Se pasó la mano por la coronilla y suspiró ostensiblemente.
—¿Qué pasa? —dijo Yvonne.
—Verás, ha pasado…
Volvió a trabarse. Manoseaba un metro de madera que le asomaba de uno de los bolsillos de sus pantalones de carpintero de color caqui.
Yngvar se aproximó.
—Soy Yngvar Stubø —saludó, alzando la mano sin tendérsela—. He estado aquí antes. Justo después de que…
—De eso me acuerdo, hombre —dijo Yvonne Knutsen—. Desgraciadamente aún no tengo demencia senil. Recuerdo lo suficiente como para saber que prometiste que no vendríais a molestarme más.
—Es cierto —asintió Yngvar—. Pero es que la situación ha cambiado.
—No para mí —dijo Yvonne.
—Se ha producido otro asesinato —dijo Yngvar.
—Y bien —dijo la inválida.
—También en esta ocasión se trata de una persona famosa.
—¿Quién?
—Vegard Krogh —dijo Yngvar.
—Nunca he oído hablar de él.
—Famoso, famoso… Todo es relativo. La cosa es que… —trató de precisar Yngvar.
—La cosa es que yo estoy aquí tumbada muriéndome —dijo Yvonne Knutsen con la voz tranquila, sin atisbo de dramatismo o autocompasión—. Cuanto antes, mejor. Mientras espero, preferiría que no me molestaran. No hablar con nadie. Un deseo modesto, en mi opinión, si tenemos en cuenta mi estado.
Yngvar dejó que los ojos recorrieran la manta. Ni un solo movimiento delataba que hubiera una persona viva debajo, ni siquiera la caja torácica se elevaba perceptiblemente bajo la cubierta. Sólo en la cara quedaban rastros de lo que alguna vez fue una hermosa mujer, de frente ancha y grandes ojos con forma de almendra. La boca no era más que una grieta entre las mejillas hundidas, pero seguía habiendo la suficiente información bajo la pálida máscara mortuoria como para que pudiera hacerse una idea de Yvonne Knutsen tal y como tuvo que ser: esbelta, segura de sí misma y atractiva.
—Entiendo —dijo—. De verdad que sí. El problema es que desgraciadamente no puedo cumplir su deseo. La situación es ya tan grave que tenemos que seguir las pistas que tenemos.
—Ya he dicho que no conozco a ningún Vegard Krag y no puedo…
—Krogh —dijo Sigmund desde su puesto de vigilancia en medio del suelo—. Vegard Krogh.
—Krogh —repitió ella, abatida y sin mirar en dirección a Sigmund—. No conozco a nadie que se llame así. Y por tanto no sé en qué os puedo ayudar.
—Tengo unas preguntas vinculadas al hijo de Fiona —dijo Yngvar calladamente.
—Fiorella —dijo la mujer de la cama con sorpresa, pasando la mirada de Yngvar a Bernt y de vuelta—. ¿Qué pasa con ella?
—Fiorella no —dijo Yngvar—. El primer hijo. Quisiera saber algo del hijo que dio a luz Fiona en la adolescencia.
Yvonne Knutsen se transformó. Se le enrojeció el arco de la nariz. El color se extendió con rapidez, formando una mariposa sobre la piel gris pálida. La respiración era más rápida, más profunda, e hizo un vano intento de incorporarse en la cama. Le creció la boca. Se humedeció los labios que se pusieron más rojos y carnosos. Los ojos, que hacía escasos segundos parecían haberse tomado la muerte por adelantado, brillaban en profunda desesperación.
Bernt le puso la mano suavemente sobre el pecho.
—Tranquila —dijo.
—Bernt —jadeó ella.
—No pasa nada —dijo Bernt.
—Pero…
—Tranquilízate.
Yngvar Stubø se acercó más. Apoyó los muslos contra la alta cama y se inclinó sobre la enferma.
—Entiendo que esto tiene que haber sido muy duro…
Bernt Helle lo apartó. Por primera vez en toda la larga e infructuosa investigación del asesinato de Fiona resultaba agresivo. No se rindió hasta que Yngvar se había alejado un metro de la cama. Después le acarició el pelo a Yvonne.
—La verdad es que para mí es un alivio saberlo —dijo en voz baja, como si los policías ya no le incumbieran—. Fiona era tan…, como si siempre estuviera a la búsqueda de algo. Me he preguntado muchas veces por qué podía ser. Tampoco veo que fuera algo tan terrible de contar, tantos años después, tantos…
—Bernt…
La voz de Bernt había adquirido un tono de enfado reprimido; se oyó a sí mismo y tragó saliva. Yngvar vió cómo agarraba la mano de su suegra con más firmeza antes de continuar:
—Acepto que no entiendo mucho de lo que pasa aquí. Tenemos que hablar. En serio, quiero decir. Pero ahora mismo tienes que hacer el favor de responder a las preguntas del policía Stubø. Es importante, Yvonne. Por favor.
Ella lloraba en silencio. Las lágrimas eran grandes como gotas de agua, y se rezagaban un segundo o dos en el rabillo del ojo, antes de desprenderse y caer sobre el pelo de las sienes.
—No quiero… Pensamos… Fue…
—Shhh —insinuó Bernt con suavidad—. Ahora, tranquilízate.
—Hubiera destruido su vida —susurró Yvonne—. Acababa de cumplir dieciséis años. El padre de la criatura… —Las palabras desaparecieron. Una fina línea de líquido transparente corría desde su fosa nasal izquierda, se pasó el dorso de la mano por la cara—. Era un tunante. —Al decirlo alzó la voz—. Fiona iba a empezar el bachillerato. El chico desapareció y era demasiado tarde para… Debería haberme dado cuenta, claro, pero ¿quién…? En la adolescencia, tienen derecho a tener vida privada. Unos michelines en época de transformación… Yo…
—Yvonne —dijo Bernt con decisión, intentando atrapar su mirada—. Ahora me vas a escuchar. ¡Escúchame! —Había vuelto a darle la espalda a su yerno. Intentaba desasirse la mano de su firme agarre—. Escúchame —repitió él, como si estuviera hablando con su hija en algún momento de rebeldía—. Luego tú y yo nos vamos a tomar el tiempo que necesitemos. Ahora lo importante es que respondas a las preguntas de la policía.
Nadie dijo nada. Yvonne había abandonado la lucha con sus reluctantes músculos. Volvía a yacer desvalida y sin fuerzas. Incluso el pelo parecía sin vida, gris, lacio y enredado sobre la almohada.
—Se llama Mats Bohus —dijo ella de pronto, la voz era la de antes, de rechazo e indiferencia al mismo tiempo.
—¿Cómo?
—Mats Bohus. Nació el 13 de octubre de 1978. No sé nada más.
—¿Cómo puedes…? —empezó Bernt, pero no completó la pregunta.
Yngvar se aproximó de nuevo a la cama.
—Este Mats tomó contacto con Fiona recientemente —constató, como si no necesitara la confirmación de Yvonne.
Pero ella, de todos modos, murmuró una confirmación, sin mirar a Yngvar.
—¿Antes o después de Año Nuevo? —preguntó él.
—Justo antes de Navidad —susurró Yvonne—. Era… Es…
El flujo de mocos no quería parar, Bernt Helle sacó un pañuelo del cajón de la mesilla y lo puso en la mano de su suegra. A ella las fuerzas le alcanzaron justo para elevar la mano izquierda y llevarse el pañuelo a la nariz.
—La mandé fuera —dijo—. Mandé a Fiona a casa de mi hermana en Dokka. Lo suficientemente recóndito. Lo suficientemente desierto como para mantener a raya las preguntas.
Yngvar se estremeció con la risa de la mujer. Sonaba como un grajo herido; la risa era ronca, rasposa y totalmente carente de alegría.
—Siga, por favor.
—Y luego parió demasiado pronto —dijo Yvonne—. Yo no estaba allí. No había nadie con ella. Estuvieron a punto de morir, los dos. Entonces…
La respiración pasó a ser un hipido y, cuando le dio un ataque de tos, Bernt la incorporó a medias en la cama. Cuando por fin se tranquilizó, la secó con cuidado en torno a la boca y la tumbó.
—Tranquila…, tranquila…
—Al crío le pasaba algo —dijo con dureza—. Pero ya no era asunto nuestro.
—Al crío le pasaba algo —repitió Yngvar—. ¿Qué le pasaba?
—Era demasiado grande. Apático y enorme e increíblemente… feo.
A Yngvar se le apareció por un momento la imagen de Ragnhild, recién sacada de la tripa de su madre, roja, pegajosa y desamparadamente poco bella. Se llevó la mano a la boca y carraspeó. Se le estrecharon los ojos. Yvonne Knutsen no parecía notar la reprobación.
—¿Qué pasó entonces? —dijo Bernt Helle de modo casi inaudible.
—Olvidamos —dijo Yvonne—. Teníamos que olvidar.
—Olvidar…
Yngvar, silenciosamente, se alejó un paso de la cama.
—Dimos al niño —dijo la mujer—. En adopción. Por supuesto, no supimos a quién. Era mejor así. Para él y para Fiona. Ella tenía la vida por delante. Con tal de que fuéramos capaces de olvidar.
—¿Lo conseguisteis? ¿Tú conseguiste olvidar, Yvonne?
Bernt Helle le había soltado la mano y estaba sentado sobre el borde de la silla, como si estuviera a punto de salir corriendo. La pierna izquierda le vibraba. El tacón de la bota repiqueteaba contra el linóleo.
—Olvidé —dijo Yvonne—. Fiona olvidó. Era mejor así. ¡No lo entiendes, Bernt!
Los dedos de ella se aferraron a la sábana, donde la mano de él ya no estaba. La mirada de Bernt se había posado sobre la litografía pálida y torcida. Se reclinó contra la silla y ladeó la cabeza. Los ojos no querían soltar el cuadro. Lo miraba fijamente, guiñaba los ojos y estudiaba la composición no figurativa hecha de cubos y cilindros descoloridos.
Yvonne prosiguió:
—Tienes que intentar entenderlo —rogó—. Fiona era demasiado joven. Lo mejor era mandarla fuera, dejar que viniera el crío y más tarde olvidar. Seguir como si nada hubiera pasado. Era completamente necesario, Bernt. Tenía que pensar en Fiona. Sólo en ella. Ella era responsabilidad mía. Yo era su madre. El niño iba a tener una vida mejor con unos padres adultos, con gente que pudiera…
—No estamos hablando del periodo de entreguerras —dijo Bernt alejándose aún otro poco de la cama—. ¡Esto pasó a finales de los setenta! ¡La década de las mujeres, Yvonne! Gro Harlem Bruntland y el medio ambiente, aborto por decisión propia y discriminación positiva, joder era…
Se levantó bruscamente. Estaba de pie, en una postura medio amenazadora, medio desesperada, con los puños alzados y cerrados, luego elevó la cabeza hacia el techo y se pasó las dos palmas de las manos por la cabeza.
—Bernt… —insinuó Yngvar.
—¡Estuvimos años y años intentando tener hijos! Estuvimos en el extranjero, en todo tipo de clínicas, lo intentamos una y otra vez y…
—Creo… —lo interrumpió Yngvar con tono cortante— que deberíamos atenernos a tus propias y sabias palabras, Helle. Que vais a tener que hablar de estos problemas, pero que va tener que ser más tarde.
El robusto hombre lo miró con sorpresa, como si acabara de darse cuenta de que estaba presente la policía.
—Sí —dijo débilmente—. Pero entonces creo que…
Se desplazó lentamente hasta el otro lado de la cama. El aire de la habitación era denso. Yngvar sentía cómo le corría el sudor bajo los sobacos, recorriendo frías sendas hasta la cintura del pantalón. Se pasó el dedo índice bajo la nariz.
—¿Qué quieres ahora? —dijo alerta.
Bernt Helle no respondió. En vez de hacerlo, enderezó cuidadosamente el cuadro. Un poco hacia un lado, una pizca hacia el otro.
—Entiendo que necesitáis respuestas —dijo, todavía mirando a la pared—. Y de verdad que quiero ayudar. Pero ahora mismo la verdad es que no puedo hacer gran cosa. No debería estar aquí. Así que me voy.
Sigmund bloqueó la puerta.
—No estoy arrestado —dijo Bernt Helle, que le sacaba una cabeza al corpulento policía—. ¡Apártate!
—Déjalo ir —dijo Yngvar Stubø—. Tiene derecho a hacer lo que quiera, por supuesto. Muchas gracias por la ayuda, Helle.
El viudo no respondió. La puerta se cerró tan despacio tras de él que les permitió oír sus pasos, dura goma contra linóleo encerado, cada vez más tenues por el pasillo. Yngvar tomó el sitio de Helle en la silla.
—Así que ya sólo quedamos nosotros —dijo Sigmund.
La enferma parecía estar ahora aún peor. El sonrojo se había mitigado. La cara no estaba gris como cuando llegaron, pero tenía un amenazador tono blanco azulado. Los ojos se le cerraron. El labio inferior temblaba, siendo la única prueba de que Yvonne Knutsen seguía con vida.
—Comprendo que esto sea difícil —dijo Yngvar tanteando—. Y no voy a molestarla mucho rato. Sólo tengo que averiguar lo que pasó cuando…
—Váyase.
—Sí, sólo quiero…
—Váyase.
La voz se rompió.
—¿Qué quería? —preguntó Yngvar—. Mats Bohus. ¿Qué pasó cuando apareció?
—Váyase.
—¿Vive aquí en.,.?
—Por favor. Váyase.
Su mano buscaba el botón de alarma, que estaba pegado con cinta adhesiva a la cama. Él se levantó.
—Siento mucho todo esto —dijo calladamente—. Adiós.
—Pero —protestó Sigmund Berli cuando Yngvar lo agarró del brazo y lo condujo hacia el pasillo—. Tenemos que…
—El hombre se llama Mats Bohus y sabemos su fecha de nacimiento —dijo Yngvar mirándose por encima del hombro. A Yvonne Knutsen le costaba respirar y apretaba una y otra vez el botón de la alarma—. No puede ser tan difícil encontrarlo sabiendo todo eso —susurró, y se quedó de pie en la puerta.
Cuando un hombre en bata, en la treintena, llegó caminando para atender a las furiosas llamadas, y antes de echarse a andar, Yngvar volvió a agarrar a Sigmund de la manga.
—Dime —susurró éste.
—No puede ser tanto trabajo —dijo de nuevo, como si estuviera intentando convencerse a sí mismo. Miró brevemente el reloj—. Las doce y cuarto, ya. Vamos mal de tiempo.
El aire de la calle, frío, punzante y con el aroma de los abetos y la leña que ardía en una casa a poca distancia, hizo que Yngvar se quedara de todos modos de pie unos minutos antes de sentarse pesadamente en el asiento del copiloto.
—Conduce tú —le dijo a Sigmund, que se sentó al volante, sorprendido, y metió la llave de arranque—. Andamos mal de tiempo.
Ya no le resultaba tan difícil estar solo. Al contrario, hacía lo posible para evitar que la gente fuera a verlo. Hacían cola. Los padres, sobre todo su madre, llamaban varias veces al día. Aunque no le había visto el pelo a su hermano desde la inexplicable pelea, los amigos, los compañeros de trabajo y los conocidos, fueran más o menos cercanos o periféricos, parecían todos pensar que Trond Arnesen no cumplía ninguno de los requisitos necesarios para vivir solo. El día antes, dos antiguas compañeras de clase habían llamado a la puerta trayendo una lasaña casera. Dio la impresión de que se ofendieron cuando él no las dejó pasar.
Había leído que debía ser al revés.
En las coloridas revistas femeninas que aún tenía guardadas, ponía que los afectados por lo general eran silenciados después de que se dieran muertes trágicas en la familia. Había leído historias de niños que al morir dejaban tal vacío que el entorno de los padres se alejaba con silencioso pudor.