Cruzada (3 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Cruzada
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Me moví para recoger los papeles, pero él me detuvo con mucha rapidez señalándome con el dedo.

―Si realizas un solo movimiento más haré que te azoten. Los estudiosos involucrados en investigaciones tan importantes no precisan de ninguna ayuda.

La anciana no se movió.

―Recoge los papeles, mujer, o informaré de tus frases heréticas.

―Ya he dejado de temer tanto a los hombres como a las bestias, escoria ignorante ―respondió ella―. Tu voz es la de un campesino iletrado, no la de Dios. Ahora déjame trabajar.

Pensé que el inquisidor perdería la compostura, pero sucedió algo mucho peor.

―Entonces me veré forzado a concluir que, dado que no obedeces al emisario de Ranthas en Aquasilva, eres una hereje. Desafiar las órdenes de la Santa Inquisición no es otra cosa que herejía. Y como es evidente que estás demasiado débil para ponerte de pie, mucho menos podrás afrontar un interrogatorio, de modo que tu copista deberá responder por ti, ya que no dudo que él estará bien enterado de tus ideas heréticas.

Percibí un ligero temblor en el rostro pálido de la anciana y en el modo en que de pronto se asió a la silla.

―¡No digas nada, Atho! ―me ordenó antes de que yo abriese la boca. Luego se incorporó con lentitud y se agachó sobre los papeles dispersos en el suelo. El inquisidor mantuvo los ojos fijos en mí y yo no osé moverme mientras la anciana los recogía con dificultad para a continuación derrumbarse otra vez sobre la silla, con la piel como un grisáceo pergamino. Apreté la pluma con tanta fuerza que se dobló en mi mano, víctima de mi profunda ira y frustración.

―Bien ―añadió Oshadu suavemente―. Consideraré entonces que, al haber obedecido las instrucciones de un representante de Dios, eres una creyente. No me des motivos para pensar otra cosa.

Al marcharse, no se molestó en cerrar la puerta y sólo oí después sus pasos en las escalera.

La mujer estaba temblando y en su cara se reflejaba apenas una parte del dolor que sentía. Le di una pequeña dosis de la medicina que había en uno de los cajones de su escritorio y, tras unos instantes, se relajó un poco. Tiré de la cuerda de la campanilla que pendía junto a su escritorio, pero pasaría un buen rato antes de que alguien viniese, sobre todo si los demás estaban ocupados con otros monstruos inquisitoriales.

―El libro ―susurró la anciana señalando el suelo con debilidad.

Lo recogí y, casi de inmediato, se desprendió la mitad de las páginas.

―Nos destruirán ―murmuró―. He vivido demasiado.

Un momento más tarde oí pasos en la escalera y una de las doctoras llegó corriendo. Le expliqué lo que sucedía con rapidez y el rostro de la mujer se ensombreció.

Instantes después, con la anciana apropiadamente sedada, seguí a la doctora de regreso a la nave central del edificio. Ninguno de nosotros dijo nada sobre los inquisidores, pero era probable que aún rondasen por ahí.

Desde las cocinas me llegó el olor a comida y me percaté de lo hambriento que estaba. Se acercaba la hora de la cena; quizá para entonces los inquisidores ya se hubiesen marchado.

Por fortuna no exigieron ser invitados a cenar. La comida en el salón fue, sin embargo, demasiado silenciosa, y no pudieron reavivarla ni siquiera los mejores esfuerzos del talentoso chef, quien había sido inexplicablemente atraído hacia uno de los puntos más remotos de la civilización para alimentar a aquel grupo de solitarios eruditos.

Por todas partes podía oír murmullos de protesta. Al parecer, nosotros no habíamos sido los únicos perjudicados. Sentados a la mesa, detrás de mí, había varios especialistas en mantas del astillero de la playa. Todos estaban indignados por el trato recibido.

―Se precipitaron aquí como si fuesen los dueños ―dijo el asistente sentado a un extremo de la mesa y se exaltó mencionando los insultos que había recibido de los inquisidores.

―Es intolerable ―asintió otro hombre―. ¿Hemos protestado ya ante el presidente?

―Llevo años solicitando que se establezcan tropas aquí. ¿Crees que escucharán nuestras quejas?

Dejé de prestarles atención. ¿Cómo podían ser tan ingenuos? No tenían la menor idea de lo que estaba sucediendo, ignoraban por completo las realidades de la vida más allá de aquel remoto escondite en el sudeste de Thetia. Vivían aún según el desaparecido régimen de mi hermano, cuando los clanes podían decidir por sí mismos. Incluso a Litona, probablemente la más tozuda de todos, le parecía todavía imposible que la Inquisición gozase de ningún poder para interferir en su adorado clan.

Recorrí con la mirada las viejas mesas de madera con sus velas parpadeantes, las paredes decoradas de forma grandilocuente con retratos de los presidentes y restauradores Polinskarn, y los negros atuendos que daban a entender el rango académico, y me pregunté qué estaba haciendo allí.

No es que no lo supiese, por cierto. Era el precio que debía pagar por conocer a la mujer que ahora dormía en su pequeña habitación de la planta superior, aproximándose a la muerte cada vez más. Podía durar quizá un mes más, dos como mucho.

Hubiese sido menos tortuoso que muriese antes de la llegada de los inquisidores: según sus propias palabras, ella había vivido cuarenta y un años más de lo necesario. Durante tres décadas en el exilio, había sufrido terribles experiencias, y ahora la paz de sus últimos años iba a ser rota.

―¿Cómo está? ―preguntó Litona desde el otro lado de la mesa, perdiendo la paciencia ante los gestos ampulosos del asistente.

―Dormirá hasta bien entrada la mañana. No conseguirían despertarla ni aunque lo intentasen.

Litona puso ceño.

―El inquisidor parecía dispuesto a disgustarnos a todos, es casi como si intentase causar problemas.

―Eso era exactamente lo que hacía ―afirmé preguntándome por qué Litona había creído necesario decir «casi».

―Quizá sólo le guste hacer ruido. Se trata de un campesino que acabó en la orden equivocada, y lo han mandado aquí para revisar libros. Es evidente que no tenían a nadie más que enviar.

―No creo en absoluto que lo hayan mandado por accidente, lo han escogido para esta misión.

―Eso es absurdo ―advirtió Litona desestimando la idea con un gesto de la mano―. Envían inquisidores doctos para encargarse de los libros.

―¿Por qué harían eso?

Me miró como si fuese idiota.

―¿Por qué? Porque saben cómo conducirse por las bibliotecas y pueden distinguir cuáles son las obras heréticas.

―A la Inquisición no le importa cometer errores. Amonis y Oshadu son fanáticos que no se distraerán en detalles de erudición ni en ninguna otra cosa. Consideran las bibliotecas almacenes de herejía nada más.

―Eso contradice mi experiencia ―respondió Litona de forma cortante―. Quizá suceda así en el Archipiélago, pero no aquí.

―¿Y cuál es la diferencia?

Si pudiera hacerle comprender al menos algunos motivos podría percatarse de lo grave que era la situación en que estábamos...

―Esto es Thetia. El Archipiélago no tiene bibliotecas dignas de nombrar y no hay nadie allí que se oponga a la Inquisición. El Dominio sabe que aquí se enfrenta a una situación diferente, a una tradición mucho más rica.

Suspiré para mis adentros. Había sido una vana presunción suponer que yo podría cambiar algo, convencer a esos valiosos guardianes de la erudición thetiana de que era necesario adaptarse a las nuevas circunstancias. Como todos los thetianos, incluyendo a mi inteligente prima Palatina, creían que su país estaba a salvo de sujetos como los inquisidores. La última vez que tuve contacto con ella, unos tres años atrás, Palatina se había negado a aceptar la realidad del nuevo orden. Sólo los dioses podían saber dónde estaba ahora. Tampoco los eruditos aceptaban los cambios, pero eso no los hacía en absoluto merecedores de la ira del Dominio. Por más que me resultaba imposible hacer algo de forma directa, al menos podía intentar el diálogo.

―¿Acaso eso detuvo las hogueras? ―pregunté con tono deliberadamente provocativo―. ¿Bastó para salvar a Aelin Salaza?

La expresión de Litona se volvió hostil de repente.

―No hables de eso aquí.

―El no mencionarlo no cambia las cosas ―proseguí―. Aelin era inocente de acuerdo con todas las leyes de Thetia, pero el Dominio la ejecutó pese a todo. Olvidarlo no cambiará el hecho de que ha sucedido.

―Mucha gente conocía a Aelin ―empezó a argumentar, pero no le permití continuar.

―Da lo mismo ―intervine―. Era amiga de mi madre. Lo único que digo es que ya no podemos seguir amparándonos en las viejas leyes.

No tenía importancia que yo nunca hubiese conocido ni a mi madre ni a Aelin Salaza. Le debía favores inmensos a la familia de Aelin y el hecho de traer su nombre a colación era un modo de recordármelo a mí mismo.

―Todavía somos los depositarios de los archivos de la Biblioteca Imperial ―sostuvo con tensión mientras se limpiaba la boca con una servilleta―. Me parece que subestimas las lealtades con que contamos, y tras seiscientos años de custodiar los archivos ningún emperador prescindirá de nuestros servicios.

―¿Eso significa que accederéis a obedecer las exigencias del emperador para borrar de la historia las partes que le disgustan, del mismo modo que vuestros ancestros borraron todos los archivos referidos a Aetius el Grande?

―Nosotros preservamos esos archivos de un modo especial ―advirtió Litona―. Quizá hubiese sido mejor obedecer las órdenes del usurpador. Existen versiones de la historia que no resisten un análisis detallado. Incluso el Archipiélago que tanto adoras esconde un pasado más oscuro de lo que podrías imaginar.

―¿Es posible que esos gobernantes del Archipiélago que despreciáis, considerándolos tiranos insignificantes, rescribiesen la historia a la par que la Inquisición?

Eso era algo que me costaba creer, y era plenamente consciente de lo falsos que podían ser los historiadores cuando se lo proponían.

―Quizá un día de éstos lo descubras ―afirmó Litona sirviéndose un poco más de arroz. Su tono de voz determinante daba por concluida la conversación.

Para los resultados que había obtenido, lo mismo podría haber hablado con ella sobre políticas académicas. Me retiré unos minutos después, antes de que acabase la cena.

Los pasillos estaban desiertos; había pocas bibliotecas en esa planta y los que no estuviesen cenando en el salón se encontrarían en sus respectivas habitaciones, demasiado ocupados para ser distraídos por lo que fuera que se estaba discutiendo.

¿Qué había querido decir Litona? La historia no era algo que me importase demasiado, excepto cuando estaba involucrada mi propia familia, y en esta ocasión apenas servía para otra cosa que para lamentarse. En el Archipiélago ocupado por el Dominio existían muchas cuestiones más urgentes a considerar que decidir quién había escrito la versión más certera del pasado.

Vagué por un extraño recinto escalonado donde se habían conjugado dos plantas de edificación diferentes, y luego subí unos tramos hacia la terraza en busca de un poco de aire fresco que compensara la atmósfera densa y cerrada del salón.

Era una noche cálida, ligeramente nublada, pero nada excepcional. Salvo por la estación lluviosa, existían pocas variaciones en el clima de este país, en el que las estaciones apenas se diferenciaban. La terraza era un espacio vacío de forma casi triangular, pavimentado y con un parapeto. A un lado podía verse la laguna y al otro el mar. Hubiese sido un sitio más agradable de tener árboles y una fuente, pero era tal el continuo azote de los vientos agitados por las olas que ningún árbol podía crecer allí.

El mar era esa noche una incansable masa de pequeñas olas nunca lo bastante grandes para que su parte superior se tiñese de blanco, pero la brisa proveniente de la costa era suave y estaba impregnada de la tibia humedad de los bosques de las islas.

Me senté en el antepecho que daba a la laguna, mirando hacia el agua y distinguiendo la fantasmal silueta de las mantas alumbradas por las luces de los astilleros. Sólo había dos, y una estaba atada fuera del amarradero, sin duda para que los técnicos probaran algunas modificaciones que le otorgarían medio nudo más de velocidad o aumentarían un poco el poder destructivo de sus armas. La otra manta debía de pertenecer a los inquisidores. ¿Habrían traído consigo a todo un regimiento de religiosos? Sería imposible trabajar si sus monaguillos merodeaban por cada sala escrutando cada anaquel y cada papel buscando indicios de herejía.

Sobre todo considerando la gran cantidad de material herético que había allí. Mientras que para el Dominio un hereje era todo aquel que se opusiese a sus intereses, existía también otro término para designar a alguien todavía más contaminado por la influencia del mal. Seguir creencias diferentes era ya bastante malo, pero originar esas creencias diferentes era mucho peor. Los culpables de semejante pecado eran «heresiarcas», y los espantosos castigos a los que se los sometía eran proporcionales a la originalidad de sus prédicas.

No me atrevía a imaginar la reacción de Oshadu o Amonis si comprobaran que había allí dos heresiarcas oficialmente declarados. En especial porque yo era uno de ellos y porque se trataba, además, de un honor bastante solitario. El viejo temor a ser descubierto del que me había librado durante más de un año volvía a acompañarme, una horrenda sensación en la boca del estómago que sólo se acentuaba al pensar en lo que había ocurrido poco antes. Cómo podía alguien ser tan cruel con una mujer moribunda de setenta y nueve años era algo que superaba mi capacidad de comprensión. Pero yo sabía de qué eran capaces los inquisidores.

Me cogí con firmeza al parapeto, intentando parar en mi mente la perspectiva de las amenazas de Oshadu: la mujer gritando en el poste al ser devorada por las llamas y mi propia sensación de impotencia al sufrir los instrumentos de tortura de los inquisidores. Ya habían sospechado de mí, y apenas habían transcurrido unas horas.

Lo peor de todo era que yo necesitaba todo el tiempo que la anciana pudiese dedicarme. Quizá fuese algo egoísta por mi parte, pero presentía que mi presencia allí, la conciencia de que todo lo que ella había descubierto no se desvanecería tras su muerte, era lo que la había mantenido viva durante el último par de años. Con todo, aún le quedaba mucho por decirme, por explicarme. Había sacrificado mucho para ir allí a aprender con ella. Comprobar que todo eso había sido en vano sería tan terrible como cualquier castigo que pudiesen imponerme los inquisidores.

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