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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (26 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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Tenía que conseguir normalizar sus noches.

Tenía que dormir.

Los dedos corrieron por el teclado: www.fbi.gov.

Fue pulsando hasta llegar a una página con una retrospectiva sobre la institución. Sobre todo porque no sabía exactamente qué buscaba. Bajo una foto de una Star Spangled Banner ondeando, aparecía John Edgar Hoover retratado como un jefe eficaz, democrático y, en lo político, modélicamente neutral, y que ejerció como tal a lo largo de casi medio siglo. Incluso ahora, bien adentrado un nuevo milenio, más de treinta años después de que el pervertido director por fin exhalara el último suspiro, se lo aclamaba patrióticamente como el creador, responsable y visionario del FBI moderno, la organización policial más poderosa del mundo.

Sonrió. Se pilló a sí misma riendo.

El entusiasmo. La confianza en sí mismo. La indoblegable soberanía estadounidense que se contagiaba tan rápidamente. Ella era joven, estaba enamorada y casi se convirtió en uno de ellos.

El cuaderno seguía cerrado.

Pulsó el vínculo con «The Academy». La fotografía del inmueble, encerrado en un hermoso parque con árboles amarilleados por el otoño, hizo que se le tensara la tripa. Inger Johanne no quería recordar Quantico, Virginia. Se negaba a imaginarse a Warren caminando ágilmente por el aula, no quería recordar cómo le caía sobre los ojos el prominente flequillo gris cuando se inclinaba sobre los estudiantes, sobre ella con más frecuencia, mientras citaba a Longfellow y guiñaba el ojo derecho con el último verso. Inger Johanne lo oía reírse, burda, violenta y contagiosamente; incluso la risa era norteamericana.

El cuaderno seguía sin abrir.

Abrir el cuaderno con las peligrosas direcciones sería como echar hacia atrás el tiempo. Llevaba trece años encapsulando los meses que había pasado en Washington, las semanas en Quantico, las noches con Warren, los picnics con vino y baños desnudos en las pozas del río y el catastrófico e innombrable suceso que finalmente lo destruyó todo y que casi acaba con ella. No quería hacer esto.

Levantó el cuaderno amarillo. No olía a nada. Rozó la espiral con la punta de la lengua. Metal frío y dulce.

La fotografía de The Academy cubría media pantalla.

El auditorio. La capilla. Hagans Alley. Días agotadores, noches de cerveza. Cenas con amigos. Warren, siempre retrasado, desconcentrado mientras se tragaba una pinta. No se retiraban al mismo tiempo, dejaban pasar varios minutos entre uno y otro, para que nadie comprendiera nada.

El cuaderno seguiría sin abrir. Era innecesario.

Porque recordaba.

Ahora ya sabía qué era lo que había estado buscando desde que Yngvar llegó a casa la noche del 21 de enero, hacía exactamente un mes, y le habló del cadáver sin lengua de Lørenskog. La historia la había rozado, sólo leve y difusamente, como las telarañas de un oscuro desván. La había incordiado al morir Vibeke Heinerback y se le había aproximado amenazadoramente cuando encontraron a Vegard Krogh hacía día y medio, muerto con un bolígrafo de diseño profundamente clavado en la cuenca del ojo.

Ahora ya estaba aquí.

Había bastado con una ojeada al cuarto secreto y olvidado.

Ragnhild se puso a llorar. Inger Johanne se metió el cuaderno en el bolso, salió raudamente de las páginas que había visitado en Internet, borró el
logg
y se puso el abrigo, ya saliendo.

—Vaya —dijo Line, ahora vestida—. ¿Ya te vas a ir?

—Mil gracias por la ayuda —dijo Inger Johanne, y le dio un beso en la mejilla—. Tengo que irme ya. ¡Ragnhild está llorando!

—Pero podrías…

La puerta se cerró.

—Por Dios —murmuró Line Skytter, que se encaminó de vuelta al salón.

Nunca había visto a su amiga tan alterada.

La tranquila, bondadosa y previsible Inger Johanne.

La aburrida Inger Johanne.

Mats Bohus llevaba ya un mes en el hospital. Exactamente. Le gustaban los números. Los números nunca se peleaban. Las fechas se sucedían, fina y ordenadamente, sin que hubiera nada que discutir. Habían transcurrido cuatro semanas y tres días desde que llegó. Eran las siete menos cinco de la mañana cuando por fin llegó a la entrada. Se había pasado toda la noche deambulando por Oslo. Un gato lo había seguido durante el último trecho, desde Bislett, donde había pasado un rato de pie mirando hacia su propia ventana. No había nadie allí arriba. Oscuridad total. Por supuesto que no había nadie, el piso era suyo y vivía solo. Estaba completamente solo y el gato era gris. Maullaba. Mats Bohus odiaba a los gatos.

Era obvio que acabarían viniendo.

Él no leía los periódicos.

No tal y como se había puesto todo. Era como si la nieve no quisiera dejar de caer. Por la noche, mientras los demás dormían, podía sentarse a mirar cómo bailaban los copos en la luz nocturna. En realidad no eran blancos. Más bien grises, o azul fosforescente. De vez en cuando venía alguien a echarle un ojo. Decían que no nevaba. Cosas que decían ellos.

—Mats Bohus —le dijo el hombre corpulento—. Éste es tu abogado: Kristoffer Nilsen. Al doctor Bonheur ya lo conoces. Mi compañero se llama Sigmund Berli. ¿Necesitas alguna cosa?

—Sí —respondió él—. Necesito mucho.

—Me refiero a si quieres un café o algo así. ¿Un té?

—No, gracias.

—¿Agua, quizá?

—Sí, por favor.

Stubø le sirvió agua de una garrafa. El vaso era grande y Mats Bohus lo vació de un solo trago.

—Esto no es un interrogatorio corriente —dijo el policía—. ¿Vale? Todavía no estás acusado de nada.

—Está bien.

—Si más tarde se quisiera presentar una acusación contra ti, se tendrían en cuenta todas las consideraciones concernientes a… tu enfermedad. Se las cuidaría. Ahora mismo lo único que quiero es hablar contigo. Conseguir unas respuestas.

—Comprendo.

—Por eso está aquí tu médico y, por si acaso, hemos convocado al abogado Nilsen. En caso de que no te gustara… —Yngvar Stubø sonrió—. En caso de que no te gustara podrías cambiarlo. Más tarde. Si fuera necesario.

—Sí.

—Tengo entendido que descubriste bastante tarde que habías sido adoptado.

Mats Bohus volvió a asentir. El hombre que se llamaba Stubø se sentó frente a él, en el sitio del médico. Tras el escritorio del médico. Resultaba irreverente. Era una mesa privada, con las fotografías de su mujer y sus tres hijos en un marco de plata. Alex Bonheur estaba sentado en el marco de la ventana. Tenía pinta de estar incómodo. Detrás de él, a través del cristal, Mats Bohus veía cómo el día llegaba a hurtadillas, con una claridad gris y mate.

—¿Podrías, hablar un poco de eso?

—¿Por qué lo pregunta?

—Me interesa.

—En realidad creo que no.

Mats Bohus había cogido la torre al entrar. La escondía en la mano derecha.

—Que sí. La verdad es que sí me interesa —admitió el policía.

—Está bien. Soy adoptado. No supe nada hasta los dieciocho años. Cuando murió mi padre. Ese mismo día. El cumpleaños. No hay mucho más que contar…

—¿Te… chocó? ¿Sorprendió? ¿Dolió?

—No estoy seguro —dijo Mats Bohus.

—Inténtalo.

—¿Intentar qué?

—Notarlo. Lo que sentías —sugirió Yngvar.

Mats se puso de pie. Los ojos de esos hombres le quemaban el cuerpo, del mismo modo que las miradas lo abrasaban fuera a donde fuese. Todos lo miraban fijamente, menos Alex, que sonreía débilmente asintiendo con la cabeza. Mats se tiró del jersey.

—No sé cuánto sabe sobre mi enfermedad —dijo cruzando la habitación—. Pero para que lo sepa, tengo más que suficiente con los sentimientos que abrigo ahora mismo. Más que suficiente. No puedo decir que me esté impresionando mucho.

—¿No? ¿Hay algo en particular que te decepcione? —apuntó Yngvar.

—No sé si me da la gana seguir aquí.

Mats había llegado hasta la puerta. Puso una mano sobre el pomo. Con la otra mano la abrió lentamente. Se quedó mirando la torre negra.

—El arte de la estrategia no me es del todo desconocido —dijo—. Y su estrategia apesta.

Stubø sonrió y le preguntó:

—¿Tienes alguna propuesta de cómo puedo mejorar?

—Deje de tratarme como a un idiota.

—No era mi intención. Si te he tratado como a un idiota, te pido disculpas. —Yngvar Stubø no convenció a Mats.

—Lo está volviendo a hacer.

—¿El qué? —preguntó Yngvar.

—Adopta el tono ese. El tono de «pobre monstruo».

—Corta el rollo.

Stubø se levantó. Se acercó a la mesa. El policía era igual de alto que él. Movió el alfil.

—Eso está fatal —dijo Mats.

—¿Fatal? Eso lo decido yo.

—No, es una partida dada. La jugada de apertura de…

—Nada está dado, Mats Bohus. Eso es lo fascinante de todo juego.

Mats Bohus soltó el pomo. Le dolía la cabeza. El dolor solía aparecer sobre esta hora del día. Cuando el lugar despertaba y había demasiadas personas. La habitación estaba repleta. El abogado estaba en un rincón con las manos a la espalda. Se elevaba sobre los dedos de los pies y se dejaba caer. Arriba. Abajo. Parecía más un policía estresado que una persona puesta allí para ayudarlo.

—Sé lo que está haciendo —le dijo Mats Bohus a Yngvar Stubø.

—Estoy intentando mantener una conversación.

—Chorradas. Está intentando generar confianza. Hablando de cosas que no son peligrosas. De modo introductorio, simplemente. Quiere crear un ambiente relajado. Hacer que me sienta seguro. Que crea que en realidad está intentando ayudarme.

—Estoy intentando ayudarte.

—Mucho. Me va a coger, por supuesto. Cree que ese estilo afable le va a dar beneficios. Poco a poco se acercará al núcleo del asunto. Ése… —un dedo índice, rechoncho y con pliegues, vibraba en dirección a Sigmund Berli— acabará siendo
the
bad guy
, si su táctica de amabilidad no funciona. Bastante fácil de desenmascarar.

El policía tenía un corte justo detrás de la oreja. La costra parecía una Y, como si alguien hubiera empezado a tallar su nombre sobre el cráneo pero a último momento se hubiera arrepentido.

—Es tu opinión —señaló Stubø.

—Esto no es más que una chorrada —dijo Mats Bohus.

La torre estaba chapada en plata en torno a las almenas. Un hombre diminuto de rodillas apuntaba con una ballesta desde una de ellas. Mats se puso a toquetear el soldado en miniatura con cuidado.

—¿No recuerdas lo que te he dicho cuando has llegado?

—Sí.

—¿Qué? ¿Qué es lo que he dicho?

Yngvar Stubø se quedó mirando al joven. Ya no daba la impresión de tener intención de irse. La puerta seguía cerrada y Mats Bohus volvía a mirar de frente al resto de los hombres.

—Has dicho que no te arrepentías de nada.

—Justo. ¿Cómo lo ha interpretado?

—Como una confesión.

—¿De qué?

—De eso no estoy del todo seguro.

—Yo la maté. A eso me refería.

El abogado abrió la boca y dio un paso al frente mientras elevaba el brazo en señal de advertencia. Después, de pronto se detuvo, la mandíbula se le cerró con un golpe audible. El doctor Bonheur estaba sentado sin expresión y con los brazos cruzados sobre el pecho. Dio la impresión de que Sigmund Berli se iba a levantar, pero cambió de idea con un suspiro y se reclinó en la silla.

Nadie dijo nada.

Mats Bohus cruzó la habitación y se sentó en el profundo sillón de invitados. Yngvar lo seguía con los ojos. Había una curiosa estética en el modo en que el hombre se movía. Se mecía. La grasa rodaba ondulada hacia delante, sinuosamente, como una ballena de las profundidades.

—Maté a mi madre.

Ahora la voz había cambiado. Todo en el hombre daba a entender que había pasado por un enorme esfuerzo. La cicatriz sobre el labio superior estaba más roja, más tensa; se la humedecía con la lengua. Los brazos caían lacios a ambos lados del sillón.

Todos continuaron callados.

Yngvar también se sentó. Se inclinó sobre la mesa de trabajo.

Mats Bohus aparentaba tener menos de sus veintiséis años. Apenas se le insinuaba algo de barba. La piel era limpia. No tenía granos ni cicatrices aparte del ancho tajo rojo sobre la boca. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—No quería tener nada que ver conmigo —dijo—. No me quería cuando nací, y no me quería ahora. En sus programas…, en las entrevistas decía que nunca podía salir nada malo de reunir a las familias. Todo el mundo recibía la ayuda de Fiona Helle. A mí, en cambio, a su propio hijo, podía darle tranquilamente la espalda. Había mentido. No quería nada conmigo. Nadie quiere nada conmigo. Yo tampoco quiero nada conmigo mismo.

—Tu madre te quería —dijo Yngvar—. Tu verdadera madre, y tu padre. Ellos te querían.

—Pero no eran de verdad. Según se vio.

—Eres demasiado listo como para creer realmente en eso.

—Están muertos —recordó Mats.

—Sí. Eso es verdad. —Yngvar vaciló un segundo antes de continuar—. Los demás, ¿qué pasa con ellos?

Mats Bohus estaba llorando. Enormes lagrimones se agarraron a las pestañas hasta que se desplomaron, y cayeron hacia las aletas de la nariz. Se echó lentamente hacia delante, apartó los papeles y las fotos familiares y enterró la cabeza entre los brazos. El vaso de agua cayó al suelo, sin romperse.

—Los demás —repitió Yngvar Stubø—. Vibeke Heinerback y Vegard Krogh. ¿Qué habían hecho ellos?

—No quiero nada conmigo mismo —lloraba Mats—. No… quiero… nada… conmigo…

—Ahora no entiendo bien —dijo Axel Bonheur, la voz era tajante—. En primer lugar tengo que decir que este interrogatorio tiene que acabar aquí. No es aconsejable seguir. Además… —posó la mano suavemente sobre la espalda de Mats Bohus. El joven reaccionó sollozando en alto—, no veo que pueda haber relación entre…

—Seguro que sí lo entiendes —dijo Yngvar Stubø con serenidad—. Aunque Mats no lea los periódicos, supongo que tú sí. Como sabes, estamos hablando de varios asesinatos, con las mismas características y…

—Es imposible —dijo el doctor Bonheur lanzando una mirada de reproche al joven abogado, que seguía con la boca abierta, sin conseguir acordarse de lo que iba a decir—. Mats Bohus lleva con nosotros desde el 21 de enero.

Sigmund Berli intentaba pensar. Tenía las neuronas dormidas. Estaba tan cansado que apenas podía levantarse, pero tenía que pensar y gritó:

—Pero ¡si el hombre está aquí por propia voluntad! Tiene que entrar y salir de aquí, ¿no? De vez en cuando…

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