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Authors: James Lowder

Cruzada (17 page)

BOOK: Cruzada
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Los tripulantes y pasajeros se sujetaron con todas sus fuerzas para soportar el impacto de la rompiente. El desplome de la pared de agua de doce metros de altura tendría que haber provocado un oleaje tremendo, pero no fue así. La tormenta cesó bruscamente. El mar recuperó la calma, amainó el viento y muy pronto la carraca del rey sólo soportaba la lluvia.

Azoun, Thom y los tripulantes contemplaron las aguas encalmadas donde centenares de puntos de luz blanco azulado se hundían lentamente. Las luces perdían fuerza a medida que el mar se tragaba las monedas resplandecientes. Más cerca de la superficie, docenas de hojas de pergamino, retorcidas y rotas, brillaban con más intensidad. El objeto más visible era la pequeña caja de madera con el escudo de Cormyr, que todavía se mantenía a flote.

—Lo siento, mi señor —le dijo Thom Reaverson al monarca—. De todas las cosas que tengo a bordo eran las que más valoraba.

Azoun observó en silencio cómo se sumergían las páginas y la caja; las luces eran cada vez más débiles a medida que Umberlee atraía las ofrendas hacia el fondo del mar.

—Reemplazaré el regalo perdido Thom —señaló Azoun—, pero lo que no podré restituir será tu trabajo.

—Nuestro trabajo, alteza —repuso el bardo—. Los anales recogían todo lo que habéis hecho hasta el momento para organizar la cruzada. —Miró los puntos de luz cada vez más lejanos—. Quizás ésta sea la razón por la que Umberlee aceptó las páginas y la caja como la ofrenda más adecuada. En ellas se explica por qué estamos aquí.

—Creo que nos has salvado a todos —comentó Farl Bloodaxe, que en ese momento se reunió con ellos. El general le dio una palmada en la espalda a modo de felicitación.

—¿Tendremos que poner rumbo a la costa? —le preguntó el rey, con la mirada puesta en el palo mayor—. Por las órdenes que dabais supuse que el mástil estaba a punto de romperse.

—Perdimos unas cuantas velas, parte del aparejo y los mástiles han aguantado lo suyo —contestó el general de infantería—, pero pienso que la nave está en condiciones de continuar la travesía. El primer oficial está ahora mismo realizando la evaluación de los daños.

Azoun abandonó la cubierta para resguardarse de la lluvia y regresó al camarote en el castillo de popa para continuar con la discusión con los generales. Thom permaneció junto a la borda contemplando el velero incendiado que se hundía. El
Welleran
y la nave sembiana que los había adelantado antes recogieron a todos los náufragos.

Antes de retirarse, el bardo echó una última mirada al mar. Las luces que marcaban el sacrificio ya no se veían. Mientras contemplaba las aguas, negras como la tinta, Thom Reaverson se preguntó si el monarca o cualquiera de los demás comprendían de verdad el valor de la ofrenda. Nunca podría reconstruir aquellos textos con la misma precisión. Quizás eran su mejor trabajo, y ahora el mundo ya no lo conocería.

Entonces, Thom comprendió de pronto que los anales que escribiría a partir de ahora quizá resultarían todavía mejores. Volvió al camarote para reanudar el trabajo, convencido de que la diosa le había concedido un favor inesperado.

7
Sangre y truenos

Tras la tormenta provocada por la ira de Umberlee, la flota disfrutó de buen tiempo en la travesía por el Mar Interior. Los días eran soleados y el viento constante, con lo cual veleros, laúdes y carracas navegaban a buena velocidad hacia la ciudad libre de Telflamm. No obstante, cada día se planteaban nuevos problemas para la armada y los soldados, poco acostumbrados a la vida marinera.

Jan navegaba en uno de los bajeles sembianos. Al flechero le dolía la espalda desde la primera noche a bordo de la nave de casco negro y velas cuadradas. Esta mañana, como había hecho en todas las anteriores, se masajeó los hombros para aliviar los músculos agarrotados. La humedad y los trabajos pesados agravaban el malestar.

Resignado, Jan apartó la manta burda y húmeda, y se sentó. Como la mayoría de los demás a bordo del
Sarnath
dormía en cubierta. La escasez de espacio obligaba a los tripulantes y soldados a comer, dormir y pasar el tiempo libre en cubierta. Pero Jan era un espíritu voluntarioso, y se acomodó a la humedad omnipresente y a los dolores.

En cambio no se habituaba a la falta de intimidad. Sólo trepando a las cofas se podía escapar de los apretujamientos y el bullicio en cubierta, pero no era un sitio muy recomendable. Cuatro marineros ya habían perdido la vida como consecuencia de dar un paso en falso cuando subían por las escaleras. Para colmo, los náufragos que habían rescatado del velero hundido por un rayo durante la tormenta complicaban todavía más la situación. El
Sarnath
navegaba en estos momentos al máximo de carga.

—Es hora de levantarse, Mal —anunció Jan, estirando los brazos con las manos enganchadas por encima de la cabeza. Al ver que el bulto acurrucado contra el bauprés seguía roncando, el flechero lo empujó suavemente con la punta del pie.

—Déjame en paz, hijo de un cerdo sembiano —gruñó Mal. Estiró la manta para cubrirse la cabeza sin dejar de mascullar improperios.

Jan frunció el entrecejo. Mal —mejor dicho, Malmondes de Suzail, que era el nombre completo como había descubierto Jan— tenía una predisposición especial para buscarse problemas. Aunque Mal parecía un hombre de buen corazón, al flechero se le hacía un poco pesado aguantar sus innumerables prejuicios. El hecho de que Jan, Mal y el tercer compañero, Kiri, viajaran a bordo de una nave sembiana complicaba todavía más el problema. Jan empujó otra vez al soldado remolón.

—No le des excusas al contramaestre para que se meta otra vez contigo, Mal. —Mientras el bulto debajo de la manta húmeda protestaba, Jan se calzó las botas y se caló un sombrero de fieltro informe sobre los cabellos rubios sin peinar.

—¿No quiere levantarse, eh?

La voz sobresaltó a Jan, que giró la cabeza para ver a la persona que había hecho el comentario.

—No, Kiri —dijo—. La misma historia de cada mañana.

La mujer delgada y de pelo castaño le alcanzó a Jan un par de galletas duras y una pieza de fruta. El flechero recorrió con la mirada el grácil cuerpo de la joven hasta llegar al rostro, un tanto más lleno. Como de costumbre, los ojos castaños mostraban un brillo animoso, y Jan se alegró de verla. De hecho, desde un tiempo a esta parte recordaba a Kiri y su sonrisa como una manera de protegerse contra el aburrimiento y el hastío que padecían todos los que iban a bordo.

—Déjalo, Jan. Si Mal no se despierta, nos repartiremos su desayuno. —Kiri comenzó a jugar con las galletas, atenta a la reacción de Mal.

No tuvo que esperar mucho para que Mal asomara la cabeza. El soldado colocó uno de sus enormes puños delante de los ojos para protegerlos de la intensidad de la luz.

—Sólo tú podrías pensar en algo tan bajo, Kiri Matatrolls —dijo.

Mal pronunció el nombre de la mujer con todo el rencor del que fue capaz. Sabía que Kiri odiaba el apellido de la familia. No se lo había dicho a Jan ni a Mal; ellos se habían enterado por otro aventurero a bordo del
Sarnath
. Kiri lo había negado, pero después admitió furiosa que su padre era el famoso filibustero, Borlander el Matatrolls.

—Al menos yo tengo un apellido. Mal. Sé quién es mi padre —respondió Kiri, con un tono que no pretendía ofender.

—Ja. Muy bien dicho, Kiri —exclamó Mal, con una risotada. La mujer frunció el entrecejo, desconcertada. Su réplica no tenía nada de original. Después comprendió que Malmondes de Suzail no era muy listo.

Jan y Kiri Matatrolls sacudieron la cabeza mientras Mal se dirigía a paso lento a la cocina. Mal les agotaba la paciencia, pero parecía completamente entregado a ellos. De hecho, Jan y Kiri casi nunca conseguían estar sin su compañía más allá de unos minutos. Por lo tanto, y como no había lugar en la nave donde esconderse, la pareja aprovechaba al máximo los momentos de intimidad y aceptaban resignados la presencia del guerrero.

—Por la diosa del dolor, ¡cómo odio ese nombre! —dijo Kiri en voz baja pero con mucha pasión en cuanto Mal se alejó. Apartó de un puntapié la manta del soldado y se sentó en el bauprés.

—¿Me quieres explicar la razón? —le preguntó Jan.

Kiri suspiró y echó una ojeada antes de responder. Un tripulante sembiano fregaba la cubierta a un par de metros de la pareja, y dos que acababan de terminar el turno se disponían a acostarse junto a una escotilla.

—Con un nombre así, ¿qué…? —comenzó Kiri, pero se calló bruscamente al advertir que uno de los sembianos la miraba—. Ocúpate de tus asuntos —le dijo Kiri, y se inclinó hacia el hombre como retándolo a que le contestara. El marinero soltó una carcajada antes de darle la espalda y simular que no escuchaba.

—Continúa —le rogó Jan, que se acercó un poco más a Kiri. De todas las jóvenes que conocía, incluida la florista del mercado de Suzail, ella era la que más le interesaba. Cuantas más cosas supiera de ella, mejor.

—La gente piensa que soy una especie de asesina profesional de trolls —dijo Kiri, que respondió al interés de Jan con una sonrisa—, y la verdad es que nunca he visto un troll en toda mi vida. Creo que si me mordiera uno no sabría distinguirlo de un recaudador de impuestos.

El marinero sembiano volvió a girarse dispuesto a intervenir en la conversación de la pareja.

—¿Conocéis el chiste del recaudador de impuestos? —preguntó sin hacer caso de la mirada furiosa que le dirigió Kiri—. ¿No? Bueno, dice así: ¿cuál es la prenda más fresca de Faerun? —Nadie contestó, y el marinero acabó el chiste: —La camisa del recaudador de impuestos. Es tan fresca que no le importa que un ladrón la use cada día.

—A mí me lo contaron de otra manera —protestó Mal, de pie junto al marinero, con una expresión confusa en el rostro de huesos prominentes—. Pensaba que el chiste se refería a los molineros sembianos.

Por un momento Kiri pensó en decirle a Mal que el marinero acababa de hacer un chiste sobre el rey Azoun, porque eso provocaría casi seguro que el guerrero le diera una paliza al marinero indiscreto, pero desistió. Una pelea significaría otra bronca entre el contramaestre y Mal, algo que no beneficiaba a nadie.

—Quizá se lo contaron con los personajes cambiados, Mal. ¿Te has enterado de alguna cosa en la cocina?

—Sí, oí algunos comentarios —respondió el soldado rubio después de zamparse la galleta, que se metió entera en la boca—. Uno de los cocineros oyó decir que el capitán de la nave de Azoun, el… —Se rascó la cabeza, confuso.

—El
Welleran
—lo ayudó el flechero entre bocados de fruta. Miró a Mal. La rudeza de las facciones del soldado acentuaba la expresión de desconcierto.

—Sí, el
Welleran
. Bueno, la cuestión es que el capitán se embolsó parte del oro de la ofrenda a Umberlee antes de que la flota zarpara de Suzail. Dijeron que él fue el culpable de la tormenta.

—¿Lo juzgarán? —preguntó Kiri, apoyada contra la borda.

—No. Está muerto. —Mal se limpió la boca con la manga de la camisa de algodón—. Una ola lo lanzó por la borda durante la tormenta.

—Los dioses se llevaron lo que era suyo —sentenció Jan. Kiri asintió, y Mal se rascó el pecho a través de la camisa húmeda.

El grito de alerta de uno de los vigías interrumpió el silencio que siguió al comentario del flechero.

—¡Barco a estribor!

Los compañeros escudriñaron el mar hasta que vieron una pequeña mota cerca del horizonte. En cuestión de minutos, el
Sarnath
navegaba con rumbo a la mota. Jan, Kiri y Mal permanecieron sentados junto al bauprés durante un rato, mirando cómo la otra nave se hacía cada vez más grande, hasta que apareció el primer contramaestre, una mujer irascible y muy mal hablada, y los puso a trabajar.

Mal se fue a la sentina maldiciendo a los sembianos, a los hombres de Los Valles y al mundo en general. Jan no envidiaba la tarea del soldado que debía ocuparse de la limpieza, alimento y ejercicio de los caballos que viajaban en la parte más profunda del barco. Mantenían a los animales colgados con cinchas para evitar que sufrieran lesiones durante la travesía, pero el encierro los ponía muy nerviosos y ariscos. Eran muchos los días en que Mal volvía de la sentina con la marca de un mordisco o un morado consecuencia de la coz de alguno de los caballos.

Kiri se marchó alegremente a su puesto en las jarcias. La hija de Borlander Matatrolls tenía una vista excelente, así que muy a menudo servía de vigía. Aunque corría muchos más riesgos que Mal, el hacer de vigía le permitía alejarse de los apretujamientos en cubierta. En más de una ocasión había invitado a Jan a que la acompañara, pero al flechero no le hacía mucha gracia la altura.

Jan dedicaba gran parte del día a su oficio. Los generales de Azoun habían avisado a los capitanes de la armada que los artesanos, incluidos los flecheros y arqueros, debían disponer de tiempo para fabricar las armas destinadas a los cruzados. Echaba de menos la libertad de ir de aquí para allá vendiendo sus productos, y el trabajo se le hacía un tanto tedioso. No obstante, si cerraba los ojos y no hacía caso del balanceo de la nave, se hacía la ilusión de estar otra vez en la plaza del mercado. La actividad bulliciosa de los marineros y soldados, el olor salobre en el aire y los graznidos de las aves marinas que sobrevolaban la nave lo ayudaban a imaginar que el
Sarnath
era una prolongación del mercado de Suzail.

El flechero recordaba los días pasados en el mercado, cuando escuchó el aviso de Kiri desde lo alto de uno de los mástiles.

—Barco por la banda de estribor.

—Hazle señales —le respondió una voz desde cubierta. Jan esperó la respuesta, pero, si llegó, se confundió con los ruidos y voces en cubierta.

Jan se apresuró a dejar la saeta que estaba haciendo en la pila de las que había hecho durante la hora transcurrida desde el avistamiento de la nave. Se puso de pie y se desperezó mientras observaba la carraca a unos centenares de metros del
Sarnath
.

Los aparejos y cabos de la nave colgaban sueltos, y las velas estaban hechas jirones. Las gaviotas posadas en las bordas eran una indicación de que a bordo de la carraca de tres palos algo no iba bien. Durante varios minutos, los tripulantes de la nave sembiana intentaron obtener una respuesta del barco, que, por el mascarón de proa con forma de serpiente, alguien identificó como el
Ouroboros
, perteneciente a la flota de Turmish. Nadie a bordo del mercante respondió a los gritos y señales que hacían desde el velero sembiano.

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