―Ojalá los soldados fuesen en realidad tan incompetentes ―añadí.
Las muchas mujeres que había podían agradecer que estuviésemos custodiados por soldados de Ranthas, sacri de rango inferior obligados a los mismos votos de pobreza y castidad que los demás.
―Creo que cien guardias incapaces de enfrentar a un único grupo de tigres sarnosos resultan, de hecho, bastante incompetentes.
―Los tigres ya no están sarnosos, por lo menos no después de los platos que disfrutan últimamente ―sostuvo alguien más, pero nadie estaba con ánimos para el humor negro.
Oímos un grito de respuesta de más abajo y luego una fugaz conversación en voz alta. Momentos después comenzó a sonar la campana y le siguieron gritos de los supervisores urgiéndonos a volver al trabajo.
―Alguien viene de visita ―dijo Vespasia engullendo lo que quedaba de su comida―. Apuraos, aquí tenéis el agua, acabadla.
Para cuando llegaron los dignatarios, fueran quienes fueran, nosotros ya estábamos otra vez trabajando en medio de un calor insoportable. Nos otorgaron el justo e inevitable descanso de dos horas durante el momento más sofocante del día, lo mínimo que podían hacer si no pretendían perder más trabajadores. Corría el rumor de que no podían permitirse traer más esclavos aquí. También es posible que no deseasen malgastar más guardias, algo difícil de evitar si llegaban nuevos trabajadores. O quizá (y ésta era la peor opción de las tres), los demás esclavos habían sido asesinados para ahorrar comida. Ésa era una posibilidad que no me atrevía a imaginar.
Mientras marcaba la línea recta que debían seguir los trabajadores oí ruedas de carros y cascos de caballos; sólo unos pocos, a juzgar por el sonido. Midian, el exarca haletita, se había rodeado de compatriotas que insistían en conducir sus carros hacia Qalathar sin importar el terrible estado del terreno. Los sacerdotes estaban exentos del voto de pobreza, pero no de protestar por la falta de un hipódromo en Tandaris.
A medida que los carros hacían un alto, oí frases entrecortadas en lengua haletita e intenté sin éxito deducir qué estaban diciendo. Yo sabía un poco de haletita, lo suficiente para traducir las órdenes, pero en ningún caso lo necesario para comprender una conversación. Si no me equivocaba, alguien no estaba feliz. Me pareció que era el sacerdote a cargo del campo, un haletita parecido a muchos de sus hombres.
Tras unos instantes volvió a oírse el sonido de las ruedas, ahora a un ritmo más tranquilo (estarían llevando los caballos a beber a algún manantial de las ruinas).
Pero no tuvimos tiempo de oír nada más, pues un supervisor se acercó chapoteando en el barro que cubría el centro de la trinchera. Era un qalathari reconvertido en fanático religioso para sobrevivir, que por lo general se comportaba como un sujeto bestial de pésimo carácter, pero que ahora era la viva imagen de la sobriedad y la competencia y mantenía la disciplina entre nosotros con una mirada de halcón. Sólo vestía una túnica con falda a cuadros, pero no por eso yo envidiaba a los soldados que nos observaban desde arriba metidos en sus armaduras a medida.
Cruzando la trinchera a intervalos regulares se habían construido puentes de madera que permitían el paso y, lo que quizá fuese más importante, les permitían a los supervisores pararse y mirar desde allí. Fue en el puente más cercano a nosotros donde se detuvo el grupo de dignatarios unos minutos más tarde. Me aseguré de no mirar hacia ellos, pues había grandes posibilidades de que alguno me conociese.
Mientras me movía siguiendo la línea recta de la trinchera, hundiendo varas en el terreno para marcar el contorno de la zona más profunda, oí que en el puente se alzaban las voces discutiendo. Definitivamente, uno de los que reñían era el comandante del campo, pero al menos uno de sus oponentes no sonaba como un haletita. Su voz poseía una inflexión singular que yo conocía muy bien: el acento de un aristócrata thetiano que ha aprendido la lengua cortés del Archipiélago que se empleaba cuarenta años atrás, con todos sus giros y expresiones diferentes.
Pero ¿qué hacía allí un thetiano? Estos eran aliados del Dominio, pero, por el poder de Ranthas, ¿qué motivo tendría ningún thetiano para visitar los trabajos de irrigación? El emperador había determinado que el interior de Qalathar pertenecía en exclusiva al Dominio. ¿Por qué tendrían entonces el emperador o su virrey deseos de interferir?
El comandante pareció irritarse cada vez más, pero el tono del thetiano nunca se levantó. Oí las palabras «penitentes» y «equipos de reserva» pero no pude descifrar riada más.
No hasta que la discusión concluyó e irrumpió otra voz que me era definitivamente familiar y hablaba la lengua del Archipiélago.
―Se necesitan cincuenta penitentes que tengan experiencia trabajando bajo el agua ―solicitó―. Hay un trabajo urgente para hacer en una de las represas del oeste. No es más peligroso que lo que estáis haciendo ahora, pero es bajo el agua y os permitirá libraros de esto durante un par de meses.
Vespasia y yo intercambiamos miradas.
Nunca os ofrezcáis voluntarios de nada.
Se produjo un silencio. No podían haber muchos allí capacitados para realizar lo que se pedía. Todos los thetianos y habitantes del Archipiélago poseían la habilidad de respirar bajo el agua. Eso requería haber sido aclimatado durante la infancia, algo que sólo los thetianos consideraban esencial. Pero la experiencia trabajando bajo el agua era algo muy diferente. Marineros, albañiles, constructores de navíos, buzos de coral, oceanógrafos... No había muchas otras profesiones que brindasen semejante experiencia, y yo dudaba de si las tres primeras estarían representadas entre la gente allí congregada: eran actividades demasiado valiosas para desperdiciarlas en un sitio como aquél.
―Sí, sé lo que estáis pensando ―volvió a oírse la voz―. Que ninguno de los que se ofrezcan voluntarios volverá a ser visto jamás. A decir verdad, el proyecto resulta más urgente de lo habitual. Si la represa falla, puedo garantizaros que permaneceréis aquí durante los próximos cinco años.
Otro hombre interrumpió al haletita y, tras un breve intervalo, añadió:
―De modo que los que estén capacitados para trabajar bajo el agua podréis culparos a vosotros mismos si eso sucede, y todos los demás sabrán quiénes han sido los responsables.
¿Podíamos creerle? Clavé la mirada en la masa de sucios y embarrados esclavos de la trinchera, los muros de tierra extendiéndose durante varios kilómetros a nuestras espaldas y la poco amable perspectiva del trabajo que teníamos por delante. Como Vespasia, que era mitad del Archipiélago pero había sido educada en Thetia, yo podía respirar con igual facilidad en el aire como en el agua.
―Cathan ―me susurró ella con tono serio de advertencia―, nunca les creas.
―¿Por qué otro motivo buscarían gente que respire bajo el agua?
―¿Para encontrar el tesoro de alguna barcaza hundida en lo más profundo del mar Interior?, ¿para infiltrarnos en algún escondite secreto herético? Dudo que haya un motivo ulterior como matar a todos los que respiren bajo el agua, pero incluso si estuviesen diciendo la verdad... ¿Qué vendría después? Hay extensiones de agua en las que nadie en su sano juicio se aventuraría a nadar.
―Vespasia, escucha lo que tú misma estás diciendo ―objeté―. Sí, quizá estén mintiendo, pero ¿acaso eso sería peor que lo que nos sucede aquí? ¿tenemos alguna garantía de que no se producirá otra crisis en el momento preciso en que acabemos este canal o incluso de que él diga la verdad y la represa nos condene a permanecer aquí?
―Tú sólo quieres volver un poco al agua ―me dijo ella con expresión resignada―. Estoy de acuerdo contigo en eso y, al menos, sea donde sea que nos lleven, será algo nuevo por un tiempo.
No mencioné que el hombre que nos había convocado conocía mi cara, y que si estaba aquí no cabía duda de que había cambiado de lado desde nuestro último encuentro. Nos volvimos hacia el puente.
―Nosotros podemos hacer trabajos submarinos ―gritó Vespasia.
Con lentitud, vimos cómo otros cuatro o cinco hombres y mujeres levantaban las manos. Uno de ellos, cosa bastante desconcertante, Iúe Pahinu.
―Entonces escalad la trinchera ―ordenó el segundo thetiano―. Traed vuestras herramientas. Vosotros también, supervisores ―añadió señalándonos a Vespasia y a mí.
Abandonar el canal por largo tiempo (o al menos eso era lo que yo esperaba) no me dio alegría; sólo un ligero malestar en el estómago mientras me preguntaba si no acababa de cometer un grave error.
Al llegar arriba de la trinchera miré a mi alrededor y descubrí un grupo de carros detenidos al abrigo de las ruinas y unos veinte esclavos junto a un destacamento que los custodiaba. La mayoría de esos soldados eran haletitas, excepto dos, y pestañeé varias veces para convencerme de que no estaba viendo visiones. Supongo que podría haberme anticipado a su presencia, pues había allí también emisarios thetianos, pero distinguir a los guardias imperiales thetianos con festones en sus cascos sin tener a su lado almirantes o ministros era algo inesperado, por no decir más.
El grupo de visitantes salió del puente y se nos acercó, permitiéndome observarlos por primera vez. Conocía ya al comandante y a sus asistentes, pero con ellos había dos imponentes sacerdotes haletitas con magníficas barbas relucientes. Ambos pertenecían a la nobleza, lo que resultaba evidente incluso sin que hubiera sirvientes inclinándose a sus pies.
Los últimos dos hombres eran sin duda thetianos y parecían menos incómodos que los haletitas, aunque se encontraban bastante tierra adentro. Como Qalathar, Thetia era un territorio húmedo que en general carecía de ciudades o poblados alejados de la costa. Los dos haletitas parecían notablemente a disgusto, pero no sentía por ellos ninguna compasión.
―Muchas gracias ―dijo el hombre que había reconocido mientras nos examinaba de forma superficial. Era la primera vez que alguien, exceptuando a algún esclavo compañero de desgracias, me daba las gracias por algo en casi cuatro años―. Tenemos dos temas más de los que encargarnos, así que subid a los carros. No intentéis escapar; sabéis que no tiene sentido.
Nos dio la espalda y comenzó a alejarse en dirección a un puente más lejano. Entre tanto, los soldados nos llevaron junto a los otros esclavos. Los que custodiaban a los prisioneros no eran servidores eventuales de segundo grado pertenecientes al ejército local, sino guardias de élite, con armaduras y armas de bastante mejor calidad. Los dos thetianos se mantenían aparte, haciendo evidente su incomodidad, pese a que sus armaduras a medida eran mucho más ligeras que las de los haletitas.
Los esclavos reunidos allí dieron señales de notar nuestra presencia pero no dijeron nada. Al menos en ese lugar estábamos a la sombra y disfruté de estar unos instantes a resguardo del sol. Si en realidad nos dirigíamos hacia las tierras altas, el clima sería mucho más frío y, con algo de suerte, más húmedo. A pesar de la exuberancia de los bosques de cedros, donde estábamos llovía muy poco y el suelo era seco y polvoriento. Aborrecía además sentirme sucio, y el polvo parecía meterse siempre en los rincones más recónditos.
Nuestro descanso a la sombra fue fugaz y no pasó mucho tiempo hasta que llegaron los dignatarios, que ahora lideraban un nuevo grupo integrado por cuatro esclavos (según mis cálculos ya éramos treinta). Los conductores de los carros cogieron a los caballos que reposaban en las ruinas y volvieron a atarlos a los vehículos. No es que yo fuese muy bueno juzgando caballos, pero me parecieron animales robustos, casi todos pertenecientes a la raza común de crin parda. El carro más adornado estaba tirado por cuatro corceles blancos y deduje que serían los de los oficiales haletitas. No parecía que nuestra comitiva fuese particularmente importante.
―Tres de vosotros en cada carro. ¡Ahora! ―gritó el segundo thetiano transmitiendo la orden de los superiores haletitas.
«¡Qué manera más torpe de proceder!», pensé mientras nos dividían y aseguraban los lazos de nuestras muñecas amarrándolos al carro. Pero otro de los esclavos me aclaró que no lo hacían para prevenir que escapásemos, sino para que no saliera por los aires alguien poco habituado a los saltos de los carros.
―Son carros de infantería ―dijo Vespasia mientras un soldado haletita se subía a uno y cogía las riendas―. Algunos soldados los conducen durante las batallas y los abandonan tras el primer ataque. Es una táctica muy eficaz.
Eran los carros más grandes que hubiese visto jamás. Me hundí hacia atrás cuando comenzamos a movernos, pero logré mantener el equilibrio cuando los corceles aceleraron. En pocos minutos se perdieron de vista los campos de trabajo, y las ruinas de Ulkhalinan quedaron ocultas tras la arboleda. Entonces nos volvimos en dirección noroeste siguiendo la línea del contorno del valle, acompañando el estrecho y zigzagueante arroyo que proveía de agua al campamento.
Mientras avanzábamos rumbo a un incierto destino en las montañas, no pude evitar preguntarme si la suerte me había jugado una buena o una mala pasada al volver a cruzarme con Ithien Eirillia y qué estaría haciendo el siempre desafiantemente republicano gobernador de Ilthys en semejante compañía.
Cuando alcanzamos la orilla del poco caudaloso río Maktau, ya éramos cincuenta y siete los esclavos a bordo de los carros, y el sacerdote haletita a cargo se encontraba de un excelente humor. Según averigüé entonces, se llamaba Shalmaneser y pertenecía a una familia de la nobleza menor. Había ascendido de rango uniéndose al Dominio y ahora era capellán en el templo de Tandaris.
Al parecer, Shalmaneser no tenía ni el más mínimo conocimiento sobre represas, pero eso no se consideraba un problema. El primer thetiano y el otro haletita eran ingenieros y las cuestiones técnicas eran su especialidad.
El valle de Maktau se parecía a cualquier otro del interior de Qalathar: era bastante estrecho, con pocas laderas empinadas cubiertas de cedros y sotobosque. Éste era en general marrón o amarillento a causa del fuerte calor estival y con aspecto de no estar en buenas condiciones. Lo único con buena apariencia era el sólido fuerte de piedra, construido sobre un montículo artificial cercano al río y dotado de muros notablemente elevados.
Según pude comprobar cuando los carros se detuvieron en el exterior de la puerta principal (que parecía casi pequeña dado lo monumental de los muros circundantes), el fuerte era bastante antiguo y había sido destruido o derrumbado alguna vez y reconstruido en tiempos recientes con piedras más pequeñas.