—Estate contenta —había dicho Yngvar antes de acostarse, había algo de abatimiento en la voz—. Kristiane tiene un buen padre. Es un pelín…, se toma libertades, pero ama a la cría. Sé un poco generosa, haz el esfuerzo.
Quizá la culpa de que no consiguiera del todo aguantar a Isak fuera sobre todo Yngvar. Debía ser él quien protestara. Era Yngvar, su marido, quien debería poner límites al intruso, su esmirriado primer esposo que siempre que llegaba golpeaba en el hombro al heredero, a pesar de que le doblaba en tamaño, y le ofrecía una de las seis cervezas tibias que se había cogido la costumbre de traer viernes sí viernes no, junto con un saco con la ropa sucia de Kristiane. Siempre sucia. Y nunca se acordaba de traer sus cosas de aseo.
—Tengo cerveza fría —sonreía Yngvar siempre en respuesta.
Inger Johanne se negaba a verlo como un signo de debilidad.
Indecisión.
Se levantó bruscamente del sofá.
—¿Qué pasa ahora? —dijo Yngvar.
Ella se paró y se encogió de hombros.
—Nada. Vuelve a acostarte.
Se había vestido. La sudadera cutre y los pantalones grises del chándal le fastidiaban. Para Navidad él le había regalado un chándal de Nike azul marino para andar por casa. Estaban en el armario sin estrenar.
—Acuéstate —repitió tajante, y se dirigió a la cocina.
—Esto simplemente se tiene que acabar —dijo él—. No puedes enfadarte conmigo uno de cada dos viernes. No puede ser.
—No estoy enfadada contigo —dijo Inger Johanne dejando que corriera el agua—. Si de algún modo estoy irritada, es con Isak. Pero vamos a dejarlo estar.
—No, no podemos.
—Déjalo estar, Yngvar.
Y lo dejaron estar. Yngvar entró al salón. Oyó cómo ella en la cocina llenaba un vaso de agua del grifo. Bebió a grandes sorbos. El sonido del vaso contra el banco de la cocina fue más duro de lo necesario. Después se hizo el silencio.
—¿Qué tal si trabajamos un rato?
La sonrisa era dócil. Yngvar agarró la mano de Inger Johanne cuando ésta pasó por delante de él para sentarse en el otro sofá. Sólo le permitió sostenerla un momento, antes de recoger el brazo.
—Un bolígrafo en el ojo —dijo Inger Johanne lentamente, y se dejó caer entre los cojines, daba la impresión de tener que hacer todo un esfuerzo para interesarse lo más mínimo—. Altamente simbólico, en todo caso.
—Demasiado —asintió Yngvar, que seguía sin saber por dónde circulaba el pensamiento de ella—. Y por primera vez podemos hablar con certeza de una víctima con muchos enemigos. Vibeke tenía competidores y algún que otro enfrentamiento. A Fiona Helle se la envidiada y alguna vez se hablaba a sus espaldas. Vegard Krogh, en cambio, se había enemistado con todo y con todos. Tanto con su modo de comportarse como con lo que escribía. Quizás especialmente esto último.
—Ese tipo de gente es asquerosa —dijo Inger Johanne con enfado—. Unos chulos cuando están tras la pantalla de su ordenador y mansos y cobardes cuando están cara a cara con la gente a la que ponen verde. Cuando no se emborrachan hasta perder la conciencia, claro.
—Qué barbaridad —murmuró Yngvar—. ¿Queda algo del vino?
Ella asintió y se arrebujó mejor en la manta.
—A mí me parece que está bien que haya
hot heads
de ésos —dijo, y puso una generosa copa de vino sobre la mesa—. ¿Quieres?
Ella negó con la cabeza.
—Francamente —dijo Inger Johanne con inusual enojo—, ese tipo de gente destroza todo debate público. En este país es absolutamente imposible… —Su propia voz le hizo pegar un respingo y bajó el volumen antes de continuar—. Ya no tiene sentido discutir nada. No en los periódicos, al menos. La gente está más empeñada en encontrar la formulación más fina y en lucirse con sus elegantes ajusticiamientos verbales del contrario que en deliberar de verdad sobre el problema. Iluminarlo. Estar libre de prejuicios. Ganar comprensión. Compartir los conocimientos.
Yngvar se reclinó y alzó la copa. La estudió con cuidado. Tenía el pelo enmarañado y bolsas bajo los ojos. Como todos los demás en esa época del año, Inger Johanne estaba pálida, pero le daba la impresión de que, además, la piel de la cara había adquirido algo transparente, una vulnerabilidad que intentaba esconder tras un enfado que él no había conocido hasta entonces.
—Ven aquí —dijo suavemente—. No te lo tomes todo tan en serio. Deja que la gente sea un poco chillona. No suele ser con mala intención. Forzar las discusiones, un poco de pelea y las altas temperaturas sólo es entretenido. Pero nunca se puede tomar en serio.
Inger Johanne recogió las piernas bajo sí y se pasó los dedos entre el pelo. Le temblaba el labio inferior.
—Es que…
—Ven aquí —la interrumpió Yngvar—. Ven aquí, bonita.
—Es que me irrito tanto —dijo ella calladamente—. Y preferiría seguir sentada a mi aire.
—Bien. Vale.
—Mats Bohus —dijo ella.
—Así se llama.
—¿Lo habéis encontrado?
—No.
—¿Por qué no? —En la pregunta de Inger Johanne no había ningún tono de exigencia.
Yngvar se pasó la mano por su pelo rubio, que estaba a punto de estar demasiado largo. Sabía que tenía un aspecto muy malo, cada vez le quedaba menos pelo sobre la coronilla y se le doblaba hacia fuera en la nuca y sobre las orejas. Normalmente lo llevaba corto, pero así parecía más tupido y juvenil.
—Está empadronado en Oslo —dijo—. En Bislett. Calle Louise. Pero no está ahí ahora. Los vecinos hablan de él como un personaje curioso. Está mucho fuera, dijo la vieja al otro lado del pasillo. El chico nunca da problemas, pero muchas veces está ausente durante largas temporadas. Nunca habla con nadie, aparte de hola y buenos días en las escaleras. Además tenemos la impresión de que tiene un aspecto muy particular. ¿Me podrías cortar mañana el pelo?
—Puedo cortártelo ahora.
Él se rio y bebió más vino.
—¿Ahora?
—Sí. Es ahora cuando tenemos tiempo —dijo ella con sensatez.
Jack
meneó rotundamente el rabo cuando Yngvar se encogió de hombros y fue a buscar la maquinilla.
—Ahora no nos vamos de paseo —dijo severo—. ¡Túmbate!
El perro se retiró apesadumbrado a un rincón, dio un par de vueltas en torno a sí mismo y se tumbó sobre el parqué con un golpe seco.
—¿Preparado?
—No me lo cortes demasiado —le advirtió Yngvar atándose una toalla en torno al cuello—. Que no me rapes, quiero decir. Quisiera tener algo de pelo, vamos.
—Que sí. Siéntate.
Cuando la maquinilla se abrió camino entre la maraña de la nuca se sintió como una oveja. La vibración le resonaba en el cráneo.
—Me hace cosquillas en las orejas —sonrió cepillándose el pelo caído sobre el pecho.
—Estate quieto, Yngvar.
—De verdad que este asesino tiene mucha suerte —dijo él, pensativo—. Si realmente quien se sirve de la lista de noruegos famosos es un solo hombre, entonces o lo ha planeado muy bien o ha tenido una suerte increíble.
—No necesariamente —dijo Inger Johanne pasando la maquinilla con mano firme por la sien izquierda de Yngvar.
—Sí —dijo él con decisión—, ha vuelto a entrar y salir del sitio sin que nadie le viera. Eso parece, y hemos tenido a treinta hombres de Asker y Baerum implicados en una exhaustiva acción de puerta en puerta. Hay muchas huellas en el lugar de los hechos, y la verdad es que son lo suficientemente buenas como para proporcionarnos una imagen considerablemente completa de cómo transcurrieron los minutos previos a que se llevara a cabo el crimen. El asesino estuvo esperando en el bosque, dejó que Vegard Krogh pasara por el sendero, lo siguió y consiguió que se diera la vuelta para luego golpearlo hasta que lo derribó. Pero no hay nada… —La maquinilla le cortó la piel—. ¡Ay! ¡Ten cuidado! ¡Y te he dicho que no me quiero rapar!
—Vas a quedar muy bien. ¿Qué ibas a decir?
—Pero, de todos modos, por ahora, no tenemos nada. No hay huellas orgánicas. Por el peso y el tamaño, es difícil decir algo aparte de que el hombre no es de lo más ligero que hay en el mercado. Tiene suerte.
Ella apagó la maquinilla. Se quedó un rato de pie detrás de él, pensativa, como sin enfocar en nada. Dijo:
—La verdad es que no le hace falta suerte. La pericia y el esmero le bastan. Todas las víctimas eran personajes públicos, más o menos, y es sorprendente que…
Se hizo el silencio. Las dos niñas dormían profundamente. Los vecinos de abajo se habían acostado. No se oía un ruido ni en la calle ni en el jardín. No había gatos. No había coches ni jóvenes borrachos con ganas de seguir la fiesta. La casa estaba en silencio; la ampliación del edificio por fin se había asentado y ya no se quejaba por las noches. Incluso
Jack
dormía profunda y silenciosamente.
—Hoy he estado en casa de Line —dijo por fin Inger Johanne—. Este ordenador nuestro es un desastre y ella tiene banda ancha. Me llevó sólo unos minutos averiguar que estas víctimas, estas… —Dejó a un lado la maquinilla de cortar pelo y se sentó en cuclillas ante él—. Estos personajes públicos son verdaderamente públicos —dijo apoyando los codos contra sus rodillas—. ¡De verdad! Curiosamente no habían tocado la página web de Vibeke Heinerback desde que ocurrió el asesinato, es…
—La familia habrá tenido otras cosas en que pensar.
—No pretendo criticar —dijo ella rápidamente—. La cosa es que la despedida de soltero del cuñado…
—El futuro cuñado —aclaró Yngvar.
—No me interrumpas. Se mencionaba la despedida de soltero en su página web, con un vínculo a la página de Trond. ¡En la que se le ofrecía al lector un programa detallado! Cualquiera podía, por tanto, deducir que lo más probable era que Vibeke volviera sola a casa aquella noche. Que se acostaba temprano era cosa conocida, porque montaba un número con ese tema en todas las entrevistas.
—No sé muy bien adonde quieres llegar, querida. Debo de tener un aspecto muy raro en la cabeza.
—Vas a quedar muy bien. —Se volvió a situar detrás de él y puso en marcha la maquinilla—. Fiona Helle también era generosa a la hora de compartir su vida privada. Le había anunciado a todo el mundo que pasaba los martes por la noche sola. Vegard Krogh llevaba un blog, una de esas cosas increíblemente egocéntricas en las que el dueño evidentemente se cree de enorme interés para todo el mundo. Ayer les contó a sus lectores que iba a tener que cenar con su madre porque le debía dinero. De verdad que ese tipo insoportable era un redomado…
—¿Qué estás haciendo? —dijo Yngvar desembarazándose con un berrido mitigado—. ¡Que no me lo rapes te he dicho!
—¡Huy! —exclamó Inger Johanne—. Un poco corto quizás. Espera un momento. —Le pasó diligentemente la maquinilla un par de veces de la nuca a la frente—. Así —dijo escéptica—. Por lo menos ahora ha quedado homogéneo. ¿No podríamos pensar que es un corte de verano?
—¿En febrero? Déjame ver.
Ella le pasó el espejo con gesto reluctante.
—Parezco un pan —se quejó Yngvar—. ¡Mi cabeza parece la parte de arriba de un pan enorme! ¡Te pedí que no me lo cortaras todo!
—No te lo he cortado todo —dijo ella—. Estás estupendo. Pero ahora tenemos que concentrarnos.
—¡Me parezco a Kojak! —exclamó él, casi desesperado.
—¿Crees que mienten mucho? —preguntó ella intentando reunir el pelo sobre el recogedor.
—¿Quiénes? —murmuró Yngvar.
—Los famosos.
—¿Mentir?
—Sí. Cuando los entrevistan —quiso saber Inger Johanne.
—No sé…
—He visto que algunos lo reconocen. O que presumen de ello, depende de cómo lo mires. Si es verdad, lo entiendo. Crean una vida de mentira en la que puede participar todo el mundo, mientras que se guardan la verdadera realidad para sí mismos —concluyó ella.
—Pero si acabas de decir que ponían toda su vida en la red.
—Parte de su vida. Las cosas poco peligrosas. Eso hace que la mentira sea más efectiva, supongo. No sé. Quizás estoy diciendo tonterías, Yngvar.
Inger Johanne metió el pelo en una bolsa de plástico, la cerró bien y la dejó caer en el cubo de basura. Yngvar seguía sentado en silencio sobre la banqueta, con la toalla en torno al cuello. El espejo estaba boca abajo sobre el suelo. De un corte justo detrás de la oreja brotaba una línea de sangre. Inger Johanne humedeció uno de los trapos sucios de eructar de Ragnhild y lo presionó contra la herida.
—Lo siento —susurró—. Tendría que haberme concentrado más.
—¿Qué quieres decir con eso de que no necesita suerte? —preguntó Yngvar—. Con eso de que el asesino no necesariamente tiene estrella.
—Un asesinato sencillo y limpio no precisa demasiada planificación —dijo ella—. A no ser que seas uno de los que obviamente van a caer bajo sospecha, claro. Si quisiera quitarle la vida a alguien que todo el mundo supiera que tengo buenas razones para querer mal, tendría que pensármelo muy bien. Conseguir una coartada, por ejemplo. Ése es el mayor reto.
—Un gran reto —asintió Yngvar—. Por eso son pocos los que los consiguen.
—Justo. Piensa en un atraco a un banco… ¡Ahí sí que estamos hablando de planificación! El dinero está mucho mejor protegido que las personas. Un buen atraco depende de las averiguaciones previas y de una logística minuciosamente preparada. Pericia punta. Armas modernas y todo tipo de equipos avanzados. Pero nosotros, las personas, somos tan… —puso las manos sobre el cráneo de su marido; el pelo le pinchaba agradablemente las palmas de las manos— vulnerables. Una fina capa de piel. Y por dentro somos tan vulnerables. Un golpetazo en la cabeza, una puñalada en el sitio adecuado. Un empujón por unas escaleras. En realidad es raro que no ocurra con mas frecuencia.
—Joder, utilizas unas metáforas muy lúgubres para ser una mujer de buen corazón que acaba de tener una criatura —dijo levantándose—. ¿Me estás diciendo esto en serio?
—Sí. Ya lo dije el otro el día. Cuando estuvo Sigmund. Lo terrorífico es el asesino sin motivos. Si no se lo coge con las manos en la masa, o es anormalmente torpe, se libra.
—Mira, la verdad es que no estoy nada de acuerdo en todo esto —dijo Yngvar, y se puso a escupir pelo mientras intentaba rascarse la espalda—. Los asesinatos también necesitan planificación. Conocimientos.
Ella le echó un vistazo a la botella de vino, le quedaba un tercio. Fue a por un vaso y se sirvió.
—Estoy de acuerdo —asintió ella—. Tienes razón. Hay que tener cierta pericia. Pero tampoco mucho más que eso. No necesitas, por ejemplo, un gran equipo. Ninguna de las tres víctimas fue asesinada con arma de fuego, al fin y al cabo cuesta un poco conseguirlas y, además, dejan huellas interesantes. Lo más importante de todo es que te puedes echar atrás. Hasta el último momento. Si algo sale mal. Si pasa algo inesperado o perturbador, puedes tranquilamente no llevar a cabo el crimen. Sobre todo porque no necesitas aliarte con otros para matar, que es una gran ventaja: lo que sabe uno, no lo sabe nadie, lo que saben dos, lo sabe todo el mundo.