Observé extasiado durante unos minutos la negra silueta de las colinas que rodeaban la bahía y luego regresé adentro para concluir algunas de las investigaciones que habría terminado si no hubiesen llegado los inquisidores, investigaciones que bastarían para condenarme por el mero hecho de encontrarlas en mi manos.
De haber permanecido allí un poco más, quizá habría distinguido a los inquisidores espiándome desde la terraza de una pensión más alejada de la costa.
El Refugio tardaba en recobrar vitalidad por las mañanas y yo era uno de los pocos que desayunaba en el salón principal. Me gustaba pasar allí las horas del día en que el sol entraba directamente en el patio y las primeras brisas recorrían los pasillos abovedados removiendo el rancio aire nocturno. En poco tiempo, dejarían de soplar, pero entre tanto inundaban el salón de un maravilloso frescor.
Transcurriría todavía un tiempo hasta que alguien me necesitase en la planta superior, y cuando me crucé con un técnico de la manta que estaba reparando una de las fuentes del patio no me negué a ayudarlo.
―La condenada fuente sigue fallando, y no hay nadie más que sepa cómo funciona ―dijo con impaciencia―. ¿Qué es más importante, nuestra manta
Safo
o esta fuente? Por cierto que no tienen nada que ver. ¿Puedes sostener esto, por favor?
El hombre no daba en absoluto la imagen de un técnico naval. De hecho, parecía pertenecer más a las salas llenas de libros de El Refugio que al mundo activo del astillero.
―¿En qué estado se encuentra
Safo? ―
pregunté. Yo sostenía un pequeño martillo mientras él trabajaba en la cañería de alimentación. No sabía con exactitud qué estaban haciéndole a la manta, pero no corría ningún riesgo al preguntarlo.
―Todo va tan bien como podía esperarse. ¡Maldita cañería! ¡Hace tiempo que vengo diciéndoles que es preciso construir una nueva fuente!, pero ésta fue encargada por el antiguo restaurador y le tienen demasiado cariño.
Me hizo sostener la cañería en su sitio mientras él la reparaba. Por lo que pude ver, había más piezas agregadas en sucesivas reparaciones que material original.
―Sí, con
Safo
todo va bien ―admitió unos segundos más tarde―. En uno o dos meses estará listo, y si funciona como debe, pronto tendremos aquí otra media docena de buques. A menos que nos encarguemos de enseñarles a todos los técnicos navales de Thetia cómo efectuar por sí mismos las modificaciones de una manta. En ese caso, todos sabrán cómo hacerlo.
¿Qué estaban haciendo entonces? ¿Sería un cambio menor o quizá algo más importante?
―¿Haréis las pruebas aquí? ―indagué.
―¡Dios Santo! ¡No! ―exclamó mientras trozos de cañería corroída caían en el agua de la fuente en la que trabajaba―. Debo recoger esos trozos o se obstruirá el mecanismo. No, debemos hacer las pruebas en un sitio tranquilo y agradable, donde no exista el riesgo de que nos espíen. Los Scartaris, por ejemplo, tenían hace unos años un brillante técnico que tuvo la ocasión de presenciar una de nuestras pruebas de armamento. No habían pasado cinco semanas cuando descubrimos que su clan había desarrollado exactamente el mismo sistema. Los Scartaris no tienen ningún pudor.
En eso estaba de acuerdo. Mauriz, el único Scartaris que había conocido bien, debía de ser el hombre más despótico con que me había topado, sumándole a eso que no encontraba nada malo en hacer uso de las habilidades o planes de los demás si se acomodaban a sus intenciones. Ahora Mauriz estaba muerto y ya habían transcurrido cuatro años desde el momento en que decidió con mucha ambición rebelarse contra un oponente muy por encima de su categoría.
―De todas formas esto la hará funcionar por un tiempo. Absolutamente simple, y si me permitiesen colocar una cañería nueva, quedaría bien arreglada.
Mientras él recogía sus herramientas, oí que alguien gritaba mi nombre (en realidad, mi nombre falso, Atho).
―Dione se ha levantado y te espera ―exclamó la doctora desde la ventana de la primera planta―. Le he dicho que estás en camino.
―Ya voy.
La doctora volvió a entrar en la habitación y le alcancé al técnico la última pieza de su equipo.
―Protégela mientras esté con nosotros ―me pidió él antes de retirarse―. No veremos a otra como ella durante mucho tiempo. Haz que el clan se responsabilice.
―La protegeré.
Por fortuna no había inquisidores a la vista, probablemente aún estuviesen en sus alojamientos, y nadie se interpuso en mi camino cuando subí la escalera. Arriba habían abierto las ventanas para que entrase la luz del día, y a juzgar por el panorama, podría haberse tratado de un palacio thetiano corriente, con sus patios abovedados y enredaderas trepando por los muros.
Llegué al último tramo de escalones pero su voz me interrumpió y me percaté de que ella estaba de pie ante una de las ventanas de la enorme biblioteca del fondo, una sala con dos intrincados globos terráqueos dibujados en el centro del suelo.
―Cuestiones demasiado provincianas, ¿verdad? ―preguntó ella, apoyada en un bastón de ébano mientras observaba el patio con una concentración casi científica. Me detuve, sorprendido de que se hubiese sentido lo bastante bien para bajar. Quizá se debiera a las drogas mezcladas en su medicina, que reducirían sus dolores al menos durante unas horas más. Sin embargo, eran demasiado peligrosas para tomarlas continuamente.
―¿Provincianas? ―pregunté con torpeza.
―En absoluto comparables con los asuntos internacionales, ¿no es cierto? Rechazaste un trono para colaborar en los pequeños asuntos de este reducto. Pero éste es el nivel en el que realmente se mueve el mundo, ¿entiendes?, cuestiones a pequeña escala como ésta, que, incluso así, no son exactamente dignas de tu talento. ¿Me equivoco?
Dione se expresaba en el thetiano formal de unos setenta años atrás, el dialecto que se empleaba en la corte de mi abuelo, pero todos los dialectos thetianos eran tan fluidos que mi mente los traducía al thetiano formal actual, con los giros de los tiempos de mi hermano. El thetiano era un lenguaje extraño, sujeto siempre a cambios y con dialectos determinados por la edad del hablante, no por su lugar de origen.
―¿Y son dignas de tu talento? ―contraataqué.
―Yo ya he vivido mi vida y ahora es demasiado tarde para volver atrás y cambiar nada. Pero siempre he vivido tan encerrada como ahora. De estudiante en Selerian Alastre fui directamente a la facultad y luego pasé quince años como profesora allí y en el castillo de Polinskarn. No puedo decir que mi vida haya sido muy excitante, aunque disfrutara de mis actividades, salvo por unos pocos viajes aquí y allá, mantenida por el clan. Pero esto ya te lo había contado. Lo importante es que no se trata de un estilo de vida apropiado para ti.
Intenté interrumpirla, pero ella me cortó antes de que mi intervención fuese más que un gesto imperioso.
―Sí, es posible que hayas sido feliz aquí, pero más bien por no haber sido perseguido ni manipulado que por el lugar en sí mismo.
―También era feliz en mi hogar, antes de que esto comenzase.
Mi hogar. Parecía casi tan distante para mí como para ella. ¿Se habían fundido las décadas hasta formar un todo inseparable o quizá su hogar se perdía lejano en el tiempo?
―Te pareció que lo eras ―añadió Dione―, pero según lo que me has contado de ti, ya empezabas a cansarte de Lepidor. Tu padre era demasiado protector, y me has dicho que incluso cuando regresaste pensabas permanecer allí sólo unas pocas semanas.
Recordando todo lo que había sucedido desde entonces, me pareció que, en cierto sentido, mi padre no se había equivocado. Con todo, yo tenía que hacer mi propia vida.
Eso no implicaba que estuviese totalmente de acuerdo con Dione.
―Lo único que deseaba mientras me ofrecían el trono era estar en cualquier otro sitio.
―Quizá así fuera, pero ¿por qué? ¿Porque no querías gobernar o porque sentías que no podías afrontarlo?
―Porque yo no podía hacer lo que ellos pretendían. Hay gente que nace con el don de liderar y organizar. No es mi caso ―respondí molesto por lo que implicaban sus palabras. Era una cuestión que yo casi no había analizado y no estaba seguro del motivo por el que ella lo mencionaba.
―Hay gente que nace para que se le diga qué es lo que debe hacer, y tampoco es tu caso. ¿En qué te convierte eso, Cathan?, ¿no ser ni tiburón ni pececillo?
―¿Es que no existe para ti el término medio?
―El Dominio pagará lo que ha hecho y el mundo pagará con él ―afirmó―. Puedes matar a tantos inquisidores como desees. Preferentemente, a todos hasta acabar con el último monaguillo. Pero ¿cuántas personas sufrirán las consecuencias? Incluso si intentases matar los mínimos, ¿crees que Ravenna sería tan cautelosa?
―Sabías lo que yo planeaba desde el primer día en que llegué aquí, pero aún así aceptaste enseñarme.
Su dureza era comprensible y me constaba que Dione tenía tantos motivos o más que yo para odiar al Dominio.
―Y, como siempre, existe una posibilidad de elegir. Con excepción de los militares o el Dominio, nadie tiene el menor cariño hacia el emperador, y de acuerdo con las leyes de sucesión vigentes tú eres su heredero.
Dione alzó la mano cuando intenté hacer una objeción.
―Olvida las antiguas leyes ―prosiguió―, ahora carecen de valor. ¿Realmente deseas desatar tormentas contra la gente?
Yo era consciente de que, mientras viviese, nunca me vería libre de esa situación. Pasase lo que pasase, siempre habría alguien enfrentado al emperador, alguien que preferiría a otro miembro de la familia real como emperador.
―Si desatar tormentas previene una cruzada, sí ―sostuve asegurándome de que mi voz no expresase la menor indecisión. No era necesario que conociese mis dudas.
―No permitas que tu mente se cierre de esa manera, Atho ―contraatacó―. Una vez que te has convencido a ti mismo de que algo es correcto bloqueas tu pensamiento ante cualquier otra posibilidad. La duda es siempre un elemento positivo.
―Al Dominio parece haberle ido bastante bien con su estructura osificada.
―Así ha sido por un tiempo, pero no durará para siempre ―dijo mientras una campanilla sonaba suavemente en un rincón―. Los inquisidores han despertado. Te agradecería que me ayudases arriba antes de que lleguen aquí. No me gustaría darles una mala impresión.
Afortunadamente, en esta ocasión no vimos a Oshadu. Una pequeña tropa de monaguillos se congregó en el Refugio para revisar los miles de libros en busca de algún título prohibido, mientras los inquisidores centraban sus pesquisas en buscar posibles recámaras secretas.
Tras la reunión matinal, Dione perdió pronto las fuerzas y regresó a la cama, acompañada de forma casi permanente por la doctora. Bajar las escaleras le había costado un enorme esfuerzo y ahora estaba lánguida y exhausta, incapaz de enseñarme nada.
Privado de mi estatus privilegiado de «copista» de Dione, mi posición en la jerarquía del Refugio se volvía tan insignificante como la de una lombriz, en especial ahora que los inquisidores estaban al mando. Una cosa que yo había aprendido ya mucho tiempo atrás era que, respecto a los estudiosos, los oceanógrafos, encargados de cuestiones prácticas, eran agrupados en un plano inferior, junto con los técnicos y los arquitectos. Sólo en las disciplinas teóricas (historia, filosofía, gramática, lógica y demás) podía alguien ser considerado un erudito. Dione, una reconocida hereje, era la excepción.
De modo que me retiré hacia la estación oceanográfica de la laguna en busca de compañeros de inferioridad parecida. Al fin y al cabo, Ravenna y yo nos hacíamos pasar por oceanógrafos y en los últimos dos años nos habíamos habituado a vestir siempre sus túnicas azules.
El Refugio estaba sobre un acantilado, bastante por encima de la bahía, en lo que alguna vez había sido una isla. Cuando las construcciones se levantaron por primera vez estaban conectadas con el continente por un gran rompeolas, que separaba la laguna del mar y brindaba protección a los buques que anclaban allí. Con el paso de los siglos, a medida que éste se ampliaba y fortificaba, surgió en su interior un colosal complejo de edificios.
Cogí el amplio sendero que descendía desde el Refugio hasta la laguna, disfrutando del paseo mientras cruzaba un portal cubierto de clemátides con pájaros que anidaban a la sombra de sus bóvedas. Era una de las pocas partes genuinamente thetianas de aquel edificio, y resultaba tan vulgar, tan veraniega, que al atravesarla era difícil no sentirse contagiado por su encanto. Hacía tanto tiempo que nadie empleaba los portales que las flores se habían abierto camino a su alrededor hasta cubrir todo su contorno.
El sol brillaba desde un cielo de esponjosas nubes blancas, haciendo que incluso la pálida pintura blanca de los cercanos edificios del astillero pareciese reciente. La cúpula de la estación oceanográfica estaba un poco más lejos, de modo que bajé por el sendero a la sombra del inmenso rompeolas, unos doce metros por debajo del nivel del camino. Allí me protegían del sol las numerosas palmeras plantadas en hilera, que presentaban un extraño contraste con la costa desierta.
Un sujeto alto con una roída túnica azul avanzaba desde el astillero en dirección a la estación oceanográfica y me saludó al verme. Se llamaba Iulio y era un instructor enviado por un trimestre desde el Instituto Central de la capital.
―¿Cansado de estar en el Refugio? ―me preguntó cuando convergieron nuestros pasos frente al sencillo complejo Oceanográfico de una planta. Miré a Iulio con curiosidad durante un momento, preguntándome por qué el tono oliva de la piel de sus brazos y piernas había adquirido manchas verdes.
―Hemos tenido problemas con unas algas invasoras ―me explicó con amabilidad―. Enormes matas de una repugnante hierba marina se empeñan en aferrarse a todo. Si permaneces aquí mucho tiempo, acabarás teniendo el mismo aspecto que yo.
No era una perspectiva muy tentadora, pero debía ganarme la vida.
―Dione está enferma y no hay nada que pueda hacer allí arriba.
―Lo he oído ―comentó sonriendo―. Pronto esos condenados inquisidores bajarán también aquí con mil inconvenientes. ¿Crees que Dione tardará mucho en volver a estar en pie y activa?
Asentí levemente y Iulio comprendió mi gesto.
―¿Por qué los buitres no habrán retrasado un poco más su llegada? Sólo lo suficiente para permitirle acabar su vida en paz. Pero me alegro de que contase con alguien a quien confiarle sus conocimientos antes de morir.