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Authors: James Lowder

Cruzada (9 page)

BOOK: Cruzada
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Por último, el chambelán le ofreció el cetro. Como una enredadera, la figura de un dragón se enroscaba desde la punta al pomo de la vara, de sesenta centímetros de longitud. El rey empuñó el cetro y con el brazo estirado apuntó hacia los cuatro puntos cardinales. La ceremonia de coronación había concluido.

—Levantaos, súbditos —dijo el rey, según el antiguo rito—. Mirad a vuestro rey.

Dicho esto, Azoun miró a los presentes y vio que ya estaban formados para marchar en procesión detrás de él y Filfaeril. Sólo faltaba que los reyes guiaran a los nobles hasta el jardín real, donde Azoun pronunciaría el discurso. Azoun inspiró con fuerza, sonrió a su esposa, y juntos se dirigieron hacia la salida.

La lenta y suave cadencia de los tambores marcó el paso del desfile. Azoun y Filfaeril llegaron al centro de la sala, y Vangerdahast, acompañado por otros magos, se colocó detrás del rey y de la reina. A continuación venían los nobles, una guardia de honor, y por último los músicos. En total eran cuarenta personas. Los pocos sirvientes y guardias saludaron con una reverencia el paso de la procesión. Los demás esperaban a la comitiva en el patio interior.

El rey cruzó a buen paso el gran patio abierto, en dirección a la puerta sur. De vez en cuando saludaba con un gesto a algún caballero o sirviente conocido. Las trompetas sonaron sin cesar en cuanto la procesión salió al exterior. Los toques de trompeta se mezclaban con el sonoro redoble de los tambores.

Delante del alcázar se congregaba la muchedumbre, que esperaba ansiosa presenciar el paso de los reyes. La comitiva, casi despreocupada de las masas, se mantuvo a la derecha de las murallas del castillo, blanqueadas por el sol, y avanzó entre aplausos y vítores hacia los jardines de la puerta de atrás del alcázar. Las trompetas sonaron con más fuerza a medida que Azoun y su séquito se aproximaban a la esquina oeste del castillo. Ni siquiera los toques de trompeta unidos al redoble de los tambores conseguían apagar del todo un rumor mucho más intenso e insistente.

—¿Lo escuchas? —susurró Filfaeril al oído de Azoun. Desde el otro lado de las murallas que los separaban del jardín real, llegaba el vocerío de los cormytas atentos a la aparición de los monarcas. En el momento en que la procesión apareció a la vista, ya no se escuchó otra cosa que los gritos.

A una señal de Vangerdahast, los trompeteros formados en las almenas se pusieron en posición de firmes. Los banderines multicolores atados a los instrumentos ondearon al viento. El hechicero real, con una precisión militar, miró a los magos que lo acompañaban. De inmediato, un mago gordo y calvo comenzó a preparar un encantamiento. Se le unieron una vieja jorobada y un muchacho con el rostro picado de viruela. Los tres magos recitaron las letanías, al tiempo que trazaban símbolos en el aire con las manos. Los tres acabaron al unísono y miraron a Vangerdahast.

El hechicero real le hizo un guiño a Azoun; después, a una indicación suya, los trompeteros acercaron una vez más sus instrumentos a los labios y soplaron. Una sola nota muy aguda se escuchó en los jardines. Gracias a los hechizos de los magos, la llamada de las trompetas no se detuvo allí. En todo Suzail, cada uno de los habitantes escuchó la nota como si estuviera al pie de la muralla, delante mismo del alcázar.

—Buena suerte, alteza —dijo la reina Filfaeril en voz baja, y apretó por un instante la mano de su marido.

El rey respondió al gesto de su esposa con una sonrisa y cruzó el jardín. El séquito escoltó a Azoun mientras subía con paso enérgico a la gran tarima de madera construida especialmente para la ocasión. Cuando llegó a lo alto de la escalera y pisó la amplia tarima pulida, el rey Azoun vio por fin a la multitud.

Echó una rápida mirada a Vangerdahast, que en aquel instante llegaba al estrado. El anciano se agachó, agotado por el esfuerzo de seguir al rey por la escalera. Respiró con fuerza un par de veces y se irguió. Los demás hechiceros se reunieron con él, y todos juntos repitieron las letanías, esta vez dirigidas al monarca.

Azoun creyó ver un pequeño punto de una luz azul brillante en el aire delante de los magos; pero, cuando intentó fijar la mirada, el encantamiento ya había concluido y el punto había desaparecido. El rey notó un picor intenso en la garganta mientras miraba otra vez a la multitud.

—Mi pueblo —dijo Azoun, y sus palabras se escucharon en toda la ciudad.

Un millar de personas miraba a Azoun desde el jardín real. Los nobles, apostados en los techos de sus casas al norte del alcázar, observaban al rey valiéndose de anteojos. Él, a su vez, sonreía al contemplar todos aquellos rostros, en los que veía respeto, admiración y también un poco de miedo. Aquellas miradas, las expresiones de los rostros, borraron por un instante el discurso que tenía preparado. Azoun se sintió invadido por una grata sensación de amor y deber paternal.

—Amigos y compatriotas —dijo el rey—. Faerun se enfrenta a un peligro muy grave, y necesito vuestra ayuda. —Hizo una pausa para dejar que sus súbditos comprendieran que les pedía ayuda, que los necesitaba.

Esto habría bastado para dejar atónita y muda a la multitud, pero la emoción y el fervor en la voz de Azoun captaron la atención de todos. A lo largo y ancho de la ciudad, los herreros dejaron los martillos, los pilotos las cartas, los clérigos los libros sagrados, y los maestros dejaron que los alumnos se olvidaran por un momento de las tablas.

Jan el flechero, situado casi al final del jardín, no alcanzaba a ver el rostro de Azoun pero se lo imaginaba encendido de pasión. Nunca había estado tan cerca del rey, ni siquiera cuando Azoun había inaugurado la feria de primavera a unos centenares de pasos de su tienda. La proximidad del monarca lo entusiasmaba, y no se perdió ni una sola palabra mientras Azoun describía la amenaza tuigana y los infortunios de Thesk y Rashemen.

—No estoy en esto para ayudar a brujas y extranjeros —protestó Mal. Un panadero fornido levantó un dedo sucio de harina para silenciar al guerrero. Mal frunció el entrecejo, pero se calló. Jan agradeció para sus adentros que el guerrero no hubiese comenzado una pelea con el hombretón.

En el estrado, Azoun entraba cada vez más en el tema; utilizaba el mismo apasionado argumento que lo había ayudado a ganar el apoyo de los nobles.

—Los bárbaros no son sólo una amenaza para nuestros vecinos del este —señaló el rey, con un gesto que abarcaba el horizonte—. No, los tuiganos no se quedarán en aquel extremo del Mar Interior, ni tampoco tendrán bastante con la conquista de Los Valles o Sembia. —Azoun hizo una pausa y paseó la mirada sobre la multitud, con la intención de aumentar la expectativa. Por las expresiones sabía que ya contaba con el apoyo de la mayoría. Con un tono suave, preguntó—: ¿Sabéis lo que quieren?

Se alzaron voces ofreciendo respuestas. Azoun escuchó algunas que revelaban qué era lo que despertaba temor en el pueblo. Escogió unas cuantas y las utilizó como consignas.

—¿Dejaremos que los bárbaros se apropien de nuestra tierra? —preguntó el rey. Un coro de negativas resonó en el jardín. Azoun alzó los puños y los agitó en el aire—. ¿Dejaremos que los bárbaros se adueñen de nuestros hogares?

—¡No! —gritó la multitud. Hombres y mujeres imitaron la postura del rey, levantando los puños. Por el rabillo del ojo, Azoun vio que algunos de los guardias apostados en el borde de la tarima gritaban con los demás.

Jan sintió que se le erizaban los cabellos de la nuca mientras gritaba su respuesta al reto del rey. Miró a Mal y a Kiri, y los vio atrapados en el discurso real. De hecho, casi todos los que estaban a su alrededor gritaban a voz en cuello su oposición a la invasión tuigana.

Todos, advirtió Jan, excepto un hombre que estaba junto al panadero. Delgado, casi esquelético, mantenía los labios apretados sin desviar la mirada del estrado.

El flechero lo observó por un instante, asombrado por lo contradictorio que resultaba en medio de tanto entusiasmo. El hombre vestido de verde no advirtió la mirada de Jan. Se ajustó la capa andrajosa alrededor sin dejar de mirar furioso al rey.

—¿Dejaremos que los bárbaros nos quiten la vida? —oyó Jan que preguntaba el rey. La réplica fue unánime y la multitud levantó los puños. El flechero miró otra vez a la única persona muda en el jardín, y vio cómo sacaba un rollo de pergamino amarillento de debajo de la capa.

Desplegó el pergamino y sus labios se movieron. Jan no alcanzaba a oír las palabras en medio del griterío. Nadie más parecía prestar atención al personaje. En consecuencia, Jan fue el único que vio cómo el pergamino que sostenía entre los dedos huesudos comenzaba a brillar con un leve fulgor rojo. Por un instante, el fulgor desconcertó al flechero. Después adivinó lo que ocurría: el hombre preparaba un hechizo.

—Llamo a todos los ciudadanos aptos de Suzail —tronó Azoun desde el estrado—. Ciudadanos de todas las regiones de Cormyr, preparaos para defender a la patria.

La multitud respondió con un solo hombre, excepto Jan, que tenía puesta toda su atención en el pergamino iluminado.

—¡No! —gritó al tiempo que entraba en acción.

El flechero apartó a Mal de un empujón y se lanzó sobre el asesino. Llegó demasiado tarde. Un segundo antes de que la mano de Jan alcanzara a sujetar la sobreveste descosida del hombre, el pergamino desapareció en un estallido de fuego naranja.

Ocurrieron tres cosas al mismo tiempo.

Azoun acababa de decirle a la multitud que debían presentarse en la guardia de la ciudad para enrolarse en la cruzada. Se disponía a informar que también podían inscribirse en varias iglesias devotas de los dioses del bien, pero no tuvo ocasión.

Un punto de luz roja partió de la muchedumbre y trazó un arco en dirección al estrado. A medida que se acercaba al rey, se hacía cada vez más grande, hasta que, por fin, pareció un sol en miniatura a punto de caer sobre el estrado. La bola de fuego chamuscó el pelo de aquellos directamente debajo de la trayectoria y dejó ciegos a todos los que cometieron la estupidez de mirarlo. El humo y el hedor a carne quemada flotaron por el jardín.

Jan no vio nada de todo esto. Sujetó al asesino y lo tumbó. Se montó a horcajadas sobre el pecho del hombre, mientras lo agarraba de los hombros. Un codazo en las costillas le hizo comprender que el criminal era mucho más fuerte de lo que parecía. Pero fue el único golpe que éste logró encajar, porque el flechero pesaba más y se bastaba para mantenerlo sujeto hasta que llegara ayuda.

—La ciudad me lo agradecerá —repitió el asesino una y otra vez, como si no supiera decir nada más.

Después del incidente de la mañana, el flechero no se sorprendió demasiado al descubrir que, debajo de la capa verde, el desconocido llevaba la insignia del gremio de los tramperos atada a la manga.

En el estrado, Azoun no disponía de más de un segundo para reaccionar ante el ataque. Se volvió hacia Filfaeril, en un intento inútil por protegerla de la explosión. Unos cuantos guardias avanzaron hacia la pareja real, pero ninguno con la celeridad necesaria para servirles de escudo.

Por su parte, Vangerdahast parecía paralizado por el terror. En realidad, recitaba una corta pero sincera plegaria a la diosa de la magia para que los hechizos protectores funcionaran.

La bola ígnea golpeó contra la plataforma. El rey, la reina y todos los demás vieron un relámpago rojo y notaron un poco del calor liberado por el estallido, pero las llamas no alcanzaron a tocarlos. El ataque mágico chocó contra la pared invisible creada por los hechizos de Vangerdahast delante de la tarima y explotó.

Los guardias y los nobles se apresuraron a sacar a Azoun y Filfaeril del estrado. Sin perder ni un instante los escoltaron de regreso al alcázar. En cuanto estuvo seguro de que la pareja real no había sufrido ningún daño, Vangerdahast volvió a la plataforma para valorar las consecuencias de la explosión. Aunque tenía la visión borrosa por haber observado la bola ígnea a muy poca distancia, sí escuchaba los gritos y olía con toda claridad el hedor de la carne quemada.

Los hechizos habían salvado al rey, pero no habían protegido a las personas más próximas al estrado.

4
Aliados y enemigos

Vangerdahast se paseaba arriba y abajo por el calabozo frío y húmedo; de pronto se dio la vuelta y descargó un puñetazo sobre la mesa de madera.

—¿Está loco?

Dimswart
el Sabio
apoyó una mano sobre el hombro del hechicero real para serenarlo al tiempo que repetía la pregunta en términos menos agresivos.

—Por favor, Bors, explícame otra vez por qué creías necesario asesinar al rey Azoun.

El hombre delgado se ajustó la capa raída sobre los hombros, y miró al sabio con una mirada de rencor que le desfiguraba el rostro.

—Diré sólo esto; lo hice por el bien de la ciudad. La cruzada nos arruinará a todos.

—Esto no nos lleva a ninguna parte —protestó Vangerdahast. Miró a Bors y lo señaló con un dedo acusador—. Si sabes lo que te conviene, nos dirás de dónde sacaste el pergamino y quién te metió en este embrollo.

El trampero cerró los ojos y pasó la mano sobre la insignia de cuero con el símbolo del gremio atada en el brazo. Era un gesto que había repetido muchas veces durante el interrogatorio, que duraba toda la noche. Por un instante, el silencio más absoluto reinó en el pequeño calabozo de piedra.

Dimswart se frotó los ojos, enrojecidos e hinchados por el cansancio; después consultó las notas que había tomado. Bors —era el único nombre que el trampero les había dado— afirmaba haber cometido el atentado contra la vida del monarca en beneficio del interés público. El magnicida frustrado, un pobre hombre que apenas si ganaba lo suficiente para pagar la cuota del gremio, estaba convencido de que la expedición contra los tuiganos acabaría por sumirlo en la miseria. Matar al rey Azoun era lo único que se le había ocurrido para evitar el desastre.

—¿Qué sabes de las compras de armas y flechas efectuadas por otros miembros del gremio? —preguntó Dimswart, después de leer el último punto de las notas. El flechero que había capturado a Bors en el jardín real también había informado a la guardia del rey que, por la mañana, otro trampero había querido comprarle una gran cantidad de flechas.

—No sé nada —gruñó Bors—. El gremio no tiene nada que ver con esto. Yo sólo quería matar al rey.

—Pues, estarás contento, ¿no? —le reprochó Vangerdahast, con un tono amargo—. Quince muertos. Veinte personas con quemaduras gravísimas. —El hechicero se inclinó sobre el hombre—. Los dioses no te juzgarán con buenos ojos, y más te vale tenerlo en cuenta porque estoy seguro de que no tardarás mucho en llegar al reino de los muertos.

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