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Authors: Ann Holt

Tags: #Intriga, policíaca

Crepúsculo en Oslo (28 page)

BOOK: Crepúsculo en Oslo
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El chico del rincón se puso firme, aterrorizado. Había estado a punto de hundirse hasta sentarse, todavía con las manos sobre la entrepierna. Se había puesto a llorar abiertamente.

—Tranquilo, pequeñín. Quédate ahí. No te vayas.

El policía abría cajones y armarios. Pasaba la mano bajo los estantes y detrás de los libros. Pasaba los dedos por los marcos de los cuadros y bajo los asientos de las sillas. Se detuvo ante la mesa del ordenador en el rincón que daba a la cocina. Había cuatro cajas de IKEA apiladas sobre la impresora. Abrió la primera y vació el contenido sobre el suelo.

—Vamos a ver —dijo animoso—. Aquí hay un poco de todo. Cinco condones… —Rasgó el pico de uno de los envases y se lo llevó a la nariz—. Plátano —olisqueó—. ¡Tú sabrás! —Los dedos recorrieron la pila del suelo. Sacó un cigarro con forma de trompeta—. Quien busque, encontrará —dijo—. Un zorrito astuto. —Volvió a oler la presa—. Una calidad horrorosa —gimoteó—. Está claro que no tienes ni idea de marihuana. Avergüénzate.

Vació otra caja.

—Aquí no hay nada de interés —dijo el policía, que le echó el ojo a una baraja de cartas antes de agarrar la tercera caja. Estaba vacía, aparte de un sobre—. Trond Arnesen —leyó en voz alta—. Este nombre me suena.

El muchacho del rincón se despistó. Dio cuatro pasos al frente, se detuvo de pronto y se echó las manos a la cara.

—Por favor —lloraba—. No toque eso. No es droga. No es… nada. No…

—Interesante —dijo el policía abriendo el sobre—. Qué curiosidad me ha entrado, qué barbaridad.

Dentro había cinco sobres más pequeños, unidos con una goma de pelo rota. Todos estaban dirigidos a Ulrik Gjemselund; letras neutrales que se inclinaban ligeramente hacia la izquierda. No tenían remitente. El policía sacó una hoja de la primera y leyó.

—Fíjate tú —murmuró, y volvió a meter cuidadosamente la carta en el sobre—. Trond Arnesen. Trond Arnesen… ¿Dónde he oído ese nombre?

—Francamente. —El chico lo intentó, ya no lloraba—. Deje eso. Son cosas privadas, ¿vale? No tiene ningún derecho a venir aquí a…

El policía era inexplicablemente rápido y ágil. Antes de que a Petter Kalvø le diera tiempo de enterarse de qué era lo que pasaba, el colega había dado cuatro grandes pasos, había alzado al chico agarrándolo firmemente de la cintura y lo había plantado de nuevo en el rincón. Su dedo índice se clavó profundamente en la mejilla de Ulrik Gjemselund.

—Ahora me vas a escuchar —dijo en voz baja presionando aún más. Le sacaba al otro cabeza y media—. Yo soy quien decide aquí lo que es interesante y lo que no. Tú te vas a quedar completamente quieto y vas a hacer lo que yo te diga. Llevo casi treinta años recorriendo el fango que hacéis tú y la gente como tú. Eso es mucho tiempo. Mucho puto tiempo. Estoy hasta los huevos de los pijos…

El dedo índice daba la impresión de estar a punto de atravesar la mejilla y penetrar en la boca.

—Creo que ahora tenemos que… —empezó Petter Kalvø—. Creo que quizá…

—Calla —bramó el compañero—. Resulta que Trond Arnesen es el niñato que se iba a casar con Vibeke Heinerback. Estoy bastante convencido de que los chicos de Romerike y de Kripos tienen interés por echarle un vistazo a estas cartas.

Soltó al chico. Ulrik Gjemselund se desplomó. Un fuerte olor a mierda invadió el cuarto.

—Joder, y ahora se caga encima —dijo el policía, hastiado—. Ve a lavarte. Búscate algo de ropa. Te vienes con nosotros.

—¿Lo acompaño? —preguntó Petter Kalvø—. Para que…

—No va a saltar desde el cuarto piso. Se mata. Tan tonto no es.

Ulrik Gjemselund caminaba con las piernas abiertas. Iba goteando y Petter Kalvø no pudo evitar apartarse cuando pasó y se metió en el cuarto de baño. Oyeron un llanto ahogado y el sonido del agua corriendo allí dentro.

—Que te quede claro, Petter —el policía mayor colocó la mano sobre el hombro de su compañero en gesto medio amenazador, medio amigable—: la puerta de abajo estaba abierta —dijo en voz baja—. ¿Vale? Y en lo que respecta a la necesidad de abrirnos paso aquí arriba… —señaló con la cabeza en dirección al pasillo— fue porque escuchamos gritos, como si estuvieran maltratando a alguien. Violando, quizá. ¿Entendido?

—Pero si… ¡Estaba solo!

—Eso no lo supimos hasta más tarde. Los gritos eran espeluznantes, ¿no te acuerdas? Lo harás, ¿no? En realidad el tipo se estaba cascando una paja a grito pelado, pero eso no lo podíamos saber nosotros.

—No sé cómo…

—No hace falta que sepas nada de nada, Petter. Hemos encontrado lo que estábamos buscando, ¿no? Hemos encontrado una buena bolsa de cocaína, un mísero porro y un paquete de cartas que puede valer su precio en oro.

Ulrik Gjemselund salió del baño con una toalla en torno a la cintura.

—Tengo la ropa en el dormitorio.

—Pues vamos allá.

—Escuche. Trond no tiene nada que ver con… Trond no se droga. De verdad. No sabe que…

—Venga. Anda. Vístete.

Siguieron a Ulrik hasta un caótico dormitorio y se quedaron esperando hasta que encontró unos calzoncillos, una camiseta, un jersey de lana rojo, vaqueros y calcetines. Se vistió rápidamente. El mayor de los policías sacó un par de botas de un estante de zapatos y se los lanzó al suelo.

—Toma —dijo—. Ponte éstos.

—Tengo que volver a ir al baño —dijo Ulrik llevándose las manos al vientre.

—Pues ve.

El chico salió a toda velocidad.

No se oía ni un ruido. Los policías estudiaron los destrozos en la entrada. Puesto que los goznes se habían soltado, no iba a ser posible volver a colgar la puerta.

—No podemos irnos dejando el piso abierto —dijo Petter Kalvø.

El otro se encogió de hombros.

—Nos llevamos todo lo que haya de valor —dijo—. Apoyamos la puerta en su sitio y la dejamos así.

—Pero…

—Bromeaba —sonrió el policía—. Llama a una patrulla. Pídeles que consigan un cerrajero, un carpintero o lo que sea que haga falta para arreglar esto.

Sonó la cisterna. Oyeron cómo se abría y se cerraba un armario.

—Francamente —susurró Petter Kalvø mirando hacia el cuarto de baño—. ¿De qué tipo de cartas estamos hablando? El otro se palpó el bolsillo.

—De cartas de amor —susurró de vuelta con una gran sonrisa—. A juzgar por estas cartas, Trond y Ulrik follaban con bastante entusiasmo. Mira que Trond, que se iba a casar en primavera. Muy mal, muy mal.

—¿Qué hacemos con la puerta? —se quejó Ulrik, que salió del baño con las botas puestas—. No podemos…

—Vamos —dijo el policía agarrándolo del brazo—. Tienes preocupaciones mucho más serias que una puerta rota. Y no te creas que no sé lo que acabas de hacer. En el baño. Al cagar no suelen abrirse y cerrarse los armarios, ¿sabes?

—Yo…

—Cállate. Supongo que se te pueden conceder unas pastillas en el estómago. Va a pasar mucho tiempo hasta la próxima vez.

Después echó una sonora carcajada y empujó al detenido hacia el ascensor.

Habían superado la cena en casa de sus padres. Inger Johanne tenía que admitir a regañadientes que había sido un éxito. Su madre había estado del mejor de sus humores: cálida, alegre y sinceramente entretenida con los niños. Su padre daba la impresión de estar más sano de lo que había estado en mucho tiempo. Comió bien y, por una vez, no tocó el vino. Desde luego, y como era su costumbre, Isak estuvo familiar hasta la saciedad, pero Kristiane estaba feliz de tenerlos a todos reunidos.

—Mis personas —había dicho, tumbándose bajo la mesa del comedor, con los brazos al aire—. Mis
tesoronas
. Dam-di-rum-dam. No me he hecho pis en la cama de Leonard.

Incluso Marie, la hermana de Inger Johanne, tres años más joven y sin hijos, se había ahorrado los comentarios sobre el jersey hecho a mano de su hermana mayor y sobre sus pantalones de terciopelo desgastado. Ella estaba sentada a la mesa con un traje verde oscuro que era evidente que no había comprado en Noruega, y con un peinado que debía de requerir un esfuerzo de una hora, entre montarlo y desmontarlo, mañana y noche. Pero las gafas de Inger Johanne no se libraron de los comentarios de doble fondo de la hermana.

—En realidad a ti te quedarían muy bien unas gafas estrechas —le había dicho Marie con una sonrisa, colocándose un mechón de pelo—. ¿Has probado?

—A mí me encantan sus gafas —dijo Yngvar sirviéndose asado de añojo por tercera vez—. Además es una tontería gastarse el dinero en cosas como ésa cuando falta poco para que Ragnhild empiece a querer cogerlas. Éstas son sólidas y buenas.

Isak había estado jugando con Ragnhild y afirmaba que la niña se reía. Yngvar dijo poca cosa, pero acariciaba la pierna de Inger Johanne de vez en cuando. El padre lloró un poco al dar las gracias por la comida. Todo como siempre. Ninguno de ellos se había fijado en que Inger Johanne había comprobado el acceso al chalé varias veces durante la comida, y que pegó un respingo cuando sonó el teléfono.

Era casi medianoche.

Daba la impresión de que la sola idea de que se acercaba la hora normal de acostarse avivaba a Inger Johanne. Se pasaba el día bostezando y pegando cabezaditas, pero en cuanto llegaba la noche le resultaba imposible descansar de verdad. Las primeras dos semanas después del parto, el miedo era algo concreto: pensaba en Kristiane cada vez que veía a la recién nacida. Recordaba al extraño bebé que nunca buscaba a nadie ni nada con los ojos. Cuando Ragnhild comía, Inger Johanne se tensaba con el recuerdo de un bulto flácido y sin hambre, que tenía siempre los puños cerrados y al que se le ponían los labios azules en roncos y extraños ataques de llanto.

Pero Ragnhild estaba sana. Lloraba y se lo tragaba todo, batía los brazos y las piernas, dormía como correspondía y no le pasaba nada malo.

Pero los bebés sanos también podían morir. Repentina e inexplicablemente.

Necesitaba ayuda, pensó Inger Johanne cogiendo una carpeta de anillas. «Hay personas que se vuelven locas por falta de sueño. No fumo, casi no bebo. Me tengo que controlar. No se va a morir. No me la voy a encontrar fofa y sin vida en la cama; usa chupete y duerme de espaldas. Como dicen que tiene que ser.»

Yngvar se había rendido. No la invitaba a ir con él cuando se acostaba. De vez en cuando se levantaba por la noche. Se quedaba un rato con ella en el sofá, bostezaba y se volvía a acostar.

Algo andaba mal, pensó Inger Johanne, y agarró la carpeta de anillas. «No es Ragnhild. A ella no le pasa nada. Pero algo no encaja. Alguien nos está engañando. Este tipo de casualidades no existe. Es demasiado parecido, demasiado coincidente.»

Hojeó sin ningún interés la carpeta de anillas con las anotaciones sobre los tres casos. Las hojas de separación eran rojas. Arrancó con decisión las hojas sobre Fiona Helle. Después se arrepintió e intentó volver a meterlas. No era posible. Los agujeros se habían desgarrado. Fue a buscar cinta adhesiva a un cajón de la cocina. Con resolución empezó a reparar los destrozos, antes de lanzar el celo al suelo y llevarse las manos a la cara.

«No aguanto más. Hay alguien ahí fuera.»

—Contrólate —se dijo entre dientes—. Sobreponte, Inger Johanne Vik.

Y la voz de él:

—Estoy de acuerdo.

Yngvar se había vuelto a levantar. Se dirigió a la cocina sin decir nada más. Empezó a oler a café e Inger Johanne cerró los ojos. Yngvar se podía quedar despierto vigilando. Si pudiera tener a Ragnhild en la cama sería capaz de dormir. Pero la niña podría morirse si la dejaban dormir con ellos. Eso escribían los investigadores, en todas las revistas que estaban sobre la mesilla, publicaciones médicas periódicas y semanarios para padres preocupados. Ragnhild tenía que dormir sola e Inger Johanne se tenía que quedar despierta vigilando, porque había alguien ahí fuera que les deseaba mal.

Se durmió.

—¡Estaba durmiendo!

Pegó un respingo cuando él intentó arroparla con una manta.

—Sigue así —susurró Yngvar.

—No. Ya estoy despierta.

—Necesitas ayuda.

—No.

—El riesgo de muerte súbita no es… —intentó decir él.

—¡No digas esa palabra!

—El riesgo no desaparecerá del todo hasta que Ragnhild cumpla dos años. —Se sentó con aire pensativo junto a ella. Sólo había una taza de café sobre la mesa del salón, y la apartó cuando ella la quiso coger—. ¡Y te digo que no puedes pasarte los próximos dos años sin dormir!

—He encontrado algo —dijo ella.

—Pues mañana me encantaría que me lo contaras —dijo acariciándose la cabeza, todavía no se había acostumbrado al peinado—. Cuando las niñas se hayan acostado y aún quede un resto decente de lo que se puede llamar día.

Ella cogió la taza. Él meneó la cabeza y se volvió a recostar en el sofá con resignación. Ella bebió. Él cerró los ojos.

—Esta serie de asesinatos se parece absurdamente a algo —empezó ella, vacilante, tentativamente—, a algo que he…

El sofá estaba lleno de Yngvar. Estaba tumbado con los brazos apoyados sobre los cojines y con las piernas separadas. La cabeza cayó hacia atrás y se le quedó la boca abierta, como si estuviera durmiendo profundamente.

—No hagas el payaso —dijo ella—. Sé que estás despierto.

Se le abrieron los ojos. Miró al techo, seguía en silencio.

—Una conferencia —dijo Inger Johanne rápidamente, y bebió más café.

—¿Cómo?

—Me hablaron de estos asesinatos en una conferencia. Hace trece años.

Él se incorporó entre los cojines.

—Te hablaron de estos asesinatos hace trece años —repitió él sin tono en la voz—. Está bien.

—No de los mismos asesinatos, claro.

—Hasta ahí lo entiendo.

Ahora la voz estaba completamente despierta.

—Sino de unos que se les parecen —aclaró ella, como si fuese necesario.

—¿Podrías devolverme mi taza, cariño?

Él sonrió tranquilizadoramente, como si ella no estuviera en sus cabales y tuviera que ser anclada a la realidad mediante alguna acción concreta y cotidiana. Inger Johanne se levantó asiendo la taza con las dos manos.

—Ayer estuve en casa de Line —dijo—. Nuestro ordenador es…

—Ya lo sé —la interrumpió él—. Ya te he prometido que lo vamos a arreglar. Uno de los chicos del trabajo…, sólo que tienen…

—Hice una especie de
sentimental journey
, se podría decir. Sólo que no era muy sentimental, en realidad.

La frente había adquirido tres marcadas arrugas cuando se inclinó hacia delante.

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