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Authors: James Lowder

Cruzada (4 page)

BOOK: Cruzada
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—Eso fue hace más de veinte años —lo interrumpió Vangerdahast—. Mírate al espejo. Ya no eres un joven.

El espejo de cuerpo entero que estaba en un rincón de la habitación era una costosa rareza en Cormyr, pero el rey no estaba interesado en la pureza del cristal con fondo de plata ni en los intrincados dibujos del marco de madera. Lo que llamó la atención de Azoun fue el hombre de mediana edad reflejado en el espejo. Los ojos castaños conservaban la mirada alerta, pero el rey vio que él resto de su rostro y de su cuerpo mostraban las huellas de sus cincuenta y tres años.

Los signos más visibles del envejecimiento eran las canas que salpicaban el pelo y la barba castaña. Las primeras canas le habían aparecido hacía veinte años, por lo que no lo sorprendían. En cambio, hoy las arrugas alrededor de los ojos parecían más profundas, las bolsas un poco más oscuras y las mejillas más hundidas. Aunque se ejercitaba a diario con la espada y el escudo, tenía los hombros encorvados, quizá de las muchas horas de estar sentado en su estudio o en la habitación de la torre dedicado a la lectura de libros y decretos. Azoun apartó estos pensamientos y decidió que sólo era el efecto de las largas noches sin dormir.

—Quizás estoy un poco gastado —reconoció con un tono alegre—, y sé que no soy un joven… pero ahora tengo mucha más experiencia de la que tenía cuando cabalgaba con los Hombres del Rey. Además, estoy dispuesto a rodearme de consejeros fuertes e inteligentes.

—Los señores de Los Valles esperan abajo, y los demás no tardarán en llegar —replicó el hechicero, sin hacer caso de la lisonja de Azoun.

—Entonces tendrías que ocuparte de que la «aterradora anciana» de Rashemen esté preparada para hablar con ellos —dijo el rey. Miró otra vez hacia el espejo y se ajustó la banda púrpura sobre el pecho.

—Puedes bromear sobre la anciana porque no has estado con ella ni has escuchado sus relatos sobre la invasión tuigana en su tierra —señaló el mago, que recogió la bolsa y abrió la puerta—. Nos veremos en la sala —añadió mientras salía.

El rey contempló la puerta cerrada por unos instantes sin verla. Pensó en lo que Vangerdahast había dicho sobre su inexperiencia y frunció el entrecejo. El hechicero tenía razón: él había participado en combates, pero nunca en una guerra. Aparte de alguna que otra escaramuza fronteriza, Cormyr vivía en paz desde hacía décadas.

Azoun se volvió bruscamente para dirigirse a la librería de madera oscura que cubría una de las paredes del estudio. Caminó con paso enérgico, pero la alfombra amortiguó el ruido de los tacones. Al acercarse a las estanterías llenas de tomos antiguos que guardaba en el estudio, Azoun percibió el olor mustio de los libros viejos y muy leídos. Pasó el dedo índice por los lomos de los volúmenes encuadernados en cuero, a la búsqueda de un libro en particular: una historia de su familia escrita hacía cincuenta años.

Aunque la mayoría de los libros más viejos no llevaban el título en el lomo, no le costó mucho encontrar lo que quería. Era el volumen más grueso de la librería y estaba encuadernado en cuero rojo. El rey encontró el tomo entre su propio tratado sobre la historia de las hachas de guerra y una colección de notas sobre cetrería. Cogió el libro y regresó a la mesa.

Un tubo negro pequeño y delgado descansaba sobre el mueble de roble oscuro. Azoun se sentó, levantó el tubo y dejó al descubierto una barra de acero que proyectó una intensa luz blanca amarillenta sobre la mesa. La varilla luminosa, un vulgar trozo de metal hechizado, era un producto de la magia de Vangerdahast; el fulgor del acero reforzaba la poca luz natural que entraba en el estudio.

Azoun desabrochó con mucho cuidado la cinta metálica que sujetaba el libro y dejó que se abriera por su propio peso. Las páginas amarillentas aparecían cubiertas con una escritura apretujada y nítida, interrumpida sólo aquí y allá por un puñado de bellas ilustraciones en tinta iluminadas con polvo de oro o plata. El rey pasó las páginas hasta llegar al capítulo que detallaba el final del reinado de su abuelo. Azoun III había muerto cuando su hijo sólo tenía seis años. Salember, hermano del rey, había ejercido como regente la autoridad del estado hasta que el joven príncipe alcanzó la mayoría de edad.

El monarca se sabía esa parte de la historia familiar casi de memoria. Las marcas en las páginas daban testimonio de que este capítulo había sido consultado con mucha frecuencia.

La guerra civil
, comenzaba el capítulo,
fue algo inevitable desde el día en que Salember, «el príncipe rebelde», se convirtió en regente. Salember era un infame y vil traidor a la corona de Cormyr, y en el año siguiente de asumir el gobierno comenzó a preparar el complot contra el príncipe Rhigaerd. Los detalles de los crímenes del príncipe rebelde contra nuestra hermosa tierra no mancharán estas páginas. Basta con saber que la sangrienta revuelta que al final reclamó la vida de Salember fue responsabilidad exclusivamente suya.

El rey se humedeció los labios resecos y continuó con la lectura. El texto de la página siguiente ofrecía, debajo de una estilizada ilustración que mostraba a Rhigaerd II, padre de Azoun, dirigiendo las tropas contra su tío, la información que buscaba el monarca.

Cormyr ha sido maldecido —o bendecido— con pocas guerras. Sin embargo, la Guerra de la Regencia permanecerá como un recuerdo sangriento del dolor que producen las contiendas. Entre 1260 y 1261, el tiempo que duró el conflicto, la tierra fue asolada por la barbarie y la hambruna. Sólo en la batalla de Hilp, murieron tres mil hombres. En el otoño de aquel año, los cadáveres sembraban los campos en lugar de las cosechas, y la plaga arrasó la campiña.

Muy pocos estaban preparados para los sacrificios que exigía el conflicto, y, como bien señala el rey Rhigaerd, monarca de Cormyr en el tiempo en que se escribe esta historia…

—«La guerra es una empresa en la que nunca se entra a la ligera, aunque haya muchos motivos para pelear» —citó el rey mientras cerraba el libro. Oyó la voz de su padre detrás de aquellas palabras, oyó la fuerza y el compromiso con la tierra—. He encontrado uno de esos motivos, padre —dijo Azoun en voz baja. Cubrió la barra de luz—. Ahora debo convencer a los demás de que no entro en este conflicto a la ligera.

La multitud reunida aquel día en la gran sala del castillo incluía a los representantes de Sembia, Los Valles y diversas ciudades estados ubicadas en las costas del Mar Interior, y a muchos de los nobles más importantes de Cormyr. Con el consentimiento de Azoun, cada dignatario iba acompañado de un consejero o un guardaespaldas. Algunos representantes, siempre preocupados por las tentativas de asesinato, habían llevado a magos poderosos o guerreros bien entrenados. Otros no necesitaban más que un escriba.

Todos estaban allí para escuchar la última petición de ayuda de Azoun. Lo que no sabía la mayoría era que el rey le había pedido al delegado de Rashemen, un país muy lejano al este de Cormyr, un país ya invadido por los tuiganos, que hablara a la asamblea. Azoun confiaba en que la anciana sería capaz de convencer a los políticos todavía poco dispuestos a aportar un buen número de tropas o grandes sumas de dinero a la cruzada.

El rey se preguntaba si el discurso de la vieja daría resultado, cuando un paje llamó a la puerta del estudio.

—Los señores y las damas están reunidos, alteza —anunció el joven, con una profunda reverencia.

Azoun lo despachó con un gesto, los pensamientos puestos en los posibles resultados de la asamblea, y salió del estudio. Los pasillos que atravesó el rey en su camino tiricia la sala ofrecían un brusco contraste con el estudio. No había alfombras mullidas en los suelos de piedra, ni ricos tapices que cubrieran las paredes encaladas para impedir las corrientes. En los lugares donde los pasillos bordeaban los muros exteriores del palacio había ventanucos que permitían el paso de una luz muy pobre. Las fuentes de luz auténticas en los pasillos eran unos pequeños globos de metal preparados por los hechiceros para que emitieran luz constantemente. Así y todo, había muchos lugares en nombras.

Los pajes hacían reverencia, y los soldados se cuadraban al paso del rey, que respondía como un autómata a los saludos de algunos sirvientes y cortesanos, mientras que a otros sólo les contestaba con una inclinación de cabeza. En el momento en que llegó ante las puertas de la sala, custodiadas por una docena de soldados bien armados, ya había repasado tres veces el discurso.

Los comentarios que tenía preparados sobre el poderío de las tropas tuiganas y las habilidades tácticas del Khahan desaparecieron de la mente de Azoun cuando el monarca entró en la sala. Las carcajadas estentóreas que lo saludaron al abrir la puerta le hicieron olvidar todo lo ensayado, y se quedó confuso.

El heraldo se sorprendió al ver entrar al rey; dejó de reír y una leve sonrisa apareció en su juvenil rostro. Se apresuró a saludar al soberano con una reverencia.

—Su alteza, el rey Azoun de Cormyr —anunció en voz alta. De inmediato se apagaron las risas.

Los hombres y mujeres elegantemente vestidos que ocupaban tres mesas muy largas dejaron de mirar algo en el frente de la sala y se volvieron hacia la puerta. Los que estaban sentados se levantaron en el acto. Todos hicieron una reverencia en medio del silencio.

—Por favor, amigos míos —dijo el rey—, no es necesario tanta formalidad. Aquí somos todos aliados que buscan resolver un problema común. —Paseó la mirada sin prisa entre los congregados, buscando los ojos de todos—. Poneos cómodos y hablemos como amigos.

Los señores y las damas, los generales y los hechiceros, aceptaron de buen grado las palabras del rey, y el murmullo de las conversaciones sonó en la sala. Muchas de las treinta o cuarenta personas presentes volvieron a sentarse. En aquel momento el rey vio a un hombre apuesto de pelo oscuro sentado solo delante de las mesas. La impecable camisa rojo oscuro que llevaba el bardo real hacía juego con el rubor de su rostro. Azoun se acercó al joven con una sonrisa.

—Si no me equivoco, tú eras el causante de las carcajadas cuando entré en la sala —comentó el rey—. Dime, ¿qué historia les contabas, Thom?

—Intentaba levantarles el ánimo, majestad —contestó el joven con la cabeza inclinada y el arpa sujeta contra el pecho. Acarició con la punta de los dedos las ballenas talladas en el cuello del instrumento—. Vangerdahast me dijo que tocara para los presentes hasta vuestra llegada. Todos parecían un tanto sombríos… así que les relaté la historia de Sune y el pastor.

Azoun torció un poco el gesto. La historia de Sune
Cabellos de Fuego
, diosa de la belleza, era una de las mejores piezas de Thom Reaverson. Pero, aunque el relato no era vulgar, sí resultaba un poco atrevido para un público mixto.

—¿Crees que fue una elección prudente, Thom? —preguntó el rey, con la mirada puesta en los nobles reunidos. Pensó unas cuantas excusas corteses mientras observaba a los gobernantes de las ciudades y países más poderosos de Faerun.

—Fue a su petición, mi señor.

—¿Cómo?

Thom sonrió al tiempo que señalaba a una joven muy atractiva. La dama cormyta celebraba con grandes risas la broma de otro noble, dejando que la cabellera le acariciara los hombros desnudos.

—Ella me preguntó si conocía la historia —añadió Thom en voz baja—. Le respondí que sí, y ella me pidió que la contara. Intenté sugerir otro relato más apropiado, pero los demás señores y damas respaldaron la petición.

—Gracias, Thom —dijo el rey, más tranquilo—. Has hecho bien. La diversión habrá ayudado a aliviar la tensión. —Señaló la puerta—. Quiero que permanezcas en la sala, pero en algún lugar del fondo. Observa todo lo que puedas. Ya hablaremos más tarde.

El bardo asintió y se alejó discretamente. Algunos nobles lo aplaudieron al verlo pasar, aplausos a los que Thom respondió con una sonrisa y una reverencia. En el momento en que el joven se acercaba a la puerta, hicieron su entrada Vangerdahast y una mujer muy anciana.

—Es hora de comenzar —anunció Azoun, y todos los presentes se apresuraron a ocupar sus lugares en las largas mesas de madera pulida. Los bancos de costumbre habían sido reemplazados por sillas, y las tres mesas formaban una U. La parte abierta daba al frente de la sala, donde ahora Azoun ocupaba el lugar que antes había ocupado el bardo.

La sala que albergaba a los dignatarios era grande y tenía el techo muy alto, con pendones de brillantes colores colgados de las vigas. El rey había escogido la sala de reuniones, ubicada en el corazón del castillo, porque carecía de ventanas, tenía una sola puerta y los muros de piedra eran muy gruesos. Cualquiera que tuviese la intención de atacar a los líderes reunidos se encontraría con una misión difícil, por no decir imposible.

Pero la sala, aunque segura, era un recinto poco acogedor salvo por los pendones. Las paredes de piedra desnuda estaban encaladas como todas las demás del castillo. A intervalos regulares había globos de luz sujetos a las paredes y otro en cada mesa, pero las sombras se alargaban en los rincones y más de una cara parecía más tenebrosa de lo que era a la luz del día. El otro adorno, menos habitual pero mucho más práctico, consistía en un gran mapa de Faerun, bordado en colores, que cubría gran parte de la pared a espaldas del rey.

Azoun, enmarcado por el mapa, esperó a que todos estuvieran sentados. Después de un momento, inclinó un poco la cabeza, y todos entendieron la sutil petición de silencio. Vangerdahast y la anciana se acercaron al frente mientras el monarca decía:

—Que Torm, dios del deber, nos ayude a descubrir nuestras responsabilidades con Faerun, y que los dioses de todos los aquí presentes los ayuden en la búsqueda de la verdad.

El hechicero real llegó al frente de la sala. Un criado se apresuró a llevar una silla a la anciana, que la rechazó con un ademán. El rostro con la piel estirada y manchada por la edad permaneció impasible e inescrutable, como si no hubiese visto la sonrisa de saludo de Azoun. Al mirar a la vieja, el rey comprendió la inquietud que había provocado en Vangerdahast. Una nariz prominente y afilada sobresalía entre los ojos violáceos casi juntos, y, como el resto del enjuto rostro, estaba cubierta por una piel grisácea estirada como un parche. Azoun tuvo la impresión de que tenía ante los ojos a una especie de momia muy bien conservada.

—Adelante, Vangy —dijo el rey en voz baja mientras apartaba la mirada de la vieja.

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