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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (27 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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—No —dijo el doctor Bonheur—. Ha estado aquí todo el tiempo.

El silencio que siguió fue espeluznante. Finalmente el abogado había cerrado la boca. Sigmund mantenía la mano alzada, como en protesta, pero no era capaz de decir nada. Yngvar cerró los ojos. Incluso el llanto de Mats Bohus se había apaciguado. En el pasillo detrás de la puerta cerrada, antes habían sonado pasos que iban y venían, se había oído charla y alguien había gritado ostensiblemente. Ahora no se oía ni un ruido.

Fue Sigmund quien finalmente se atrevió a formular la pregunta:

—¿Estás seguro? ¿Totalmente seguro?

—Sí. Mats Bohus llegó al hospital a las siete de la mañana del 21 de enero. Desde entonces no ha salido de aquí. Eso lo puedo garantizar.

Sigmund Berli nunca se había sentido tan despierto.

Los sábados por la noche no había nada interesante en la televisión. Eso le iba bien a Inger Johanne. De vez en cuando pegaba una cabezadita, pero la despertaban bruscamente sus propios pensamientos: cuando se adormilaba se transformaban en absurdos sueños.

Kristiane se había quedado a dormir en casa de los vecinos. Era la primera vez que se quedaba a dormir fuera de casa.

Leonard había venido con una invitación escrita, una hoja din A-4 con grandes letras rectas. Inger Johanne pensaba en los mojados nocturnos. Pensaba en Sulamit, que tenía que ser gato para que Kristiane pudiera dormir. Vaciló.

—Si es tan importante, el coche de bomberos puede ser gato por una noche —había dicho Leonard.

Gita Jensen había sonreído, estaba de pie en medio de las escaleras.

—Es verdad —dijo—. Leonard tiene tantas ganas. Y con Ragnhild, por las noches…, hemos pensado que quizás a vosotros también os viniera bien.

—Quiero ir —decidió Kristiane—. Quiero dormir en literas. Arriba.

Inger Johanne permitió que Kristiane se fuera, y ahora se arrepentía.

La niña podía asustarse. Era muy sensible a los cambios. Le había llevado meses acostumbrarse a la nueva casa. Cada noche, durante mucho tiempo, se despertaba y buscaba el dormitorio de los adultos donde estaba en el antiguo piso. Allí no encontraba sino una pared, y su llanto desesperado no se apaciguaba hasta que la dejaban dormir en un pequeño colchón junto a la cama de Yngvar.

Kristiane se iba a hacer pis en la cama. Se iba a avergonzar y a poner triste. Últimamente había empezado a registrar más el mundo que la rodeaba, a ser más consciente de su propia singularidad. Era una avance, pero también sumamente delicado.

Por lo menos para Inger Johanne.

Yngvar había llamado. Había sido breve, se había limitado a decir que volvería tarde.

Inger Johanne apagó la televisión. Siguió un silencio demasiado intenso y la volvió a encender. Se esforzaba por escuchar ruidos provenientes del piso de abajo. Debían de haberse acostado ya. Lo que más deseaba era ir a recoger a Kristiane. Subírsela al regazo, charlar sobre cosas raras y poco peligrosas. Ponerle a la niña de nueve años un pañal de noche que era invisible…, cuando no lo sabía más que mamá. Podían jugar al ajedrez al modo de Kristiane: el caballo tenía derecho a galopar a donde quisiera, con tal de que le dejaran comer peones para la cena. Podían ver una película. Estar despiertas juntas.

Inger Johanne tenía frío. No servía de gran cosa empaquetarse con mantas. Aquella misma mañana, en un entorno que no era el suyo, se había atrevido finalmente a echar un ojo al cuarto que llevaba tanto tiempo cerrado. Al llegar a casa, jadeando y alterada, se había puesto a llorar. Le habían impuesto algo. No lo quería. Se sentía desamparada y humillada; y tenía frío.

¡Con tal de que volviera Yngvar!

Se llevó a Ragnhild al pecho. El bebé pesaba ya casi cinco kilos, y la piel tenía pequeños pliegues de carne sobre el dorso de las manos. El tiempo pasaba tan rápido. La pelusa oscura de la cabeza ya casi había desaparecido. El pelo que crecía en su lugar parecía que iba a ser rubio. La mirada de la niña se aferró a la suya y, aunque todo el mundo explicaba que era demasiado pronto para decir algo seguro, Inger Johanne pensaba que los ojos iban a ser verdes. En la barbilla tenía una sombra del hoyuelo de Yngvar.

Tenía que estar al llegar. Eran ya las once.

Al día siguiente habría una comida familiar. Inger Johanne no estaba segura de que fuera a ser capaz de dejar la casa.

Un ruido en la puerta de abajo hizo que, instintivamente, cogiera a Ragnhild con más fuerza. La boca perdió el pezón y la pequeña empezó a llorar.

Entrechocar de llaves. Pasos pesados subiendo las escaleras.

Por fin le iba poder contar a Yngvar a qué se enfrentaban.

Un solo asesino.

Un mismo autor que había asesinado y maltratado tanto a Fiona Helle como a Vibeke Heinerback y a Vegard Krogh. Había un patrón, los contornos inconcebibles de un plan que, por ahora, sólo indicaba que los crímenes habían sido llevados a cabo por una sola persona.

Y que habría más asesinatos.

Yngvar estaba en la puerta. Bajo el abrigo tenía los hombros hundidos.

—Fue él. Mats Bohus. Lo ha confesado.

—¿Cómo?

Inger Johanne se levantó del sofá. Temblaba y casi se le cae el bebé. Se volvió a sentar lentamente.

—¿Qué…? Pero… ¡Qué enorme alivio, Yngvar!

—Mató a su madre.

—¿Y?

—A Fiona Helle, me refiero.

—Y…

—No hay «y». Nada más.

Yngvar se arrancó el abrigo y lo tiró al suelo. Salió a la cocina. Inger Johanne oyó cómo se abría y cerraba la puerta de la nevera. Yngvar se abrió una lata de cerveza.

Pero Yngvar se equivocaba y ella lo sabía.

—Mató a los demás también, ¿no? Él…

—No.

Yngvar cruzó la habitación y se detuvo detrás del sofá, con una mano sobre el hombro de ella y la otra aferrando la cerveza. Bebió. Los tragos eran audibles, casi ostentosos.

—No hay asesino en serie —dijo, y se secó la boca con la mano antes de vaciar la lata—. Sólo una puta serie de asesinatos. Será algo que anda por ahí. Me acuesto, cariño. Estoy agotado.

—Pero… —comenzó ella.

Yngvar se detuvo ante la puerta y se giró hacia Inger Johanne.

—¿Te ayudo con Ragnhild?

—No hace falta. Voy a… Pero, Yngvar…

—¿Sí?

—Podría estar mintiendo. Que… —No había vacilación en las palabras de ella.

—No miente. Por ahora su explicación se corresponde completamente con lo que hemos encontrado en la vivienda de Fiona. Nos hemos peleado hasta conseguir otro interrogatorio esta noche. Seguro que no es aconsejable, por su salud, pero… conoce detalles que no se han hecho públicos. Tenía un móvil fuerte. Fiona no quería saber nada de él. Como tú dijiste. Lo rechazó de plano. Mats Bohus sostiene que sentía repulsión hacia él. Repulsión, repetía. Una y otra vez. Incluso ha… —Yngvar se restregó la cara con la mano izquierda y respiró profundamente—, ha guardado el cuchillo. Con el que le cercenó la lengua. La mató, Inger Johanne.

—¡Puede estar mintiendo sobre los demás! Puede asumir la responsabilidad del asesinato de su madre y mentir sobre…

Yngvar apretó la lata de cerveza vacía.

—No —sostuvo—. Nunca he topado con una coartada mejor. No ha salido del hospital desde el 21 de enero. —Abatido, se quedó mirando la lata, como si se le hubiera olvidado que la había destrozado. Ausente levantó la vista y preguntó—: ¿Ibas a decir algo?

—¿Cómo?

Inger Johanne se colocó a Ragnhild sobre el hombro y las arropó a las dos mejor con la manta.

—Cuando he llegado, daba la impresión de que ibas a decir algo —observó Yngvar bostezando largamente—. ¿De qué se trataba?

Llevaba muchas horas esperándolo, mirando por la ventana a ver si llegaba, mirando el reloj; con impaciencia y aprensión había esperado deseando poder compartir con él la carga de lo que había visto y recordado. Y luego no era más que una casualidad, todo el asunto.

No. No podía ser una casualidad.

—Nada —dijo—. No era nada.

—Entonces me acuesto —dijo él, y se fue.

Apenas había comenzado el domingo 22 de febrero. Las aceras y calzadas de la ciudad estaban inusitadamente tranquilas. Casi no se veían peatones por la calle Karl Johan, a pesar de que los clubes nocturnos y algún que otro pub todavía iban a estar abiertos varias horas. El viento traía nieve pesada y fría del fiordo, y desanimaba a la mayoría de la gente. Ni siquiera había personas en la parada de taxis junto al Teatro Nacional, donde por lo general a esas horas se producían empujones y peleas. Sólo una chica joven, con las faldas demasiado cortas y los zapatos demasiado finos, se inclinaba sobre el viento. Pegaba pisotones y hablaba por un móvil con enfado.

—Lo más fácil es que cojas por la calle Droning Maud —dijo uno de los policías metiéndose un papel en el bolsillo.

—¿No sería mejor…?

—Droning Maud —repitió el otro, tajante—. ¿Llevo yo años conduciendo por estas calles o no?

El más joven se rindió. Era su primer turno con el enorme bravucón en el asiento del copiloto. Hacía mucho que los rumores le habían contado que lo mejor era callar y hacer exactamente lo que indicaba. Acabaron el trayecto en silencio.

—Aquí —dijo el más joven, y condujo el coche hasta una pila de nieve en la calle Huitfeldts—. No encuentro mejor sitio para aparcar.

—Joder —masculló el otro al salir del estrecho coche—. Como tengamos problemas para sacar el coche, te va a tocar a ti ocuparte de toda la mierda. Y yo me cojo un taxi. Que te quede bien clarito. No pienso…

El resto desapareció entre murmullos y viento.

El más joven siguió las huellas de su compañero.

—Qué suerte —dijo el mayor, le llevó pocos segundos abrir la puerta al amparo de sus amplias espaldas—. ¡Anda, la puerta estaba abierta! A mí aquí no me hace falta la bendición de un puto jurista. Vamos, agente Kalvø.

Petter Kalvø tenía veintinueve años y aún conservaba una especie de fe infantil. Tenía el pelo tupido y corto, solía ir bien vestido. En comparación con el desaseado hombre en vaqueros y unas botas Doctor Martens ya casi sin suela, Petter Kalvø parecía un joven recién admitido en West Point. Junto a las escaleras se puso firme, con las manos a la espalda.

—Esto es muy poco reglamentario —dijo, pero la voz se quebró—. No puedo…

—Corta el rollo.

Se abrieron las puertas del ascensor. El compañero entró, Petter Kalvø lo siguió vacilante.

—Confía en mí —se rio el mayor—. En este trabajo no se sobrevive si no se coge algún que otro atajo. Tenemos que llegar de improviso, sabes. Si no…

Guiñó el ojo. La mirada daba miedo; un ojo azul y otro marrón, como un gélido perro husky.

Habían llegado a la cuarta planta. El policía con calva aporreó la puerta verde con el puño antes de mirar una vez más el papel, clavado en la puerta con una chincheta, en él estaba escrito el nombre.

—Ulrik Gjemselund —leyó—. Es aquí, vamos.

De pronto dio dos pasos hacia atrás. Y golpeó la puerta con el hombro con una fuerza tremenda. Dentro sonaron gritos. El policía volvió a coger carrerilla y le pegó una patada. La puerta cedió, arrancada del marco y de los pernios. Como en película lenta, cayó pausadamente en la entrada.

—Así lo hacemos —sonrió el policía, y entró—. ¡Ulrik! ¡Ulrik Gjemselund!

Petter Kalvø se quedó de pie en el pasillo. El sudor corría bajo su gabardina de Berberí. «Está loco —pensó aturrullado—. Este tipo está como una cabra. Me han dicho que haga lo que me pida. Que lo mejor es obedecer y hacer como si nada. Después de la suspensión nadie quiere trabajar con él. Un perro solitario, dicen que es; alguien que ya no tiene nada que perder. No quiero…»

—Agente Kalvø —berreó el compañero desde algún lugar del piso—. ¡Ven aquí! ¡Entra de una puta vez!

Entró a regañadientes. Vislumbraba un televisor en lo que debía de ser el salón. Se acercó más.

—Mira a este payaso —dijo su compañero.

Un hombre de poco más de veinte años estaba de pie en el fondo de un rincón, junto a un aparato de estéreo, bajo un estante con libros que recorría todas las paredes bajo el techo. Estaba desnudo y se aferraba a sus propios genitales. Tenía la espalda y los hombros hundidos, y la media melena alborotada.

—Ahí lo tenemos controlado —dijo el compañero a Kalvø—. Ahora tú te puedes quedar aquí vigilando a nuestro chico y yo me voy a dar una vuelta por aquí. Se está cuidando la polla con tanto esmero que da la impresión de que cree que se la vamos a cortar. Pero no lo vamos a hacer. Tranquilízate.

Lo último iba dirigido al habitante de la vivienda, que seguía aplastado contra el rincón.

—Coged lo que queráis —balbuceaba—. Coged…, tengo dinero en el monedero. Podéis coger…

—Relájate —dijo Petter Kalvø.

Dio un paso hacia el hombre desnudo, que alzó un brazo para protegerse la cara.

—¿No se lo has dicho? —preguntó Kalvø, sorprendido por su propio enfado—. Joder, ¿no le has dicho que somos de la policía?

El chico gimió.

El compañero bramó:

—Tranquilo. Claro que se lo he dicho. El tipo tiene que ser duro de oído. No dejes que vaya a ningún lado.

El agente de policía Petter Kalvø se esforzaba en pensar con claridad. Se enderezó cuidadosamente la chaqueta y tiró de la corbata, como si durante este escandaloso e ilegal registro fuera especialmente importante ir bien vestido. Tenía que hacer algo. Parar esto. Dar la alarma. Protestar. Podía, por ejemplo, salir, bajar al coche y llamar a una patrulla.

—No te preocupes —dijo en cambio, intentando forzar una sonrisa—. Hace mucho ruido, pero no es peligroso.

La voz era débil y sin rastro de convicción. Él mismo se dio cuenta. Volvió a dar otro paso hacia el muchacho, que por fin había bajado el brazo.

—Sólo queremos comprobar que…

—Pipiolo —dijo el compañero quejumbroso desde la puerta—. ¡Ulrik Gjemselund es un verdadero principiante, por lo que entiendo! —En la mano tenía una pequeña bolsa de plástico con polvo blanco—. La cisterna —dijo, y chasqueó la lengua—. Es el primer sitio donde buscamos, Ulrik. El primero de todos. Enséñame un piso en el que crea que haya drogas y yo voy al baño con los ojos cerrados, destapo la cisterna y miro. Joder, qué coñazo. —Se acarició el bigote rojo óxido con vetas grises. La cabeza giraba lentamente de un lado a otro mientras abría la bolsa, metía un meñique sucio en lo blanco y lo probaba—. Cocaína —dijo fingiendo sorpresa—. Y yo que estaba seguro de que guardabas la fécula de patata en el váter. O heroína o algo así. Y en cambio lo que tenemos es una buena cantidad de mierda de pijos. Muy mal, muy mal. ¡No te muevas!

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