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Authors: James Lowder

Cruzada (13 page)

BOOK: Cruzada
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Y respuestas sinceras era lo que Azoun deseaba más que nada en los días posteriores al intento de asesinato. Desde luego, a Vangerdahast le había parecido normal que uno de los súbditos hubiera atentado contra la vida del monarca, impulsado por el descontento con la cruzada que proponía. En cambio, para Azoun todo el tema era mucho más preocupante.

El rey cormyta nunca había dudado que su deber era reunir a las fuerzas occidentales alrededor de su estandarte para detener a Yamun Khahan y a los bárbaros antes de que pudiesen destruir cualquier ciudad del oeste. El monarca consideraba que la responsabilidad de defender Faerun y el propio reino era suya. Estaba dispuesto a sacrificarlo todo —incluso la vida si era necesario— para impedir que la horda llegara cerca de las zonas más pobladas en las costas del Mar Interior. Quizá cometía un error al creer que el pueblo comprendería la necesidad de la guerra, y que incluso compartiría su visión de todos unidos contra los invasores. Además, se había despreocupado de las quejas de los gremios, porque los mercaderes siempre se oponían a todo aquello que pudiera significar un aumento de los impuestos y la merma de las ganancias.

El intento de asesinato había sido una demostración palpable de su error. Ahora Azoun quería averiguar si el gremio de tramperos había patrocinado el ataque. Y, si el gremio era el instigador del atentado, el rey necesitaba saber de primera mano si sus súbditos estaban intranquilos, pues no ignoraba que sería difícil reprimir una revuelta popular con muchos partidarios mientras él estaba en la cruzada. Desde luego, Filfaeril asumiría el mando de las fuerzas leales, pero el rey no quería facilitar el camino a una revuelta cerrando los ojos a la realidad.

«Los informes nunca me informarán ni de la mitad de lo que puedo averiguar por mi cuenta», murmuró al tiempo que guardaba las vestimentas de mensajero en la bolsa y la ocultaba entre los arbustos. A continuación, se abrió paso entre el seto con la mayor discreción.

—¡Eh, tú! —gritó alguien—. ¡Apártate del seto! ¡No vas a usar el jardín real de retrete!

Azoun enrojeció de vergüenza y se volvió. Le había llamado la atención el jardinero real, un hombre delgado y colérico, que lo amenazaba con un rastrillo. «Adiós sigilo», pensó el rey. Extendió las manos mientras se disculpaba con el jardinero.

—Os pido disculpas, buen hombre. Dejé caer una moneda y rodó hasta el seto.

Las personas que paseaban se detuvieron a mirar al jardinero furioso y al anciano con el rostro rojo al que reprendía. El jardín real estaba abierto al público durante el día, aunque eran pocos los que paseaban por la parte noreste, que era la menos atractiva de todas. Sin embargo, había gente suficiente para que Azoun se sintiera nervioso. Si aparecían los guardias quizá lo detendrían para interrogarlo. El rey se estremeció de vergüenza al pensar en las explicaciones que tendría que dar al capitán de la guardia sobre los motivos para estar oculto entre los arbustos, vestido como un pobre.

—Mis disculpas, señor —dijo el monarca, que se ajustó la capa sobre los hombros y echó a andar con paso enérgico por el sendero que conducía a la entrada del jardín.

—¡Y no vuelvas por aquí! —le gritó el jardinero, lanzando el rastrillo al suelo. Algunas de las personas presentes soltaron una carcajada, pero la mayoría se limitó a sacudir la cabeza y volvió a ocuparse de lo suyo.

Azoun no tardó en salir del jardín real, y encaró por la calle de tierra que atravesaba el barrio donde vivían las familias nobles de Suzail. A diferencia de las demás calles de la ciudad, en ésta no se acumulaba la basura. Los nobles pagaban a unos trabajadores para que se llevaran la basura, de la misma manera que contrataban a otros para que alisaran los surcos que abrían los carros los días de lluvia. Era probablemente la mejor calle de todo el reino, y las viejas familias terratenientes —como la de los Wyvernspur— no dejaban que cualquiera transitara por allí.

Por esta razón, Azoun se sorprendió al ver un nutrido grupo de personas comunes que seguían a un hombre que, a primera vista, tenía el aspecto de un clérigo. Veinte personas, la mayoría vestidas con prendas sucias y andrajosas, casi le pisaban los talones al clérigo. Los hombres y mujeres del fondo estiraban el cuello mientras caminaban, en un esfuerzo por no perder ni una sola de las palabras que pronunciaba el sacerdote. Sin embargo, el grupo no tardó en detenerse, y el clérigo alzó las manos por encima de la cabeza.

—Amigos, soy portador de un mensaje de la dama Tymora, diosa de la fortuna, patrona de los aventureros y los guerreros —anunció el hombre mientras Azoun se acercaba a la multitud, con la precaución de sujetar bien la pequeña bolsa de tela que colgaba de su cinturón. Los ladrones y carteristas abundaban en grupos como éstos, y no estaba dispuesto a que nadie le robara las monedas de plata. El clérigo añadió con una amplia sonrisa—: Os he traído hasta aquí para que veáis lo que puede dar la buena fortuna. —Señaló la hermosa residencia de tres pisos de la familia Wyvernspur—. Esas personas han sido agraciadas. —La multitud murmuró su aprobación. El clérigo se volvió para señalar a los seguidores—. ¿Son ellas mejores que vosotros? —preguntó, subiendo un poco el tono—. ¿Son personas más valiosas que vosotros?

—¡No! —gritó alguien.

—¡Desde luego que no! —añadió un hombre con voz de trueno muy cerca de Azoun.

—¡Ni siquiera han trabajado para conseguir lo que poseen! —afirmó una mujer. Otro murmullo corrió entre la multitud, esta vez con un tono de ira.

—¡En eso estáis equivocados! —declaró el clérigo, señalando a la mujer. Una vez más, su voz sonó más fuerte—. Las personas que viven en esta calle, incluso la realeza que mora en el gran palacio —alzó las manos y apuntó al palacio al otro lado del jardín—, han pagado por lo que tienen. ¿Lo sabíais?

—No —murmuraron unos cuantos.

—¿Alguno de vosotros sabe cómo? —preguntó el clérigo con voz tonante mientras unía las manos delante del pecho.

—¡No! —gritó una mayoría—. ¡Decidnos cómo!

Otra sonrisa cálida iluminó el rostro del clérigo, que se apartó el pelo de la frente para enjugarse el sudor.

—Sí —respondió en voz baja—. Os lo diré.

Azoun notó la rabia sorda que crecía en su pecho al ver cómo el clérigo manipulaba a la multitud. Lo había visto hacer en las corridas de toros en el sur, donde los toreros jugaban con los toros obligando a las bestias a bailar como si fueran osos amaestrados. Pero el rey no tenía derecho a enfadarse; él también había empleado las mismas técnicas de la retórica en el discurso delante del pueblo reunido en el jardín real. Azoun aprovechó la pausa que hacía el clérigo, a la espera de que creciera la expectativa, para observarlo con atención.

El cabello del clérigo era de un color castaño tan oscuro que parecía negro, y lo llevaba peinado hacia atrás, lo que resaltaba la frente despejada. Tenía los ojos azules y las cejas espesas. Lo que más llamaba la atención era la boca, dotada de una expresividad sorprendente. Con sólo un movimiento de los labios, el clérigo transmitía más que la mayoría de las personas con todo el cuerpo. Azoun pensó que la lengua probablemente era dorada y sin duda bífida.

Todo lo demás quedaba oculto por la gruesa sotana marrón, muy limpia e incluso lavada hacía poco. Este hecho ya era suficiente para que el clérigo resaltara entre la multitud de campesinos sucios que lo rodeaban. Llevaba colgado al cuello un pequeño disco de plata, el símbolo de su devoción a la diosa de la fortuna. Como el clérigo miraba hacia el oeste, el sol de la tarde arrancaba destellos del disco que cegaban los ojos de los espectadores. El clérigo acabó de enjugarse la frente.

—Estas personas han ganado el favor de la diosa de la fortuna porque se ayudaron a sí mismos, tomaron en sus manos el control de sus destinos. —Le hizo un gesto a un muchacho que estaba entre los presentes, que se adelantó cargado con una caja de madera pequeña.

—Pero ¿qué podemos hacer nosotros? —preguntó una vieja de aspecto patético. Levantó los brazos huesudos hacia el clérigo, y la informe túnica gris que llevaba se agitó sobre el cuerpo esquelético.

Sin responder a la pregunta, el clérigo cogió la caja de las manos del muchacho, la sostuvo delante de la mujer, y la abrió. En el interior, forrado de terciopelo, había una moneda de oro de gran tamaño. La moneda era sin duda un león de oro, pensó Azoun; y, como el símbolo sagrado del clérigo, reflejó los rayos del sol sobre el rostro de la vieja. Esta vez la muchedumbre gritó admirada.

El espectáculo había atraído la atención de los sirvientes de la casa Wyvernspur, que ahora ocupaban la acera delante de la mansión, y unas cuantas damas y caballeros nobles espiaban desde las ventanas. Azoun comprendió que no tardaría mucho en aparecer un grupo de guardias para poner fin a la actuación del clérigo.

—La diosa Tymora visita los Reinos de vez en cuando, y la última vez que estuvo en este continente la diosa de la fortuna bendijo esta moneda para nuestro templo.

El clérigo cogió el león de oro y lo lanzó al aire con un golpe del pulgar. La moneda subió y después se quedó flotando en el vacío. Todos los presentes —la multitud, los sirvientes, los nobles, incluso el rey Azoun— miraron embobados la moneda que oscilaba por encima de sus cabezas.

—Aceptadla en vuestras vidas, y Tymora os bendecirá —añadió el clérigo dirigiéndose al mar de rostros que miraban hacia el cielo—. Pero sólo si estáis dispuestos a demostrar vuestra valía, sólo si os aventuráis por el camino de los fieles.

Algunos de los presentes maldijeron por lo bajo y dejaron de mirar la moneda. Un joven rubio que se encontraba casi junto al rey comentó que ahora les pedirían limosna. Unos cuantos optaron por marcharse. El clérigo no se desanimó.

—Sí —respondió al comentario del joven—. Una de las maneras de probar que vuestros corazones están dispuestos a aceptar a la diosa es donar dinero para su iglesia. —Unos cuantos asintieron al ver confirmadas sus sospechosas y dieron media vuelta. El clérigo prosiguió con el discurso—: Lo que Tymora desea realmente de vosotros es un compromiso con la aventura, la promesa de confiar en la suerte y la voluntad de forjar vuestro propio destino. —El orador hizo una pausa y miró a los ojos de la docena de personas que quedaban delante de él. Mientras miraba al rey dijo—: Tymora desea que participéis en la cruzada.

El anuncio golpeó a Azoun como el canto de una espada blandida por un gigante de fuego; le dio vueltas la cabeza y, por un instante, perdió la visión. Cuando el rey volvió a ver, el clérigo miraba a otros integrantes del grupo. El hombre de cabellos oscuros seguía hablando de la cruzada y de las recompensas que recibirían de Tymora si confiaban en ella lo suficiente para enfrentarse a los bárbaros. El rey ya no le prestaba atención.

Azoun intentaba reconciliar su reacción inicial ante el clérigo con el mensaje que predicaba. De alguna manera, la llamada a las armas en boca del orador hábil, un manipulador de las palabras como aquel adorador de Tymora, sonaba como algo burdo. No obstante, no podía dudar de la efectividad porque, cuando volvió a mirar al sacerdote, lo vio rodeado de media docena de hombres muy interesados en seguir sus consejos.

Antes de que el rey pudiera hablar con el clérigo, apareció una patrulla de seis guardias que marchaban en formación por la calle en dirección este. Sin vacilar, Azoun se dirigió hacia el oeste. Los soldados no prestaron atención al viejo cubierto con una capa andrajosa y fueron directamente al encuentro del clérigo y su público. Desde las ventanas, los nobles gritaron vivas y palabras de apoyo a los soldados.

Azoun recorrió unos cincuenta metros antes de volverse para ver qué pasaba. Vio al clérigo conversando amablemente con uno de los guardias. El adorador de Tymora presentó a los nuevos reclutas a los soldados y después extendió la mano abierta con la palma hacia arriba. El león de oro dejó de girar y cayó suavemente sobre la mano que lo esperaba. El rey sacudió la cabeza mientras reanudaba su camino hacia los muelles.

El monarca se paseó durante más de dos horas por las calles de Suzail sin perder la dirección que lo llevaría hasta La rata negra, una taberna próxima a los muelles y el mercado. Faltaba poco para la puesta de sol y la mayoría de las tiendas estaban a punto de cerrar. Algunos tenderos se apresuraban a recoger los toldos y a colocar los pesados postigones de madera que protegían los escaparates durante la noche. Otros comerciantes —incluidos los panaderos, carniceros y verduleros— seguían en la puerta de sus tiendas anunciando los productos a voz en cuello, intentando vender lo que les quedaba de productos frescos antes de cerrar.

Azoun caminó hasta una panadería y se apoyó en la esquina del edificio como si quisiera descansar. El hombre de barba blanca que llevaba el negocio lo miró ceñudo, pero no hizo nada para alejar al curioso. Durante unos minutos, Azoun disfrutó del olor a pan caliente que salía del local y se dedicó a mirar las idas y venidas de sus súbditos.

—Dile a tu amo que éste es el mejor pan que tengo, —oyó Azoun que le decía el panadero a una criada muy joven que había acudido a recoger el pan para su amo. La muchacha sonrió como si tuviera un acuerdo con el panadero y se alejó a la carrera. Al cabo de unos instantes apareció otra muchacha con la blusa escotada de una sirvienta. El panadero le hizo la misma recomendación que a la otra dienta. Al otro lado de la callejuela adoquinada había un taller donde fabricaban espadas. En el momento en que la segunda muchacha pasaba junto al rey, Azoun observaba a un hombre bajo y muy delgado que, con aire decidido, se acercó al mostrador del armero y desenvolvió la espada que llevaba envuelta en unos trapos.

—¡Esta espada no está bien equilibrada! —vociferó el hombre—. Vigilaba una caravana a través de las Tierras Rocosas cuando nos atacaron los goblins. Desenvainé la espada y, al momento de utilizarla, estuve a punto de corlarme una pierna. —Al ver que el armero no le contestaba, el guerrero descargó varios golpes con el pomo contra el mostrador.

—Te lo advertí cuando la compraste, Yugar —dijo por fin el armero con una mirada de desprecio—. La espada es demasiado pesada para ti. Por eso no la puedes blandir correctamente.

—¡Ja! —gritó el hombre, indignado, al tiempo que recogía la espada, que era enorme—. Puedo utilizar cualquier arma que me quepa en la mano. ¡Soy Yugar
el Bravo
! —Esto último lo dijo como si significara algo para los posibles oyentes, pero ni uno solo de los transeúntes se dignó mirar al bravucón.

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