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Authors: James Lowder

Cruzada (19 page)

BOOK: Cruzada
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Una vez más, Vangerdahast entonó una letanía. Una brillante luz amarilla rodeó como un aura al rey y al hechicero. Azoun miró hacia abajo, pero, antes de que advirtiera que se veía la cubierta a través de su cuerpo, el mundo desapareció. El único sonido del paso del rey fue el golpe sordo del aire que llenaba el espacio donde había estado un segundo antes.

Blanco. Un blanco cegador y vacío.

Eso fue lo único que vio Azoun durante un tiempo que le pareció eterno. Entonces aparecieron el mundo y todos los colores. El rey se frotó los ojos antes de mirar el entorno. Se encontró rodeado de colinas bajas cubiertas de hierba.

—Aunque lo haga un millar de veces, nunca me acostumbraré —afirmó Azoun, en voz baja. Dio un paso, estuvo a punto de caer, y se detuvo para recuperar el equilibrio.

—Más o menos como me pasa a mí con los viajes marítimos —comentó Vangerdahast con una risita.

A diferencia del rey, a él no lo molestaban los viajes mágicos. De hecho, el hechicero real parecía vigorizado por la experiencia, como si el hechizo le hubiera dado una parte de su poder—. El campamento enano está… —Hizo una pausa antes de señalar hacia el este—, en aquella dirección.

Azoun todavía se tambaleaba un poco cuando llegaron a la cumbre de una de las colinas. Aunque el viaje mágico lo había debilitado un poco, había conseguido subir la cuesta mucho más rápido que Vangerdahast. Por esta razón también vio las ballestas que les apuntaban antes que su amigo.

—Quédate donde estás —gruñó un enano de barba roja que lo encañonaba con la ballesta. Hablaba la lengua común, el idioma universal de Faerun, pero con acento extranjero.

—Sí —añadió el compañero, que era más bajo pero mucho más gordo—. No podrás espiar nuestro campamento, humano, por mucho que lo intentes. —Su acento era todavía más marcado que el del otro enano.

—Esperad un minuto —dijo el rey cormyta sin perder la calma, y con las manos bien lejos de la espada—. Estamos aquí para ver el rey Torg.

Vangerdahast apareció por fin para situarse junto al rey. Los enanos movieron un poco las ballestas para apuntar también al hechicero, que los despreció con un gesto.

—No seáis idiotas —dijo el mago—. Éste es el rey Azoun de…

—Pryderi mac Dylan, cabeza de alcornoque, aparta esa maldita ballesta.

Los dos centinelas, Azoun y Vangerdahast buscaron con la mirada al que había dado la orden. Se trataba de un enano ceñudo, que movía las manos por encima de la cabeza, mientras subía a la carrera por la ladera detrás de los ballesteros. El cormyta y el hechicero real no dominaban el idioma enano con la fluidez suficiente para entender lo que se decía, pero se hicieron una idea por la reacción de los otros dos enanos.

El enano de la barba roja bajó la ballesta, e hincó una rodilla en tierra. Después tironeó de la mano del compañero para que hiciera lo mismo.

—Señor de Hierro, yo no… —comenzó a disculparse.

El enano furioso llegó a lo alto de la calina. Permaneció durante un momento con los brazos en jarra, y después le dio un coscorrón al enano pelirrojo.

—Te avisé que habría reyes por aquí, animal —gruñó en su lengua—. ¿Eres incapaz de reconocer a un rey cuando lo ves?

Azoun y Vangerdahast intercambiaron una mirada de preocupación. El enano que los otros llamaban «Señor de Hierro» vestía una coraza de acero pulido debajo de una sobreveste de tela negra que en la pechera exhibía un ave fénix roja con una maza de guerra entre las garras. El bordado quedaba parcialmente oculto por la luenga y espesa barba negra, porque la llevaba peinada en dos trenzas atadas con una cadenilla de oro. Las trenzas daban al personaje un aire un tanto siniestro acentuado por los ojos como cuentas y muy juntos.

Era obvio que se trataba de Torg, señor de Tierra Rápida.

—Su señoría —dijo Azoun, que hizo un esfuerzo por pronunciar lo mejor posible las palabras en lengua enana—, soy el rey Azoun de Cormyr, y éste es Vangerdahast, hechicero real de la corte y comandante de los magos del ejército.

—Bienvenido, majestad —contestó el enano con una amplia sonrisa aunque sin dejar de observar al rey—. Habláis nuestro idioma de una manera pasable para un humano —añadió en lengua común—. Mis disculpas por esta escena. —Miró furioso a los centinelas arrodillados.

—Es comprensible —manifestó Azoun, que intentó devolver la sonrisa al enano. Señaló la ladera por donde habían subido—. Aparecimos de pronto como salidos de la nada. Ellos sólo cumplían con…

—¿Habéis dicho aparecidos? ¿Salidos de la nada? —lo interrumpió el enano, sorprendido—. ¿Qué pasó con la maldita escolta que envié a esperaros en la playa? —Se llevó una mano a la barba y tiró de la cadenilla de oro de una de las trenzas.

—No se presentó —intervino Vangerdahast—. Esperamos un buen rato, pero no apareció nadie.

Una vez más apareció en el rostro del enano una expresión de furia. Se volvió bruscamente hacia los centinelas arrodillados.

—Reunid una patrulla y buscad a la escolta —les ordenó. Hizo una pausa antes de añadir—: Traedlos a mi presencia en cuanto los encontréis. —Los centinelas partieron a toda prisa a cumplir la orden.

Vangerdahast decidió entonces que era hora de pulir el encantamiento que le permitía entender idiomas extranjeros. Lo desconcertaba el hábito de Torg de pasar de una lengua a otra. A la vista de que su trabajo era proteger a Azoun mientras estuvieran lejos de la nave, Vangerdahast necesitaba entender lo que los demás decían en todo momento. Torg soltó un bufido como si con él quisiera librarse de la cólera, y miró a los huéspedes.

—Por favor, permitid que os escolte personalmente hasta nuestro campamento. —Dio media vuelta y marchó colina abajo.

Azoun y Vangerdahast se apresuraron a seguirlo. Los humanos advirtieron muy pronto que las piernas cortas de Torg no eran un obstáculo para la velocidad. El rey enano marchaba con paso rápido y vigoroso. El rey observó que, excepto la coraza y la espada, el soberano vestía de pies a cabeza en rojo y negro. Sangre y trueno, pensó.

Por su parte, Vangerdahast estudiaba la disposición del campamento de los enanos. Al pie de la colina se extendía una amplia llanura cubierta de hierba. Las tiendas marrones y todas iguales estaban dispuestas en línea recta. La precisión de las líneas lo asombró porque había pensado que el campamento sería como los que montaban la mayoría de los humanos: un montón de tiendas levantadas sin orden ni concierto con la proximidad como única característica común.

Antes de que los dos reyes y el hechicero llegaran a la primera tienda, vieron al ejército. Centenares de soldados enanos marchaban en formación. La luz del sol arrancaba destellos del brillante acero de las armaduras y de las hojas de las armas. Azoun advirtió, un tanto sorprendido, que los enanos llevaban picas.

—¿Hacen maniobras con todo el equipo? —le preguntó Azoun a Torg cuando se acercaron a una de las compañías. Sabía por experiencia que el calor intenso de principios de verano producía estragos entre las tropas acorazadas.

—¿Cómo esperáis que combatan con el equipo completo si no se ejercitan con las armaduras? —replicó el enano, que se detuvo y miró a Azoun, extrañado.

—Pero… el sol, el calor puede…

—Quizá nos tocará librar la primera batalla en un día soleado —afirmó Torg—. Entonces, los hombres nos lo agradecerán. —Se protegió los ojos para mirar al cielo—. Odio el sol. Demasiado brillante. —Se volvió hacia Vangerdahast—. Veréis, no tenemos tanta luz bajo tierra. Otra razón más para que las tropas hagan maniobras a la luz del día.

—Éste es el primer ejército de enanos que veo armado con alabardas —comentó el hechicero real, después de observar por unos instantes las evoluciones de los soldados—. ¿Por qué se entrenan con picas?

—¿Recordáis que en mis cartas mencionaba a un general humano? —preguntó Torg con un brillo perverso en los ojos oscuros que ninguno de sus huéspedes pasó por alto. Sin esperar una respuesta, Torg añadió—: El humano tenía un conocimiento profundo del tratado que escribió su majestad sobre el uso de las picas en combate. De hecho, lo alabó tanto que también yo lo leí. Muy instructivo.

—¿Tenéis la intención de emplear picas contra los tuiganos? —dijo Azoun, después de agradecer con una leve reverencia y un tanto avergonzado la inesperada felicitación.

—Desde luego.

—Pero los tuiganos son arqueros —exclamó Vangerdahast—. Las picas no servirán de nada si se mantienen a una distancia de ciento ochenta metros y disparan las flechas desde allí. —Señaló a las tropas de maniobra—. Será una carnicería.

—Yamun Khahan nunca se ha enfrentado con las tropas enanas —replicó Torg sin contener la carcajada, al tiempo que descartaba la opinión del hechicero real con un ademán—. Estoy seguro de que las flechas de sus guerreros nunca han sido probadas contra las armaduras forjadas en Tierra Rápida. —El rey se metió dos dedos regordetes en la boca y silbó—. Además, también tenemos armas de largo alcance.

Los capitanes que estaban en el campo de maniobras hicieron una señal a los tamborileros al escuchar el silbido. Los tambores tocaron a redoble, y las compañías formaron una larga fila de tres en fondo. Los soldados de la primera fila se arrodillaron al tiempo que hincaban las picas en tierra para crear una muralla defensiva, y las otras dos filas montaron en un periquete las pesadas ballestas. La destreza de los enanos hacía que la maniobra pareciera sencilla, pero hacía falta tanta fuerza para montar una ballesta que ningún ejército humano habría podido hacerlo con tanta rapidez.

Torg sonrió orgulloso y levantó una mano para transmitir otra señal a los capitanes. Los tambores marcaron otro ritmo. Las tropas enanas desmontaron las ballestas, las engancharon al cinto, y recuperaron las picas. Otro redoble, y los soldados formaron cuatro cuadrados de veinte enanos por lado con las picas listas para responder al ataque.

Azoun, casi absorto por el magnífico despliegue militar, vio que Torg lo miraba esperando una felicitación.

—Impresionante —afirmó el rey cormyta—. Quizá podríais darles unas cuantas lecciones a nuestra tropas.

El Señor de Hierro soltó una carcajada, un bramido profundo que pareció resonar en su pecho antes de atronar en el aire.

—Bien dicho —exclamó al tiempo que palmeaba la espalda de Azoun. Al ver el gesto confianzudo, Vangerdahast decidió que el soberano de Tierra Rápida no le caía demasiado bien.

Torg ordenó a las tropas que volvieran a los ejercicios anteriores. Al ritmo de los tambores y entre el estrépito de las armaduras, los soldados deshicieron los cuadrados para volver a formar las compañías. El Señor de Hierro, satisfecho con el despliegue, llevó a los huéspedes hacia el pabellón en el centro del campamento. Mientras caminaban, Azoun y Vangerdahast contemplaban incrédulos el orden y la limpieza. Las tiendas no sólo estaban plantadas en línea recta formando calles, sino que los equipos los guardaban en pilas e incluso el inevitable basurero quedaba oculto detrás de una empalizada.

Azoun nunca había visto nada parecido al campamento enano. De pronto echó de menos la presencia de Thom Reaverson. El bardo lo habría encontrado fascinante.

—Sigo sin tener noticias de las tropas que envían vuestros aliados de Zhentil Keep —señaló el Señor de Hierro en cuanto entraron en el pabellón. Azoun hizo una mueca al verse tratado como «aliado» de Zhentil Keep, pero, en estas circunstancias, era correcto.

—Ya tendrían que estar aquí —comentó Vangerdahast mientras ocupaba una silla junto a una mesa baja y larga—. Si Zhentil Keep ha cumplido con el pacto, las tropas tendrían que haber llegado anteayer o ayer a más tardar.

Azoun no pasó por alto la preocupación de Vangerdahast. El soberano se acarició la barba canosa. Si Zhentil Keep rompía el compromiso, podía significar que estaban dispuestos a invadir Los Valles. En realidad, pensó, quizá realizaban el ataque ahora mismo.

—Necesito hablar con la reina —le dijo al hechicero—. Puede ser que ella sepa alguna cosa al respecto.

—Ya tendréis tiempo para eso más tarde —intervino Torg, con una expresión de disgusto por la referencia a la magia—. Enviaré exploradores al norte y al oeste. Será suficiente por ahora. —Sacó tres jarras de plata relucientes de una caja y las puso sobre la mesa. Después volvió la cabeza hacia la puerta y gritó algo en su lengua.

Un criado con librea entró en el pabellón cargado con un barril bastante grande. La barba del enano era corta y, a diferencia de Torg, su rostro casi no tenía arrugas. Azoun dedujo por el aspecto que debía de ser muy joven, aunque siempre le había resultado muy difícil calcular la edad de los enanos.

—Bebamos —dijo Torg. Abrió la espita de plata del barril y llenó las jarras. Le dio a cada invitado la suya, y después levantó la propia para proponer un brindis—. Por la destrucción total de los tuiganos. ¡Que los cadáveres de los bárbaros lleguen hasta el cielo!

—Salud —contestó Vangerdahast con voz débil, un tanto asombrado por la brutalidad del brindis. En cambio, Azoun lo secundó entusiasmado. El belicoso juramento del enano le hizo recordar los tiempos vividos con los Hombres del Rey, brindando por la destrucción de la maldad en Faerun.

La cerveza era muy amarga. Vangerdahast bebió muy poco, pero Azoun y Torg bebieron unas cuantas jarras mientras discutían los asuntos militares. Las idas y venidas de los mensajeros eran constantes, y se enviaron exploradores a la búsqueda de la fuerza zhentarim. Pasó la tarde sin que recibieran noticia del paradero de esas tropas.

Cuando anochecía, Torg dejó a solas al monarca cormyta y a Vangerdahast con la promesa de que regresaría tan pronto como averiguara alguna cosa de la patrulla desaparecida. El hechicero aprovechó la ocasión para ponerse en contacto con Filfaeril, pero la reina tampoco tenía noticias frescas de Zhentil Keep.

—La única novedad es que Lythrana Dargor, aquella hermosa enviada que nos visitó antes de tu partida, quizá sea la embajadora permanente de Zhentil Keep en nuestra corte —comentó la reina, que aparecía en el centro del pabellón como una imagen nebulosa—. Sólo tiene palabras de alabanza para vos, majestad. ¿Tú no la encuentras muy atractiva, Vangy? —preguntó la soberana, aunque la ironía iba destinada a su marido.

—Ah, me has descubierto, amor mío —replicó Azoun, que le siguió la broma—. ¿Quién habría imaginado nunca que te cambiaría por una enviada zhentarim?

—Este hechizo requiere de una cantidad de energía que no dispongo para que los dos os dediquéis a estos comentarios —protestó el hechicero al tiempo que se levantaba con aire fatigado—. Con vuestro permiso, si no tenéis más asuntos de estado que discutir, tenemos que acabar.

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