

El hombre de Los Valles, calado hasta los huesos, se detuvo. Saludó al hechicero real con un gesto al tiempo que apartaba el cabello rojo de los ojos.

—Salud, Vangerdahast. Iba con…

—Olvida los saludos —lo interrumpió con voz fría—. Sólo responde a mi pregunta antes de que nos ahoguemos. —El hombre de Los Valles se mostraba más respetuoso con Azoun desde el inicio de la marcha a través de Thesk, pero Vangerdahast aún lo tenía por un patán.

—No, no, ningún problema con los orcos después de lo de anoche. —Brunthar sacudió la cabeza salpicando agua por todas partes—. Hemos…

—Bien, gracias —volvió a interrumpirlo Vangerdahast. Despidió al general con un gesto y continuó su camino hacia la tienda. Mientras caminaba agradeció en silencio a los dioses por los pequeños favores.

Tal como Azoun y Vangerdahast habían previsto, las tropas humanas habían mostrado el mismo rechazo ante los orcos que los soldados enanos. El soldado cormyta que habían ahorcado ante las murallas de Telflamm por asesinar a un camarada cruzado había sido una advertencia adecuada contra la violencia para la mayoría de las tropas. Aunque los orcos eran objeto de insultos, e incluso de bromas pesadas bastante peligrosas, nadie se había atrevido a provocar una pelea con ellos hasta la noche anterior. La pelea a puñetazos sólo había sido una más entre la media docena registradas. Los rumores sobre la proximidad de los tuiganos y la demora de las tropas enanas hacían que los nervios estuvieran a flor de piel. Pero, si bien la mayoría de las peleas se habían resuelto sin problemas, en la que habían protagonizado los orcos se habían desenvainado las espadas. Sólo la intervención de Azoun había evitado el derramamiento de sangre.

—Tendríamos que haber dejado que se mataran entre ellos y regresar a casa antes de que aparezcan los bárbaros —murmuró Vangerdahast al llegar a la tienda. El centinela, calado hasta los huesos, lo saludó, y el hechicero le respondió con un ademán mientras entraba.

La tienda estaba a oscuras y olía a moho. Vangerdahast recordó el hechizo que le permitiría disponer de luz y calor, pero desistió de utilizarlo. Los tuiganos podían atacar en cualquier momento, y cualquier hechizo, por sencillo que fuera, podía resultar útil. Sin dejar de rezongar, el hechicero depositó la bolsa sobre el catre y cogió la yesca y el pedernal. Después de encender el candil colgado del soporte central de la tienda, se quitó las ropas mojadas.

La pobre luz del candil alumbró en el interior de la tienda donde se amontonaban una gran cantidad de libros, pergaminos y otros objetos mucho más curiosos. Un erizo vivo dormía en un frasco de vidrio, apoyado contra una caja de escamas de dragón de diversos colores. Había varias hileras de frasquitos con aceites y líquidos, cada uno con su correspondiente etiqueta. Morteros y retortas descansaban en una esquina junto a una estantería con libros de magia. Sólo el orden permitía tener tantas cosas en un espacio tan pequeño.

Ésta era la costumbre de Vangerdahast, pues odiaba el amontonamiento y el desorden. «Un cuarto desordenado es señal de una mente descuidada», decía. «Y no se puede confiar en la gente descuidada.» Este juicio lo aplicaba también al famoso mago de Valle de las Sombras, Elminster. Vangerdahast había visitado la casa del viejo hechicero en numerosas ocasiones, y siempre lo había asombrado ver el caos que reinaba en la casa, aunque Elminster afirmaba que sabía dónde estaba cada cosa.

Vangerdahast no sólo no creía que el sabio de Valle de las Sombras supiera dónde estaba cada cosa, sino que dudaba que supiera qué cosas tenía amontonadas en la torre. El hechicero real echó una ojeada a sus cosas, pensó en Elminster y volvió a maldecir. «Ojalá estuvieras en mi lugar, aquí en este país alejado de las manos de los dioses», musitó en el dialecto preferido de Elminster. Vangerdahast acostumbraba hablar en voz alta cuando estaba solo. Era un hábito adquirido a lo largo de los sesenta años de estudios de hechicería, realizados casi siempre a solas.

Esta costumbre no era el reflejo de una mente en proceso de deterioro. Por ser un hombre de casi ochenta años, Vangerdahast se mantenía en buena forma, tanto física como mental. El uso de vez en cuando de un hechizo mejoraba su salud y le daba un par de años de vida, pero en general el hechicero gozaba de una salud que ya querrían para sí muchos hombres con la mitad de su edad. El exceso de peso era un problema, pero la panza era más el resultado de la falta de ejercicio que de los excesos en la mesa.

Vangerdahast suspiró, resignado con su suerte. Plegó la túnica y la puso a secar colgada del respaldo de una silla. Después sacó de la bolsa las listas de los hechizos conocidos por los magos del ejército. Guardó los papeles en una pequeña caja de acero, protegida por un encantamiento contra cualquiera que intentara abrirla o moverla, y a continuación se puso una túnica seca que sacó de un baúl. Por un momento consideró ponerse en contacto con Fonjara Galth, la representante de Rashemen, pero desistió. Aquel país estaba casi a quinientos kilómetros al este, muy a la retaguardia de la horda tuigana. Sería malgastar el polvo especial que la bruja le había dado para comunicarse con ella si lo empleaba para recoger información inútil para la actual situación de la Alianza.

—¡Tengo una carta pendiente! —dijo Vangerdahast con una voz tan alta que resonó en la tienda y lo sobresaltó. Sonrió avergonzado mientras se acercaba a la mesa pequeña colocada junto al catre. Abrió la caja con el recado de escribir, preparó la tinta, cogió un pergamino limpio y comenzó a escribir.

A la reina Filfaeril de Cormyr: Estamos acampados en Thesk, a medio camino entre la ciudad libre de Telflamm y la ciudad theskana de Tammar. Las avanzadillas han visto al enemigo. Hemos enviado emisarios al campamento tuigano y ahora esperamos su regreso.

Vangerdahast se distrajo al oír un toque de corneta: un explorador que regresaba al campamento. Frunció el entrecejo y prosiguió con la redacción de la misiva.

El ejército está nervioso, pero la moral es buena. Los orcos que mencioné en la última carta no han causado problemas con las tropas, aunque no son bienvenidos. Se mantienen aparte en un extremo del campamento principal, y son muchos los que todavía no los han visto. Esperamos la llegada del rey Torg con los enanos.

El hechicero hizo una pausa para pensar con cuidado el contenido del siguiente párrafo.

La princesa estaba mucho más animada la última vez que hablamos con ella. No estoy muy seguro de la razón, pero pienso que ha ocurrido algo durante la marcha que le ha hecho cambiar su concepto del Señor de Hierro. Esto es algo que a Azoun y a mí nos alegra.

Vangerdahast releyó lo que había escrito; a continuación cogió pellizcos de arena fina y los esparció sobre el pergamino para secar la tinta. Esperó unos momentos antes de escribir otros dos párrafos.

El rey espera con ansia el conflicto con el Khahan. La visión de los refugiados, como era de suponer, no sólo lo acongoja y enfurece, sino que le da nuevos ánimos. Son muchos los hombres que ahora comparten su causa, aunque todavía queda por delante la tarea de convertir en un ejército a esta masa de mercenarios y campesinos.

Azoun me ha sorprendido en más de una ocasión desde que emprendimos la cruzada, y también sorprendió a la princesa en el campamento de los enanos. Ruego a Tempus, dios de la Guerra, que todavía nos reserve unas cuantas sorpresas más.

El hechicero firmó la carta y una vez más esparció arena sobre el pergamino. Después enrolló la carta y la metió en un tubo de metal blanco.

—¡Guardia! —gritó. No recibió ninguna respuesta. «Sin duda», pensó divertido, «el muchacho cree que hablo solo.» Tuvo que repetir la llamada dos veces para conseguir que apareciera el centinela—. Lleva esto al rey, y pregúntale si tiene algún mensaje para Suzail. Si no es así tráelo de nuevo para sellarlo. —Vangerdahast le entregó el tubo al centinela y lo despachó.

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