―Vuestra pena será la que he especificado. Serviréis al Dominio como penitentes de acuerdo con lo que nosotros creamos conveniente. Antes, sin embargo, quisiera saber si alguno de vosotros está al tanto de que la oceanógrafa Dione Ferainos Polinskarn falleció la noche anterior.
Hice cuanto pude por parecer sorprendido y rogué que creyeran que mi conmoción era auténtica.
―Sabíamos que estaba enferma, dómine, pero... ―intervino Iulio, pero fue interrumpido.
―No es algo que os concierna. Sólo deseo verificar lo que se me ha dicho. Se sospecha que era una hereje, pero no tuvimos oportunidad de interrogarla.
Oshadu fijó sus ojos en mí y sentí como si me clavasen agujas en el pecho.
―Es preciso que recojamos mayores evidencias relacionadas con eso. Todo lo que se refiera a su testamento debe ser analizado. Por ahora, trabajaréis según se os indique en el Refugio. Traeremos más penitentes antes de que comencemos con los grandes proyectos.
Parecía a punto de ordenar que nos retirásemos cuando se abrió la puerta junto a la tarima y entró el mago mental.
Apenas me había hecho una ligera imagen de él la noche anterior, pero a la luz del día parecía mucho más amenazador y contuve un temblor. ¿Acaso los dos años allí me habían vuelto tan timorato que me sobresaltaban las sombras?
Volví a mirarlo y concluí que no era así. A primera vista su aspecto era el de un thetiano, pero había algo en la forma de su rostro que no me permitía afirmarlo con certeza. Y aquella barba (tupida y puntiaguda, no larga y rizada como las llevaban los haletitas y los tanethanos) no era en absoluto thetiana.
―Illuminatio ―pronunció Amonis con una sutil inclinación de la cabeza.
El mago era su superior, aunque no por mucho. Illuminatio debía de ser su título, aunque nunca lo había oído.
―Hay algo que es nuestra obligación debatir. ¿Has acabado con éstos?
Sus ojos nos recorrieron de arriba abajo; eran tan oscuros que parecían casi negros desde donde estábamos. Se detuvieron en mí y luego en Ravenna. Entonces miró al inquisidor, ordenando que nos retirásemos. Hablaba con un acento que nunca había oído.
―Ponlos a trabajar, decurión ―le pidió Amonis al sacrus que nos custodiaba―. Tratad a las mujeres del mismo modo que a los hombres. Son sólo thetianos.
Para mi sorpresa, el mago mental no reaccionó ante esa frase, pero no tuve oportunidad de ver nada más pues nos obligaron a salir de allí. El decurión nos dejó en el patio, quizá a la espera de que apareciese su superior.
Ravenna me cogió de una manga. Me volví hacia ella y noté en su rostro una tensa mirada.
―Cathan, en caso de que nos separen, sé precavido con el mago mental.
―¿Por qué? ―le pregunté, pues era evidente que lo haría. ¿Por qué estaba tan preocupada?
―Porque es de Tehama ―fue todo lo que pudo decirme.
EL RECUERDO DEL AGUA
Un año después
Las nubes grises anunciaban una tormenta inminente. El cielo, que apenas unos minutos antes había sido todo azul, ahora mostraba nubarrones en más de la mitad de su superficie y, dentro de poco, también el sol desaparecería. El aire cálido y húmedo que las nubes traían había vuelto nuestro trabajo cada vez más incómodo.
Se suponía que Tehama, y no todo Qalathar, era la isla de las Nubes, pero esos grandes nubarrones lo desmentían. Alcé la vista hacia el oeste y observé cómo las nubes se formaban rodeando la mancha púrpura que recorría el horizonte enmarcado por las montañas de Tehama. La Tehama de Ravenna, donde habíamos estado varios meses atrás; no, en realidad ya hacía más de un año que la había ayudado a huir para unirse al mago mental de Tehama, que ella había decidido considerar un amigo. Al menos allí Ravenna podría estar a salvo del Dominio, lo que yo le envidiaba desesperadamente.
―Nos tendrán trabajando hasta el último minuto ―dijo Vespasia con amargura―. Vamos tan retrasados con esto que empiezan a desesperar.
Intenté contradecirla pero sólo llegué a toser.
―Ni lo intentes ―dijo ella―. ¿Puedes decirme por lo menos si he hecho esto bien?
Éramos parte del equipo encargado de nivelar la trinchera hasta darle su forma final y estábamos a unos cuatro metros del frente de la obras. Aunque era una tarea lenta y frustrante, no dejaba de ser mejor que estar en los equipos de excavación o en los de carga. Al menos yo tenía la ventaja de ser agrimensor, de modo que no debía encargarme del trabajo manual, pero las condiciones eran terribles. Además, el proyecto no parecía tener sentido, dado que la tormenta pronto convertiría ese terreno en un lago.
Levanté la mirada un par de veces mientras medía la trinchera y, en cada ocasión, el cielo estaba más tapado.
Sólo cuando comenzaron a caer las primeras gotas de lluvia y el rugido del viento empezó a ahogar el sonido de los picos y palas, los supervisores ordenaron que nos detuviésemos. Cogí mis herramientas, las coloqué en una bolsa y me abalancé sobre la escalerilla más cercana; no nos permitirían dejarlas en las trincheras durante la tormenta, pues podrían quedar sepultadas.
Ya había diez u once personas alrededor de la base de la escalera y tuve que esperar unos minutos hasta que me tocó el turno para subir y salir de allí.
Las montañas desaparecieron tras un manto de lluvia. A lo lejos oí un trueno.
―Yo llevaré tu bolsa de herramientas ―dijo Vespasia emergiendo de la trinchera detrás de mí. Me negué pero ella me la quitó de la mano y comenzó a correr hacia el campamento. Los supervisores se habían marchado tan pronto como dieron la orden de interrumpir el trabajo y para entonces debían de estar ya dentro de la tienda de campaña que compartíamos con otras cuatro personas.
En realidad, llamarla «tienda» resultaba excesivo: apenas consistía en una serie de grandes trozos de tela vieja, estirados por encima de los tres muros de un edificio en ruinas al abrigo del viento. Ni siquiera tenía la altura suficiente para que yo estuviese de pie.
Ya estaban allí dos compañeros cuando yo llegué y me desplomé contra el muro posterior. El resto no estaría muy lejos. Vespasia había clavado sus espadas en una esquina y sacó de su escondite nuestra calabaza con la reserva de agua.
―Bebe un trago ―me ordenó ella―. No discutas. La necesitas.
Los demás asintieron y yo cogí la calabaza para beber un poco. El agua cálida y viscosa que había en su interior era como néctar para mi reseca garganta.
Cuando le pasé la calabaza, Vespasia colocó nuestra improvisada cantimplora contra la entrada de la tienda. Pese a que estábamos situados en contra del viento, era de esperar que cayese dentro un poco de lluvia.
Entonces ya no hubo nada más que hacer, con excepción de recostarse en la penumbra y esperar a que los nubarrones saturaran la isla de Qalathar, inundando los bosques de cedros que nos rodeaban y el bosque surcado por nubes de las tierras altas. Nuestras próximas horas de trabajo se multiplicaban al sumar el esfuerzo de sacar el agua. Además, el estanque formado en la trinchera estaría lleno de insectos y de espantosas sanguijuelas.
―A los supervisores no les gustará esto ―sentenció Vespasia―. Una nueva demora y un par de días para drenar toda el agua.
―He oído que en unos dos días vendrá a visitarnos un superior ―dijo un hombre llamado Pahinu.
Era un sujeto bastante taciturno e introvertido, pero que siempre se enteraba de todo. Solía tener razón con mucha mayor frecuencia que los rumores que corrían, y pensamos que quizá fuera un delator al que se le había prometido reducir el tiempo de trabajo a cambio de tener informados a los supervisores. Con todo, lo tolerábamos porque, como nosotros, había sido oceanógrafo.
―Alguien de Tandaris desea saber por qué motivo la obra va tan lenta aquí, de manera que protestará ante los supervisores y ellos a su vez se quejarán ante nosotros ―sostuvo Vespasia―. ¡Serán condenados!
Incluso después de un año, no había conseguido contener su lengua, que le había merecido muchos más golpes que al resto de nosotros.
―¿Has averiguado algo más? ―le preguntó a Pahinu.
―Otros dos hombres han sido atacados y destrozados por animales anoche ―contó Pahinu con un rastro de temor en el rostro―. Deben de estar escondidos en algún lugar de las ruinas. Sabrá el cielo por qué han venido aquí, ya que no hay animales salvajes en varios kilómetros a la redonda.
―Se están volviendo cada vez más audaces.
―Sí ―asintió Vespasia―. Y los supervisores están demasiado asustados para salir a cazarlos desde aquella vez en que uno de los guardias se fue de paseo y nunca regresó. Los comedores de hombres tienen todas las de ganar.
―Quizá por eso viene un superior. ―Ya tenía la garganta lo suficientemente húmeda para hablar―. Sabéis cuánto les apasiona la caza a algunos sacerdotes, y dudo que hayan tenido oportunidad de practicarla en una ciudad abandonada.
―A mí me sorprende. Por otra parle, no es ningún secreto que existen más ruinas no sólo aquí sino en toda Equatoria.
También eso era verdad. Recordé entonces el miserable viaje que me trajo hasta aquí realizado un año atrás, cuando desembarcamos junto a las ruinas de Poseidonis, una ciudad mucho más grande que Ulkhalinan. Era la primera vez que veía la famosa Poseidonis, aunque contemplar tanta ruina no me produjo otra cosa que tristeza.
―O quizá estén trayendo a sus monaguillos para mostrarles qué aspecto tiene la miseria ―dijo otro e imitó la voz de un sacerdote―: Discípulo, deseo que nos envíes todavía más penitentes.
―Supongo que tienen suficientes en todos los sitios ―sostuvo Vespasia―. Hoy escuché la conversación de unos guardias. Al parecer también sus raciones se han reducido porque la flota pesquera se ha visto muy perjudicada. ¿Qué esperaban si han arrestado a todos los oceanógrafos y a la mitad de los pescadores, y han enviado en su lugar a convictos sin preparación?
Nos miramos con incomodidad. Si la crisis era tan grave como parecía y la obra no avanzaba, los primeros en desaparecer seríamos los esclavos (o penitentes, según le gustaba llamarnos al Dominio) que trabajábamos en él. Nos convertiríamos en bocas inútiles que alimentar.
―No pueden, todavía no ―afirmó Vespasia haciéndose eco de mis pensamientos―. Sí, esto está tardando demasiado, pero si funciona tendrán comida para mucho tiempo.
¿Sería así? Al parecer habían transcurrido tres años desde que se inició la construcción de una red de canales en el interior para bajar agua desde los bosques hasta la llanura, haciendo más sencillas las comunicaciones.
Según había dicho Sarhaddon, algún día todo aquello sería una zona de fértiles tierras cultivables irrigadas por agua proveniente de cientos de pequeños arroyos de las colinas. Qalathar podría convertirse al fin en un lugar útil y productivo... pero eso sería en un futuro muy lejano y ya se había perdido un año más.
Ése era el motivo por el que casi un millar de disidentes tethianos y del Archipiélago habían sido forzados a cavar en este inmenso canal, encauzando las aguas del río Unul y del lago contiguo hacia los lugares donde resultase más práctico. Se requería, por lo tanto, excavar el suelo pedregoso del bosque de cedros y los depósitos dejados por las tormentas, como aquel en el que trabajábamos, cuya agua provenía en realidad más de la lluvia que de las montañas.
El aire dentro de la tienda cerrada se volvía cada vez más enrarecido. Pero no podíamos hacer nada al respecto porque fuera no dejaba de llover. La tela que hacía las veces de techo empezó a hundirse levemente a causa del agua retenida allí. Recé por que hubiéramos colocado suficientes ladrillos en sus contornos como para mantenerla en su sitio.
Tras una o dos horas, el rugido del viento se volvió más suave y al momento oímos una campana convocando a todos para retomar el trabajo. Nos esperaban varias horas más de ingrata labor: rehacer todo lo que habíamos logrado durante la mañana antes de que la lluvia le pusiese fin.
Cuando al fin se puso el sol y nos encaminamos hacia el campamento para tomar una magra comida, el agua inundaba todavía las trincheras a la altura de la cintura. Yo tenía un cardenal en un brazo, producto de un latigazo lanzado indiscriminadamente por un supervisor malhumorado. En ocasiones era difícil determinar quién era más infeliz en aquella situación, si los esclavos o los supervisores sacerdotales que, en lugar de predicar la guerra santa, tenían asignada la ingrata y difícil misión de controlarnos.
La cena consistía en una inconsistente sopa y un poco de pan duro, servidos más o menos en proporción al tamaño de cada esclavo (un inusual acto de lógica de parte de los responsables, aunque no podía decir si resultaba buena idea). Comimos en nuestra tienda, acompañándonos con nuestra ración de agua de la tarde. En el exterior, los últimos vestigios del ocaso tropical desaparecían del cielo y nos dormimos cubiertos de gruesas aunque roídas mantas. Por fortuna, pese a la ausencia de árboles en la zona que rodeaba las excavaciones, en Qalathar nunca hacía demasiado frío. Sin embargo, no teníamos más ropa que las túnicas con las que trabajábamos y nos gustaba contar con una fuente suplementaria de calor.
Un aterrador sonido no muy lejano, un grito abruptamente interrumpido y luego el rugido de lo que era, sin ninguna duda, un tigre me despertaron en medio de la noche. Oí a los guardias maldiciendo y las pisadas precipitadas de varios de ellos buscándolo, pero entonces el sonido se apagó y volví a dormirme. Tendría que sufrir las consecuencias a la mañana siguiente si no descansaba lo suficiente.
Nunca supe el nombre del sujeto desaparecido la noche anterior, lo que no me resultó en absoluto extraño ya que en el campamento éramos más de quinientas personas y un centenar de guardias. El Dominio intentaba mantenernos con vida para terminar la obra, pero el calor, el cansancio y las fieras se cobraban un continuo peaje. Desde que empezamos a trabajar ya habían muerto al menos sesenta personas, veinte en los dos últimos meses.
Fue aquel día cuando, hacia la hora de la pausa para almorzar, llegó el superior mencionado por Pahinu. Estábamos sentados en la tienda listos para comer, asegurándonos de que nadie robase las pocas posesiones que habíamos conseguido atesorar, cuando oímos un grito en lengua haletita proveniente de la torre de observación levantada en el más elevado de los derruidos muros.
―Quizá haya avistado a uno de los condenados tigres ―comentó Vespasia―. Si fuera tras él todo el cuerpo de guardia, seguro que la bestia devoraría hasta al último de ellos.